Carter

Carter


Viernes

Página 4 de 15

Viernes

VIERNES

Supe que hacía viento incluso antes de oírlo. Era de día, y la luz se colaba por las rendijas de las cortinas. Supe que hacía viento por el tipo de luz que entraba.

Me puse boca arriba y miré mi reloj. Eran las ocho menos cuarto. Cogí un cigarrillo y me lo fumé mirando la luz que se reflejaba en el techo, deprimiéndome por esa penumbra marrón verdoso, e impacientándome conmigo mismo por no levantarme, y de todos modos quedándome allí tumbado, fumando, con la cajetilla en equilibrio sobre mi pecho, a modo de cenicero.

Finalmente salí de la cama, entré en el frío cuarto de baño, me aseé y me vestí. El viento silbaba detrás de los cristales esmerilados de colores.

Bajé las escaleras y puse la radio. Mientras el programa matinal de la BBC se iba animando, entré en la cocina, busqué la caja donde guardaban el té y puse el hervidor al fuego. Me preparé el té y comencé a ponerme los gemelos.

Se abrió la puerta trasera y entró Doreen. Llevaba un abrigo negro, bastante bonito, corto, y se cubría la cabeza con algo muy del estilo de Greta Garbo. Tenía el pelo de un dorado claro, largo, y parte de él le caía delante de los hombros, entre los hombros y el cuello, casi sobre los pechos.

Se me quedó mirando un minuto antes de cerrar la puerta. Cuando la hubo cerrado, no se movió más que para quitarse el sombrero, que dejó sobre el escurreplatos, y después se quedó allí con las manos en los bolsillos y los pies juntos, mirando al suelo. Parecía más malhumorada que desdichada.

Acabé de colocarme los gemelos.

—Hola, Doreen —dije.

—Hola —dijo ella.

—¿Cómo te sientes?

—¿A ti qué te parece?

Comencé a servir el té.

—Siento mucho lo de tu padre —dije. Ella no contestó. Le ofrecí una taza de té, pero la rechazó.

—Disfrutando de la música, ¿no? —dijo.

—La casa parecía fría —dije—. Además…

Doreen se encogió de hombros, se dirigió al office y se sentó en la silla de Frank con las manos todavía en los bolsillos, los pies todavía juntos. La seguí, me senté en el brazo del diván y comencé a dar sorbos a mi té.

—Lo siento de verdad, Doreen —dije—. Era mi hermano, sabes.

No replicó nada.

—No sé qué decir —añadí.

Silencio.

No quería preguntarle nada directamente antes del funeral, así que le dije:

—No me lo podía creer. Simplemente no me lo podía creer. Siempre era tan prudente.

Silencio.

—Si siempre pedía medias pintas.

Silencio.

—Y no presentarse al trabajo.

Dos lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de Doreen.

—No había nada que le preocupara, ¿verdad? Me refiero a si había algo que le rondara por la cabeza, no sé, algo que le hiciera ser descuidado. Alguna preocupación.

Silencio. Las lágrimas siguieron resbalando.

—¿Doreen?

Se levantó bruscamente de la silla.

—Cállate —gritó mientras las lágrimas caían más deprisa—. Cállate. No lo soporto.

Corrió hacia la cocina y se detuvo delante del fregadero, la cabeza gacha, los hombros temblorosos, los brazos caídos.

—¿Qué es lo que no puedes soportar, cariño? —dije colocándome detrás de ella—. ¿Qué es lo que no puedes soportar?

—Mi padre —dijo—. Mi padre. Maldita sea, está muerto, ¿no? —Se volvió hacia mí—. ¿No?

Levanté los brazos y ella cayó contra mi pecho. La apreté contra mí y esperé a que se le pasara.

Al cabo de un rato se irguió y le serví una taza de té recién hecho. Esta vez lo aceptó. Me senté en el taburete alto de cuero sintético rojo que había junto al fregadero y observé cómo se bebía el té y se quedaba mirando el interior de la taza. Me pregunté si su reacción se debía a la presencia de su padre muerto en la habitación de al lado o si había algo más. La verdad es que no lo sabía. La última vez que la había visto tenía siete años, y de eso habían pasado ocho, por lo que la verdad era que no la conocía. De todos modos, me lo podía imaginar.

Para tener quince años, parecía mayor. La habría encontrado atractiva de no haber sido quien era. Te dabas cuenta de que ya no era una chica inocente. Eso se ve en los ojos. Me pregunté si Frank sabía que ya no era virgen. Probablemente, pero nunca habría querido reconocerlo. Y en caso de que algo le hubiera preocupado, tampoco se lo habría dicho a ella. Así era Frank. De manera que no había razón alguna por la que ella pudiera saber nada, a menos que hubiera visto u oído algo sin que Frank lo supiera. Y si así había sido, tenía que averiguarlo, pero no aquel día.

Me levanté del taburete, me dirigí al office y apagué la radio. Eran las ocho y media. Fuera oí pasar al repartidor de la leche. Volví a la cocina.

—¿Quieres un cigarrillo? —dije.

Asintió y dejó la taza sobre la encimera. Encendió un cigarrillo. No fumaba demasiado mal, aunque se la notaba un tanto forzada. Al cabo de unas cuantas caladas, dije:

—¿Qué planes tienes?

—No lo sé.

—Bueno, supongo que no te quedarás a vivir aquí, ¿no?

Negó con la cabeza.

—Mira —dije—, ya sé que no me conoces demasiado, y que lo poco que conoces no te gusta, pero te voy a proponer una cosa. Probablemente la idea no te entusiasmará, pero quiero que le des unas cuantas vueltas en los próximos días: La semana que viene me voy a Sudáfrica, con una mujer con la que puede que acabe casándome o no. Salimos el miércoles. Tengo tres billetes. ¿Por qué no vienes con nosotros?

Se me quedó mirando. Yo no tenía ni idea de qué estaba pensando.

—Piénsatelo. Me gustaría que vinieras. Aunque solo fuera para saldar algunas cuentas con tu padre.

—Qué detalle. Haces que me sienta realmente querida.

—Estaré aquí todo el fin de semana —dije—. Así que tienes tiempo para pensarlo.

—No, gracias.

Siguió mirándome. Yo bajé la vista hacia el reloj.

—Estarán aquí a menos cuarto —dije—. ¿Quieres estar cinco minutos a solas con él antes de que vengan?

Apartó la mirada. Volvía a tener quince años.

—No.

—A él le habría gustado —dije.

Sollozó, una sola vez.

—Va —dije—. Tienes tiempo.

Dejó el cigarrillo en el platillo y salió. Volvió cinco minutos después. Tenía la cara mojada y los ojos enrojecidos.

Me puse la americana y entré en la sala. Me quedé junto al ataúd, con aquel rostro mirando al techo. No hubo nunca nada más tranquilo que esa cara.

Fuera oí un motor, y enseguida llamaron a la puerta.

—Ciao, Frank —dije.

Di media vuelta y salí de la habitación por la puerta que conducía al vestíbulo. Abrí la puerta principal. Ahí estaba el hombre del sombrero de copa.

—Buenos días, señor —dijo con esa voz que tienen todos.

Salimos de la iglesia y volvimos a subirnos al coche. Doreen y yo nos metimos en la parte de atrás, y el vicario se sentó junto al conductor. Fuimos por calles secundarias. En cierto momento, un viejo clérigo montado en una bicicleta tan vieja como él nos cedió el paso en un cruce y levantó el sombrero de manera lenta y grave.

Al cabo de un rato, el vicario colocó el brazo sobre el respaldo de su asiento, se dio la vuelta y dijo:

—Habrá observado algunos cambios en la ciudad desde que se fue, señor Carter.

—Unos cuantos —dije.

—Sí. Los tiempos están cambiando. Aunque en mi opinión, no lo bastante rápido. De todos modos, algún día todo esto desaparecerá. Y entonces, gracias a Dios, la gente tendrá un lugar decente donde criar a sus hijos. Un lugar en el que estos preferirán estar en casa a estar en la calle.

—Suponiendo que lo sustituyan por algo mejor —dije.

—Oh, pero ha de ser así, no puede ser de otra manera.

—¿Ah, sí? —dije.

Me lo quedé mirando. Tenía el pelo rubio rojizo, gafas y una cara amarilla. Era imposible adivinar su edad.

Bajamos la colina hasta el cementerio. El día era luminoso y ventoso, y unas nubes bajas, grises y algodonosas pasaban veloces delante del tímido sol.

Junto a la tumba, aparte del vicario, el enterrador y los hombres de la funeraria, estábamos Doreen y yo, y dos tipos que habían estado esperando cerca de donde habían descargado el féretro. Uno de ellos tenía unos cincuenta años, y el otro unos veintidós o veintitrés. Tenían toda la pinta de camareros. Se les veía muy pulcros de pecho para arriba, con el cuello de la camisa blanco y limpio y un nudo de corbata perfecto, pero la pulcritud iba menguando a medida que bajabas por el torso, y al llegar a los pies el desaliño era patente. Se quedaron allí con la cabeza gacha y las manos entrelazadas delante, un poco por detrás de mí y de Doreen.

Le di la mano a Doreen mientras el vicario pronunciaba unas últimas palabras. El enterrador iba sin afeitar y se cubría con un gran sobretodo del ejército con el cuello levantado, y durante toda la perorata del vicario no apartó los ojos de Doreen, ese viejo guarro cabrón.

—Cenizas a las cenizas, polvo al polvo…

Me agaché para coger un puñado de tierra y le di un poco a Doreen. Los dos camareros dieron un paso al frente y también cogieron un poco de tierra, y todos la derramamos sobre el ataúd mientras este descendía. Los camareros dieron un paso atrás. El mayor se llevó la mano a la boca, tosió y se quedó firme, y el más joven se arregló los puños de la camisa.

El vicario inició el cántico de «Jesús es la roca de mi salvación». Doreen cantó las primeras palabras, pero enseguida negó con la cabeza y ya no volvió a abrir la boca. El sepulturero se puso a trabajar con la pala. El viento se colaba a través de mi traje de mohair. Una docena de hileras más allá, dos mujeres de mediana edad tocadas con un sombrero gris se detuvieron para mirar mientras caminaban entre las lápidas.

Y eso fue todo.

Me llevé a Doreen lejos de la tumba. Trastabilló al volver la mirada hacia algo que no entendía. Los dos camareros retrocedieron para dejarnos pasar. Asentí con la cabeza en agradecimiento.

Llegamos a los coches. Miré en dirección a la verja. Una mujer de pelo rubio enfundada en un abrigo de un verde vivo, ceñido con un cinturón, estaba al otro lado de los barrotes.

—¿Esa es Margaret? —pregunté.

Doreen asintió.

Miré a la mujer. No se movió. Doreen entró en el coche llorando todavía.

—Un minuto —dije. Me volví hacia los camareros que caminaban en dirección a los coches mientras se encendían un cigarrillo.

—¿Pueden esperar? —les dije.

Se miraron el uno al otro. El mayor consultó su reloj y asintió. Me dirigí hacia la verja. Margaret seguía allí y no hacía ademán de moverse. No tenía mal aspecto. Su único defecto era que parecía exactamente lo que era: una belleza de club nocturno.

—Creía que habías dicho que no vendrías —dije.

—He cambiado de opinión —contestó.

Sobre su acento del norte, todavía quedaban rastros de su deje londinense.

—Me alegro —dije—. Quiero hablar contigo.

—¿De qué?

—De Doreen —mentí.

Miró en dirección a los coches que esperaban.

—¿Todo… todo ha ido bien? —preguntó.

—Perfecto. Todo ha salido perfecto. Gracias.

Aquellos ojos nunca volverían a estar tan húmedos como en aquel momento.

—Quiero hablar contigo —repetí.

Ella seguía mirando los coches.

—¿Cómo está Doreen?

—¿A ti qué te parece? —dije—. ¿Sabía lo tuyo con Frank?

Margaret me dedicó una sonrisa que significaba que, en su opinión, yo estaba pasando algo por alto.

—Claro que lo sabía. ¿Por qué no iba a saberlo?

—Porque, no sé, estaba pensando que podrías volver con nosotros. Ahora. Doreen necesita a alguien, y yo no soy de gran ayuda.

Negó con la cabeza.

—No puedo —dijo—, así que no preguntes.

—Bueno, ¿entonces cuándo? Yo tengo que arreglar unas cuantas cosas antes de volver. ¿Qué te parece más tarde?

—No —dijo.

—¿Mañana?

Se me quedó mirando.

—Muy bien —dijo—. Mañana por la mañana. En The Cecil a las doce.

—Ahí es donde trabajaba Frank —dije.

—Ya lo sé —contestó—. Voy allí porque está muy lejos de donde vivo con mi marido.

—Muy bien —dije—. Nos vemos mañana.

Dio media vuelta y comenzó a alejarse.

Me la quedé mirando un minuto y regresé al cementerio.

Abrí la puerta principal. Doreen entró primero, y después los dos camareros. En el vestíbulo, Doreen se quitó el sombrero.

—Adelante —les dije a los dos tipos—. Vuelvo en un momento.

Subí al piso de arriba y de mi bolsa de viaje saqué unos ginger ales y dos botellas de whisky. Cuando bajé, Doreen estaba en la cocina, y los dos tipos se habían colocado delante de la chimenea y estaban encendiendo otro cigarrillo.

—¿Esto irá bien? —pregunté levantando la botella.

—Perfecto —dijo el mayor—, muchísimas gracias.

—Gracias —dijo el más joven.

Procuraron mostrar un aspecto solemne y agradecido al mismo tiempo.

Entré en la cocina. Doreen estaba preparando un poco de té.

—Doreen, cariño —dije—, ¿te importaría decirme dónde hay vasos, por favor?

Señaló un armarito. Saqué los vasos y comencé a servir el whisky.

—¿Cuánto rato se van a quedar? —preguntó.

—No lo sé, cariño —contesté—. No mucho.

Destapé un ginger ale y llené una pequeña jarra de agua.

—¿Quieres uno? —dije—. Te hará bien.

Doreen lanzó una prolongada mirada a la botella, después la cogió y se sirvió un poco. Lo apuró de un golpe, puso una mueca y se quedó mirando el fondo del vaso. Serví tres copas más largas y se las llevé a los invitados.

—¿Agua o ginger? —dije.

El mayor pidió agua y el más joven, ginger. Volví a la cocina. Doreen se había tomado otra copa.

—¿Vienes con nosotros?

Negó con la cabeza. Le puse una mano en el hombro.

—Sírvete lo que quieras, cariño —dije—. Haz lo que quieras.

Volví a salir de la cocina. Coloqué el ginger, la jarra con agua y la botella que había abierto sobre la mesita baja que había delante del diván.

—Al ataque —dije.

Se sirvieron.

—Por los amigos ausentes —dije.

—Por los amigos ausentes —dijeron.

Bebimos.

El mayor se llamaba Eddie Appleyard. Tenía el pelo negro y crespo, bastante largo, peinado hacia atrás y con unas patillas que se extendían por sus mejillas en mechones que ya viraban a gris. Llevaba una dentadura postiza mal encajada. Era de la ciudad.

El más joven se llamaba Keith Lacey. Tenía cara y complexión de jugador de fútbol. Tenía la cara aplastada, y el cuerpo compacto y robusto. Era de pelo claro, y antes de cortárselo al rape había sido rizado. Llevaba un anillo de oro en el dedo corazón de la mano izquierda. Era de Liverpool.

Llené los vasos.

—Bueno —dije—. Me gustaría daros las gracias por haber venido.

—No nos dé las gracias, señor Carter —dijo Eddie—. Frank era un buen tipo.

—Sí que lo era —dijo Keith.

—De los mejores —dijo Eddie.

—¿Cuánto hace que lo conocíais? —pregunté.

—¿Yo? —dijo Eddie—. Nos hicimos colegas cuando trabajábamos en un club de trabajadores de Lingholme. Eso fue hará, mmm…, unos cinco o seis años. Nos llevamos bien más o menos desde el principio. Yo me fui del club un año después que él, al Crown and Anchor, pero nos veíamos todos los sábados. Él también cambió de trabajo y, como no vivíamos muy lejos del estadio, solíamos encontrarnos delante a las tres y media en cuanto acabábamos de limpiar. Nos comprábamos un par de empanadas de carne fuera del estadio y entrábamos con ellas, y nos perdíamos más o menos media hora de partido, pero siempre íbamos. Nunca nos perdíamos un partido, ni cuando bajaron a tercera división.

—Sí —dije—, a Frank le gustaba el fútbol. Siempre íbamos cuando éramos críos.

—Cuando me enteré, no me lo podía creer —dijo Keith—. Quiero decir que me sorprendió cuando no se presentó al turno de tarde, porque Frank siempre llegaba a la hora, siempre el primero. Pero cuando me enteré, no lo podía entender. Pero si Frank solo bebía medias pintas. Y siempre decía que cuando salía a tomar una copa dejaba el coche para poder pasárselo bien.

—Lo sé —dije—. Frank siempre fue prudente.

Hubo un silencio.

—Todavía no me lo creo —dijo Keith.

Todos bebimos. Pasé la botella otra vez.

—Frank le caía bien a todo el mundo —dijo Eddie.

Hubo más silencio.

—Siempre hablaba bien de usted, señor Carter —dijo Keith—. Siempre decía que lo admiraba por lo bien que se ganaba la vida.

Frank siempre le decía eso a la gente. Quién sabe si a lo mejor él mismo se lo había acabado creyendo.

—De todos modos, es algo bastante raro —dijo Eddie—. Conoces a un tipo durante seis malditos años y siempre lo ves tan tranquilo como el Buen Jesús, nunca prueba el licor, y de repente se bebe una puta botella de whisky, se precipita en coche por un acantilado y acaba en un metro de agua. No es justo, maldita sea, no es justo. —Echó un trago rápido—. No debería haber ocurrido. No a un tipo como Frank. Era uno de los mejores.

Se le estaban empañando los ojos. Se llevó torpemente un cigarrillo a la boca y le serví un poco más de whisky. Eddie no encontraba las cerillas, así que se lo encendí.

—Gracias —dijo desde las profundidades de su garganta. Si era por el whisky o por un sentimiento auténtico, tanto daba, porque, fuera lo que fuera, en aquel momento Eddie creía a pie juntillas en la sinceridad de sus palabras.

Nadie dijo nada durante un rato. Al final hablé yo:

—¿No creéis que pudo hacerlo a propósito?

Se me quedaron mirando.

—¿Qué? ¿Quiere decir que se suicidó? —dijo Keith.

No contesté.

Keith volvió la cabeza ligeramente a un lado y enseguida volvió a mirarme, con un grotesco esbozo de sonrisa en la cara.

—Naaa —dijo—. ¿Frank? ¿Matarse? Qué dice.

Seguí mirándolo. Se volvió de nuevo hacia mí, incrédulo.

—Pero ¿por qué?

—Eso es lo que yo me preguntaba —dije.

—Vamos —dijo—. Pero si Frank era… era… bueno… quiero decir que no era de los que se meten en líos ni nada, en nada que no viera muy claro. Y sé que no tenía preocupaciones. Lo habría sabido. Demonios, durante el último año hemos trabajado juntos cada día. Se le habría notado.

—¿Por qué?

—Bueno, se le habría notado. Pero era el mismo de siempre. Siempre. No lo vi cambiar en ningún momento.

—¿Cómo estaba la última vez que lo viste?

—¿El domingo? Igual que siempre. Llegó a la hora. Trabajó mucho. Ya sabe.

Eddie se sirvió un trago más grande.

—¿No hubo nada que te hiciera pensar que tenía algún problema?

—No, nada. Ya le digo, era el mismo de siempre.

—¿Y no crees que pudo ocurrirle algo entre el momento en que os visteis y el momento en que empezó a emborracharse?

—Bueno, no sé. Supongo que sí. Pero debió de ser algo terrible. ¿Y qué pudo pasarle que fuera tan terrible?

—No sé.

—Si algo hubiera ocurrido, usted lo sabría.

—No necesariamente —contesté.

Eddie se sirvió otra copa. Ya hacía unas cuantas que había abandonado la conversación.

—Era un tipo bueno de cojones —dijo—. Uno de los mejores.

—Y cómo cojones ibas a saberlo, mamonazo —chilló Doreen.

Estaba en la puerta de la sala, con un vaso en la mano, y detrás de ella podía ver la botella que había dejado en el fregadero. El nivel había bajado considerablemente. Las lágrimas le rodaban por las mejillas. Llevaba el abrigo desabrochado.

—¿Cómo ibas tú a saberlo? —volvió a chillar, esta vez en un tono más grave—. O tú. O tú. Sobre todo tú —me dijo—. Ninguno de vosotros lo conocía. Yo sí. Era mi padre.

La última palabra fue un grito terrible, y cuando lo profirió arrojó el vaso en dirección a Eddie, aunque estoy seguro de que no lo arrojaba a nadie en particular. El vaso le dio a Eddie en el hombro y el whisky se le derramó por la manga. Se levantó de un salto. Avancé hacia Doreen. Keith también se puso en pie, aún con el vaso en la mano.

—Doreen, cariño —dije.

—Lárgate —replicó ella—. Aléjate de mí.

—Mira, sé cómo te sientes y…

—No, no sabes cómo me siento. ¡Si lo supieras me dejarías en paz!

Se fue corriendo hacia la puerta que conducía al vestíbulo y la abrió.

—Vamos —dijo—. ¡Largo! ¡Largo, todos!

Asentí en dirección a los demás. Apuraron sus vasos y comenzaron a salir. Eddie se limpiaba la manga con el pañuelo.

—Un momento —dije—. Salgo en un segundo.

Cuando se hubieron ido, estaba a punto de decirle algo a Doreen, pero se alejó corriendo de la puerta y se arrojó a la butaca de Frank, con el puño apretado contra los labios y las piernas recogidas debajo de ella. Se puso a llorar otra vez.

—Mira —dije—, si yo fuera tú, iría a echarme un rato.

No respondió.

—Tengo que ausentarme una hora, pero volveré luego.

Nada.

Me la quedé mirando un minuto o dos y salí, cerrando la puerta despacio.

Los dos camareros estaban en la acera, junto a la verja. Eddie seguía limpiándose la manga. Se me quedaron mirando mientras salía.

—Lo siento —dije, cerrando la verja—. Se lo está tomando mal.

—Dios mío, no se preocupe por eso —dijo Keith—. Supongo que está bastante afectada, ¿no?

—Sí —dijo Eddie—, pobrecilla.

Saqué una libra de la cartera.

—Toma —dije—, para la tintorería.

—Oh no, señor Carter, de ninguna manera.

Pero yo sabía que la cogería, como así fue.

—De todos modos —dije—, vamos a tomar una copa.

Eddie miró su reloj.

—Imposible —dijo—. Tengo que entrar a trabajar en veinte minutos.

—¿Y tú? —le dije a Keith.

—Por mí, bien. No entro hasta las seis.

—Bueno, será mejor que me vaya —dijo Eddie.

Había pesar en su voz. Lamentaba perderse los whiskies que iban a caer.

Le estreché la mano.

—Gracias por venir —dije—. Te lo agradezco.

Volvió a emocionarse.

—Es lo menos que podía hacer —dijo—. Frank era un buen tipo. De los mejores.

—Sí —dije.

Nos quedamos allí un minuto.

—En fin —dijo Eddie.

Volvió a estrecharme la mano, dio media vuelta y comenzó a cruzar la calle en diagonal, hacia la esquina, con las manos en los bolsillos y el abrigo desabrochado, ondeando tras él en la brisa.

Me volví hacia Keith.

—Vamos —dije.

Recorrimos la calle en dirección opuesta a la que había seguido Eddie.

La esquina de Jackson Street y Park Street, la calle que conducía de vuelta a High Street, estaba a unos veinte metros de la verja del fondo. Keith, de manera automática, comenzó a doblar la esquina, pero cuando vio que yo seguía hasta el final de la calle se detuvo y comenzó a seguirme.

Me quedé junto a la verja y contemplé los restos de la hierba donde solía estar la acequia. Un par de trabajadores del taller de ingeniería entraron con un paquete en el edificio. El torno seguía zumbando.

Keith estaba detrás de mí.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Nada —dije—. Solo estaba echando un vistazo.

De camino a The Cecil hice una llamada telefónica. Keith esperó fuera de la cabina, apoyado contra la pared de correos.

Cuando me contestó la voz de Audrey, dijo:

—Hola, Audrey Fletcher al habla.

Eso significaba que Gerald estaba en casa.

—Ya te volveré a llamar —dije—. Dile a Gerald que se han equivocado de número.

—Lo siento, creo que se equivoca de número.

—Tienes unas tetas preciosas.

—No se preocupe —dijo, y colgué el teléfono. Entramos en The Cecil.

Lo recordaba perfectamente, teniendo en cuenta que a lo mejor hacía doce años que no entraba.

De chaval, cuando comencé a frecuentar los pubs, decían que más te valía mantenerte apartado de The Cecil, que era un sitio duro al que más valía no acercarse, sobre todo los sábados. El peor pub de la ciudad. En una ocasión, alguien dijo que deberían poner un cartel que lo anunciara como «Hasta las diez se canta; hasta las once, bronca». Así que comencé a ir en cuanto me dejaron acercarme a la barra. Una de mis primeras veces allí, un viernes, todo había ido bien, nadie parecía buscar camorra, y me fui a echar una meada, y cuando volví habían despejado un espacio bastante grande delante de la barra, habían apartado todas las mesas, todo el mundo estaba de pie, algunos encima de una mesa o una silla, con su vaso en la mano, en medio de un gran silencio. En el espacio que habían despejado había ocho tipos de cara a la barra, todos con una botella o un vaso roto en la mano, y de pie sobre la barra estaban los camareros, una docena, plantándoles cara, todos con un palo o un bate de béisbol en la mano, preparados para la jarana.

La barra principal era de las más grandes que he visto nunca. Entras por unas puertas dobles que dan a High Street, y lo primero que ves son las mesas, centenares de mesas redondas, dispuestas en hileras y cruzando la sala en diagonal, y que se pierden sin que veas el final. Más allá de las mesas, parece que a centenares de metros, se encuentra el escenario, una tarima alargada de poca altura sobre la que hay una batería, un piano y un órgano Hammond con todos los accesorios. Siguiendo la pared, a mano izquierda desde la entrada, está la barra. Hay ocho surtidores de cerveza. La barra llega justo hasta el escenario. Tan larga es.

Entre las mesas y la entrada hay una franja de moqueta de unos tres metros y medio de ancho. Se extiende desde el extremo superior de la sala hasta los taburetes de la barra que hay debajo de las ventanas. Delante de esos taburetes hay más mesas, solo una hilera, cinco a cada lado de la puerta, siguiendo la moqueta desde la barra hasta la pared de la derecha. Es en esas mesas donde te sientas a cenar, de manera que la masa principal de mesas permanece limpia y lustrosa para la noche, cuando llegan los cantantes, los cómicos, las strippers y las peleas.

Keith y yo cruzamos la moqueta hasta la barra. Había tres camareros de servicio. En aquel momento éramos los únicos clientes.

Se acercó el camarero más próximo. Miró a Keith y asintió.

—Hola, Keith —dijo.

—Qué hay —dijo Keith.

Saqué la cartera.

—Diga, señor —replicó el camarero.

—¿Qué quieres, Keith? —dije.

—Una pinta de bitter, por favor —contestó.

—Dos pintas y dos whiskies grandes —dije—. Bell’s, si tiene.

—Muy bien, señor —dijo el camarero, y se dirigió hacia el surtidor más cercano.

—Muchísimas gracias —dijo Keith.

—¿Sabe dónde has estado? —dije, señalando al barman.

—Sí.

—¿Cómo es que él no ha venido?

—Solo lleva aquí una semana. Habrá coincidido con Frank dos veces.

—¿Y los demás?

Keith se encogió de hombros.

—No sé. Un par dijeron que intentarían ir al funeral. Pero entre que trabajan o es su tiempo libre, ya sabe.

Se le veía un poco avergonzado.

—Así que Frank no era muy popular —dije.

—Yo no diría tanto. Era más bien reservado. Ya sabe.

—¿Qué hacía, maldita sea? ¿Trabajaba demasiado para su gusto?

Keith volvió a encogerse de hombros, frunció el entrecejo y sus mejillas se sonrojaron un poco.

El camarero se acercó con las bebidas.

—¿Quiere el whisky solo, señor? —preguntó.

—Con ginger ale —dije—. ¿Cuánto es?

—Quince con cinco, señor.

—¿Quiere tomar una con nosotros?

—Muy amable por su parte, señor. Tomaré una Mackeson, si no le importa.

Nos cobró las bebidas y las llevamos a una mesa cerca de la puerta. Me bebí el whisky y di un sorbo de cerveza. Keith me dio un cigarrillo y lo encendimos. Al otro lado del cristal ahumado el tráfico zumbaba por High Street. De vez en cuando, el viento hacía temblar las puertas dobles.

—Keith —dije—, ¿Frank y tú erais muy amigos?

Se rascó entre las fosas nasales y el labio superior.

—Bueno, como ya le he dicho, trabajábamos juntos. Lo conocí hace doce meses. Desde que entré a trabajar aquí.

—Sí, lo sé. ¿Pero hasta qué punto lo conocías?

Frunció la frente.

—Bueno, solíamos charlar cuando no había clientes, de fútbol y del estado de las cosas en el mundo. Ya sabe, cosas así.

—¿Alguna vez volviste a casa con él?

—Oh no. Eso era en horas de trabajo.

—¿Nunca fuiste de copas con él ni nada parecido?

—No. Nada de eso. Una vez me topé con él en The Crown y tomamos un par de copas, pero solo fue casualidad.

—¿Había alguien con él?

—Su novia, Margaret.

—¿Alguna vez te habló de ella?

—No.

—¿Y cómo sabes quién es?

Me miró de soslayo, con aire interrogante.

—Bueno, es bastante conocida. Por los pubs, y tal.

Di una calada.

—Yo diría que era una puta —dije—. ¿Y tú?

Me dirigió la misma mirada de antes.

—Bueno, no sé.

—Va, dilo —contesté.

—Bueno, vale, yo también lo diría.

—Y todo el mundo sabía que era una puta, ¿verdad?

—Supongo.

—Lo sabes —dije—. Y Frank, ¿lo sabía?

Echó un trago.

—No lo sé.

—Y si no lo sabía, ¿te molestaste en decírselo?

—Bueno, esas cosas no se pueden decir, ¿no cree? De todos modos, él debía saberlo. Tampoco es que ella disimulara mucho.

—Vale —dije—. Vale.

Eché un largo trago de cerveza.

—¿Frank te habló alguna vez de su mujer?

—No.

—¿Sabes que estuvo casado?

—Bueno, me lo imaginaba. Por la cría, más que nada.

—Entonces, ¿conocías a Doreen?

—Hoy ha sido la primera vez que la he visto.

—¿Frank te habló de ella?

—Sí.

—¿Qué te dijo?

—Bueno, ya sabe, me contó que procuraba que estuviera contenta. Que le había hecho un dormitorio nuevo. Que había empapelado el vestíbulo porque ella lo quería más alegre. Cosas así. Le gustaba hablar de ella.

—Ella era todo lo que tenía —dije.

Keith dio un largo trago de cerveza, sin dejar de mirarme.

—¿Me dejas que te cuente una cosa? —pregunté.

Keith no dijo nada.

—La mujer de Frank era una de esas mujeres que ves haciendo la compra, con su cesta, su pañuelo en la cabeza, sus gafas y su pitillo siempre entre los labios. Más fea que un pecado. Ya tenía ese mismo aspecto antes de casarse. Daba la impresión de haberse dejado hacer una vez con Frank, en la noche de bodas, y que luego, si él quería más, ya podía esperar sentado. Recuerdo que siempre llevaba gafas, y eso que solo las necesitaba para leer. Pero Frank se casó con ella.

Keith no dejaba de mirarme.

—¿Y sabes qué ocurrió? Unos morenitos se mudaron a la casa que había calle abajo. Unos paquistaníes. Un día, en el trabajo, Frank se cortó la mano con un cristal y tuvieron que llevarlo al hospital para que le dieran unos puntos. Luego se fue a casa. Solo que ella no estaba. Frank salió a ver si la veía por la calle, pero ni rastro. Estaba a punto de entrar cuando la vio salir de casa de los paquis. Al principio no lo entendió, hasta que ella lo vio y echó a correr calle abajo. De repente, él lo entendió todo. La atrapó, la llevó a casa a rastras y le dio una paliza de muerte. Unos días más tarde los paquis se fueron, a Leeds o no sé dónde. Y ella se fue con ellos. En aquella época Doreen tenía siete años.

—Demonios —dijo Keith—. No me extraña que nunca la mencionara.

—¿Sabes lo que hizo ella? ¿Después?

—¿Qué? —dijo Keith.

—Unos días después de marcharse, le mandó una carta a Frank. La recibió el día del funeral de nuestro padre. Yo estaba presente. En la carta le dedicaba a Frank todos los insultos de la cartilla. Acababa diciendo que Doreen no era hija suya. Que yo era el padre. Lo decía porque sabía lo mucho que Frank pensaba en Doreen.

—Joder —dijo Keith.

—Frank me enseñó la carta —dije—. Estaba muy sereno. Se quedó delante de mí mientras la leía, y luego dijo: «Jack, no quiero volver a verte en esta casa». Hacía un día que había recibido la carta. Había tenido tiempo de hacer cualquier cosa. Emborracharse, ir a por mí, lo que fuera. Pero se contuvo. Simplemente me dijo que no quería relacionarse nunca más conmigo y eso fue todo.

—O sea, ¿que la creyó?

Asentí.

—¿No era cierto, de todos modos?

—No lo sé.

Keith se me quedó mirando.

—Lo que quiero decir es que me tiré a Muriel, por muy fea que fuera, poco antes de que se casaran. Yo solo tenía veintidós años. Doreen nació solo ocho meses después de que se casaran. O sea, que no puedo saberlo. Hoy la he visto por primera vez en ocho años. Y antes era una niña.

Keith miró su cerveza. Recordé cómo había ocurrido. Yo volvía a casa del pub y me topé con Muriel y dos de sus colegas. Llevaban un pedo de campeonato. Habían estado en la despedida de soltera de Muriel. Cuando me topé con ellas no decían más que chorradas. Obscenidades, palabrotas, se metían conmigo. No hay nadie más guarro que una tía trompa. Una de ellas vivía cerca, y dijo que por qué no íbamos todos a su casa a tomar una taza de té. Yo dije que muy bien. Tampoco estaba sobrio, y quería probar suerte con una de las tías. Cuando llegamos, la tía sacó más bebida y la conversación se volvió aún más guarra. Aquello me puso muy caliente. Yo estaba sentado en una butaca, y Muriel en otra delante de mí, y las otras dos tías en el sofá. Muriel se había sentado de cualquier manera, y yo le veía las piernas hasta arriba del todo. Tampoco es que yo disimulara. Había llegado ya demasiado lejos. Una de las tías le hizo una broma al respecto a Muriel, y esta se inclinó hacia delante y levantó la falda de la otra pájara y dijo algo como «Ahora todos podemos ver lo que tienes, también». La otra tía le hizo lo mismo a Muriel, y entonces las dos empezaron a jugar a levantar la falda de la otra hasta la cintura. No dejaban de mirarme, y todo el tiempo estuvieron chillando y riendo. Estaban tan borrachas que ni siquiera se esforzaban en no hacer ruido. La tercera tía se les unió, y entre las dos inmovilizaron a Muriel en el sofá y le arrancaron las bragas. Una de las dos tías se puso a bailar por la habitación ondeándolas mientras Muriel intentaba recuperarlas. Al final la tercera tía se me quedó mirando y dijo a las demás algo como que por qué era yo el único que solo miraba, por qué era el único que se divertía. Vamos a ver lo que él tiene, dijeron. Las otras dos me saltaron encima y comenzaron a desabrocharme la bragueta. Muriel se acercó tambaleándose y se unió a ellas. La verdad es que yo no opuse mucha resistencia. De todos modos, en ese momento alguien llamó la puerta y la tía que vivía allí se fue a ver quién era. Yo me abroché la bragueta por si acaso, pensando que a lo mejor eran los maromos de las tías, que volvían a casa. Pero era un vecino que se había quejado del ruido. La tía y el vecino comenzaron a tener una bronca en las escaleras. Mientras tanto, la tercera tía comenzó a sentir náuseas y se fue al cuarto de baño, con lo que Muriel y yo nos quedamos a solas. Ella se acercó, se sentó en el brazo de la butaca y comenzó desabrocharme la bragueta otra vez, procurando que yo viera todo lo suyo. La puerta se cerró de un portazo, pero la tía no volvió porque la tercera había comenzado a vomitar por la moqueta de las escaleras.

Todo acabó en cinco minutos. Nos echamos sobre la moqueta y en cuanto se la metí, me corrí. Y en cuanto me corrí, comencé a sentirme fatal. Me entraron ganas de gritar y golpear el suelo con los puños y vomitar, pero todo lo que hizo Muriel fue ponerme verde porque todo había acabado muy pronto. Recuerdo que me levanté de encima de ella y comencé a insultarla a pleno pulmón. Habían vuelto a llamar a la puerta, y la tía que vivía allí entró para ver qué estaba haciendo. Al final me fui a toda pastilla, y en la puerta me crucé con el hijo de puta que se quejaba tanto.

Sabía que sería incapaz de mirar a la cara a Frank, sobre todo a una semana de la boda. En aquella época yo vivía en casa de Albert porque nuestro padre no me dejaba entrar en casa. Ni Frank ni mi padre sabían dónde estaba yo en aquella época, así que me resultó fácil no presentarme el día de la boda. Después de eso, solo vi a Muriel una vez más. La noche que casi maté a nuestro padre. Frank y ella vivían en Jackson Street, y cuando la vi no me pude creer que aquello hubiera ocurrido. Nunca había sido ninguna belleza, pero verla allí con los rulos, el cigarrillo en la boca y sin maquillaje me hizo creer que lo había soñado todo. Pero no.

Cuando me enteré de que Frank había tenido una hija, ni se me pasó por la cabeza que pudiera ser mía. A lo mejor había borrado de mi cerebro todo lo ocurrido aquella noche, hasta el punto de no permitir que una idea como esa se me pasara por la cabeza. Ni siquiera cuando Frank me enseñó la carta en el funeral de nuestro padre lo admití en mi fuero interno. Nunca lo admití. Ni siquiera ahora. Doreen era hija de Frank. Lo que había ocurrido entre Muriel y yo había sido real. Pero Doreen era hija de Frank. Tenía que ser hija de Frank. No le podía quitar eso.

De todos modos, lo que siempre me he preguntado es si Frank creyó a Muriel. Podía creer que Muriel y yo habíamos estado juntos. Sabía que los dos éramos capaces de eso. Pero si creía o no que Doreen podía no ser hija suya, eso es otro cantar. No creo que se permitiera creerlo. Así era Frank. Expulsaba de su vida todo aquello que no le gustara. Como a mí.

—Así que, como estaba diciendo —le dije a Keith—, la única vez que Frank tuvo una buena razón para matarme a mí o a Muriel, o volverse loco de una manera u otra, hizo acopio de valor y me preguntó si no me importaría salir de la habitación. Si realmente se lanzó en coche por un precipicio, lo que le llevó a ello fue peor incluso que averiguar que Muriel y yo habíamos estado juntos.

—Y lo de Doreen —dijo Keith.

No hice ningún comentario a las palabras de Keith.

—Pero dudo que lo hiciera a propósito —añadí.

—Y yo —dijo Keith—. Como ha dicho, Frank no era de esos.

—Y además… Frank no habría cogido un ciego de whisky en lugar de presentarse a trabajar, ¿verdad?

—La verdad es que no —dijo Keith.

Apagué el cigarrillo.

—Keith —dije—, ¿qué sabes de lo que ocurre por aquí?

—¿A qué se refiere?

—A lo que se cuece. Entre los peces gordos. Los que mandan.

—Supongo que no sé nada.

—¿Pero sabes quiénes son esos peces gordos?

—Supongo que sí.

—¿Has conocido a alguno?

—No.

—¿Sabes cómo se llaman?

—Bueno, sé que hay un tipo llamado Thorpe.

—¿Y a qué se dedica?

—Hace préstamos por las siderúrgicas. Tiene un par de tipos que se encargan de los cobros. A veces vienen por aquí.

—Y es un pez gordo, ¿no?

Keith no dijo nada. Yo sonreí.

—¿Sabes quién es tu jefe?

—El señor Gardner.

—¿Y qué categoría tiene?

—Es el gerente.

—¿Y para quién trabaja?

—Bueno, aquí no fabricamos nuestra propia cerveza, por lo que él trabaja para la empresa propietaria.

—¿Cotel Limited?

—Exacto.

—Poseen moteles y hoteles además de uno o dos pubs, ¿verdad?

—Exacto.

—¿Y quién es el propietario de Cotel Limited?

—No lo sé.

—No —dije—, y no lo sabrás nunca. Solo que es uno de los peces gordos. ¿Sabes para quién trabaja Thorpe?

—No.

—Es el propietario de Cotel Limited. ¿Sabes quién dirige la Agencia de Apuestas Greenley?

Keith no contestó.

—Exacto —dije—. ¿Y has oído hablar de Transportes Wold?

Asintió.

—La dirige un tipo llamado Marsh, ¿no?

Keith asintió otra vez.

—Bueno, pues no. Adivina quién es el jefe. ¿Y quién es el propietario de las casas de paquis de Jackson Street, Voltaire Road y Linden Street? ¿Y de las casas de juego y los burdeles, y de Salchichas y Empanadas Caseras Graves Ltd.?

Ir a la siguiente página

Report Page