Carter

Carter


Viernes

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El cigarrillo de Keith estaba apurado hasta el filtro. Lo apagó y sacó otro de la cajetilla.

—¿Recuerdas que hace un par de años cosieron a puñaladas a cinco paquistaníes aquí fuera? ¿En la acera?

—Todavía no trabajaba aquí, pero algo he oído.

—En los periódicos dijeron que eran unos dieciocho paquistaníes que se habían peleado entre ellos.

—Exacto.

—Bueno, pues lo que ocurrió fue que algunos de nuestros amigos de color montaron una casa de putas barata en Clarendon Street. La novedad atrajo a muchos clientes. A demasiados. Decidieron abrir otro local. Eso fue justo antes de la fiesta en la acera. Todo el mundo pensó que era exactamente lo que parecía: demasiada cerveza. Pero lo que ocurrió fue que se enfrentaron media docena de paquistaníes de la casa de putas contra media docena de paquistaníes que residían en diversas viviendas de Jackson Street, Voltaire Road y Linden Street. Y esas viviendas eran propiedad de cierta persona. Y recibieron la ayuda de media docena de caballeros de origen estrictamente británico. Mucha gente lo vio, pero no hubo testigos. La policía solo arrestó a los que fueron hospitalizados. Por una u otra razón, quedaron satisfechos con los que pillaron. De todos modos, ya te imaginas que después de eso nadie más se molestó en abrir ningún negocio que les hiciera la competencia.

Keith me estaba mirando, preguntándose cómo sabía todo aquello.

—Salió todo en los periódicos. Supuse que eso era más o menos lo que había ocurrido, así que telefoneé a Frank. Solo para comprobar que estaba bien, de una manera u otra. Frank ya se había hecho una idea de que aquí había gato encerrado, pero no decía nada. Frank no se involucraría en nada de esto ni por todo el té de China. Siempre jugaba sobre seguro. Pero lo sabía. Siempre supo lo que estaba pasando.

Miré a Keith.

—Ya ves, la única manera de que Frank pudiera meterse en algún lío era que hubiera oído algo y se lo hubiera contado a otra persona. Pero él no haría algo así, ¿verdad?

—Yo diría que no —dijo Keith.

—Recapitulando: no era la clase de persona que se emborracha y, de manera accidental, se despeña en coche por un precipicio. Tampoco era de los que lo hacen a propósito. Y tampoco era de los que se meten en líos con la gente que corta el bacalao. ¿Adonde nos lleva eso?

Se abrieron las puertas y entraron tres trabajadores de la siderurgia con la mochila al hombro. Se les veía limpios, lo que significaba que venían para una sesión matinal antes del turno de dos a diez.

—No sé. ¿Adonde? —dijo Keith.

—Solo hay una manera de que Frank se mezclara en algo: que viera algo que no tenía que haber visto. Si eso fue lo que ocurrió, lo que vio debió de ser bastante comprometedor. ¿No te parece?

—Sí. Pero…

—Pero ¿qué?

—Bueno, lo que está diciendo es que a Frank… a Frank lo liquidaron. Sin la menor duda.

—Así es.

—Pero ¿cómo puede estar tan seguro?

—Porque lo sé.

—Sí, pero ¿cómo?

—Por la clase de negocio al que me dedico.

Me lo quedé mirando mientras asimilaba esa información.

—Por eso estoy seguro, amigo —dije—. Por eso estoy tan seguro. —Apuré mi vaso—. ¿Tomamos otra?

Cuando Keith regresó de la barra, había tenido tiempo de pensar en todo lo que le había dicho, y esa había sido la idea. Yo también había tenido tiempo para pensar. Había llegado el momento de saber si había acertado con mis cábalas o no.

Colocó los vasos sobre la mesa.

—Salud —dije.

—Salud —contestó.

Apuré el whisky de un trago.

—Y si esto es lo que creo, Keith —dije—, ¿qué crees que debería hacer? ¿Acudir a la policía?

Sonreí al decirlo. Él no contestó.

Dejé de sonreír.

—Quiero que hagas algo por mí —dije.

Seguía sin decir nada.

—Quiero que tengas los ojos y los oídos abiertos. Quiero estar al corriente de todo lo que oigas en el bar. Quiero saber quién dice qué. Cuando se hable de negocios, de Frank, de mí, de lo que sea. Y, sobre todo, quiero saber si alguien pregunta dónde me alojo. En cuanto oigas que alguien lo pregunta, te pones el abrigo, sales del pub, te dejas caer por el número 17 de Holden Street, y me lo cuentas. Te daré dinero suficiente para ir tirando hasta que consigas otro trabajo.

—Sí, pero…

—Pero ¿qué?

—Es un poco arriesgado, ¿no? ¿Y si se enteran de que he ido al funeral y le he conocido?

—Oh, se enterarán —dije—. Puedes contar con ello.

—Bueno, pues ahí lo tiene. Si me chivo de ellos a usted, también me estoy jugando el cuello, ¿no?

—No —mentí—, claro que no. Es a mí a quien quieren. A ti te dejarán en paz. Si te hacen algo, se meterían en un lío demasiado gordo.

—Bueno…

—Y de todos modos, yo vendré por aquí, así que no tienen por qué saber dónde vivo. Para mí es importante saber quién se interesa por mí. Probablemente ni siquiera tengas que ir adonde me alojo. Solo tienes que pasarme la información cuando venga.

—Bueno, supongo que podré hacerlo. Si usted viene por aquí, no tienen por qué saber lo que nos traemos entre manos, ¿verdad?

—Claro que no —dije—. Claro que no.

Dejé a Keith a la una, cogí el coche del garaje de Holden Street y regresé a casa de Frank. Doreen estaba donde la había dejado, solo que dormida. Me serví una copa, me senté en el diván y esperé a que despertara. Bebí lentamente mientras la miraba. Estaba en otro mundo. Habrías dicho que estaba muerta.

Bueno, si era hija mía, no se me parecía en nada. Había mucho de Muriel en ella, pero como Doreen era joven y se cuidaba, no tenía mucha importancia. Intenté verle algún parecido con Frank, pero me quedé mirando demasiado tiempo: no era más que una joven a la que había conocido aquella misma mañana. Una joven con la que había ido a un funeral.

Y ahora, en cierto modo, tampoco importaba quién fuera. Si venía a Sudáfrica con Audrey y conmigo, yo tendría que continuar su educación allí donde la había dejado Frank. Fuera hija mía o no, me gustara o no. Y tampoco importaría demasiado lo que pensara de mí: si venía con nosotros, nunca le faltaría de nada. Si venía. Y si no, tampoco iba a obligarla. Que hiciera lo que quisiera. Yo lo había hecho siempre. Si no venía con nosotros, lo arreglaría para que recibiera de vez en cuando una cantidad fija de dinero. Al menos eso lo agradecería. Sé que yo lo habría agradecido a su edad.

Se despertó.

Me miró durante unos minutos mientras recordaba quién era yo y lo que había ocurrido.

—¿Cómo te sientes ahora? —pregunté.

—Fatal —dijo. Se pasó la lengua por la boca seca.

—¿Quieres otra copa? —dije.

Puso mala cara.

—¿Un cigarrillo?

Negó con la cabeza.

Esperé unos momentos.

—Doreen —dije—. Sé que no es un buen momento.

Se quedó mirando la pared que tenía delante.

—Pero, verás, estoy un poco perplejo. Por lo que ha ocurrido.

No reaccionó.

Me incliné hacia delante.

—Lo que quiero saber es: ¿tu padre estaba preocupado por algo?

Negó con la cabeza.

—¿No crees que debía de estar preocupado, o enfadado, o lo que fuera, para emborracharse de esa manera?

—No lo sé.

—¿No habría tenido una bronca con el jefe o algo así?

—El domingo por la noche no lo vi. Estuvo en casa de Margaret. Cuando volvió, yo ya estaba en la cama.

Tomé otra copa.

—¿Margaret te caía bien? —dije.

—No estaba mal. Era muy divertida.

—¿No te molestaba lo que había entre ella y tu padre?

—¿Por qué iba a molestarme?

Me encogí de hombros.

—¿Qué quieres decir con que era muy divertida? —dije.

—Que era divertida. Cuando salíamos, y todo eso.

—¿Alguna vez hablaste a solas con ella cuando Frank no estaba?

—¿A qué te refieres?

—A nada en especial, solo hablar.

—A veces.

—¿De qué?

—De todo.

—¿Como por ejemplo?

—Nada en concreto. Me contaba que había ido a Londres y cosas así.

—¿Cuándo estuvo en Londres?

—No sé, hace años.

—¿Y a qué se dedicaba cuando estaba allí?

—No lo sé.

—Sí que lo sabes.

—Bueno, trabajaba de azafata o algo parecido.

—O algo parecido. ¿Se acostaba con hombres por dinero?

—No se lo pregunté.

—¿En barras americanas?

—Supongo.

—¿Y no te importaba que tu padre se acostara con una fulana como ella?

—Mira —dijo—, es mejor que te calles. Mi padre sabía cómo era Margaret. Era asunto suyo. Y Margaret no tenía nada de malo. Entendía las cosas.

—¿Qué cosas?

—Las cosas de la vida.

—¿Qué cosas de la vida?

—No le importaba lo que pensaran los demás.

—¿En qué sentido?

—Vivía como le daba la gana.

—¿Y a ti eso te parecía bien?

—Bueno, ¿por qué no? Solo se vive una vez.

—¿Con cuántos tíos has estado, Doreen?

—Mira…

—¿Cuántos?

—Maldita sea, ocúpate de tus asuntos.

—¿Tu padre lo sabía?

—No era asunto de nadie, solo mío.

—¿Lo sabía?

—Cállate.

—¿Crees que le habría gustado?

—Cállate la boca.

—Apuesto a que, en cambio, Margaret sí lo sabía. Apuesto a que lo comentabas con ella, ¿verdad?

—¿Por qué no?

—Seguro que os reíais bien a sus espaldas. Apuesto a que Frank no sabía de la misa la mitad de lo que ella hacía, por no hablar de lo que hacías tú.

—Margaret estaba casada. Hacía lo que quería.

—Hablas más como ella que como tu padre.

Se puso en pie.

—Ella me comprendía —dijo. Comenzaron a asomarle unas lágrimas—. Sabía lo que era la vida.

—¿Y tu padre no?

—No.

—Entonces, te lo pasarás mejor ahora que ha muerto, ¿verdad?

Se abalanzó contra mí. La agarré por las muñecas.

—Ahora, escúchame —dije—. Cuéntamelo todo. ¿Qué pasó con tu padre? ¿De qué se enteró?

—De nada. De nada.

—No te creo. ¿Qué ocurrió?

—No lo sé. Quizá Margaret…

—¿Qué?

—Quizá lo dejó.

—¿Y se emborrachó por eso?

—No lo sé.

—Sí, seguro.

La empujé hasta sentarla en la butaca de Frank y me incliné hacia ella.

—Y ahora, escúchame —dije—. Me parece que para que Frank se emborrachara como lo hizo y se cayera por un acantilado, algo muy gordo debía de rondarle por la mente.

Se me quedó mirando.

—Mira —dije—, no sé si fue un accidente, o si lo hizo a propósito, o qué. Pero lo voy a averiguar. Y si resulta que sabes algo que no me estás contando, te daré una paliza que no se te olvidará mientras vivas.

Lo que dije la dejó helada de miedo y estupefacción al mismo tiempo.

—¿A qué te refieres? —dijo—. Fue un accidente. No sé qué quieres decir.

Me levanté. Así que era eso. No sabía nada.

—¿A qué te refieres? —repitió.

—Te lo contaré cuando lo averigüe, si lo averiguo —dije.

Comencé a salir de la habitación y a subir las escaleras. Ella me siguió.

—¿Qué, tío Jack? —dijo—. ¿A qué te refieres?

—No lo sé. Así que no preguntes.

Entré en el dormitorio y recogí la bolsa, la escopeta y la caja de cartuchos.

—Pero crees que…

—No sé lo que creo —dije.

Salí del dormitorio y bajé las escaleras. Doreen se quedó en lo alto.

—¿Adónde vas?

—Al lugar donde me alojaré estos días.

—¿Y lo de mi padre?

—Si me entero de algo, te lo contaré.

—No sabes dónde vivo.

—Te encontraré —dije.

Cerré la puerta detrás de mí. Coloqué la bolsa sobre el asiento delantero, me dirigí al maletero y lo abrí. Coloqué la escopeta y los cartuchos sobre la alfombrilla. Cerré el portón e introduje la llave en la cerradura.

Telefoneé otra vez a Audrey. Esta vez Gerald no estaba.

—Jack —dijo—. Estoy preocupada.

—¿Por qué?

—He estado pensando. En lo que sería capaz de hacer Gerald.

—No te preocupes. Tendrá que tomarse la molestia de ir a Johannesburgo si quiere recuperarte, y dudo que ni siquiera tú valgas la molestia que eso le causaría.

—Pero suponiendo que…

—Escucha. Te lo he dicho. Stein lo sabe. Me apoyará. Soy valioso para él. Lo que yo sé supone dinero para él. Por eso me paga.

Hubo un silencio.

—Sabes lo que haría Gerald si llegara a pillarme, ¿no?

—Bueno, no te haría nada porque antes tendría que hacérmelo también a mí. Así que olvídalo.

Hubo otro silencio.

—¿Volverás el domingo?

—No lo sé. Tú misma tendrás que ir a casa de Maurice a recoger las cosas si no he vuelto.

—¿Cuándo me lo dirás?

—No lo sé. El sábado. Telefonearé a Maurice.

—¿Y Doreen?

—Todavía no lo sé.

—¿Quieres que venga con nosotros, Jack?

—No lo sé.

—Espero que te lo hayas pensado, Jack.

—Lo he pensado —dije—. De todos modos, te telefonearé el sábado.

—Jack, más vale que te andes con ojo. Gerald te podría meter en un buen lío.

—Ya lo sé. ¿Con quién te crees que hablas?

—Muy bien —dijo ella—. Pero procura llegar el domingo. Nunca se sabe.

—Lo intentaré —dije, y colgué.

Llamé a la puerta de la pensión. Cuando la mujer abrió le dije:

—Hola, espero que no le importe, pero llego un poco antes de lo previsto. Espero que no haya ningún problema.

—Por mí, ninguno.

—Bien —dije.

Entré y ella me observó mientras subía las escaleras.

—Supongo que necesitará descansar un poco —dijo.

Le seguí la corriente. Al llegar a lo alto de las escaleras, me di la vuelta.

—Bueno, ya sabe —dije.

La impavidez de su cara comenzó a mostrar las primeras grietas desde que nos conocimos. Era evidente que le gustaba pensar lo que estaba pensando.

—Estaba preparando una taza de té —dijo—. ¿Le apetecería tomar un poco?

—Sí, por favor. Muy amable por su parte.

Entré en mi habitación, me tumbé en la cama y encendí un cigarrillo. Pocos minutos más tarde se abrió la puerta. Ella se acercó a la mesita de noche y dejó el té encima. Yo me incorporé sobre el codo y cogí la taza. Se sentó en una silla delante de la cama. Cruzó los brazos y las piernas. Podía verle las medias hasta arriba, y ella lo sabía, así que se las miré por encima de mi taza de té.

—Ah —dije—, mucho mejor.

—Creo que la necesitaba.

—Ya lo creo —contesté—. Ya lo creo.

Volvió a exhibir su sonrisita de suficiencia, y siguió mostrándola durante un buen rato. Después descruzó las piernas para que pudiera verle las bragas. Eran de esas holgadas de pierna, de un verde vivo y con un encaje blanco. Parecían nuevas. Me miró mientras la miraba. Se puso en pie despacio, aún de brazos cruzados.

—Bueno —dijo—, le dejaré descansar.

—Gracias —dije.

Abrió la puerta.

—¿Va a salir esta noche? —preguntó.

—Sí, probablemente —contesté.

—Porque si regresa a una hora razonable, le prepararé algo de cena, si quiere.

—Es usted muy amable.

No contestó y cerró la puerta.

Las seis y media del viernes por la noche. Demasiado tarde para volver a casa del trabajo y demasiado temprano para salir a emborracharse. Excepto para los trabajadores que ya están en los pubs derrochando el sobre con la paga.

Conduje hasta High Street. Casi no había tráfico. El último sol formaba sombras temblorosas y alargadas por culpa del tenue viento. Pasé junto a Woolworths, British Home Stores, Millets y Willerby’s. Pasé junto a Essoldo, PriceRite, los edificios abandonados que había al final de la ciudad y de repente ya estaba en el campo. Seguí la carretera mientras ascendía hacia lo alto de las colinas. A ambos lados, las siderúrgicas se oscurecían recortadas contra el cielo azafrán cubierto de jirones de nubes. Aminoré la velocidad, manteniéndome cerca del centro de la carretera y mirando a mi derecha. Ahí estaba. Aparqué el coche a la izquierda y salí.

El aire no hacía tanto ruido como pensaba. El viento menguaba. Oscurecía por momentos. Crucé la carretera, y justo tras las hierbas del arcén había un seto, y detrás del seto, abrazándolo, una vieja cerca podrida. Había marcas de neumático en el suelo, sobre las hierbas del arcén, y un agujero en el seto, y detrás solo pude ver unas astillas pertenecientes a la cerca. Me acerqué al agujero del seto y miré hacia abajo.

Era más una pendiente que una caída. Descendía unos cincuenta metros hasta que llegaba al agua que llenaba el fondo de una cantera de arenisca en desuso. La cantera parecía enorme, pero probablemente se debía a los centenares de diminutas islas de arenisca que se alzaban por encima del agua. Te daban la impresión de ser más grandes porque no había nada con qué comparar su escala, solo el agua. Eran de forma oblonga, veinte veces más largas que anchas, con unos lados en pendiente que formaban unas crestas que discurrían paralelas a la longitud de las islas. En el crepúsculo parecía un vertedero de viejos envases de Toblerone.

Se habían llevado el coche. Desde donde yo me encontraba, no había nada que indicara que alguna vez había caído allí. Me volví ligeramente para poder mirar el recorrido que había seguido el coche desde el seto. Por lo que parecía, el coche iba colina abajo en dirección a la ciudad, lo que significaba que, si había sido un accidente, había estado bebiendo en alguno de los pueblos, otra cosa que Frank no habría hecho nunca. Si hubiera querido beber, y beber hasta ese punto (otra cosa que no hacía nunca), no habría salido de la ciudad. Por el extrarradio es posible, pero no fuera.

Regresé al coche, entré y me quedé allí sentado. La verdad es que no sabía por qué había ido hasta allí. Supuse que tan solo para ver el lugar. Solo para ver dónde había ocurrido.

Bajé la colina en dirección a la ciudad, y mientras conducía decidí que aquella noche tenía que pasarla en The Cecil. No estaba para perder el tiempo. De todos modos, ellos sabían que yo estaba en la ciudad. Si me veían rondando por The Cecil a lo mejor se preguntaban por qué no me había vuelto a casa, pensarían que a lo mejor sabía algo y decidirían que no había hecho aquel viaje solo por el funeral. Y si Keith me daba algún soplo, se enterarían. Me verían con él, lo cogerían y se lo trabajarían hasta que les contara algunas cosas. Una lástima para él, pero que a mí me serviría para saber lo que querían. Me pondría sobre la pista de los tipos que se lo habían trabajado, y desde ahí podría seguir avanzando. Hasta averiguar algo que Gerald y Les no querían que averiguara. Recordé lo que se dijo en el piso de Gerald antes de que me fuera. Los dos estaban presentes. Gerald vestido con su traje pijo de pata de gallo y su camisa lila, sentado ante su escritorio de diseño moderno, el ventanal detrás de él, Belsize Park y Camden Town debajo, y Les sentado sobre el borde del escritorio, con su traje de pana, hojeando un ejemplar de Punch. Yo estaba sentado en la butaca de cuero con tachuelas en el respaldo y asiento redondo, y Audrey había servido unas bebidas y nos las iba pasando. Ella llevaba una falda pantalón y una blusa con volantes con un estampado de paramecios, y me pregunté qué ocurriría si Gerald se enteraba de que dentro de una semana exacta me la estaría tirando a cinco mil kilómetros de distancia en lugar de ante sus narices.

Gerald había dicho:

—Estoy seguro de que te equivocas, Jack. Soy incapaz de verlo como tú dices. Estoy seguro de que las cosas son como parecen.

—A mí me huele mal, Gerald. Un olor a mierda tan fuerte que llega desde el norte hasta mis propias narices a través de tu sistema de aire acondicionado.

—Bueno —dijo él—, si te parece que tienes razón, si tan convencido estás, ¿qué piensas hacer?

—Voy a ir al funeral, ¿no?

—Sí, vas a ir al funeral. Y luego, ¿qué?

—Me enteraré de si alguien sabe algo.

—¿Te pondrás a husmear?

—Exacto.

—Bueno, Jack, si a Frank lo emborracharon, si lo liquidaron, puedes apostar a que la policía estaría al tanto. Y dicen que fue un accidente. O sea, que si no lo fue, no quieren que se sepa porque alguien bien relacionado está metido en el asunto.

—Es probable.

Hubo un silencio.

—Naturalmente —dijo Gerald—, si ese fuera el caso, solo existen dos o tres personas que podrían estar tan bien relacionadas.

—Exacto.

Otro silencio.

—Naturalmente, sabes lo mucho que valoramos nuestros acuerdos comerciales con cierto caballero que vive en las proximidades de tu ciudad natal.

—Déjate de cuentos.

—Sí, muy bien. Bueno, todo lo que te digo, Jack, es que te lo pienses. Te encuentres con lo que te encuentres, piénsatelo. No me gustaría que el negocio o nosotros quedáramos en evidencia.

—Tú no sabes nada, ¿verdad, Gerald?

—Jack…

Otro silencio.

—Eso es todo lo que puedo decir —añadió—. Todos sabrán que estás allí. Y eso significa problemas. Con algunas personas, claro. Con otras, bueno… no nos gustaría empeorar una situación ya mala de por sí poniéndonos de tu lado. Y si causas algún problema, y te meten en vereda, bueno, no estarás capacitado para hacer el trabajo que haces ahora. ¿No te parece?

—Sobreviviré.

—Claro que sí, Jack. Lo único que deseo es que no hagas nada, ya sabes, sin pensar.

Les, que todavía ojeaba Punch, dijo:

—Una cosa, Jack. Si ha habido algo turbio, y la pasma no quiere decir nada, y si, bueno, armas jaleo, puede que empiecen a pensar que han de tomar cartas en el asunto. Ya sabes. No les gusta que la gente de la ciudad vaya por allí y haga lo que le apetezca.

—Sí —dijo Gerald—. Podría salir en los periódicos, y entonces, les guste o no, tendrían que actuar.

—Todo eso ya lo sé —dije—, así que no hace falta que me lo digas.

Otro silencio. Al final Gerald dijo:

—Bueno, solo quiero añadir lo siguiente: haces un buen trabajo para nosotros, Jack. No digo que no pudiéramos pasar sin ti, pero sería una labor innecesariamente difícil encontrar a alguien que te sustituyera.

No dije nada.

—Así que, lo mires como lo mires, piénsatelo antes de tomar cualquier decisión importante. Como ir al funeral, por ejemplo.

Entonces había tenido que sonreír, para que este último comentario pareciera más una broma que lo que realmente significaba.

Dejé el coche en el aparcamiento de The Cecil, pero no entré por la puerta lateral. Rodeé la fachada y entré por la puerta principal.

Me dirigí a la barra. Keith estaba de servicio a tres camareros de distancia. Me miró. Yo negué con la cabeza. Él apartó la mirada. Tenía que seguir disimulando delante de él para que no se le pusiera la mosca detrás de la oreja.

Cogí mis bebidas, di media vuelta y me apoyé contra la barra para poder ver a los parroquianos del viernes noche a medida que iban entrando y se acomodaban. No había cambiado nada.

Se abrieron las puertas dobles y entró un hombre.

Era bastante alto, tirando a delgado. El pelo, o lo que podías ver de él, era oscuro, y caminaba erguido con una mano en el bolsillo de la chaqueta, al estilo de la realeza, y con un cigarrillo en la otra mano, que sostenía a la altura de la cintura y apretaba con el dedo corazón. Llevaba una gorra con una visera muy reluciente y un traje cruzado de sarga azul de tres botones plateados, el tipo de traje que llevan todos los chóferes.

Era mi viejo amigo Eric Paice. Qué bueno encontrármelo allí, me dije.

Se acercó a la barra y fingió no haberme visto, cuando lo cierto es que me había visto nada más abrir la puerta, si no antes.

Mientras él pedía, yo recogí mis bebidas y me acerqué hacia donde él estaba. Le concedí unos momentos mientras contaba el cambio, todavía fingiendo no haberme visto.

—Hola, Eric.

Se dio la vuelta. Su expresión pretendía ser de asombro. Todo lo que ocurrió fue que su ceja derecha se desplazó un cuarto de centímetro hacia el visor de la gorra.

—Dios santo —dijo.

Sonreí.

—Jack Carter —dijo.

Su voz reflejaba tanta sorpresa como su cara.

—Eric —dije—. Eric Paice.

Se puso el dinero en el bolsillo.

—Eres la última persona con la que esperaría encontrarme por aquí —dijo.

—Vaya —dije—. ¿No sabías que nací en esta ciudad?

—No me digas. No lo sabía.

—Curioso, ¿no?

—¿Y qué haces por aquí? ¿Estás de vacaciones?

—Estoy visitando a unos parientes.

—Parientes, ¿eh? Eso está muy bien.

—Lo estaría. Si todavía vivieran.

—¿A qué te refieres?

—Una pérdida. Ha habido una muerte en la familia.

—Vaya, qué pena. Nada serio, espero.

Tenía mérito. Todavía no había cambiado su cara de poker.

—Sí —dije—. Mi hermano. Un accidente de coche, sabes.

—Caramba —dijo—. ¡Qué lástima! ¿No será ese tipo que se cayó por un precipicio? ¿El lunes?

—Exacto.

—¡No! Que me aspen. Increíble. Lo leí en el periódico el martes por la noche. ¿Y era tu hermano? Vaya, vaya. Leí el nombre, pero ni se me ocurrió que…

—El mundo es un pañuelo —dije.

Se tomó su copa de un trago.

—¿Vas a tomar otra? —pregunté.

Miró su vaso.

—Bueno, no debería.

Pedí otra ronda. Cuando la trajeron, dije:

—¿Quieres sentarte?

—Bueno… —contestó.

—Vamos, podemos hablar de los viejos tiempos.

Me dirigí a una de las mesas del fondo. Él hizo la comedia de decidir si me seguía o no. Me siguió, como yo sabía que haría.

Me senté y él se sentó.

—Salud —dije.

Asintió y bebió. Me lo quedé mirando.

Estaba exactamente igual que la última vez que lo había visto. Hacía cinco años. En la oficina del Hamburg Club, en Praed Street, detrás de Jimmy el Galés, que estaba sentado detrás de su escritorio grande y antiguo; bueno, no su escritorio, sino el que le había proporcionado Tony Pinner, y Jimmy el Galés estaba sudando como el cerdo grasiento que era. Jock Mitchell, Ted Shucksmith y yo estábamos de pie al otro lado del escritorio. La hermana de Jimmy el Galés, la novia de Eric, estaba en el suelo, llorando, y lo llevaba haciendo desde que Jock la tumbara para que dejara de gritar. No quedaba nadie para ayudar a Jimmy porque cinco minutos y ciento treinta kilos antes, tres de ellos habían comenzado a trabajar para nosotros y un cuarto estaba tumbado en el retrete y en aquel momento no trabajaba para nadie.

—Te has quedado sin trabajo, Jimmy —le dije—. ¿Eres rápido con la pistola últimamente? Me parece que tendrás que mejorar un poco.

—¿Qué ocurre? —llegó a articular.

—Todo —contesté—. Este club ya no es de Tony. Ni el Matador, ni el Manhattan ni The Spinning Wheel. Ahora los poseen ciertas personas que me han dado orden de que te informe de que este establecimiento ha cambiado de propietario.

Se lo quedó meditando un rato. A continuación sudó un poco más y dijo:

—No puedo irme. Tony me mataría. Ya sabes lo que me haría.

Le sonreí.

—Vete, Jimmy —dije—. A Tony ya no le importa lo que te pase.

Se quedó allí sentado un rato, y a continuación, muy rápidamente, se levantó del escritorio casi derribando la silla y se fue. Mientras salía, su hermana comenzó a gimotear, pero él no hizo caso y pasó por encima de ella sin mirarla. Cuando hubo cerrado la puerta, dije:

—Ya solo quedas tú, Eric.

—Y la chavala —dijo Jock.

—¿Qué ha pasado con los demás? —preguntó Eric.

—El setenta y cinco por ciento trabaja para nosotros.

—¿Y yo?

—Gerald todavía se acuerda de Chiswick, Eric. Me ha pedido que te lo recordara.

La cara de Eric se puso del color de la limonada.

—La mujer de Gerald todavía tiene las marcas, sabes. Aunque debo admitir que quedaron en zonas muy discretas.

—Y Jack sabe cuáles son —dijo Jock, y a continuación, por la mirada que le lancé, deseó no haberlo dicho.

—Fue ella —dijo Eric, señalando la chica que estaba en el suelo—. Fue ella la que quiso hacerlo. Lo único que me dijeron fue que la cogiera y la asustara, que pusiera un poco nervioso a Gerald. Fue ella la que quiso hacerlo.

—Claro, Eric. Y supongamos que es la verdad. Tú no pudiste impedírselo, ¿no?

—No —dijo él—, no. No pude. Wes el Azadón estaba allí. Él la azuzó. Yo no pude hacer nada. De verdad.

—Antes hemos tenido una charla con Wes —dije—. Ha dicho que fuisteis vosotros dos.

—Pregúntale a la mujer de Gerald, entonces. Pregúntale. Ella te lo dirá.

—Audrey —dije.

Audrey entró en la oficina. La cara de Eric se volvió color helado de nata.

—¿Cuál es la verdad, Audrey?

Audrey miró a la chica que estaba en el suelo, que en aquel momento intentaba arrastrarse hacia el espacio que quedaba debajo del escritorio de Jimmy.

—Ella —dijo Audrey—. La quiero a ella.

—Sí, ya lo sé —dije—. Sé lo que quieres. Pero ¿cuál es la verdad? Dímelo. Después de todo, si Gerald supiera que estas aquí…

—La quiero a ella —dijo Audrey—. Él puede mirar. A no ser que quiera ocupar su lugar.

Todos miramos a Eric. Él no movió un pelo.

—Adelante —dije.

Audrey se sentó en el borde del escritorio de Jimmy y sacó un cigarrillo. Jock y Ted levantaron a la chica del suelo y con destreza y velocidad le quitaron la ropa, colocaron el cinturón de su vestido sobre el escritorio de Jimmy y la ataron a la silla de este.

—Eric —dijo la chica—. Por favor.

Eric no se había movido de su sitio desde que entramos. Después lo dejamos salir, y desde entonces nadie volvió a verlo por la ciudad. El aspecto que tenía cuando lo soltamos invitaba a pensar que debía de haberse tomado unas vacaciones bastante largas.

Y así era como había acabado. Enfundado en un uniforme de chófer en mi ciudad natal. Comportándose conmigo con toda naturalidad. Sin miedo. Era evidente que trabajaba para alguien. Por eso yo no lo asustaba. Él jugaba en casa, y yo era el equipo visitante. Si él sabía algo, si había tenido algo que ver con el asunto, y yo esperaba que sí, se lo tomaba con calma; no le importaba, tenía gente que lo apoyaba. Podía permitirse no temblar. Podía permitirse tomar una copa conmigo. Eric, me dije, ojalá puedas ayudarme. De verdad.

—Bueno, Eric —dije—. El mundo es un pañuelo, ¿verdad?

Asintió.

—Y también es curioso. Aquí estoy yo, que trabajo en Londres y visito mi ciudad natal, y tú, que ya no vives en tu ciudad natal y trabajas en la mía.

—Sí, curioso.

—¿Y para quién trabajas, Eric?

Me dirigió una mirada de soslayo, sonrió y soltó un bufido, como dando a entender que yo había perdido la chaveta.

Yo también sonreí.

—Soy legal —dijo—. Mírame. Totalmente respetable.

—Vamos —dije—. ¿Quién es? Solo pueden ser tres personas.

Siguió sonriendo mientras daba un sorbo de cerveza y comenzó a negar con la cabeza.

—¿Rayner?

La misma sonrisa.

—¿Brumby?

El mismo gesto con la cabeza.

—¿Kinnear?

Una sonrisa más amplia que antes. Me miró. Le devolví la sonrisa.

—¿Por qué te importa?

—¿A mí? No me importa, Eric. Es solo curiosidad.

—La curiosidad no siempre es sana.

Me reí y le puse una mano en la pierna.

—Así que te va bien, Eric —dije—. La vida te sonríe.

—No está mal.

—¿Buenas perspectivas de ascenso?

Volvió a sonreír.

Le apreté la pierna y sonreí aún más.

—Muy bien, Eric —dije—. Muy bien.

Eché un trago.

—¿Cuándo fue el funeral? —preguntó.

—Hoy —contesté.

—Vaya —dijo en un tono amable, como si no lo supiera. Si había venido por la razón que yo creía, lo sabía perfectamente. Incluso sabía de qué color eran los tirantes que yo había llevado.

—Entonces te irás pronto de la ciudad —dijo.

—Sí, pronto. El domingo o el lunes. Tengo que arreglar algunas cosas. Asuntillos, ya sabes. Pero no me iré más tarde del lunes.

—Ah —dijo Eric.

Mientras hablábamos, la banda había subido al escenario. Había un batería viejo y gordo enfundado en un deslucido esmoquin, un tipo al bajo eléctrico, y al órgano, con todos sus mágicos accesorios, se sentaba un calvo de cara reluciente, con un jersey azul y un pañuelo verde al cuello. Se pusieron a tocar «I’m a Tiger».

Me puse en pie.

—Voy al lavabo —dije—. Vuelvo en un momento.

Eric asintió.

Me abrí paso entre las ruidosas mesas y entré en los servicios. Me quedé en la antecámara para concederle un minuto a Eric, y a continuación abrí la puerta que quedaba a mi izquierda y que conducía al aparcamiento.

Llovía otra vez a cántaros. El neón azul brillaba en los charcos. Eric estaba junto a un Rolls Royce y miraba en dirección al pub. Esperó unos segundos, se metió en el coche y lo puso en marcha. Esperé hasta que cruzó la calzada que desembocaba en la calle principal. Me agaché, salí del pub y corrí siguiendo una hilera de coches hasta donde estaba el mío. Mientras tanto, Eric había doblado a la izquierda y se alejaba siguiendo High Street hacia el extremo norte de la ciudad.

Arranqué el coche y salí disparado hacia la otra salida del aparcamiento, en dirección opuesta a la que había tomado Eric. La salida daba a Allenby Street. Discurría exactamente en paralelo a High Street. Doblé a la derecha y cogí Allenby Street.

Pasé tres cruces sin mirar. No tenía tiempo. Antes de volver a doblar a la derecha el velocímetro marcaba noventa. Delante de mí, a cincuenta metros, estaba otra vez High Street, cruzando el final de la calle. Llegué al semáforo. Estaba en ámbar. Me detuve. El tráfico de High Street comenzó a circular delante de mí.

Uno de los últimos coches en cruzar fue el Rolls.

El semáforo cambió. Doblé la esquina con un volantazo. Eric iba tres coches por delante de mí. Ya estaba bien. Que siguiera así.

Estaba muy interesado en saber dónde iba Eric. Si se había presentado en The Cecil para sondearme, entonces probablemente iba a contarle a alguien lo que había averiguado, y tenía ganas de saber quién era. Y probablemente también le habían dicho que se dejara ver, que me hiciera comprender que sabían que yo estaba en la ciudad y que tomarían medidas si les obligaba, y si ese era el caso, igual tenía que ir a contárselo a alguien. Naturalmente, toparse conmigo de aquel modo podía haber sido un accidente, pero incluso en ese caso él ya sabía que yo estaba en la ciudad. Todos los peces gordos lo sabían. E incluso los peces gordos que nada tenían que ver con la muerte de Frank tendrían una idea bastante aproximada de quién fue el responsable. Y aparte de todo eso, sería muy interesante saber para quién trabajaba Eric. Eric no me apreciaba mucho, pero el que lo tenía contratado me apreciaría aún menos, aunque solo fuera porque yo era un forastero jugando en campo ajeno. Con Frank o sin él, se sentirían más felices si me despedían en la estación de tren.

En lo alto de la colina, donde High Street se convierte oficialmente en City Road, Eric dobló a la izquierda. Ahí la carretera volvía a empinarse y serpenteaba a través del barrio de casas ajardinadas donde vivían los ricos de la ciudad. Casas discretas con mullidos céspedes, refinados arbustos y modernas casas georgianas.

Volvió a doblar a la izquierda, hacia una carretera más estrecha que desaparecía entre masas de follaje. En el desvío un cartel indicaba el casino. Pasé de largo la entrada para darle tiempo, y a continuación di media vuelta, regresé y giré a la derecha. Apenas había sitio para que se cruzaran dos coches. Luego los árboles dejaban paso a un aparcamiento de gravilla y a un montón de coches. Más allá del aparcamiento estaba El Casino. Parecía el plan alternativo a una nueva versión de la estación de Euston. Blanco, bajo y feo. Con mucho cristal. La segunda planta, de una sola pieza, formaba un ático. Mucha iluminación de sodio. Mucho ladrillo falso estilo chalet. Probablemente la peor cerveza en más de cien kilómetros a la redonda.

El Rolls estaba aparcado en un sitio reservado.

Aparqué el coche y me dirigí a la entrada acristalada. Había un portero con una librea a lo Tom Arnold. Pasé de largo y entré en el enorme vestíbulo. Solo había dos gorilas. Uno a cada punta, como si fueran sujetalibros. Los dos se fijaron en mí, pero me permitieron llegar hasta el mostrador de recepción. El hombre que había tras el mostrador parecía haberse graduado en la carrera del Bingo. En sus días de juventud a lo mejor había cantado baladas en alguna sala de baile de provincias.

—Buenas noches, señor —dijo, cabeceando su tupé—. ¿Es usted socio?

—No lo sé —contesté.

Me incliné sobre el mostrador utilizando un solo brazo, con el puño cerrado. Abrí la mano y mantuve los dedos suspendidos para que pudiera ver el dinero. De alguna manera consiguió llevar la mirada hasta los gorilas sin apartar los ojos de mi cara. Se lo estaba planteando seriamente. Decidió arriesgarse.

Cogió el dinero, y mientras lo cogía, una pequeña tarjeta rosa ocupó su lugar sobre el mostrador.

—Sí —dijo lo bastante alto para que lo oyeran los gorilas—, muy bien, señor. Invitado del señor Jackson. Ya ha firmado para que pueda pasar y le espera dentro. ¿Le importaría firmar también a usted, por favor?

Firmé con mi nombre auténtico y recogí la tarjeta rosa. Me alejé del mostrador y bajé las escaleras hacia la puerta que conducía a la primera sala de juego. Le enseñé la tarjeta a un tercer gorila situado junto a la puerta, que me miró como si no me tuviera mucho aprecio.

Mientras cruzaba la entrada, uno de los dos gorilas que hacían de sujetalibros comenzó a acercarse al mostrador de recepción.

Dentro de la sala de juegos, la decoración era pura película inglesa de serie B, solo que con mejor iluminación.

La clientela se consideraba muy selecta. Eran granjeros, propietarios de garajes, dueños de cadenas de cafés, contratistas electricistas, constructores, propietarios de canteras; la nueva pequeña nobleza. Y de vez en cuando, aunque nunca con ellos, sus espantosos retoños. Chavales que conducían un Sprite descapotable con un acento no del todo logrado, aunque se acercaban a él diez veces más que sus padres, con sus botas de ante, sus americanas de pata de gallo y sus novias de colegio de élite que vivían en una casa apareada e intentaban imitar el acento, y los sábados se permitían un poco de pastel de pescado después de las medias pintas de cerveza de barril en el Old Black Swan, con la esperanza de que el pastel de pescado acelerara los sueños del Rover para él y el Mini para ella y el bungalow moderno, una casa estilo granja, no lejos de la autopista a Leeds para ir de compras los viernes.

Miré a mi alrededor y vi a las esposas de la nueva pequeña nobleza. No había ni una que no fuera demasiado arreglada. No había ni una que no parecía estar enferma del estómago de celos de algo o de alguien. No habían tenido nada cuando eran más jóvenes; después de la guerra poco a poco habían llegado a tener de todo, y el cambio había sido tan sorprendente que no podían dejar de querer cosas, nunca estaban satisfechas. Eran la clase de personas que me hacían comprender que yo tenía razón.

Pero mientras todos esos pensamientos me hacían sentir tal como siempre me siento, me fijé en que el gorila que se había acercado al mostrador de recepción había entrado en la sala y ahora intentaba descubrir dónde estaba yo, así que me coloqué detrás de una columna cuadrada blanca y reluciente (era uno de esos lugares) y lo observé desde detrás de un fino enrejado de hierro forjado (también era uno de esos lugares). Ponía mala cara porque naturalmente no podía verme, de manera que cuadró un poco más la chaqueta sobre sus hombros —lo que para él era equivalente a tener un nudo en la garganta— y buscó un lugar donde hubiera alguien a quien pudiera explicar lo que ocurría. Había una de esas puertas que llevan a alguna parte, y él entró por ella. Con paso cansino crucé la sala y abrí la puerta. Delante de mí apareció un tramo de escaleras espléndidamente alfombradas. A ambos lados descubrí unas puertas como la que acababa de cerrar a mi espalda. Oí voces en el piso de arriba. Subí las escaleras, doblé a la derecha y me encontré ocho peldaños más. Más allá de esos ocho peldaños había un breve descansillo y la puerta abierta. Desde mi posición en la curva podía ver la espalda del esmoquin del gorila.

—Bueno, debe de estar en algún lugar de abajo, supongo —estaba diciendo el gorila.

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