Carter

Carter


Sábado

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Esperé a que Brumby saliera bajo la lluvia gris. La idea era regresar y ver a Glenda a solas. Comprobar qué sabía realmente. Y qué sabía Cliff realmente. El problema fue que la cosa no salió exactamente así.

Llevaba allí más o menos un cuarto de hora cuando el Jaguar rojo apareció y se colocó detrás del TR4. Solo que esta vez la única persona que iba en el coche era Con.

No salió. Encendió un cigarrillo, se apoltronó en el asiento y se relajó. Se le veía muy tranquilo.

Yo me había colocado en la entrada de uno de los bloques de pisos. Comprendí que detrás del vidrio empañado no podía verme. Pero eso era solo temporal. En algún momento tendría que moverme. Y después de todo, solo estaba Con. Salí a la lluvia.

Con me vio. Se incorporó un poco en el asiento y bajó la ventanilla.

—Jack —me llamó.

Me detuve y lo miré.

—Ven un momento. Tengo que decirte una cosa.

Me quedé donde estaba.

—Es tu sobrina —dijo—. Ha preguntado por ti. Quiere verte.

Me dirigí hacia el coche. Con no salió.

—¿Le has hecho algo, Con?

Con sonrió.

—¿Qué le iba a hacer? Pero he tenido que dejarla con Peter. Ya sabes lo que siente Peter por el sexo opuesto.

—¿Dónde están?

—Entra y te lo diré.

Nos miramos el uno al otro. Con dijo:

—Llevo una pistola en el bolsillo. Pero no hace falta, ¿verdad?

No dije nada. Con abrió la portezuela del lado del conductor y se colocó en el asiento del copiloto. Rodeé la parte delantera del coche y entré.

—Buen chico, Jack.

Arranqué el coche y me quedé allí sentado.

—Vamos —dijo Con.

—No sé adonde vamos.

—Te lo diré por el camino.

Nos apartamos de la acera.

—¿Hacia dónde?

—Jackson Street —dijo.

Fuimos por calles laterales y vacías. Cuando aparecimos en Jackson Street, Con dijo:

—Yo de ti no intentaría nada, Jack. Recuerda que Peter está con tu sobrina.

Reduje la velocidad.

Con llevaba las dos manos en los bolsillos. En una, la pistola, y en la otra el cuchillo. Paré el coche y puse el freno de mano. Como un rayo, coloqué la mano entre las piernas de Con, le agarré las pelotas y apreté con fuerza.

Con abrió la boca para gritar, pero antes de que pudiera proferir ningún sonido le tapé la cara con el sombrero y se lo metí todo lo que pude en la boca. Le solté las pelotas y le di un golpe en el cuello. Comenzó a asfixiarse, así que le aticé en la sien con el codo y le saqué el sombrero de la boca. Cayó hacia delante y se partió la frente con el salpicadero. Y con un poco de ayuda por mi parte.

Le quité la pistola y el cuchillo y me los metí en el bolsillo. Salí del coche cerrando suavemente. Crucé la calzada y recorrí el pasaje que conducía a los jardines de atrás, doblé a la izquierda y me agaché al pasar por la ventana de la cocina. Nadie salió ni abrió la puerta de atrás, así que tuve que echar un rápido vistazo por la ventana.

La puerta entre la cocina y el

office estaba abierta. Podía ver perfectamente.

Doreen estaba sentada en la silla de Frank. Tenía las piernas encogidas. No le podía ver la cara porque se la tapaba con las manos. Peter el Holandés estaba sentado en el sofá, inclinado hacia delante. Como si charlara de una manera amistosa y agradable.

Me agaché, a continuación me incorporé, y muy muy lentamente abrí la puerta trasera. Me quedé allí casi un minuto o dos para asegurarme de que no me habían oído. Y no, no me habían oído. Peter seguía hablando.

—Naturalmente que hay cosas peores —decía—. Una vez vi cómo un par de matonas tortilleras le daban una paliza a una mocosa como tú. Menudo espectáculo. Y les va el rollo duro, sabes. A algunas de esas tipas les gusta que haya un poco de dolor y un poco de sangre. Y a esas dos les gustaba. Tenían algunas ideas realmente buenas. Verás, empezaron…

Peter dejó de hablar. Muy bruscamente. Una sombra se había interpuesto entre él y Doreen. Le costó un poco reaccionar, hasta que por segunda vez aquel día se encontró mirándome a los ojos.

—¿Qué hicieron, Peter? —dije.

Se le habían quedado los ojos vidriosos. Doreen apartó las manos de la cara al oír mi voz.

—Vamos, muchacho. Cuéntanos lo que le hicieron.

Peter abrió la boca, pero no salió ningún sonido. Caí sobre él. Me coloqué a horcajadas encima y lo aplasté sobre el sofá. Le di de puñetazos en la cara hasta que noté los nudillos resbaladizos. Luego le di la vuelta y comencé a castigarle los riñones. Doreen lo observaba todo sumida en un extraño silencio.

Me puse en pie y la cara de Peter cayó sobre la alfombra, con una pierna todavía en el sofá. Eché el pie hacia atrás para darle una patada en la sien. Doreen gritó, pero de todos modos le di la patada.

Cuando acabé, saqué un cigarrillo, lo encendí y me quedé mirando a Peter, tirado en el suelo. Doreen también lo miraba, aunque la diferencia es que ella estaba llorando.

Salí y me dirigí hacia el coche. Con estaba donde lo había dejado, intentando incorporarse. Abrí la portezuela.

—Sal —dije.

Con intentó salir, pero no pudo. Lo agarré del cuello de la chaqueta y tiré de él. Resbaló del asiento y cayó de rodillas sobre la acera. Un par de chavales en bici se acercaron, aminoraron la velocidad y enseguida volvieron a acelerar. Puse a Con en pie y lo llevé a empujones hasta la casa.

Lo hice entrar en la sala de estar y lo arrojé al sofá. Acto seguido, entré en la cocina y busqué el hilo de tender. Coloqué a Con en el suelo, junto a Peter, y los até espalda con espalda.

Doreen no se había movido.

—Muy bien —dije—. A partir de ahora te quedas conmigo.

Doreen seguía llorando.

—¿Me has oído?

—¿Qué está pasando? ¿Qué está pasando? —dijo negando con la cabeza.

—No te preocupes. El lunes estarás lejos de todo esto.

Seguía negando con la cabeza.

—Vamos —dije.

No se movió, así que la levanté de la silla.

—Escucha. Te vienes conmigo.

—No —dijo con el cuerpo inerte—. No.

—Muy bien. Es cosa tuya. Pero no puedes quedarte aquí. Te llevaré a casa de tu amiga.

La cogí del brazo, la saqué de la casa y la metí en el Jaguar. Entré y arranqué el motor.

Bajo la lluvia, Wilton Estate era un barrio muerto. Los céspedes sin setos se empapaban de aquel gris húmedo. Paré el coche.

Doreen seguía llorando.

—Mira, lo siento —dije—. Esos tipos han venido de Londres. Quieren que vuelva con ellos, eso es todo.

Doreen no contestó.

—De todos modos, me voy de Londres. La vida en Sudáfrica será estupenda. Sol. Ciudades modernas. No como este agujero. Te gustará.

—No voy a ir. Contigo no. A papá no le gustaría.

—¿Por qué no?

Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó los ojos.

—Porque te odiaba, maldita sea, por eso.

—¿Te lo dijo?

—No tenía por qué decírmelo. Yo me daba cuenta. No tenía que decirme nada.

Miré la lluvia.

—Ahora que te conozco, no me sorprende que te odiara. Te habría matado de haber estado aquí. Decir que estaba metido en algo. Comentármelo a mí.

—No tienes ni idea de nada —dije—. Así que no te creas que sabes de la misa la mitad.

Abrió la portezuela del coche.

—De todos modos, no pienso ir contigo a ningún maldito lugar. Así que te puedes meter tu oferta donde te quepa.

Salió, cerró de un portazo y comenzó a recorrer la calle. La vi marcharse. Al final, dobló a la izquierda en una de las calles en forma de media luna. Avancé con el coche en punto muerto y me detuve en la curva. Doreen estaba más o menos a medio camino de aquella calle cuando dejó el sendero y cruzó el césped hacia una de las casas. No se volvió. Esperé hasta que hubo desaparecido, recorrí la calle en media luna marcha atrás y enfilé el coche en dirección a High Street.

Conduje el Jaguar hasta el aparcamiento del campo del United. Estaba lleno en sus tres cuartas partes. El empleado del aparcamiento llevaba uno de esos impermeables de hule en forma de tienda de campaña. Me detuve y saqué una moneda de media corona por la ventanilla. Me dio un tíquet y conduje hasta la otra punta del aparcamiento, donde había dejado el coche alquilado. Aparqué el Jaguar al lado, salí y lo cerré. Miré hacia donde estaba el empleado. Se dirigía a su garita, en dirección opuesta a mí. El rugido de la multitud aumentaba y disminuía a través del cielo húmedo. Me agaché, saqué el cuchillo de Con y rajé los neumáticos del Jaguar. No me llevó mucho tiempo. Con estaba orgulloso de su cuchillo. Entré en el coche alquilado y me alejé del aparcamiento. Cuando pasé junto a la garita, el empleado se quedó con la boca abierta al ver el coche.

El TR4 seguía delante de las viviendas de protección oficial. Rodeé la esquina con el coche y aparqué en el garaje adyacente. Salí y me acerqué a la entrada. No había manera de saber si Brumby seguía allí, pero ya me preocuparía de eso en cuanto hubiera llamado al timbre.

Las viviendas estaban tan desiertas como antes. Subí en el ascensor. No había nadie en la galería.

Llamé al timbre y esperé. Se oía ruido de grifos abiertos.

Tras llamar al timbre una docena de veces y esperar durante casi cinco minutos, se abrió la puerta.

Todavía llevaba el abrigo puesto y todavía estaba borracha.

—Se me ha ocurrido volver —dije.

Se me quedó mirando. Al menos todo lo que se lo permitieron sus párpados caídos y sus ojos vidriosos. Sonrió y sacó la punta de la lengua entre los dientes.

—¿Para qué?

No contesté.

—No puedes entrar a no ser que me lo digas.

—Pensé que a lo mejor lo podrías adivinar.

Negó con la cabeza sin dejar de mirarme y todavía sacando la punta de la lengua.

—No —dijo—, no se me dan bien las adivinanzas.

—La verdad —dije— es que se me ha olvidado completamente. Qué raro, ¿no? Pero a lo mejor me vuelvo a acordar si me dejas entrar.

Hasta ese momento se había cerrado con los dedos el cuello del abrigo. Apartó la mano y el abrigo se abrió. Debía de estar a punto de meterse en la bañera cuando llamé al timbre porque no llevaba vestido, solo una combinación, y debajo, imaginé, lo que ya me había enseñado antes.

—Eso ayuda —dije—. Pero todavía no acaba de venirme a la cabeza.

Soltó una risita.

—Entra. Te ayudaré a hacer memoria. Si te gusta esa clase de cosas.

Entré en el vestíbulo y luego en la sala. Glenda desapareció durante un momento y oí cómo se cerraban los grifos. Me senté en el diván en el que Brumby se había sentado antes. Los vasos estaban donde los habíamos dejado. También la botella. Me serví un poco, me lo bebí, me serví un poco más, y saqué un cigarrillo y lo encendí.

Glenda entró como flotando en la sala. Se había quitado el abrigo. En lugar de acercarse y sentarse junto a mí en el sofá, se quedó de pie al otro lado de la mesita baja, se sirvió un trago generoso y, acto seguido, se sentó donde ya había estado antes y colocó sobre la mesa sus pies cubiertos por las medias.

—Así estabas cuando entré antes —dije.

—Exacto. Te estaba refrescando la memoria.

Se llevó el vaso a la boca y bebió hasta que comenzó a gotearle un poco de

whisky por la barbilla. Dejó el vaso sobre la mesita baja y volvió a concentrarse en mí. Cuando lo consiguió, me incliné hacia ella y le ofrecí un cigarrillo. Lo cogió y se le cayó, de manera que tuvo que quitar las piernas de la mesa para poder agacharse y recoger el cigarrillo del suelo. Se lo llevó a la boca, se lo encendí, me recosté y ella también se recostó. Esparció el humo, me miró y dijo:

—¿Y bien?

—Y bien, ¿qué?

Me lanzó lo que pensó que era una mirada de complicidad.

—Ya veo —dijo—, ya veo.

—¿Qué es lo que ves?

—Te lo pasas bien así, ¿no? Tú con tu traje y yo con el mío.

Sonreí.

—Digamos que no me gusta ir con prisas. Si tengo tiempo, claro.

—¿Tiempo?

—Cliff. Podría volver.

Negó con la cabeza.

—Ha ido al partido, ¿no? En su asiento reservado dos filas detrás del maldito alcalde. Algún día aprenderá.

—¿Qué es lo que aprenderá?

—Aprenderá a dejar de hacer el capullo. Está como un puto cencerro. Se cree que va a ser otro Kinnear. —Soltó una risita—. A lo mejor será alguien el día en que el alcalde le deba dinero a él y no a Kinnear.

—¿Por qué estás con Cliff, entonces?

—Porque me paga.

—También Kinnear.

—Solo si trabajo para ganármelo.

—¿Entonces no te paga suficiente?

—A veces. Cuando quiere que actúe en una de sus fiestas. O cuando hay que rodar una porno.

—¿No te da miedo lo que podría llegar a hacer Kinnear si se enterara?

—No se enterará.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque piensa que soy tonta. No me creería capaz.

—Pero podría enterarse de manera accidental.

—¿Cómo? Nadie conoce la existencia de este lugar. Cliff lo paga, y yo solo vengo aquí a ver a Cliff.

Echó un trago. Decidí que había llegado el momento.

—Por cierto —dije—. La otra noche, cuando fui a El Casino. Esto… ¿Kinnear comentó algo? ¿Después de que me fuera?

Se echó a reír.

—¿A ti qué te parece?

—Sí, ya lo sé. Pero ¿qué dijo exactamente? Porque lo que ha dicho antes Cliff, eso de que Kinnear mandó matar a mi hermano, si fuera cierto, bueno, quizá alguien habría dicho algo.

Se me quedó mirando. Ahora sus ojos enfocaban perfectamente.

—Pensaba que no habías creído a Cliff.

—Y no lo he creído, pero me ha hecho pensar que quizá no sería mala idea comprobarlo.

—¿Conmigo?

—He pensado que, bueno, como no te interesa especialmente de dónde viene el dinero, a lo mejor no te importaría que yo te diera algo.

Saqué la cartera y la puse sobre la mesa. Ella la observó.

—Así que por eso has vuelto.

—No del todo.

—¿Estás seguro de eso?

Sonreí.

—Sí, estoy seguro.

Ahora le tocaba a ella sonreír.

—Bueno, entonces tendrás que demostrarlo, ¿no te parece?

—¿A qué te refieres?

—Ven aquí y te lo enseñaré.

Se recostó sobre el sofá, levantó las piernas hasta las tetas y las sujetó con las dos manos, pero casi de inmediato tuvo que soltar una para no caer de lado.

—Y luego, ¿qué? —dije.

—Luego te lo contaré.

—¿Por qué no me lo cuentas ahora?

Negó con la cabeza.

—Te lo podría sacar a golpes.

Volvió a negar con la cabeza.

—¿Por qué no? —dije.

—Te mentiría.

—Podrías mentir de todos modos.

—¿Por qué iba a mentir? A lo mejor me haría un favor a mí misma.

—¿Cómo?

Se puso en pie, rodeó la mesa y se sentó a mi lado.

—¿Qué te ocurre? —dijo—. ¿No tienes ganas?

Olía a nailon y a sudor corporal dulzón.

—¿Es eso? ¿Quieres que haga que te entren ganas?

Me puso la mano en la barriga y deslizó una de sus piernas a través de mi cuerpo. Sentí su boca contra mi oreja y comenzó a chupármela.

—Vamos —dijo—. Glenda te lo contará. Después.

Comenzó a desabrocharme la bragueta. Decidí dejar que lo hiciera a su manera. La rodeé con el brazo, la empujé hacia abajo y la dejé hacer lo que quisiera. Al cabo de unos minutos, levantó la mirada y dijo:

—No te estás esforzando.

—Sigue.

Siguió, pero no sirvió de nada. Yo tampoco podía hacer gran cosa. Me puse en pie.

—Olvidémoslo, ¿vale?

Se puso en pie como pudo.

—Ya sé —dijo—. Ya sé lo que podemos hacer.

—Mira…

Me cogió de la mano y comenzó a arrastrarme hacia la puerta.

—Vamos —dijo—. No olvides que Glenda no te contará nada si no eres un buen chico.

Cogí mi vaso y dejé que me sacara de la sala. Cruzamos el vestíbulo y entramos en el dormitorio. Igual que el salón, estaba amueblado con muy buen gusto.

Había una gran cama doble con un cubrecama de seda roja. La moqueta iba de pared a pared y era de un naranja intenso. Un largo espejo ocupaba la mitad de una pared, y otro, de la anchura de la cama, desaparecía detrás de las almohadas. Encima del espejo había una profunda estantería de unos dos palmos de ancho. Sobre la estantería, un proyector de cine de ocho milímetros.

Glenda me soltó la mano, se subió a la cama, se tambaleó y al final consiguió mantener el equilibrio agarrándose a la estantería. Cuando estuvo segura de que no iba a caerse, soltó una de las manos y encendió el proyector, que estaba cargado con una bobina de sesenta metros. Los fotogramas en blanco ya se habían ensartado y fijado en la bobina receptora.

Todo lo que ocurrió fue que se encendió una luz que iluminó la pared vacía que había delante de la cama.

—¿Siempre ofreces un servicio tan completo?

Soltó una risita.

—Cliff quería ver una —dijo—. Así que cogí esta.

Frunció el entrecejo ante el luminoso cuadrado de luz que había en la pared.

—No funciona. ¿Por qué cojones no funciona?

—Mira —dije—. Ya he visto películas de estas. Demasiadas. Antes se las vendía a los apostadores. Y estos no…

—Oh, esta es diferente. Salgo yo. Te gustará.

Volvió a manipular el proyector.

—¿Pero por qué cojones no funciona?

Eché un trago y me senté en el borde de la cama.

—¿Por qué no le das al interruptor? —dije.

Movió el interruptor. El motor comenzó a ronronear y las bobinas a girar. Los fotogramas en blanco iluminaron la pared. Glenda se dejó caer sobre la cama cuan larga era. Entonces aparecieron los créditos. Los habían escrito con lápiz en una cartulina, y alguien de mano temblorosa los sujetaba delante de la cámara.

Los créditos decían: Colegiala que se masturba.

Los créditos duraban mucho tiempo. Hice ademán de ponerme en pie.

—Esto no sirve de…

—Mira la película —dijo cogiéndome el vaso.

Los créditos habían terminado. Ahora en la pared aparecía un dormitorio, y en el dormitorio estaba Glenda, vestida de colegiala y sentada delante de un tocador, peinándose. Continuó durante unos minutos y, luego, cogió una fotografía enmarcada, la apretó contra el pecho y cerró los ojos. Después volvió a colocar la fotografía en su sitio, se puso en pie y comenzó a vestirse con ropas normales, rociándose de perfume y acicalándose.

La escena cambió. Ahora había una habitación en la que se veía un sofá arrumbado contra la pared. Sentada en el sofá, hojeando una revista, había una chica. Era muy guapa. Tenía el pelo largo y rubio con la raya en medio, y era tan suave y fino que la chica constantemente se lo tenía que apartar de la cara. Vestía un pichi de colegiala y calcetines blancos. A un lado del sofá había una chimenea, aunque con el fuego apagado. Al otro lado se veía una tele. El suelo era de linóleo, y en un rincón del fotograma asomaba una silla de jardín de aluminio. Había un reloj pequeño sobre la repisa de la chimenea que marcaba las cuatro menos diez. Junto al sofá, a un lado de la chica, había un taburete bajo, y sobre el taburete una bandeja con tazas y una tetera. La chica se inclinó hacia delante, cogió una taza, fingió que bebía, volvió a dejar la taza y siguió hojeando la revista.

Reconocí la habitación y a la chica. La habitación era la cocina de Albert Swift. La chica era Doreen.

Me volví hacia Glenda. Tenía la boca abierta y los párpados aún más pesados, y la respiración, lenta, emitía un sonido áspero. En diez segundos estaría dormida.

La película siguió pasando por el proyector. No lo paré.

Había un corte y la cámara miraba por encima del hombro de la chica, la hija de Frank (o mía), mientras ella seguía pasando las páginas de la revista sobre el regazo.

Se detenía en una página en concreto. La cámara realizaba un tembloroso

zoom hacia una foto de Engelbert Humperdinck. Había otro corte y la cámara regresaba al plano original de Doreen sentada en el sofá.

La chica levantaba la revista, besaba la foto y cerraba los ojos. A continuación, apoyaba la revista contra uno de los brazos del sofá y, con los pies todavía en el suelo, se colocaba de lado de manera que los codos le quedaban sobre los cojines del sofá y la barbilla apoyada en las manos, mientras seguía contemplando la foto de la revista. Al final, tras retorcerse unos momentos, comenzaba a masajearse los pechos. Al terminar, la mano se demoraba lentamente en su cuerpo y comenzaba a estrujar la tela del vestido en la zona de la entrepierna. Una vez acababa, comenzaba a subirse el vestido. Pero antes se insertaba una toma de exterior. Un coche aparcaba y salía un hombre, y el hombre era Albert. Llevaba un bigote postizo.

Había otro corte y aparecía la cocina de Albert. Doreen fingía oír el coche, se incorporaba rápidamente y hacía como si nada hubiera ocurrido. Se abría la puerta. Entraba Albert. Movía los labios. Doreen se levantaba del sofá y la cámara hacía una panorámica y la seguía hacia la puerta. Asomaba la cabeza, miraba a un lado y a otro y hacía como si llamara a alguien. Se insertaba una toma de Glenda que contestaba. A continuación, la cámara seguía a Doreen de vuelta al sofá. Se sentaba. Albert estaba de pie junto al sofá palpándose el bigote para comprobar si aguantaría. Doreen señalaba la bandeja del té. Albert indicaba que

sí, por favor y se sentaba junto a Doreen, que servía el té imaginario y se lo entregaba. Hablaban un par de minutos, y a continuación Doreen derramaba de manera involuntaria el té invisible sobre los pantalones de Albert, que se ponía en pie de un salto como si estuviera muy caliente. Doreen permanecía sentada y con un pañuelo que se sacaba de la manga comenzaba a frotar los pantalones de Albert. Seguía frotando hasta que el movimiento se convertía en una caricia. Albert estiraba la mano, la colocaba en la nunca de Doreen y la acercaba hacia él hasta que su cabeza quedaba pegada a los pantalones. Al final ella le desabrochaba la bragueta e introducía la mano. Albert se desenganchaba el cierre y se bajaba los pantalones por debajo de la rodillas. Doreen apretaba la cara contra sus calzoncillos e introducía la mano debajo por la pernera. Poco a poco Albert se dejaba caer en el sofá y se recostaba. Doreen quitaba la mano de la pernera de los calzoncillos, introducía ambas manos dentro del elástico y comenzaba a bajárselos. Había un corte y, en la nueva toma, con la cámara más lejos del sofá, aparecía una porción más grande de la habitación. Se abría la puerta. Aparecía Glenda, que fingía horror ante lo que estaba ocurriendo en el sofá. Albert se apartaba de Doreen. Glenda cruzaba la sala como una flecha. Doreen retrocedía ante su presencia. Glenda fingía darle una bofetada. Entonces Glenda se sentaba en el sofá, tiraba de Doreen hasta colocarla sobre sus rodillas, le levantaba la falda y comenzaba a darle cachetes en el culo.

Volví la mirada hacia Glenda. Respiraba aún más lentamente que antes y tenía los ojos cerrados. El vaso de

whisky estaba volcado y una mancha se extendía sobre el reluciente cubrecama.

La zarandeé. Parpadeó. Volví a zarandearla. Soltó un gruñido.

—Glenda —dije.

Las palabras apenas gorgotearon en su garganta.

—Glenda.

Abrió los ojos, que giraron en sus órbitas.

—Estás colocada —dije.

Cerró los ojos y se hundió aún más en el cubrecama, estirando los brazos y las piernas como un gato sobre una alfombra.

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