Carter

Carter


Sábado

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—Ya estás muerto, Jack, solo que no lo sabes.

Se rio un poco más. Si solo hubiera querido matarlo, me habría acercado a él y le habría vaciado el cargador en la cara. Así fue como me hizo sentir su carcajada.

—Díselo, Con. Cuéntale lo que le tengo preparado. Si alguna vez sale de aquí, claro.

Con se lo pensó un momento antes de hablar. Regresó al coche para que yo no pudiera verlo.

—Verás, Jack —dijo—, antes de que nos mandaran aquí, hemos tenido una pequeña charla, Peter, Eric y yo. Y en la conversación han salido todas esas habladurías sobre Audrey y tú. A Eric le ha parecido que sería justo poner a Gerald al corriente. Darle la oportunidad de hablar con Audrey para averiguar si era cierto o no.

Eric volvió a reír.

—Al principio no nos ha creído, ¿verdad, Con? Pero luego Peter ha hablado con él.

—Ni siquiera se ha despedido —dijo Peter—. Solo nos ha pedido que te cogiéramos vivo.

—Me imagino que en este momento Gerald debe de estar hablando con ella del asunto, ¿no te parece, Peter? —dijo Eric.

—No me sorprendería.

Cristo. Audrey. Gerald la dejaría bien señalada. Y a conciencia. Sería el final de Audrey. Después de eso se mataría.

Se me revolvieron las tripas.

Tenía que ir con ella. Me dije que ojalá Gerald estuviera en su oficina cuando lo telefonearon. Esa era la única oportunidad.

Crucé corriendo la cocina hasta el pasillo, donde estaba el teléfono. Levanté el teléfono y me senté en la silla que daba a la puerta de la cocina, para poder vigilar el exterior. Coloqué el teléfono y la pistola sobre el regazo, descolgué y marqué el «0».

La voz de Eric llegó por la ventana de la cocina.

—¿Qué te parece, Jack? A lo mejor te van las tías con la cara desfigurada.

—Número, por favor.

—Póngame con el 01-333-8484.

—01-333-8484. ¿Y cuál es su número, por favor?

—----5985.

—Intentaré ponerle.

Comenzó a oírse el tono de llamada.

Fuera reinaba el silencio.

Seguía sonando en tono de llamada. Si Audrey estuviera en casa, ya habría contestado. Habría estado sola.

Di unos golpecitos en el gancho para que se pusiera la operadora. Tardó bastante en atenderme.

—Mire, ¿puede ponerme con el 01-898-7436?

—01-898-7436. Gracias.

El tono de llamada sonó solo una vez antes de que alguien levantara el auricular.

—¿Maurice?

—Sí, Jack.

—Escucha, Maurice. Tienes que encontrar a Audrey. Gerald sabe lo nuestro. Tienes que encontrarla antes que él.

Maurice tardó unos instantes en contestar.

—¿Cuánto tiempo tengo?

—Ponte en marcha cuanto antes, Maurice. Si Gerald la encuentra primero, tú también lo pasarás mal.

Maurice colgó.

Me quedé sentado en la silla mirando el pasillo, pero no veía nada. Todo lo que veía estaba en mi cabeza: lo que les iba a hacer a todos ellos. Por lo que habían hecho.

La puerta principal comenzó a abrirse.

Al principio solo un dedo, y se quedó así durante unos momentos. Me quedé muy quieto. La puerta se abrió un poco más y se detuvo de nuevo. Permanecí exactamente donde estaba. La puerta se abrió hasta formar un ángulo de ciento veinte grados.

Entonces, quienquiera que fuera entró en el pasillo y esperó.

No era Eric, porque su voz seguía sonando detrás del retrete.

—Me pregunto si todavía te gustará cuando Gerald haya terminado con ella, ¿eh Jack?

Quienquiera que fuera, dejó de esperar y comenzó a adentrarse por el pasillo. Muy despacio, moví el pie derecho hasta que quedó tocando la puerta. A continuación, le di un pequeño empujón y lentamente se alejó de mí.

Peter se quedó paralizado a medio paso. Levanté el teléfono del regazo y lo dejé en el suelo, pero no me levanté. Peter no se había movido.

—Déjala en el suelo —dije.

Se inclinó y dejó la pistola en el suelo.

—Quédate ahí.

Se quedó agachado, acuclillado como una rana grande, manteniéndose en equilibrio con la ayuda de las puntas de los dedos.

Me puse en pie, me acerqué a él y le coloqué la boca de la pistola en la nuca.

—Y ahora, ¿qué? —dije.

Peter se soltó un pedo de miedo.

—No —dijo—, no lo hagas.

Cayó hacia delante. Cuando se dio cuenta de que la pistola no había disparado, comenzó a arrastrarse hacia la puerta de la cocina. Lo seguí caminando.

—¿Qué crees que le hará Gerald a Audrey, Peter?

Las palabras salieron de la boca de Peter, pero no significaban nada. No dejó de arrastrarse. Entró en la cocina y continuó, pero no intentó levantarse porque yo seguía detrás de él. Cuando llegó a la puerta de atrás, pasé por encima de él y la abrí para que pudiera salir arrastrándose y después bajar los peldaños.

Fuera el escenario había cambiado. Con seguía detrás de la puerta del coche con Glenda, y Eric oculto detrás del retrete, pero sus otros dos acompañantes estaban al descubierto. Uno de ellos se apretaba contra la puerta del retrete y nos miraba a Peter y a mí, mientras que el otro se arrastraba por el suelo siguiendo la pared de la casa para que no se le viera desde la ventana de la cocina. Al principio no me vio y siguió arrastrándose hacia la puerta trasera.

—Mick —dijo el que estaba apoyado contra la puerta del retrete.

El que estaba en el suelo levantó la mirada y vio a Peter arrastrándose por las escaleras de la cocina. Se detuvo. Pero ni él ni su compañero me interesaban.

—Vamos —le dije a Peter—. Dime lo que Gerald va a hacerle a Audrey.

Peter dejó de arrastrarse, levantó la cabeza y se volvió hacia mí. Levanté el brazo y apunté con cuidado hacia su nalga izquierda. Su cara era un poema.

Apreté el gatillo. Ocurrieron varias cosas.

Primero, la bala desgarró la carne y la sarga del culo de Peter. A continuación, gritó y se llevó las manos a la herida, pero temblaba y se retorcía demasiado para poder controlarse. Segundo, los dos tipos se separaron de sus respectivas superficies y se fueron raudos como el viento siguiendo el lateral de la casa hacia la calle.

Eric se lanzó hacia el coche. Le disparé, pero la bala dio en la puerta abierta cuando él se escondió detrás. Se colocó en el asiento del conductor y mantuvo la cabeza por debajo del parabrisas.

Miré hacia el bloque de viviendas. A unos cien metros, un coche patrulla blanco se detuvo en el extremo de una de las calles que finalizaban al borde del descampado. Se abrieron las portezuelas y los agentes salieron y echaron a andar hacia la casa.

Eric puso en marcha el coche. Con entró y Glenda intentó seguirlo, pero este la apartó y cerró la puerta. Glenda se arrojó hacia el coche, pero Eric, al que seguía sin ver, iba a toda velocidad marcha atrás. Glenda cayó al suelo, gritó y soltó un taco.

Bajé la mirada hacia Peter, extendí el brazo y le apunté con la pistola a la cabeza. Se me quedó mirando. El dolor le había hecho perder la cabeza, pero no lo bastante como para no saber que iba a morir.

Le disparé en la frente y me dirigí al TR4.

En aquel momento los polis habían dado media vuelta y corrían hacia su coche. Eric había puesto la directa y se dirigía hacia la calle.

Me metí en el TR4 y doblé la esquina de la casa.

Delante de mí, Glenda seguía persiguiendo a trompicones el coche de Eric. Un poco más allá, los dos tipos que los habían acompañado seguían corriendo. Le hicieron seña con la mano a Eric cuando el coche los adelantó, pero este ni se fijó. Prefería arriesgarse a que hablaran con la policía. Eric no pensaba detenerse por nadie.

Llegué hasta donde estaba Glenda, me detuve y abrí la puerta del copiloto, tal como anteriormente había hecho ella por mí.

Se precipitó hacia el interior del coche. Tampoco podía elegir. Mientras me alejaba, miré por el retrovisor. El coche patrulla ya casi estaba en la casa. Apreté el acelerador.

Cuando ya había llegado casi a la calle, volví a mirar por el retrovisor. El coche patrulla se había parado delante de los dos tipos. Uno de los policías saltó del coche y esperó a que llegaran. El coche patrulla siguió avanzando.

Enfilé la calle con un chirrido de neumáticos y, mientras enderezaba, observé a un grupo de personas que caminaban por el otro lado de la calle en dirección al vertedero. Había dos mujeres y dos niñas, y una de ellas empujaba un cochecito. Eran Lucille, Greer y las chicas, que regresaban de la compra. Bueno, pues cuando llegaran a casa podrían ver algo más que

Dr. Who.

Iba deprisa, pero también el coche patrulla. Adelanté a Eric y a Con y todos intercambiamos miradas impávidas mientras yo giraba a la derecha al final de la calle. Tenía la esperanza de que los polis se conformaran con algo a lo que pudieran echarle el guante, pero también giraron a la derecha.

A mi derecha, tenía los bloques de pisos. A mi izquierda, hileras de casas apareadas que acababan en High Street. Si no podía desembarazarme del coche patrulla, estaría metido en un lío. Si lo conseguía, seguiría metido en un lío. Ahora ya habían dado la alerta a todos los coches, y en esa ciudad un TR4 blanco no iba a llegar muy lejos. Tenía que deshacerme de él.

Doblé a la izquierda y me metí en una de las calles de casas apareadas. Aceleré y giré bruscamente a la derecha justo cuando el coche patrulla doblaba la esquina. Aceleré todo lo que pude y doblé a la izquierda antes de que el coche patrulla apareciera otra vez. Luego giré de nuevo a la izquierda y a la derecha.

Frené bruscamente, y Glenda casi se estampó contra el parabrisas. Me volví y le di un puñetazo que la dejó fuera de combate. A continuación, salí del coche, corrí hacia su portezuela, la saqué y la dejé allí tumbada. Eso mantendría ocupados a los policías el tiempo que yo necesitaba.

Crucé corriendo la calle y me metí en un pasaje. A través de los jardines traseros, seguí otro pasaje y salí a la calle siguiente.

Había un callejón al final de la calle. Sabía que conducía a la parte de atrás del estadio del United. Que era donde quería ir. Miré mi reloj. El partido estaba a punto de acabar. Si los polis no aparecían con la sirena a tope, lo conseguiría. Lo conseguiría aunque aparecieran.

Eché a correr.

El coche patrulla dobló la esquina cuando me encontraba a dos casas de distancia de la entrada del callejón.

Corrí aún más deprisa y doblé la esquina. Me llegó el murmullo de la multitud que salía del estadio. El callejón tenía forma de L, y unos cuantos aficionados doblaron la esquina delante de mí y avanzaron en dirección contraria a la mía. Pasé corriendo a su lado, y aunque me miraron, no se detuvieron. El coche patrulla se detuvo al final del callejón y los polis salieron precipitadamente. Doblé la esquina en la otra mitad del callejón. Más aficionados. Podría llegar justo al final antes de que abarrotaran el callejón. Lo cual dejaría a los polis bien jodidos.

Me deslicé entre un puñado de aficionados que estaban en la otra punta. Ahora ya había salido del callejón y me encontraba entre centenares de personas que charlaban. Los polis no tenían la menor oportunidad.

Me abrí pasó a través de la multitud en dirección al aparcamiento, por donde todavía pululaban más hinchas. Los impermeables húmedos apestaban bajo la lluvia. Llegué al borde del aparcamiento. Allí había menos gente. Recorrí los pasillos que dejaban los coches, en busca del Rover de Brumby.

Pero antes de ver el coche, vi a Brumby. Charlaba con un par de sujetos gordos y atildados que tenían toda la pinta de funcionarios. Estaban al borde del aparcamiento, cerca de una de las salidas del estadio, riéndose a carcajadas, todos con ganas de largarse.

Volví la mirada hacia el gentío. Un policía podía asomar la jeta en cualquier momento. Era absurdo quedarse ahí.

—Señor Brumby —lo llamé.

Brumby volvió la cabeza y me miró por encima de los coches. Los otros también miraron boquiabiertos, pero sus ojos asombrados se posaban alternadamente en mí y en Brumby.

—Señor Brumby, ¿podríamos hablar un momento?

Lo único que podía hacer Brumby era despedirse y serpentear entre los coches hasta donde yo me encontraba.

No me preguntó qué quería. Simplemente se quedó allí procurando decidir qué expresión debía poner.

—Quiero hablar contigo —dije.

No me preguntó de qué.

—¿Dónde tienes el coche?

—Allí.

Señaló con la cabeza sin dejar de mirarme. No tuve que decirle qué había que hacer. Recorrimos la avenida de coches hasta donde se encontraba su Rover. Abrió la puerta, entró y quitó el seguro del asiento del copiloto. Miré en dirección al gentío. Seguía sin haber señal de la policía. Entré y me senté junto a Brumby.

Brumby estaba medio vuelto hacia mí, con un brazo en el respaldo del asiento. Al igual que en casa de Glenda.

—Bueno —dijo.

—Volvamos a casa de Glenda.

—¿Para qué?

—Te lo diré cuando lleguemos.

—Mira…

—Mira tú, Cliff. Mira tú —dije—. ¿O no querías cargarte a Kinnear?

Brumby se quedó unos momentos en silencio.

—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

—A casa de Glenda, Cliff.

Cliff decidió llevarnos a casa de Glenda. Volvió la cara al frente y comenzó a sacar el Rover de la plaza de aparcamiento hacia el pasillo que quedaba entre los coches. Acabamos en la cola de los coches que salían. Distinguí a los polis al borde de la multitud. Intentaban abrirse paso a empujones hacia el callejón. Su error me iba de perlas. Deberían haberse quedado en el coche y pedir ayuda por radio antes de perseguirme. Ahora tendrían que desandar todo el camino para llamar por radio, y entonces ya sería demasiado tarde. No era de extrañar que Kinnear fuera un gallito tan cabrón.

Unos minutos más tarde, doblábamos a la izquierda en la reluciente calle que conducía a High Street. Centenares de ciclistas echaban vapor por la boca, se bamboleaban y pasaban silbando a nuestro alrededor. El Rover aminoró la velocidad a unos quince coches de distancia del semáforo. Saqué los cigarrillos y le ofrecí uno a Brumby. Mientras los encendía, un coche patrulla llegó procedente de High Street con la sirena puesta y pasó a toda velocidad por nuestro lado, en dirección al estadio. El semáforo se puso verde y Brumby hizo avanzar el coche. Bajé un poco la ventanilla y lancé la cerilla por la rendija. Doblamos a la izquierda y tomamos High Street.

Los neones titilaban en perspectiva. La tarde gris se volvió ligeramente azul.

—Hablemos claro, Jack —dijo Cliff—. ¿Qué ha pasado desde la última vez que hablé contigo?

—Ya te lo he dicho. Espera a que lleguemos a casa de Glenda.

—¿A qué viene todo este puto misterio?

—¿Qué pasa, Cliff? Te veo preocupado.

—¿Por qué iba a preocuparme?

—No lo sé, Cliff. Dímelo tú.

—Solo me preguntaba por qué has cambiado de opinión. Eso es todo.

Aspiré el humo y no dije nada. Brumby dobló a la derecha y salimos de High Street. De pronto no había más que hileras de casas adosadas. Había muchos hombres caminando solos, todos en la misma dirección, procedentes del partido.

Cinco minutos más tarde Brumby aparcaba el Rover en la acera. Vi que se preguntaba dónde estaba el TR4.

—Glenda debe de haber salido —dijo intentando adivinar por qué.

Yo no dije nada.

Salimos y caminamos hacia el ascensor. Brumby no dejaba de mirar hacia atrás, como si esperara que el TR4 se materializara de la nada.

Apreté el botón y apareció el ascensor. Entramos. Me puse a silbar suavemente y Brumby se miró los pies con aspecto ceñudo.

Salimos del ascensor y recorrimos la galería hasta el piso de Glenda. Brumby sacó una llave del bolsillo del pantalón y abrió la puerta. Le hice seña de que entrara primero. La idea no le entusiasmó, pero olvidó esa preocupación cuando cruzó el umbral y oyó el sonido que procedía del dormitorio.

El proyector seguía tableteando solo.

A Brumby le ocurrieron algunas cosas. Se detuvo en el vestíbulo y se quedó mirando la puerta entreabierta del dormitorio. Yo entré en la sala y cerré la puerta principal detrás de mí. Brumby se volvió hacia mí con un movimiento brusco.

—¿Qué…? —dijo, pero yo lo interrumpí.

—Entremos en el dormitorio.

La luz seguía parpadeando en la pared blanca. Brumby la observó como si viera algo muy interesante.

—Siéntate —dije.

Se sentó en la cama y se la quedó mirando como si se preguntara qué le había pasado al hermoso cubrecama rojo.

—¿Dónde está Glenda?

—Cállate —dije.

Había una mesita redonda junto a la cama, y encima un teléfono rojo.

Descolgué, marqué el número de la operadora y le di el teléfono de Maurice.

No hubo respuesta. Le pedí a la operadora que me pusiera con el número de Audrey. Tampoco contestó. Colgué, me senté en la cama, metí las manos en los bolsillos, estiré las piernas y contemplé las puntas de los zapatos.

—Como supondrás, ya he visto la película.

Brumby no dijo nada.

—Me ha sorprendido que Glenda durara tanto. Yendo y viniendo entre Kinnear y tú. Teniendo en cuenta que es una borrachina.

—¿Dónde está?

—Eso no tiene importancia.

—¿Por qué te enseñó la película?

—Eso tampoco tiene importancia.

Silencio.

—Sea como sea, la cuestión es que he visto la película. Y también sé más cosas que hace dos horas. He vuelto a pensar en el trato que me propusiste. Lo que quiero decir es que voy a hacerlo de todos modos, pero ya que estamos, podría sacar algo de pasta, ¿no te parece, Cliff?

Brumby sacó sus cigarrillos.

—¿Qué has averiguado?

—Lo que tú ya sabías, Cliff. Lo que no me contaste.

Se llevó un cigarrillo a la boca.

—No lo entiendo —dije—. Si me lo hubieras dicho en aquel momento, no me habría ido como me fui, ¿no crees?

—No, pero…

—Bueno, supongamos que tenías tus razones. De todos modos, hay una cosa que no entiendo. ¿Cómo llegó Frank a ver la película? Lo que quiero decir es que alguien tuvo que enseñársela. Pero ¿quién? No me lo imagino. Tú no sabes nada de eso, ¿verdad, Cliff?

Brumby negó con la cabeza.

—Eres un cabrón mentiroso —dije.

Giró la cabeza lentamente, como a sacudidas, hasta quedar de cara a mí.

Le sonreí.

—Vamos, Cliff. Cuéntamelo.

—¿El qué?

—Cómo acabó Frank viendo la película.

—No lo sé, Jack.

—Déjate de chorradas, Cliff. He hablado con Albert.

No dijo nada. Tampoco tenía muy buen aspecto.

—No tienes de qué preocuparte —dije—. No voy a por ti. Solo a por los tipos que lo hicieron. Me propusiste un trato. Lo aceptaré. Pero primero tienes que contarme lo que sabes. La verdad. Quiero hacerme una imagen de conjunto.

Dio unas cuantas caladas más y casi se quedó bizco intentando decidir si debería contarme o no la verdad.

Decidió que debería.

—Como ya te he dicho, no fue hasta después de que te fueras ayer por la noche.

—¿El qué, Cliff?

—Que descubrí que eras el hermano de Frank. Telefoneé a los Fletcher. Ellos me lo dijeron.

—¿Qué te dijeron?

—No gran cosa. Pero lo sabían todo de Frank. Se notaba.

—¿En qué?

—En lo que uno de ellos dijo.

—¿Y qué fue?

—No lo recuerdo exactamente. Pero fue algo como que los intereses de Kinnear eran también sus intereses. Algo así.

Flexioné las puntas de los pies.

—¿Y qué te dijeron que hicieras?

—¿A qué te refieres?

—No seas idiota, joder. Gerald y Les son de los que le dicen a la gente lo que tiene que hacer. ¿Qué te dijeron que hicieras?

Brumby miró su cigarrillo.

—Que no armara ningún follón si Kinnear te tendía una trampa. Me dijeron que no me metiera.

—¿No te pidieron que los ayudaras?

—No.

—Me pregunto por qué.

Brumby dejó pasar el comentario.

—O sea —dije—. Que descubres que soy el hermano de Frank. ¿Y cómo te hace sentir eso? ¿Cómo te afecta?

Silencio.

—¿Cliff?

—Bueno, vas a por los tipos que liquidaron a Frank.

—¿Y?

—A lo mejor crees que soy uno de ellos.

—¿Por qué?

Brumby se removió en la cama hasta quedar de cara a mí.

—Tuve que hacerlo —dijo—. Pero no sabía quién era. No sabía que era tu hermano.

—¿Qué tuviste que hacer, Cliff?

—Antes te dije que iban a matarme. Tenía que encontrar una manera de matarlos a ellos antes.

No dije nada. Volvió la cabeza en dirección a la pared.

—Repasé todo lo que Glenda me había contado. Las diversas operaciones en las que andaban metidos. Ya sabes lo que son esos tipos. Pero hubo una en concreto que me hizo pensar. El tema de las películas y las fotos. El material que le venden a los Fletcher.

Hizo una pausa por si yo quería decir algo, pero no.

—Y cuando se fabrica material como este, hay que encontrar chicas. Y siempre se prefieren los talentos más jóvenes. Cuanto más jóvenes, mejor. No hay límite. Pero también es arriesgado. Basta con que un día metas la pata con alguna de las chicas. En ese caso, ni siquiera ciertos polis que conozco podrían intervenir. Por eso Eric ascendió tanto. Es muy bueno. Muy seguro. Tendrían que tener muy mala suerte para que los pillaran teniendo a Eric manejando ese negocio.

—O sea, que les trajiste mala suerte —dije.

Asintió.

—No había nada seguro. Solo una pequeña probabilidad de que funcionara. Pero tenía que intentar algo. Le pregunté a Glenda si había hecho algo con jovencitas. Encontró a esa y le pregunté si sabía cómo se llamaba. Pero no lo sabía. Así que fui a ver a Albert. Él me dijo quién era.

—¿Glenda sabía lo que pretendías?

—No, ella nunca pregunta nada. Hace lo que le dicen y ya está.

—¿Qué hiciste entonces, Cliff?

—¿Qué?

—Cuando descubriste quién era la chica.

—Hice algunas averiguaciones. Descubrí dónde vivía para poder averiguar cómo eran sus padres. Tenía que saber todo lo que pudiera de sus padres porque me la tenía que jugar a que fueran de una determinada manera. Quiero decir que podían reaccionar de dos maneras: podían darle una paliza de muerte y encerrarla en el dormitorio. Incluso obligarla a irse de la ciudad. Casi todo el mundo tiene a alguien así en la familia. O podían sentirse tan ultrajados ante lo que le había ocurrido a su pequeña que quisieran pillar a los tipos que lo habían hecho. Denunciarlos a la policía. Y la policía no tendría opción. Los periódicos se les echarían encima en menos que canta un gallo. Habría que actuar. Tendrían que intervenir los jefazos. Quienquiera que fuera.

Se levantó, se dirigió a la cómoda y apagó el cigarrillo.

—Solo que no funcionó. Quiero decir que no me equivoqué con tu hermano. Ni con lo que haría. Pero fue un estúpido. No fue a la policía. En lugar de eso, fue a Eric.

—¿Y cómo sabía que Eric estaba involucrado?

—A lo mejor se lo sacó a golpes a Doreen.

—A lo mejor —dije.

Hubo un silencio. Brumby permanecía cerca de la cómoda, mirándome. La mitad de su cara reflejaba la luz del proyector.

—¿Qué vas a hacer ahora? —dijo.

No dije nada.

—Eric es tu hombre. No yo. Yo no sabía que era tu hermano. Ni siquiera sabía que las cosas acabarían así.

Volví la cabeza en dirección a Brumby y sonreí.

—No te preocupes, Cliff. Me ofreciste un trato. Yo quiero a Eric y tú a Kinnear. Ya te lo dije. Solo quería conocer toda la historia.

Brumby me miró.

—¿Dónde está el dinero? —dije.

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