Carter

Carter


Viernes

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—¿Ah sí? —dijo el patán.

Comencé a bajar las escaleras. El tipo me dio otro empujón en el pecho, solo que esta vez más fuerte.

—Él es más pequeño que tú —dijo.

—Y tú también —contesté—, así que ¿para qué arriesgarse?

El patán retrocedió para soltar un golpe. Pensó que el movimiento le haría parecer más duro, pero solo consiguió que fuera más lento. Le di un puñetazo en el estómago. Su peinado a lo Walker Brothers le cayó sobre la cara y cayó de rodillas sobre las escaleras. Su compañero observó cómo se derrumbaba por completo y, lentamente, volvió la mirada hacia mí.

—¿Tú también quieres? —dije—. ¿O solo vas de acompañante?

El otro patán no contestó. Pasé junto a él y junto a su compañero, que ahora apoyaba la frente en uno de los peldaños intentando recordar qué le había pasado para sentir un dolor tan terrible en las tripas. Nadie más se interpuso en mi camino, de manera que me marché mientras las luces del interior del Baths iluminaban al patán, que ahora rezaba en las escaleras. Thorpey, naturalmente, vino conmigo. Solo lo solté cuando doblamos hacia la calle donde estaba mi alojamiento.

El coche estaba donde lo había dejado. Uno de los chicos de Thorpey estaba ayudando a subirse al asiento de atrás al chaval que había recibido el golpe en la tráquea. El que ayudaba nos miró a mí y a Thorpey, pero eso fue todo. A continuación, rodeó el coche por el otro lado, levantó las piernas del compañero que estaba sobre el asiento delantero y las colocó debajo del salpicadero. Cuando hubo terminado, se colocó detrás del volante e hizo lo que yo no había hecho: dobló marcha atrás por High Street a bastante velocidad. Thorpey fue muy sensato. No salió corriendo y gritando detrás del coche. Keith estaba en la acera, delante de mi alojamiento, hablando con una mujer. Era mi patrona. Enfrente se habían encendido unas luces que antes estaban apagadas.

—Vamos a ver —dijo mi patrona cuando llegué—, ¿qué demonios se cree que está haciendo?

—Lo siento mucho —dije.

—Ya lo veo.

—No, de verdad que lo siento.

—No me venga con chorradas —dijo—. Si es usted un viajante de comercio, yo soy la maldita Twiggy. ¿Qué demonios está pasando? ¿Y quién es este tipo?

Thorpey se había quedado sin palabras. Una mujer mayor que se cubría con una bata cruzó la calle.

—¿Qué ocurre aquí? ¿Es que no piensan en los demás? —gritó. Su fina voz se la llevó el viento y la arrastró por encima de las farolas.

—Quizá sería mejor que entráramos —dije.

—¿Entrar? —dijo la patrona—. ¿Por qué iba a alojar a alguien de su calaña?

—Todo el mundo te conoce, Edna Garfoot —gritó la anciana—. Todo el mundo sabía que traerías líos. Esta es una calle respetable.

Miré a mi patrona y sonreí. Mi patrona frunció el entrecejo y se volvió hacia la anciana.

—Calla esa bocaza, abuela —dijo.

—¡Vaya, vaya! —dijo la anciana—. A ver si te voy mandar a mi marido.

—Sí, seguro que le encantaría, vieja pelleja —dijo mi patrona.

—¡Oh! —dijo la anciana—. ¡Será posible!

Comenzó a cruzar la calle otra vez. Asentí a Keith con la cabeza y le soltó un empujón a Thorpey. Entramos en la casa.

—¡Hay que ver! —dijo la patrona. Recorrió el camino de entrada a buen paso. La esperamos en el vestíbulo. No cerró la puerta.

—¿Y bien? —dijo.

—Bueno —dije—, creo que ya puede cerrar la puerta. Ya estamos dentro.

Me lanzó una mirada lenta y airada, y a continuación aspiró y cerró la puerta. Keith, Thorpey y yo comenzamos a subir las escaleras.

—¿Adonde cree que va? —dijo la patrona.

—A mi habitación —contesté—. Tenemos un par de asuntos que tratar.

Nos siguió escaleras arriba.

—¿Qué va a hacer? —dijo.

Abrí la puerta de mi habitación.

—¿Por qué no vuelve abajo y nos prepara una taza de té? —dije.

Asentí en dirección a Keith, y este hizo entrar a Thorpey en el cuarto de un empujón.

—¿Qué va a hacer? —repitió la patrona.

Le cerré la puerta en la cara y eché el pestillo.

—Prepárenos una taza de té y se lo contaré —dije—. Puede que incluso la deje entrar a mirar.

—Llamaré a la policía.

—No, no lo hará.

Hubo un silencio.

—No se preocupe —dije—. No va a pasar nada. Tráiganos el té y ya está.

Hubo otro silencio, que al final se convirtió en el silencio de ella bajando las escaleras.

Keith y Thorpey estaban ahora en el centro de la habitación. Keith tenía las manos en los bolsillos del pantalón y me miraba. Thorpey también me miraba, pero no tenía las manos en los bolsillos. Permanecía bien firme, como si perteneciera a la Legión Británica. Mantenía los pulgares hacia abajo, siguiendo las franjas de un uniforme imaginario.

—Siéntate, Thorpey —dije.

No se movió.

—Relájate —dije—. Keith, tráele una silla a Thorpey.

Keith le trajo la silla en la que mi patrona se había exhibido aquel mismo día. Colocó la silla en el centro de la habitación, justo detrás de Thorpey.

Thorpey permaneció de pie.

Hurgué en mi bolsa y saqué una botella y también mi petaca.

Desenrosqué el tapón de la petaca y con mucho cuidado vertí un poco de

whisky de la botella. Le entregué la petaca a Keith y me senté en la cama. Keith echó un trago, y yo me quité la americana y me aflojé los cordones de los zapatos.

Thorpey seguía en posición de firmes.

Eché un buen trago de la botella. La coloqué en el suelo, saqué mis cigarrillos y le ofrecí uno a Keith. Los encendimos.

—Bueno, Thorpey —dije.

No contestó.

—Al parecer tengo un benefactor secreto —dije.

Eché otro trago. Thorpey contemplaba la botella mientras iba del suelo a mis labios y de nuevo al suelo.

—No sabes cómo conforta saberlo —dije—. ¿No te parece, Keith?

Keith no contestó. Tampoco asintió. Tuve la sensación de que le preocupaba algo.

—El problema de tener un benefactor secreto —dije— es no saber quién es. No sé, me hace sentir un tanto incómodo. Porque no sé a quién darle las gracias, ¿entiendes?

Thorpey seguía mirando la botella.

—Y luego hay otra cosa. Cuando tienes un benefactor así, bueno, no dejas de preguntarte por qué te ha escogido a ti, teniendo en cuenta la cantidad de gente que pasa necesidad hoy en día.

Hubo un silencio.

—Me gustaría saber quién es, Thorpey.

Nada.

—Muy bien, muy bien —dije en tono cansino—. Si quieres, dejaremos de marear la perdiz. Alguien te ha enviado para que me subieras a un tren porque están acojonados por lo que pueda descubrir si meto las narices donde no debo, y me hago una idea bastante clara de lo que puedo descubrir, o no intentarían impedir que metiera las narices. Si tengo razón, hay una o dos personas que van a verse metidos en un buen lío. No sé, pero tú podrías ser una de ellas. Y si lo eres, que Dios te asista. Porque en ese caso, me enteraré. Pero a lo mejor no sabes nada del asunto. A lo mejor lo único que sabes es que alguien te dio un fajo de billetes de cinco para hacer un trabajo. Lo que quiero que me digas, más que ninguna otra cosa, es quién te dio ese fajo de billetes.

Thorpey se me quedó mirando.

—No puedo, Jack —dijo—. ¿Cómo te lo voy a decir?

—Sí que puedes, Thorpey.

—De verdad, tío, no puedo.

—Vamos. Sabes que es lo mejor.

Bajó la mirada al suelo y negó con la cabeza.

—¿Has tenido algo que ver con ello, Thorpey? —dije.

—¿Con qué?

—Con lo de Frank.

—¿Qué?

—¿Estabas allí?

—¿Cuándo?

—Cuando le hicieron tragar un montón de

whisky.

—¿Qué?

—¿Sostenías la botella?

—¿Qué?

Llamaron a la puerta. Asentí en dirección a Keith, que dejó entrar a la patrona con su bandeja de té.

—¿Te reías mientras él vomitaba tan deprisa como tú le hacías tragar?

Thorpey me miraba fijamente.

—¿Soltaste una risita cuando quitaste el freno del coche de Frank y este empezó a caer por el precipicio?

Comenzó a negar con la cabeza.

—¿Os pasasteis la botella después de que el coche cruzara el seto? ¿La misma botella que le habíais metido por el gaznate?

—No sé de qué estás hablando, Jack —dijo Thorpey.

—Bueno, pues yo sí —dije.

Salté de la cama y agarré a Thorpey por el desaliñado cuello de la camisa y lo obligué a sentarse en la silla.

—Estoy hablando de mi maldito hermano, Thorpey. De eso estoy hablando. ¡Así que empieza a largar o te vas a enterar de lo que es bueno!

Thorpey levantó la vista hacia mí, así que le crucé la cara tres veces. Levantó los brazos para cubrirse la cabeza y dijo:

—No, Jack. No.

—¿Quién lo mató, Thorpey?

—No lo sé. No lo sé.

—Pero sabes que lo mataron.

—No. No.

—¿Quién te pidió que me quitaras de en medio?

Negó con la cabeza. Volví a golpearlo, ahora un gancho bajo que le dio de pleno en mitad de la cabeza gacha.

—No, no me pegues, Jack.

—Entonces contesta a mi pregunta.

—Muy bien. Muy bien —dijo—. Te lo contaré.

Retrocedí. Thorpey estaba sentado con el culo al borde de la silla, aún agachado.

—Brumby —dijo—. Él nos dio el dinero. Pero eso es todo lo que sé. De verdad.

—¿Qué te dijo?

—Me dijo que averiguara dónde estabas y que me asegurara de que cogías el tren de las doce.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo. De verdad, Jack.

—¿Tus chicos sabían de dónde venía el dinero?

—No, solo yo.

Me dirigí a la cama y me senté.

—Así que Brumby, ¿eh? —dije.

—Pero por amor de Dios, no le digas que te lo he contado, Jack. Por favor.

—¿Ahora trabajas para él?

—No. Solo me encarga algún trabajillo de vez en cuando.

—¿No te pagó para que hicieras algo para él hace poco? ¿Pongamos el domingo pasado?

—De verdad, Jack, eso es todo. De verdad.

Eché un trago. Mi patrona seguía delante de la puerta con la bandeja del té.

—Ah, eso está bien —dije—. Justo lo que necesitamos. Una buena taza de té.

No parecía tan indignada como antes. Colocó la bandeja sobre la cómoda y comenzó a servir el té.

—Brumby —repetí.

—¿Puedo irme ya? —dijo Thorpey.

—No, maldita sea, claro que no.

—¿Quién es Brumby? —dijo Keith.

—Cliff Brumby —dije—. ¿Has estado alguna vez en Cleethorpes?

Keith asintió.

—¿Alguna vez has entrado en una sala de juegos y has puesto una moneda en una tragaperras?

—Sí —dijo Keith.

—Bueno, pues me apuesto diez contra uno a que esa tragaperras pertenece a Brumby, y probablemente también la sala. Y lo mismo en Brid y Skeggie. ¿No es verdad, Thorpey?

Thorpey no contestó.

—¿Por dónde para Cliff últimamente, Thorpey?

No hubo respuesta.

—¿Thorpey?

—Probablemente lo encontrarás en el Conservative Club. Suele ir allí casi todos los viernes. Juega al snooker.

—¿Y dónde vive?

—Tiene una casa en Burnham.

—¿Cuál es la dirección?

No hubo respuesta.

—¿Thorpey?

—La casa se llama «Pantiles». La compró hace más o menos un año.

—Bueno —dije—. Muchas gracias.

Mi patrona me alcanzó una taza de té.

—Muchísimas gracias, señora Garfoot. ¿O puedo llamarla Edna?

—¿Por qué no me cuenta de una maldita vez lo que está pasando? Por si no lo sabe, esta es mi casa.

Me eché un poco de

whisky en el té y lo removí.

—Sí —dije—. Debo decir que, en general, se ha portado usted muy bien, Edna, de verdad.

—Deje de darme coba, y vamos al grano.

Me bebí el té y me puse en pie.

—En este momento no se lo puedo explicar —dije—. Tengo que salir un rato. Pero Keith la pondrá al corriente.

—¿Keith?

—Oh —dije poniéndome de nuevo la americana— lo siento mucho. Edna, Keith. Keith, Edna.

—¿Quién dice que él se queda aquí? —dijo mi patrona.

—Bueno, tiene que quedarse, ¿no? Hasta que yo vuelva. Procura que Thorpey no salga y empiece a llamar por teléfono.

—Demonios —dijo Thorpey.

—Un momento… —dijo mi patrona.

—Ciao —dije—. Ah, y Keith, muchísimas gracias. Has sido de gran ayuda. Me encargaré de que no te pase nada. ¿Entendido, compadre?

Keith esbozó una sonrisa.

—Muy bien, compadre —dijo.

Cerré la puerta y bajé las escaleras.

Primero fui al Conservative Club.

No había recepcionista. Entré directamente. Había un vestíbulo mal iluminado con dos máquinas tragaperras a cada lado, como si fueran centinelas. Nadie jugaba en ellas. Unas habitaciones con las puertas cerradas flanqueaban el vestíbulo. En el otro extremo había unas puertas dobles, y más allá se oía el sonido de gente jugando a snooker. Recorrí el vestíbulo y entré por las puertas dobles.

Había seis mesas, todas ocupadas. El techo era muy alto, y las luces de las mesas, suspendidas de aquellos finos cables que ascendían a través de una vasta extensión de oscuridad, parecían un tanto ridículas. Había una plataforma elevada de más o menos un palmo de altura que rodeaba toda la sala, y sobre esa plataforma había unos bancos pegados a la pared para que los que no jugaban pudieran sentarse a mirar a los jugadores. Brumby no estaba en ninguno de los dos grupos. Aparte de las luces que colgaban sobre las mesas, la única iluminación digna de ese nombre estaba en un rincón, y procedía de una diminuta barra curva sobre la que se inclinaba un camarero, que con la barbilla apoyada en las manos ahuecadas contemplaba la partida de la mesa más cercana a la barra. Es decir, la contemplaba hasta que me vio.

Entonces se irguió y frunció la frente. Estaba a punto de levantar la parte de la barra abatible y salir a decirme unas palabras, pero no le concedí esa oportunidad. Llegué a la barra antes de que pudiera decir «Solo para socios».

—Lamento mucho entrar así —dije—, pero tengo un mensaje urgente para el señor Brumby. ¿Sabe dónde podría encontrarlo?

—Esto es muy irregular —dijo el camarero—. Nunca permitimos la entrada a personas que no son socias del club si no van acompañadas.

—No, si la yo sé. Como ya le he dicho, lamento haber entrado así, pero es bastante urgente.

—Y no se permite entrar a nadie después de las once.

—Ya lo sé. Pero me dijeron que el señor Brumby podría encontrarse aquí, y es un asunto que realmente necesita su atención…

—¿Es un asunto de negocios? —dijo aquel entrometido cabrón.

—No, no exactamente —dije—. Pero es bastante urgente.

—¿Quién es usted?

—Un amigo del señor Brumby. Y ahora…

—No le había visto nunca.

—No. Acabo de llegar de Londres.

—¿Ah sí?

Comencé a alejarme de la barra.

—¿Adonde cree que va? —dijo el camarero.

—A buscar al señor Brumby.

—Bueno, pues es inútil que lo busque aquí —dijo el camarero—. El señor Brumby no ha venido esta noche.

Me di la vuelta.

—Vaya —dije.

—No —añadió el camarero—. Esta noche no. Es el Baile de la Policía, ¿no?

La noche era muy oscura y las carreteras muy estrechas. Los limpiaparabrisas abanicaban el cristal en un zumbido. Miré mi reloj. Las manecillas luminosas indicaban la una y diez. Si el baile acababa a la una, le llevaría unos treinta y cinco o cuarenta minutos llegar en coche hasta Burnham, y yo me adelantaría en unos veinte minutos. Si el baile no acababa hasta la una y media o las dos, entonces tendría que esperar un buen rato. Pero no me importaba.

La carretera formaba una pronunciada pendiente y los faros iluminaron el cartel que decía BURNHAM. Aminoré la velocidad. Era un pueblo muy pequeño y no quería pasar la casa de largo.

Aunque habría sido difícil. Detuve el coche y bajé la ventanilla. Un tanto apartada de la carretera, sobre una empinada elevación, había una casa nueva estilo rancho. Todas las luces estaban encendidas. Había un montón de coches aparcados en el camino de entrada y a lo largo de la calle. En el interior había mucho ruido, pero yo no oía gran cosa. Solo podía ver a la gente que lo provocaba. La casa estaba abarrotada de chavales. Una fiestecita para los más jóvenes mientras mamá y papá besaban el culo del Inspector Jefe. Bueno, no tenía mucho sentido hacer sonar aquel timbre musical. Di marcha atrás con el coche hasta el arcén cubierto de hierba del otro lado de la calle, encendí un cigarrillo y me quedé mirando mientras esperaba. Unas cuantas personas salieron y se metieron en su coche, y un joven salió a cuatro patas y vomitó sobre las begonias, pero aparte de eso no pasó gran cosa, excepto que el interior de las ventanas se fue empañando cada vez más y la música se hizo más estruendosa.

A eso de las dos menos cuarto, un bonito y flamante Rover bajó lentamente por la carretera y tomó el camino de entrada. El coche frenó bruscamente en mitad de la verja. Durante un minuto o dos no ocurrió nada. A continuación se abrió la portezuela del copiloto y salió Cliff Brumby. Tenía muy buen aspecto. Llevaba un bonito abrigo oscuro cruzado sin abrochar, y sobre los hombros una bufanda blanca de seda con borlas. Su estatura realzaba su aspecto elegante, al igual que su cabello gris perfectamente cortado. Parecía más Henry Cabot Lodge[8] recién salido de la Casa Blanca que un rey de las tragaperras cualquiera que acaba de llegar del Baile de la Policía.

Se quedó mirando la casa durante casi un minuto, sin moverse, con la mano sobre la portezuela del coche.

—Joder —dijo.

Seguía sin moverse.

—Y ahora, Cliff —dijo una voz de mujer desde el interior del coche—, no te enfades. Luego lo lamentarás.

Cliff cerró de un portazo, tan fuerte como el que yo le había asestado a su sicario aquella misma noche.

—Voy a matar a esa zorra —dijo.

—Cliff… —insistió la voz de la mujer.

Cliff recorrió el camino de entrada despacio, sin prisa. Se detuvo una vez para mirar al joven que dormía entre las begonias. Lo contempló unos momentos antes de apartar la mirada. Cuando llegó a la puerta principal no la abrió y entró sin más, sino que hizo sonar el timbre y dio un paso atrás con los brazos cruzados. La tonadilla musical fue lo bastante estridente como para imponerse al resto del ruido. Se vio ondularse un vestido rojo detrás del cristal esmerilado de cuerpo entero. Se abrió la puerta. La chica era muy guapa. Tenía los ojos llenos de vida y las mejillas muy rojas, y se la veía feliz hasta que se dio cuenta de a quién tenía delante.

—Papá —dijo.

—Exacto —dijo Cliff—. Tu maldito papá.

—Pero si solo son las dos menos cuarto —dijo la chica pensando en voz alta—. El baile no acababa hasta los dos.

—Exacto —dijo Cliff—. Esto te enseñará a no dar nunca nada por supuesto.

La cara de la chica se puso mustia.

—¿Y llamas a esto invitar a unos cuantos amigos a tomar café? —dijo Cliff.

—Esto… —dijo la chica.

Cliff pasó junto ella y entró en la casa.

—Un maldito desmadre sobre mis malditos muebles, bebiéndose mis malditas bebidas, vomitando sobre mis…

Desapareció en el interior de la casa y no pude oír el resto. Se abrió la portezuela del conductor del Rover y salió una mujer. Llevaba un vestido de noche blanco, muy sencillo y hermoso, y un abrigo de visón, también muy sencillo y hermoso. El problema era que estaba gorda, por lo que el hermoso vestido y el hermoso abrigo no la mejoraban gran cosa. Se quedó mirando la casa con aspecto preocupado. No me imaginaba a un tipo como Cliff pasando con ella más horas de las necesarias.

La gente comenzó a salir de la casa. La música se detuvo. Los coches se pusieron en marcha. A través de las ventanas se veía a Cliff yendo de habitación en habitación para dirigir las operaciones. Al final apareció en la puerta, ayudando a salir a un chico y una chica a los que agarraba del pescuezo. La chica tenía la ropa muy arrugada y a él le costaba subirse la cremallera de la bragueta, que por algún motivo se le había quedado atascada.

Después de que Cliff hubiera propulsado a esa pareja, se acercó a las begonias, recogió al jovenzuelo, lo arrastró por el camino de entrada y lo arrojó al arcén cubierto de hierba que quedaba junto a la verja.

—Cliff, ten cuidado —dijo la mujer.

—Cállate —dijo Cliff.

Se acercó a la casa, y la mujer lo siguió. Cliff se hizo a un lado para dejar salir a los últimos. Miró a la cara a cada uno mientras pasaban a su lado. Cuando se hubo ido el último, entró en la casa.

—¡Sandra!

Era un milagro que los cristales dobles siguieran intactos. La mujer entró en la casa y cerró la puerta, pero todavía podía oír la voz de Cliff.

—¡Sandra!

Hubo un silencio, y a continuación vi a Cliff aparecer al otro lado de una de las ventanas del piso de arriba. Estaba de espaldas al cristal, y bajaba la vista hacia un punto del interior del dormitorio. Se puso a gritar otra vez.

Salí del coche y cerré la puerta.

Crucé la carretera y subí por el camino de entrada. Me quedé delante de la puerta durante unos momentos. En el piso de arriba, Cliff seguía con su perorata. El resto de la casa estaba en silencio. No se oía que retiraran las copas, ni vaciaran los ceniceros ni ordenaran los muebles.

Abrí la puerta principal y la cerré detrás de mí sin hacer ningún ruido.

Me encontré en un vestíbulo cuadrado que no era ni grande ni pequeño. Una moqueta cubría todo el suelo, y su estampado de flores era demasiado grande para encajar en el espacio que ocupaba. Había una escalera baja en el centro del vestíbulo que giraba en ángulo recto tres veces antes de alcanzar la galería que circundaba las cuatro paredes. El pasamanos y la barandilla eran de hierro forjado barnizado de blanco. El papel pintado también era un estampado a flores, y el dibujo no era mucho más pequeño que el de la alfombra. En una de las paredes colgaba un grabado de una chica oriental de cara verde dentro de un marco blanco, y en la otra, a bastante altura, se veían un par de pistolas de duelo de plástico. En un rincón, cerca de la puerta principal, había una mesita para el teléfono de hierro forjado y tablero de cristal, y encima un teléfono rojo. Todas las puertas que desembocaban en el vestíbulo tenían un cristal esmerilado de cuerpo entero. Una de las puertas estaba abierta. Sin moverme de la puerta, miré al otro lado y vi la totalidad de una gran butaca blanca y parte de un sofá a juego. Más allá del sofá, vi una chimenea de ladrillo estilo granja y un fuego eléctrico en mitad de ella. Acababan de encender el fuego. Sobre la repisa había muchas copas y ceniceros. Por encima de las copas y ceniceros se veía Flatford Mill[9].

Entré en la habitación. La señora Brumby estaba sentada en un extremo del sofá, en la parte que no había podido ver desde fuera. Todavía llevaba el abrigo puesto. Miraba los barrotes del fuego eléctrico. Reposaba el codo sobre el brazo del sofá, y con los dedos se acariciaba lentamente la frente, como si intentara librarse de un leve dolor de cabeza. Al principio no se apercibió de mi presencia.

—Buenas noches —dije.

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