Carter

Carter


Sábado

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SÁBADO

Me desperté.

Estaba solo. Era de día y estaba lloviendo. La cama estaba caliente. Solo llevaba la camisa puesta. Estaba desabrochada y rota alrededor de las axilas. Se abrió la puerta. La patrona entró de espaldas en la habitación. Llevaba la bandeja con el desayuno. Miré el reloj, que marcaba las nueve menos veinte. La patrona se sentó en la cama. Yo me incorporé. Colocó la bandeja sobre mis piernas. En ella había huevos duros y cosas así. Todo lo que me interesaba estaba en la tetera.

—¿A qué viene todo esto? —dije.

—¿Quieres que te lo tire a la cabeza?

No dije nada. Ella sirvió el té. Me bebí una taza y me serví una segunda.

—Bueno —dijo—, ¿no vas a comer nada?

—Nunca como nada para desayunar.

—Tan encantador como siempre, ¿verdad?

Cogí la taza y ella trasladó la bandeja a la zona de la cama que yo no ocupaba. Por su cara adiviné que quería más. Yo no quería darle más, pero si insistía me lo pensaría. Por la misma razón que lo había hecho la noche anterior; cuanto más dulce fuera, menos peligro había de que telefoneara a la poli si llegaba a leer en los periódicos cualquier cosa que pudiera relacionar conmigo. Nunca se sabe.

Se metió en la cama y nos pusimos a ello. Estábamos en harina cuando se abrió la puerta del dormitorio.

Me aparté de ella rápidamente. El desayuno se derramó por todas partes. Me llevé conmigo casi toda la ropa de cama. La patrona chilló e intentó recuperarla, pero como no lo consiguió continuó chillando.

Yo ahora estaba boca arriba y podía ver quién había abierto la puerta.

Dos hombres nos miraban. Uno era bastante alto, con esa mezcla de belleza y fealdad típica de los individuos que salen en los anuncios de

aftershave. Vestía acorde con su cara. Lucía una camisa blanca con cuadros verdes y rojos de líneas anchas, una corbata roja de punto, un jersey de cuello de pico verde botella, pantalones de sarga y botas Oxford. Sobre el hombro llevaba una parka con cuello de piel, y le cubrían las manos unos diminutos y apretados guantes de conductor. Lo único que no llevaba solo para alardear eran las botas Oxford.

Sonreía.

El otro no era tan alto y ni de cerca tan bien parecido. Llevaba un sombrero Trilby de cuero y un abrigo de piel con el cinturón anudado. Debajo del abrigo llevaba un traje de mohair del mismo color que el mío. No era sorprendente, pues los dos íbamos al mismo sastre. El pelo negro se le rizaba debajo del sombrero y le colgaba sobre el cuello del abrigo. Llevaba las manos en los bolsillos del abrigo.

Sonreía.

Al tipo bien parecido con ropas inglesas lo llamaban Peter el Holandés. El que no era tan bien parecido se llamaba Con McCarty. De él a Mack the Knife[10] solo había un paso.

Los dos trabajaban para Gerald y Les Fletcher.

—Hola, Jack —dijo Con aún sonriendo.

—No queremos interrumpirte. Puedes continuar con lo que estabas haciendo —dijo Peter. También seguía sonriendo.

La patrona había dejado de gritar porque había conseguido cubrirse. Me incorporé y me quedé mirando a Peter y a Con.

—No me lo digáis —dije—. Dejadme adivinar.

Con se frotó la nariz con el dedo índice.

—Lo lamento —dijo—. Pero así son las cosas. Órdenes son órdenes, como suele decirse.

—¿Y qué órdenes tienes, Con?

—Gerald nos ha llamado a las tres y media de la mañana. Justo después de que alguien lo llamara a él. Alguien que le ha dicho que te estás convirtiendo en un incordio.

No dije nada.

—Así que Gerald nos ha pedido que cogiéramos el coche, viniéramos hasta aquí y te preguntáramos si no te importaría volver a Londres con nosotros —dijo Peter.

—Ha dicho que le harías un gran favor —dijo Con.

No dije nada.

—Comprendemos por qué estás tan cabreado —dijo Con—, y Gerald y Les también lo comprenden, de verdad.

—Pero tienen que ser diplomáticos —dijo Peter—. Tienen que ver las cosas desde una perspectiva más amplia.

Los dos seguían sonriendo.

—Gerald y Les os han mandado para que me llevéis de vuelta —dije.

Los dos seguían sonriendo.

—Por las buenas o por las malas —dije.

No contestaron.

—Y creéis que vais a hacerlo —dije.

Nada más que sonrisas.

Salté de la cama, cogí la escopeta y les apunté.

—Muy bien —dije—. Muy bien. Así que llevarme de vuelta a Londres.

—Vamos, Jack —dijo Con—, sabes que lo mejor es que te vistas y vengas con nosotros.

—No queremos que la cosa se complique, ¿verdad? —dijo Peter.

Avancé hacia ellos. Retrocedieron un poco, pero seguían sonriendo.

—Aparta el arma, Jack —dijo Con—. Sabes que no la vas a usar.

—Se refiere a la escopeta —dijo Peter.

—Fuera —dije—. ¡Fuera de aquí!

Se empujaron para salir por la puerta. Con se rio.

—Si Audrey pudiera verte ahora —dijo.

—Fuera —dije.

Comenzaron a bajar las escaleras, tropezando entre ellos de tan bien que se lo pasaban. Los seguí. En el vestíbulo, Peter se detuvo y dijo:

—Tenemos que llevarte de vuelta, Jack, tarde o temprano.

Con abrió la puerta de la calle.

—Vamos, Jack —dijo—. Sé razonable.

—Fuera —repetí.

Salieron por la puerta, todavía sonriendo. Los seguí. Una lluvia grasienta había dejado la calle resbaladiza. El Jaguar rojo de Peter estaba aparcado junto a la acera de enfrente de la pensión. Le encantaba su reluciente coche rojo. Lo cuidaba muchísimo.

Con y Peter bajaron las escaleras y se quedaron en el camino de entrada, mirándome.

—Bueno, supongo que nos veremos luego —dijo Con.

—Fuera —dije.

—Ya nos vamos —dijo Peter.

Comencé a bajar las escaleras.

—Procura no coger frío —dijo Con.

Los dos se echaron a reír.

—Espero que los vecinos sean comprensivos —dijo Peter.

Recorrieron el camino de entrada y se metieron en el Jaguar.

—Vigila cuando te pongas los pantalones —dijo Con.

Entré en el vestíbulo y cerré la puerta. Había un teléfono público que colgaba de la pared junto al perchero. Me acerqué al teléfono y descolgué al auricular. Marqué el «0». Al cabo de unos momentos se puso la operadora. Le pedí un número de Londres. A cobro revertido. Esperé.

—Un tal señor Carter llama desde el ----3950. ¿Acepta pagar la llamada?

—Sí, gracias —dijo la voz de Gerald.

—Ya puede hablar —dijo la operadora.

—¿Gerald? —pregunté.

—Hola, Jack.

—Acabo de ver a Peter el Holandés y a Con McCarty.

—¿Ah sí? ¿Y cómo están?

—Muy bien —dije—. Siempre y cuando se aparten de mi camino.

—Mira, Jack…

—No. Mira tú. ¡Mira tú! —grité—. Deja de agobiarme, Gerald, o tendremos un problema. Te lo advierto.

—¿Me lo adviertes, Jack?

—Exacto.

—Vaya, creo que lo había malinterpretado: pensaba que yo era el jefe y que tú trabajabas para mí.

En un segundo plano, oí la voz de Les que decía: «Déjame hablar con ese capullo». Se oyó un ruido al otro lado de la línea. Se puso Les.

—Y ahora escúchame, capullo —dijo—. Trabajas para nosotros. Haz lo que te decimos. Para eso te pagamos. O vuelves hoy mismo o estás muerto. Y lo digo en serio.

—¿Ah sí? —dije—. Eso es muy interesante.

Volvió a ponerse Gerald.

—Les no hablaba en serio, Jack. Es que en este momento está muy enfadado.

Oí la voz de Les en un segundo plano que decía que sí hablaba en serio, joder.

—Si no hablaba en serio, ¿por qué lo ha dicho?

—Mira, Jack, ¿por qué no vuelves a casa y nos ahorramos todos un montón de problemas?

—Estoy en casa. ¿Y quiénes son todos?

—Tú, para empezar.

—¿Y?

—Nosotros.

—¿Por qué?

—No te preocupes por eso.

—Tú sabes algo, ¿verdad?

—No, yo no sé nada, Jack. Vuelve a casa con Peter y Con y olvidemos el asunto, ¿vale?

—No pienso volver, Gerald. No hasta que haya averiguado quién mató a Frank.

—Ya sabes que le hemos pedido a Con y a Peter que te traigan de vuelta aunque sea contra tu voluntad.

—Ya lo he entendido —dije—. ¿Han traído pistola?

—Jack…

—Porque la van a necesitar —dije, y colgué de un golpe.

Subí las escaleras y me encontré a la patrona en lo alto. Pasé junto a ella, entré en mi habitación y me dirigí a la ventana. Al asomarme vi a Peter el Holandés sentado en el capó del coche, fumando y mirando en dirección a mi ventana. Me saludó con la mano cuando me vio. No había señal de Con. Probablemente había rodeado la casa. Di media vuelta y comencé a vestirme. La patrona entró en el cuarto.

—Quiero que hagas algo por mí —dije anudándome la corbata.

—¿Para qué? ¿Para que me den otra paliza?

—Eso no volverá a ocurrir.

—No poco.

—Son amigos míos.

—Y eso me ha de hacer sentir mejor, ¿no?

Sin hacerle caso, puse la ropa en la bolsa y cogí la escopeta. Salí de la habitación. La patrona me siguió cuando bajé las escaleras y entré en la cocina. Miré por encima de las cortinas de encaje que cubrían el cristal de la puerta trasera. No había rastro de Con. Tan solo cubos de basura y una hierba gris y húmeda, y, más allá de la llovizna, más casas.

—Vamos a entrar en el garaje por la puerta lateral —dije—. Voy a entrar en el coche y, en cuanto arranque el motor, quiero que abras la puerta del garaje. Enseguida.

—¿Qué vas a hacer?

—Sentarme en el coche y silbar «Rule Britannia».

Abrí la puerta y salí. La patrona se cruzó de brazos y se quedó donde estaba. Me incliné hacia atrás, la agarré de un brazo y la llevé a rastras.

—¿Volverás? —dijo.

La empujé hacia el espacio que quedaba entre la casa y el garaje y abrí la puerta lateral.

—¿Eh? —dijo.

La empujé hacia el interior. Metí la escopeta y la bolsa en el maletero, entré en el coche y cerré la puerta suavemente. Miré a la patrona. Todavía estaba de pie junto a la puerta, de nuevo de brazos cruzados. Salí del coche y me acerqué a ella.

—¿No volverás, verdad?

Le di una torta, la empujé hacia la puerta grande y volví a meterme en el coche.

La miré y ella me miró. Puse en marcha el motor. Ella no hizo nada y moví los brazos indicándole que abriera la puerta. Puso mala cara. Hice ademán de salir del coche. Ella se agachó y llevó la mano a la manija que había en mitad de la gran puerta. Volví a sentarme y le hice una seña con la cabeza. Giró la manija. Arranqué el motor, que se puso en marcha a la primera. La patrona empujó la puerta del garaje y la abrió. Apreté el acelerador y el coche comenzó a avanzar.

Peter el Holandés seguía sentado en el capó de su Jaguar, que todavía estaba aparcado al otro lado de la calle. Cuando oyó el sonido de la puerta al abrirse, volvió la cabeza lentamente hasta quedar de cara al garaje. De pronto se encontró mirándome a los ojos. Mi coche cogió velocidad. No iba muy deprisa, pero sí lo bastante para lo que quería hacer. Enfilé el coche directamente hacia el Jaguar. Directamente hacia donde estaba Peter el Holandés, con las piernas colgando por el borde del capó. No se movió. Seguía mirándome a los ojos. Seguí en línea recta hasta el último segundo, y entonces pegué un fuerte volantazo. El coche avanzó de costado hacia el Jaguar. La parte posterior de mi coche comenzó a ganar velocidad. Peter el Holandés se movió. Cayó hacia atrás sobre el capó, con las piernas en el aire y el cigarrillo aún en la boca. Di otro golpe de volante y enderecé el coche. Al mismo tiempo, tiré del freno de mano y lo solté de inmediato. El maletero de mi coche se deslizó hacia el lateral del Jaguar y enseguida volvió a quedar paralelo a este. Había impactado contra el Jaguar entre el parachoques y la rueda delantera. Me alejé a toda velocidad y miré por el retrovisor. El orgullo y la alegría de Peter ya no tenían tan buen aspecto, y él tampoco. Se bajó del capó y se puso a cuatro patas delante del radiador, ensuciándose las rodillas de su traje de sarga. No me miró mientras me perdía calle abajo; solo tenía ojos para lo que le había hecho a su hermoso Jaguar rojo.

Con había salido corriendo del callejón cercano a la pensión nada más oír el ruido. Ahora había dejado de correr y cruzaba la calle en dirección a Peter el Holandés y el Jaguar rojo. Con levantó la mirada hacia mí. Todavía me miraba cuando doblé la esquina.

Describí un circuito cuadrado hasta llegar a High Street. Doblé a la derecha en Clifton Road. A mi derecha se veía la parte posterior de la tribuna principal del campo del United, y entre medias se encontraba el aparcamiento del estadio. Me coloqué a un lado y crucé lentamente el aparcamiento hasta la otra punta, y me detuve a la sombra de un árbol solitario que se inclinaba sobre la tapia de un jardín en la parte posterior de lo que antaño había sido una hilera de casas cuya planta baja ahora estaba ocupada por tiendas que daban a High Street.

Salí del coche y cerré con llave. Volví a recorrer el aparcamiento, doblé a la izquierda y otra vez a la izquierda hasta llegar de nuevo a High Street. En la acera, mujeres empapadas trajinaban carritos de la compra y cochecitos arriba y abajo. Adolescentes con tejanos y anorak bailaban dentro y fuera de las tiendas de discos. Las cartas de ajuste de la televisión añadían su propio gris al día ya gris. Los ciclistas trazaban líneas grasientas en el asfalto.

Compré el Express y entré en el Kardomah. Pedí una taza de té y me senté a una mesa del fondo. Miré el reloj. Eran las nueve y media.

A las diez y veinticinco salí del Kardomah. A las once y veinticinco entraba por la puerta principal de The Cecil. Era el primer cliente. Se me acercó el camarero que me había servido la vez que había entrado con Keith. Pedí un

whisky grande y le pregunté a qué hora entraba a trabajar Keith. Me dijo que ya tendría que haber llegado. Le pregunté si tenía la dirección de Keith. La tenía y me la dio. Guardé el cambio.

Llamé a la puerta del 27 de Priory Street. Formaba parte de una hilera de casas adosadas con ventanas en saliente y un jardincillo de un metro cuadrado. Los cubos de basura estaban junto a la puerta principal, dentro del porche.

Se abrió la puerta, y un hombre vestido con un cárdigan se me quedó mirando.

—¿Sí? —dijo.

—¿Está Keith?

Se volvió en dirección al pequeño vestíbulo y se quedó al pie de las escaleras.

—Keith —gritó—. Alguien quiere verte.

No hubo respuesta.

—¿Keith?

Hubo una respuesta, pero no distinguí las palabras.

—Parece que ayer por la noche se le fue la mano —dije.

—¿Keith? —volvió a gritar el hombre.

—¿Me permite subir? —dije—. Vengo del

pub a recogerlo. Nos hace falta.

—Será lo mejor —dijo el hombre.

Subí las angostas escaleras y me quedé en el descansillo.

—¿Keith? —dije.

Silencio.

—¿Keith?

Abrí una puerta.

La habitación era muy pequeña, y las cortinas estaban corridas. Una gran cama doble ocupaba casi todo el espacio. Keith estaba tumbado en la cama boca abajo y llevaba la misma ropa que la noche anterior. Todavía no se había quitado los zapatos. La espalda de la chaqueta estaba desgarrada. No le podía ver la cara.

—¿Keith? —dije.

Tardó unos instantes en responder.

—Váyase a tomar por culo —dijo. El edredón le amortiguó la voz.

—¿Qué ha pasado?

Nada.

—¿Qué? —dije.

Keith se movió. Le costó bastante, pero se movió. Consiguió colocarse de lado y apoyarse en el codo.

—Lo que usted sabía que pasaría —dijo.

—Te han dado una paliza —dije, aunque no sabía por qué.

No dijo nada. Lo miré a la cara. Se la habían dejado bien marcada, para que todo el mundo lo viera. Habían hecho un buen trabajo.

—Sabía que volverían, ¿verdad?

Cuando hablaba, movía los labios lo menos posible. Moverlos mucho habría sido demasiado doloroso. Hablaba como un mal ventrílocuo.

—No —dije—. No lo sabía.

Keith intentó adoptar una expresión irónica.

—¿Para qué ha venido? ¿Curiosidad profesional?

—He venido a saldar mi deuda.

—¿Ah sí? ¿Y cómo?

—Te debo dinero.

—No —dijo—. No me debe nada.

Saqué un montón de dinero de la cartera y lo puse sobre la cama.

—No lo quiero.

—Sí que lo quieres.

—No, no lo quiero.

—Muy bien —dije—. No lo quieres. De todos modos, te lo dejo ahí. Dentro de tres semanas, cuando tu cara vuelva a la normalidad, te alegrará tenerlo. Te alegrará poder comprar todo lo que quieras. Incluso puede que te sientas agradecido.

Intentó sacar los billetes de la cama de una patada, pero estaba demasiado agarrotado. Solo consiguió que unos pocos volaran hasta el linóleo.

Me di la vuelta y comencé a salir por la puerta.

—Mi novia llega mañana por la tarde —dijo—. Viene de Liverpool. Bonita sorpresa, ¿verdad?

Cerré la puerta y bajé las escaleras.

—Keith no vendrá esta mañana —le dije al camarero que me había indicado donde vivía Keith—. Será mejor que se lo digas a tu jefe.

—¿Qué le pasa? —preguntó.

—Problemas estomacales. Está muy mal.

Cogí mi

whisky grande y fui a sentarme a una de las mesas que había junto a la ventana, para esperar a Margaret.

Diez minutos más tarde, entraron Con McCarty y Peter el Holandés.

Recorrieron el bar con la mirada y al final me vieron. Se acercaron.

Comprendí que aquel año Peter no me mandaría ninguna felicitación navideña. Con seguía con su sonrisa habitual.

—Te voy a matar por lo que has hecho —dijo Peter—. Te aseguro que no olvidarás lo que has hecho.

—Has sido muy malo, Jack —dijo Con—. Muy malo.

Eché un trago y no dije nada.

—¿Y bien? —dijo Peter.

—Y bien, ¿qué? —dije.

—¿Vas a venir?

Me eché a reír.

—No voy a venir, joder.

Peter lanzó una mirada a Con. Con me sonreía.

—¿Qué vais a hacer ahora?

Peter no dijo nada.

—¿No vais a intentar llevarme? ¿Aquí? Esos camareros vendrán a separarnos antes de que podáis decir Jesús. Y a mí me conocen, y a vosotros no. Tendréis que esperar hasta que esté en otra parte, ¿no os parece?

Peter parecía la medianoche en Brixton. Con dijo:

—Bueno, ya que estamos aquí, podemos tomar una copa. ¿Te importa si nos sentamos contigo?

—Como si estuvierais en vuestra casa —dije.

Con se dirigió a la barra y trajo dos medias pintas de bitter. Peter se quedó de pie hasta que Con regresó. Con dejó las cervezas en la mesa y se sentó. Peter esperó unos segundos antes de hacer lo mismo. Con bebió.

—¿Cómo va la cosa? —dijo—. ¿Cuáles son tus opciones?

No dije nada.

—Alguien debe de estar preocupado, o si no, no estaríamos aquí —dijo.

Tampoco dije nada.

—Muy bien —dijo Con—. ¿Quién va a ganar esta tarde? ¿El Tottenham o el Arsenal?

—El Tottenham —dije.

Los dos sonreímos.

Con dio otro sorbo.

—Anoche vi a Audrey —dijo.

—¿Ah sí? —dije.

—Sí —contestó—. Me preguntó si sabía algo.

—¿Y?

—No sabía nada.

—Dicen que tiene un buen polvo —dijo Peter, mirándome.

—¿Ah sí? —dije.

—Sí —dijo Peter—. Lo decía Jim el Jocoso.

—Y él lo sabe, ¿no?

Peter se encogió de hombros.

—¿Y por qué se iba a molestar en decírselo a un marica como tú? —dije.

Por un momento pensé que Peter iba levantarse, pero no lo hizo porque se lo pensó dos veces.

—Por cierto —le dijo Con a Peter—, supongo que sabes que Stone Ginger ha vuelto al Swiss.

—Ya lo sabía —dijo Peter.

—Solo te lo mencionaba. Al parecer, últimamente no te tiene en gran estima.

—También lo sabía.

—Siempre puedes besarla y hacer las paces —dije—. O hacer las paces antes de besarla.

—Ríete —dijo Peter—. Disfruta. Siempre hay un después.

Con se acabó la cerveza.

—¿Otra? —preguntó.

Recogió los vasos. Coloqué una libra sobre la mesa.

—Mi ronda —dije.

Con se encogió de hombros, cogió el dinero y nos dejó a Peter y a mí mirándonos fijamente.

Se abrió la puerta y entró Margaret. Llevaba gafas oscuras y su abrigo verde. Al principio no me vio, pero no se quitó las gafas. Cuando divisó dónde estaba sentado, metió las manos en los bolsillos de su abrigo y se acercó sobre sus temblorosos tacones. Con regresó con las cervezas al mismo tiempo que Margaret llegaba a la mesa.

Nos echó una mirada.

—Margaret —dije—, te presento a dos viejos amigos míos de Londres. Peter y Con. Margaret.

Con dejó las bebidas sobre la mesa y le estrechó la mano. Peter la saludó con la cabeza.

—¿Qué quieres tomar, Margaret? —dije.

Margaret tomaría un vodka con lima. También comenzaba a plantearse si era buena idea estar allí. La presencia de Peter y Con había conseguido preocuparla. Todo tipo de pensamientos hervían tras sus gafas oscuras.

Aparté una silla de la mesa y Margaret se sentó. Fui a la barra a pedirle un vodka con lima. Cuando regresé, Con estaba hablando con ella.

—Has vivido aquí toda la vida, ¿verdad? —estaba diciendo.

—Menos un año, sí —dijo ella.

—Amigos —dije—, si no os importa, Margaret y yo tenemos que hablar de algunas cosas. Asuntos de Frank y…

Con se puso en pie.

—No, claro que no —dijo—. Te esperaremos en la barra.

Peter se puso en pie, pero no tan deprisa.

—Nos vemos luego —dije.

Peter me lanzó una mirada, y a continuación él y Con recogieron sus bebidas, se dirigieron a la barra y se sentaron en un taburete. Yo me senté al lado de Margaret.

—Me alegro de que pudieras venir.

Echó un trago.

—¿Quiénes son estos tipos?

—¿Ellos? Unos que conozco de Londres.

—¿Y qué hacen aquí?

—No lo sé. A lo mejor están de vacaciones.

—Muy gracioso.

—¿Por qué? ¿Te molestan?

—¿Por qué iban a molestarme?

Me encogí de hombros.

—Por nada.

—Pues no me molestan.

Saqué los cigarrillos y le ofrecí uno. Mientras los encendía, dije:

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