Carol

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—Hola —dijo la mujer sonriendo.

—Hola.

—¿Qué te pasa?

—Nada —contestó. Por lo menos, la mujer la había reconocido, pensó Therese.

—¿Tienes algún restaurante favorito? —le preguntó la mujer en la acera.

—No. Me gustaría uno tranquilo, pero no lo encontraremos en este barrio.

—¿Te da tiempo a ir a zona Este? No, no te da tiempo, sólo tienes una hora. Creo que conozco un sitio que está en esta calle a un par de manzanas hacia el oeste. ¿Crees que te dará tiempo?

—Sí, seguro. —Ya eran las doce y cuarto. Therese sabía que llegaría muy tarde, pero no le importó.

No se molestaron en hablar por el camino. De vez en cuando, la multitud las separaba. En una ocasión, la mujer miró a Therese, sonriendo desde el otro lado de una carretilla de mano llena de vestidos. Entraron en un restaurante con vigas de madera y manteles blancos. Estaba prodigiosamente tranquilo y medio vacío. Se sentaron en un gran reservado de madera y la mujer pidió un Oíd Fashioned sin azúcar, e invitó a Therese a beber uno, o un jerez, y como Therese dudaba, pidió ella y despidió al camarero.

Se quitó el sombrero y se pasó los dedos por el pelo. Miró a Therese.

—¿Cómo se te ocurrió la fantástica idea de mandarme una tarjeta de Navidad?

—Me acordaba de usted —dijo Therese. Miró los pequeños pendientes de perlas que no parecían más claros que el pelo, o sus ojos. Therese pensó que era hermosa, aunque en aquel momento su rostro era sólo un borrón, porque no se atrevía a mirarla directamente. La mujer sacó algo de su bolso, un lápiz de labios y una polvera. Therese miró la funda del lápiz de labios, dorada como una joya y en forma de cofre. Le hubiera gustado mirarle la boca, pero aquellos ojos grises que resplandecían como fuego la hicieron desistir.

—No llevas mucho tiempo trabajando allí, ¿verdad?

—No, sólo dos semanas.

—Y probablemente no te quedará mucho tiempo. —Le ofreció un cigarrillo a Therese.

Therese aceptó.

—No. Me van a dar otro trabajo. —Se inclinó hacia el mechero que le tendía la delgada mano moteada de pecas y con las uñas rojas y ovales.

—¿Y mandas postales a menudo?

—¿Postales?

—Bueno, tarjetas de Navidad —sonrió.

—Claro que no —dijo Therese.

—Bueno, por Navidad. —Hizo chocar el vaso de Therese con el suyo y bebió—. ¿Dónde vives? ¿En Manhattan?

Therese se lo dijo. En la calle Sesenta y tres. Le explicó que sus padres habían muerto. Ella llevaba dos años viviendo en Nueva York, y antes había ido al colegio en Nueva Jersey. Therese no le dijo que el colegio era medio religioso, episcopalista. No mencionó a la hermana Alice, a la que adoraba y en la que pensaba a menudo, con sus pálidos ojos azules, su horrible nariz y su firmeza. Porque desde la mañana del día anterior su mente había proyectado muy lejos a la hermana Alice, a kilómetros de la mujer que se sentaba frente a ella.

—¿Y a qué te dedicas en tu tiempo libre? —La lámpara que había en la mesa volvía sus ojos plateados, de un fulgor acuoso. Incluso la perla que pendía del lóbulo de su oreja parecía algo vivo, como una gota de agua capaz de desvanecerse con un leve roce.

—Bueno… —¿Debía decirle que solía trabajar en maquetas de escenografías? A veces dibujaba y pintaba pequeñas esculturas como cabezas de gato y figuritas que colocaba en sus decorados de ballets, pero lo que más le gustaba era dar largos paseos hacia ninguna parte, lo que más le gustaba era soñar. ¿Debía hablarle de todo aquello? Therese sintió que no hacía falta que se lo dijera. Sintió que los ojos de la mujer no podían mirar sin comprenderlo todo. Tomó un poco más de su bebida y le gustó. Pensó que era como si se estuviera bebiendo a aquella mujer, fuerte y maravillosa.

La mujer hizo un gesto al camarero y les sirvieron otras dos bebidas.

—Me gusta.

—¿El qué? —preguntó Therese.

—Me gusta que alguien me envíe una tarjeta de Navidad, alguien que no conozco. Así deberían ser las cosas en Navidad. Y este año me gusta aún más.

—Me alegro —dijo Therese, preguntándose si hablaría en serio.

—Eres una chica muy guapa —dijo—. Y muy sensible, ¿verdad?

Therese pensó que le había dicho que era guapa con tanta soltura como si estuviera refiriéndose a una muñeca.

—Yo creo que es usted magnífica —le dijo Therese con el valor que le daba la segunda copa, sin importarle cómo sonaría, porque sabía que de todas maneras aquella mujer acabaría sabiéndolo.

Ella echó la cabeza hacia atrás y se rió. Su risa era un sonido más hermoso que la música. Le dibujaba leves arrugas en los extremos de los ojos mientras fruncía los labios rojos para aspirar el humo de su cigarrillo. Contempló un momento a Therese, con los codos sobre la mesa y la barbilla apoyada en la mano que sostenía el cigarrillo. La distancia que separaba la cintura de su traje negro y ajustado y sus anchos hombros era larga. Y luego, su rubia cabeza con el fino y rebelde pelo peinado hacia atrás. Tendría unos treinta o treinta y dos años, pensó Therese, y su hija, a la que le había comprado la maleta y la muñeca, tendría quizá seis u ocho años. Therese podía imaginarse a la niña, con el pelo rubio, el rostro dorado y feliz, el cuerpo delgado y bien proporcionado, y siempre jugando. Pero el rostro de la niña, a diferencia del de la mujer, de delgadas mejillas, con una forma compacta que parecía casi nórdica, se le aparecía vago e indefinido. ¿Y el marido? Therese ni siquiera podía imaginárselo.

—Estoy segura de que pensó que había sido un hombre el que le había mandado la tarjeta de Navidad —dijo Therese.

—Pues sí —contestó ella con una sonrisa—. Pensé que podía haber sido un empleado de la sección de esquí.

—Lo siento.

—Pero si estoy encantada. —Se recostó en el asiento del reservado—. Dudo mucho que me hubiera ido a comer con él. De verdad, estoy encantada.

Otra vez le llegó a Therese el levemente dulce olor de su perfume, un olor que le sugería una seda verde oscuro, que parecía propio de ella, como el aroma de una flor especial. Therese se inclinó para acercarse más al olor, con la vista baja posada en su vaso. Le hubiera gustado apartar la mesa y echarse en sus brazos, enterrar la nariz en el pañuelo verde y oro que rodeaba su cuello. Una vez, sus manos se rozaron por el dorso en la mesa y Therese sintió que aquella parte de su piel revivía y casi ardía. Therese no comprendía lo que le estaba ocurriendo, pero era así. La miró, ella había vuelto el rostro ligeramente, y otra vez tuvo la sensación de conocerla de algo. Y también supo que no podía tomar en serio aquella sensación. Nunca había visto a aquella mujer. Si la hubiera visto, ¿habría podido olvidarla? En el silencio, Therese sintió que las dos esperaban a que la otra hablase, aunque el silencio aún no era embarazoso. Llegaron sus platos. Era una humeante crema de espinacas con un huevo encima, y olía a mantequilla.

—¿Cómo es que vives sola? —le preguntó la mujer, y antes de darse cuenta Therese ya le había contado su vida.

Pero sin caer en aburridos detalles. En seis frases, como si le importase tan poco como una historia que hubiera leído en alguna parte. ¿Y qué importaban los hechos después de todo? ¿Qué importaba si su madre era francesa, inglesa o húngara, o si su padre había sido un pintor irlandés o un abogado checo, si había tenido éxito o no, o si su madre la había presentado al colegio de la Orden de Santa Margarita como una criatura difícil y llorona, o como una niña de ocho años igualmente difícil y melancólica? ¿Qué importaba si había sido feliz allí? Porque en ese momento era feliz, su vida empezaba aquel día. No necesitaba padres ni pasado.

—¿Hay algo más aburrido que la historia del pasado? —dijo Therese sonriendo.

—Quizá un futuro sin historia.

Therese no se paró a pensarlo. Era verdad. Todavía sonreía, como si acabara de aprender a sonreír y no supiera cómo parar. La mujer sonrió también, divertida. Therese pensó que quizá se estuviera riendo de ella.

—¿Qué clase de nombre es Belivet? —le preguntó.

—Es checo. Transformado —explicó Therese con torpeza—. Originalmente…

—Es muy original.

—¿Y usted cómo se llama? —preguntó Therese—. Su nombre de pila.

—¿Mi nombre? Carol. Por favor, no me llames nunca Carole.

—Y a mí nunca me llame Thirise —dijo Therese, pronunciando la «th» exageradamente.

—¿Cómo te gusta pronunciarlo?

—Como usted lo dice —contestó. Carol pronunciaba su nombre a la francesa, Terez. Ella estaba acostumbrada a que la llamaran al menos de doce maneras distintas, incluso ella misma, a veces, lo decía de modo diferente. Le gustaba cómo lo pronunciaba Carol y le gustaba ver sus labios diciéndolo. Un anhelo indefinido, que antes sólo había sentido de manera vagamente consciente, se convertía en ese momento en un deseo reconocido. Un deseo tan absurdo y embarazoso que Therese lo apartó de su mente.

—¿Qué haces los domingos? —preguntó Carol.

—No lo sé. Nada en especial. ¿Y usted?

—Últimamente, nada. Si alguna vez te apetece venir a verme, serás bienvenida. Donde yo vivo, al menos hay un poco de campo. ¿Te gustaría venir este domingo? —Esta vez los ojos grises la miraban fijamente y, por primera vez, Therese se atrevió a mirarlos. Vio que había en ellos cierto matiz de humor. ¿Y qué más? También curiosidad y desafío.

—Sí —contestó.

—Eres una chica extraña.

—¿Por qué?

—Pareces caída del cielo —dijo Carol.

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