Carnaval

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CAPITULO XLII

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CAPITULO XLII

LUZ EN LAS TINIEBLAS

El poner nombre al niño fue causa de gran— I des discusiones en Bochyn. El asunto llegó a tal Extremo, que parecía inminente una batalla. Jenny eligió el nombre de Eric.

—En mi vida he oído semejante nombre —aseguró Trewhella.

—Habrás viajado mucho, entonces —dijo Jenny con sarcasmo.

—A mí me parece que Eric es bonito —dijo May apoyando la elección de su hermana.

—Que yo recuerde, nunca he oído ese nombre —aclaró el señor Champion-Pero eso no tiene nada que ver. Como nombre, me gusta mucho. Se

parece un poco a Hayrick [29]. Por lo tanto, no veo por qué no se ha de llamar así el hijo de un labrador.

—No me gusta nada —agregó por su parte la señora Trewhella—; no me suena.

—Si no es nombre siquiera —dijo Zachary— ¿Por qué te gusta? —preguntó dirigiéndose a Jenny.

—No sé por qué me gusta; pero me gusta —contestó ella.

—En la iglesia he visto un nombre hermoso —dijo el abuelo pensativamente—. Un nombre rimbombante, pero ¡caramba!, no me acuerdo ahora. ¡ Ah, sí! ¡ Athanacious! Ese es un nombre que dejará chicos a todos los Jack y a todos los Tom. ¡Un nombre de verdad!

A pesar de todas las exclamaciones del abuelo en pro de ese nombre, nadie pensó en ponérselo. Jenny se opuso rotundamente.

—¡Quite de ahí, abuelo! El que tenga que pronunciarlo se volverá tonto y más todavía si tiene que escribirlo. ¡ Ojalá hubiese sido niña, así podría haberse llamado Eileen, que es muy bonito!

Trewhella pareció inquieto con la discusión, como si temiese que su mujer, por algún arte de magia, pudiese cambiar el sexo de la criatura.

—A mí me gustaría mucho llamar al chico Mateo, Marcos o Lucas —dijo—. Al de Juan ni lo tomo en cuenta; lo considero un nombre ordinario y poco religioso para un evangelista.

—John no me gusta nada —dijo Jenny con énfasis.

—Hay también Abraham y Jacob; Abel y Adam —continuó Zachary.

—Y Moisés e Ikey [30] —agregó Jenny burlonamente.

—¿Y por qué no Philip? —indicó la señora Trewhella. ;

—O Nicholas —dijo May.

—Llamarle Satán y terminemos de una vez! —dijo el padre agriamente.

—A veces me gustan los apellidos —dijo Jenny pensativamente— Conocí una vez un chico que se llamaba Presland. Sólo que le llamábamos Bill “el Pelos”. Sin embargo, me parece que el más bonito de todos es Eric —añadió manteniéndose en su primer criterio.

La discusión continuó durante largo tiempo. A veces rayaba peligrosamente en la disputa. Por fin, y de acuerdo con el nuevo carácter de Jenny, se llegó a una transacción entre Eric y Adam, sustituyéndolos por el de Frank, y por si la ventaja pareciese inclinarse del lado de Jenny, le pusieron Abel de segundo nombre, pasando así inadvertida esta extravagancia.

El invierno pasó sin otros acontecimientos que el crecimiento diario del pequeño Frank. No hubo grandes tormentas ni naufragios a diez millas a la redonda de la solitaria granja. Cuando los días cálidos de primavera se sucedían con frecuencia, fue necesario buscar un lugar agradable donde tomar el sol. Crickabella estaba muy lejos para llevar a una criatura hasta allí, y a Jenny no le gustaba la publicidad del jardín, expuesto igualmente a las periódicas inspecciones de Zachary y a los cariños de la abuela, que abandonaba, cojeando, los quehaceres caseros. Al ser informado de esto el señor Champion, estuvo de acuerdo con Jenny en que el jardín no era, en manera alguna, sitio adecuado, y prometió hacerse cargo del asunto y buscar un retiro seguro.

Así, pues, en una de esas lánguidas mañanas, cuando abril hace una pausa para admirar su obra, sumiéndose en la contemplación de la tierra multicolor y la cálida madurez del verano, el abuelo hizo seña a Jenny, a May y al pequeño Frank de que le siguieran. Les condujo por la parte trasera de la casa, pasando entre la algarabía de las gallinas, y subieron por un camino rocoso, cuyos altos bancos de musgo estaban cubiertos de violetas y otras flores blancas. El cochecillo del niño chocaba contra las piedras del camino, pero el pequeño Frank, durmiendo apaciblemente, no se daba cuenta, mientras que en sus rosadas mejillas la luz danzaba a través de las tiernas hojas de los álamos. A mitad del camino llegaron a un desvencijado portillo, que el abuelo abrió para dar paso a sus huéspedes, y antes de que se diesen cuenta, se encontraron rodeados por la flor del manzano en un escondido huerto separado de los campos por una espesa valla de espinos.

—¡Qué sitio más bonito! —gritó Jenny entusiasmada—. ¡Es precioso!

El señor Champion, cuyo cabello parecía blanco como la nieve en contraste con el rosa de las flores del manzano, explicó la existencia del encantador recinto.

—Este viejo huerto no fue destruido como los otros. Los quemaron los fanáticos gritando ¡ aleluya! y vociferando de tal forma que se avergonzaba uno de ser una criatura humana. ¡ Recontra!, me encorajiné de tal manera cuando me enteré, que durante semanas enteras no me alimenté más que de sidra, a pesar de que es una bebida que no me sienta bien.

—¡ Idiotas! —dijo Jenny—. ¿Y como no destruyeron esto? Aquí habrá muchas manzanas.

—No se dieron cuenta de él y Zachary lo dejó; pero, en verdad, es un sitio hermoso. Os gustará mucho venir a sentaros aquí en verano.

—¡ Claro que sí! —asintieron Jenny y May.

Aunque ya en algunos sitios los pétalos de las flores empezaban a desprenderse y a caer al suelo, el solitario huerto conservaba aún toda su belleza. Sobre la fresca hierba, resguardados de los insectos y de la humedad por muchas alfombras, Jenny, May y el pequeño Frank solían tenderse allí.

Podían Ver el encaje blanco y rosa de floridos cielos lejanos donde, en paisajes desconocidos, los cucos lanzaban al espacio sus dulces notas; podían oír al lejano jilguero llamar a sus crías en el nido cubierto de liquen en la alta horquilla; y en las copas de los árboles, sentir al pinzón cómo rompía a cantar. Escuchaban al verderón trinando dulcemente en el seto de espinos mientras que los trepadores subían como ratoncillos por las cortezas de los árboles grises y los pájaros carpinteros coqueteaban en la hierba. Los narcisos florecían fragantes, compitiendo con las margaritas y los ranúnculos. Había muérdago, maravilloso en su desarrollo, pero a Jenny le parecía poco natural.

—más tarde, cuando la flor del manzano cayó, los agavanzos, la madreselva y las campanillas cubrieron los árboles con profusión. Cuando los pájaros no cantaban, infinidad de ligeros sonidos campestres tomaban su lugar en el silencio encantado.

El pequeño Frank era para su madre y tía May una maravilla. Con frecuencia abría y cerraba sus ojos; pataleaba y abría los dedos de las manitas como un gatillo y sonreía estático con visiones infantiles. Rara vez lloraba y se reía con mucha frecuencia, canturreando y babeando como muchos otros bebés, y, ya fuera porque la alegría del bello recinto le animara a agilidades y precocidades sin par, el caso es que en aquella compañía encontraba la vida muy agradable.

—Parece una manzana —decía Jenny-una manzana gorda, redonda y colorada. ¡ Bendito sea!

—Es un pillo —decía May.

—¡Oh, May, es precioso, es perfecto! ¡Mira qué pies; son como rosas! No se parece mucho a él, ¿verdad?

—No se parece nada —contestó May enfáticamente.

—Yo creo que no se parece a nadie —resumió Jenny contemplando a su hijo.

Un espectador casual habría podido imaginar que aquella Arcadia había recompensado a Jenny de todo lo que ocurrió antes, y, en realidad, si toda la existencia se hubiera podido enmarcar en aquel recinto de rosadas horas habría gozado realmente. Hasta Jenny, con todo lo que había deseado, lo que poseyó y lo que perdió, podría haber sido permanentemente feliz. Pero ella no era un reloj de sol que sólo marca las horas luminosas; la vida seguía su curso cuando llegaba el crepúsculo y caía la noche. El pequeño Frank, dormido a la dorada luz de las velas, no mitigaba el agravio de la presencia de su marido. A pesar de todo, el pequeño Frank, aunque fuese la criatura más encantadora, no dejaba de ser hijo de Zachary, y tendría, cuando creciese, sangre extraña. Podría desarrollar en su carácter enigmas que a su madre no le seria posible entender. Quizá aparecerían rasgos extraños y tal vez los ojos y la boca cambiarían hasta no parecerse a la suya. Ahora estaba adorablemente completo; todo de Jenny, solo contra el mundo, y, sin embargo, era el símbolo de su yugo. Zachary empezaba ya a utilizar al hijo para consolidar su posesión. Empezaba ya a hablar sobre la educación del niño, esperando, sin duda, la oportunidad de lanzarlo a la avaricia y a la melancolía religiosa. La llegada del pequeño Frank parecía haber aumentado la tendencia del padre a cavilar sobre los más oscuros problemas de su bárbaro credo. Hablaba del chico, quien de seguro heredaría algo del placer de vivir de los Raeburn, como si fuese a crecer en la duda, atormentado por el diablo y oprimido por el temor a la ira de Dios: un triste y melancólico soñador de sueños condenables. Zachary tomó la manía de lamentarse a viva voz de los pecados de sus semejantes, gemía y sudaba horriblemente imaginándose la crueldad implacable de Dios. Estas explosiones de desesperación por la Humanidad eran más detestables para Jenny, porque siempre las seguía un exceso monstruoso de sus privilegios y unas demostraciones de cariño totalmente aborrecibles. El señor Champion, el anciano franco e inteligente, solía reconvenir a su sobrino. En cierta ocasión, mientras Trewhella sufría uno de estos ataques en el que se dolía de sus pecados y de los del mundo entero, se le murió una vaca a causa de su descuido.

—Vergüenza te debiera dar, grandísimo idiota. Vergüenza te debiera dar haber dejado morir al pobre animal. ¡ Recontra! ¡ Creo que, efectivamente, te llevará el diablo!

—¿Qué representa una vaca comparada con mis propios pecados? —dijo Trewhella sombríamente.

—Este es uno de los peores —dijo el abuelo afirmativamente—. Déjate de tanto rezar y tanto lamentar, ¡idiota»!; me sacas de quicio con tus necedades. ¿ Por qué no te preocupas de tu trabajo y dejas al Señor que cuide del suyo? A estas alturas no creo que le gustará que le digan lo que debe hacer.

—Otra oveja descarriada —gimió Trewhella—. Otra alma en el abismo. ¡ Oh! Pido con todo mi corazón que mi hijito encuentre favor a los ojos del Señor y se convierta en una criatura de grada para predicar la Palabra Santa y confundir a los gentiles.

—En mi vida he oído semejantes tonterías —exclamó el abuelo.

—Yo que usted no discutiría con él cuando le da por ahí —le aconsejó Jenny, mirando a su marido fría y desabridamente.

—¡ Oh, Dios mío!, dame fuerzas para sanar la ceguera de mi familia y haz que mi hijito sea como una espada puesta en el costado de los incrédulos.

Luego se le pasaba esta melancolía y se marchaba silencioso a la campiña, de donde regresaba después de una jornada de trabajo con una fiebre de deseos mundanos, en busca de su esposa.

En Bochyn había sombras, a pesar de toda la luz y del canto de los pájaros y las flores de guisantes de olor.

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