Carnaval

Carnaval


CAPITULO III

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CAPITULO III

SOMBRAS DE AURORA

Jenny llegó a la edad de dos años y algunos meses sin sorprender a su familia con ningún detalle que denotase perversidad o inteligencia; bien es verdad que en la calle Hagworth nadie tampoco disponía de tiempo para observar los progresos infantiles y a lo sumo se limitaban a hacer comparaciones respecto al físico de los pequeñuelos. Hubiera sido muy agradable poder presentar a la niña como ejemplo de precocidad y afirmar que miraba con fijeza a las estrellas, saludando con alegres palmoteos la aparición de Casiopea o que cantaba a las Pléyades; pero no resultaba muy fácil contemplar el cielo desde la ventana de la cocina del número 17. Otra grata afirmación sería que amaba apasionadamente las flores; sin embargo, hay que confesar que muy pocas flores llegaban a la calle Hagworth; con frecuencia traían, sí, hierbas para el canario y de vez en cuando hojas del plátano silvestre; pero casi nunca nada que tuviese verdadero valor botánico.

Al principio, toda la atención de la pequeña se concentraba en su madre. Florence, desde aquellos sustos que le dieron sus tías, se hallaba en un estado nervioso que le hacía imaginar cosas horrendas y se traslucía en todos sus actos; pero a medida que transcurrían los meses y como las tres tías no repitieron su visita, la mente de Florence fue calmándose poco a poco, hasta que la vida volvió a adquirir para ella su aspecto normal. En Jenny aquel estado nervioso de su madre no tuvo repercusión alguna y aprendió a andar más pronto de lo que es corriente en los niños, agarrándose a una silla y empujándola hacia delante. Quizá aquel día que la empujó con demasiada velocidad por el pasillo y fueron ambas rodando escaleras abajo, pudo haberse matado, según afirmó su madre mientras ella chillaba tendida sobre la alfombra del vestíbulo. Muchos años después de aquel doloroso incidente, Jenny lo recordaba todavía, como recordaba un paso hacia atrás que la hizo caer dentro de una tina llena de agua, el día que estrenaba un lindo vestidito de terciopelo color ciruela. Ambos sucesos fueron los que más impresionaron su mente infantil, aunque a través de la bruma que siempre se forma cuando pretendemos escudriñar el pasado, recordase también con bastante precisión cierta vez en que cediendo a sugestiones de Alfie había ella explorado una oscura alacena y metido su cabecita llena de bucles rubio-platino dentro de un gran tarro de miel. Alfie, asustado, había comenzado a gritar pidiendo auxilio y ella nunca pudo olvidar la sensación de aquella sustancia pegajosa escurriéndole por la cara en hilos numerosos y delgadísimos.

La niña conocía a las personas por sus rasgos más sobresalientes. Por ejemplo: Ruby O’Connor existía bajo la forma de una mano encarnada y áspera que la tocaba súbitamente cuando estaba jugando. Alfie y Edith eran dos ruidos que adquirían, al aproximarse, las características de dos aves de rapiña: es decir, ella sabía que su proximidad indicaba invariablemente la pérdida de un objeto de su agrado o la interrupción de un placer, Comenzó a conocer a su padre, más que por besos o regaños, por un par de piernas que formaban una bóveda gigantesca, bajo la cual ella pasaba, mientras que el regazo materno era un lugar de refugio y descanso. El resto de la Humanidad era para la niña como árboles que andaban y podía percibir mejor una sonrisa que un rostro, a no ser que éste se ocultase y apareciese alternativamente tras de un pañuelo, jugando al “Cú-cú”.

Sus primeros conocimientos del numero 17 de la calle Hagworth se limitaron al umbral de su
puerta de entrada, donde invariablemente recibía instrucciones de ir con cuidado, cuando era quitada del cochecillo y se le ordenaba que fuese corriendo “junto a marmita’ ¡Aquel umbral daba a la niña! la seguridad de haber llegado al vasto espacio lleno de calor y agradables olores, donde pasaba la mayor parte del tiempo. Más tarde, durante el transcurso de su vida, recordó también, muchas veces, el peculiar olorcillo que despedían las ropas puestas a secar delante de la lumbre.

Los pedazos de pan con mantequilla fueron despertando en ella sensaciones de propiedad; sabía que podían ser consumidos lentamente sin que Alfie los codiciase, cosa que no sucedía cuando les agregaban mermelada; entonces había que engullirlos de prisa, no por voracidad, ciertamente» sino por temor a perderlos. Y esta misma medida tenía que aplicarla a todo botín accidental, ya fuesen bombones o pinturas.

Sus nociones territoriales comenzaron en los lugares donde podía sentarse o acostarse cómodamente. La alfombra de la cocina, confeccionada en casa con retales, que proporcionaba calor, blandura y la alegría de tener algo para arrastrar, le causó, sin duda, sus primeras sensaciones hogareñas y quizá la primer desilusión se debió a una chispa que saltó de la estufa hasta su mejilla.

Tal vez, su principal idea de la sensibilidad fue la delicia de chuparse un dedo mientras Ruby la llevaba arriba a dormir, aunque dicho placer era turbado, muchas veces, con el pensamiento de la proximidad del jabón y la esponja. La sospecha nació en ella un día que le dieron una cucharada de mermelada* cuyas dulzuras, habiéndose derretido en la boca, descubrieron un sedimento pegajoso de polvillos grises; desde entonces, invariablemente, la oferta de una cucharada significaba gritos, protestas» pataleos.

Su iniciación en el engaño fue fingir que dormía cuando realmente estaba despierta. Lo hacía, sin duda, de un modo inconsciente, lo mismo que los animales imitan la muerte para evitar que los molesten, pues no es probable que la niña concibiese ideas de fingimiento cuando todavía desconocía la de su propia existencia.

Probablemente, el juego del “Cú-cú”, cuando pudo ser realizado por ella sola, ayudó a formar un egoísmo embrionario.

Los radiantes amaneceres estivales causaron en Jenny una impresión de maravilla, al comprender que su esplendor no dependía del poder humano. Más tarde, relacionó la salida del sol con el repentino y oscilante movimiento de la luz de la lamparilla que dejaban, por las noches, encendida en su alcoba. Durante horas enteras contemplaba ella aquel reflejo en el techo, con satisfecha meditación, y experimentó la primera sensación de terror cuando, una vez, tras aquellos movimientos que invariablemente eran seguidos por la extinción total de la luz, no vio la claridad suave de la aurora invadiendo el cuarto, sino que éste quedaba sumido en la más completa oscuridad. Entonces gritó y lloró; pero fue el asombro de un hecho que ella juzgó antinatural e incomprensible la causa de su sobresalto y no el miedo de haberse quedado sin luz.

Las impresiones de esta criatura del barrio de Islington podían compararse a las de cualquier caribe u hotentote en cuanto a su simple aceptación de los hechos, o a las de un auditorio ingenuo y: sencillo que se complace solamente con representaciones objetivas, impresiones metódicas y cuya exactitud no puede ser rota sin grave trastorno de los hábitos adquiridos y que aseguran a los perros, los niños y los salvajes la realidad de su existencia.

Como es natural en quien se preocupa más de los efectos que de las causas que los originan, Jenny gozaba intensamente con lápices de colores y cuentas de vidrio, y probablemente la vista de una pelliza de un vivo escarlata fue lo que despertó en ella él durmiente sentido de la belleza. La apariencia de esta prenda significó para la niña mayor placer que el usarla y la prueba de su primera gorrita, llena de lazos y adornos, o de su primera boina de amplios vuelos y gracioso pompón, no le produjo entusiasmo alguno, sino trajo a su mente el pensamiento de un inmediato y aburrido paseo al aire libre. Solía sentarse gravemente en el cochecillo, mirando con fijeza a Ruby, y abría mucho los ojitos cuando, al subir o bajar las aceras para cruzar las calles, el brusco vaivén del pequeño vehículo la sobresaltaba momentáneamente. Por lo demás, parecía prestar poca atención a los transeúntes que se paraban a admirarla, lanzándoles tan sólo una ojeada mucho más rápida e indiferente de la que concedía a cualquier pajarillo que revolotease cerca de ella.

Transcurrieron unos meses y llegó el verano con sus días largos y calurosos. Pusieron entonces a Jenny un sombrero de marinero que la alistaba en la tripulación del barco de guerra de Su Majestad, el Goliath. Odiaba ella el sombrero porque Alfie solía tirarle de la goma y soltársela de pronto, lo cual le lastimaba la barbilla a la pobre niña. A veces, ella misma hacía otro tanto, dejando deslizar la goma entre los dedos, con graves perjuicios para su nariz.

Aquellos paseos lentos, de arriba a abajo» por el lado sombreado de la calle Hagworth, eran muy agradables, aunque el inevitable ajuste de la correa que la sujetaba al cochecillo comenzó a obstaculizar las ideas de Jenny acerca de la libertad individual. En consecuencia, se vio obligada a revolverse impaciente cada vez que Ruby efectuaba tal maniobra, pero quizá el primer acto de verdadera rebelión tuvo lugar cierto día lluvioso en que descubrió que dejando caer la gordinflona manita por el borde del coche no solamente resultaba ésta deliciosamente mojada, sino también las rotaciones de la rueda le hacían cosquillas. Todo ello fue prohibido en seguida por Ruby, quien al ver que Jenny se negaba a obedecer se inclinó sobre la mano culpable, dándole Unos cachetes.

Chilló Jenny, revolviéndose furiosa; Edith en— gancho un pie en las ruedas del coche y cayó al suelo, comenzando también a llorar; Alfie, mientras tanto, se arrodilló al borde de la acera, simulando que estaba, pescando. Como los pataleos de Jenny amenazaban lanzar por el aire la mantita de piel de conejo que la abrigaba, Ruby levantó la capota del cochecillo y apretó más fuertemente las correas alrededor de la niña, con lo cual los chillidos de ésta subieron de tono. Un muchacho de recados y una señora se detuvieron al lado del grupo; el primero, contemplando pasivamente la escena y la segunda recriminando a Ruby por haber pegado a Jenny.

Como las cosas iban de mal en peor y la tarde se ponía cada vez más desagradable y lluviosa, Ruby decidió el regreso inmediato.

—¡Hala! ¡A casa de prisa! —ordenó a los niños—. ¡ Ya te cogeré yo a ti, señorita lista, cuando lleguemos! Siempre se ha de hacer lo que tú quieras, ¿verdad? Alfie, sube a la acera en seguida, le diré a tu padre lo malo que has sido. Levántate, Edith.

Por fin llegaron al número 17. La señora Roeburn, atraída por los llantos de los tres chiquillos, vino a la puerta a ver qué pasaba.

—¿Qué le has hecho a los pequeños, Ruby?

—¡ Jesús, señora! ¡ Han sido malísimos! ¡ Me han vuelto tan loca que ni siquiera sé dónde estoy!

En aquel preciso instante se acercó la señora que acababa de censurar a Ruby.

—Su criada ha estado golpeando bárbaramente a la pequeñita —dijo, dirigiéndose a Florence.

—¡Eso es mentira! —declaró Ruby.

—La denunciaré —prosiguió la señora, sin hacerle caso— a la Sociedad Protectora de la Infancia.

—Muy bien, doña Narices; haz lo que te dé la gana —prorrumpió Ruby descortésmente, coloreando sus mejillas la sangre irlandesa que corría por sus venas.

—Pero, ¿de veras has pegado a Jenny? —preguntó Florence.

—Le di un cachete en la mano.

—¿ Y por qué?

—Porque la había metido en la rueda del coche. Le dije que la quitase y no me hizo caso.

—¿ Será posible que dé usted crédito a lo que dice esta muchacha? —manifestó la vieja-v ¡Voy a denunciarlos a todos ustedes!

Tal anuncio exasperó a Florence, quien, a su vez, prometió denunciar a la señora como una lunática vagabunda. El resultado de la disputa fue que el derecho de Jenny a hacer su capricho quedó en suspenso, ya que la vieja, al igual que muchos antecesores suyos, arruinó la causa de la libertad con su intempestiva e infundada intervención.

La señora Raeburn quitó a su hija del coche, sacudiéndola con violencia y llamándole, repetidas veces, fea y mala. Calló Jenny un instante» profundamente sorprendida, y luego prorrumpió en llanto mucho más amargo y estrepitoso que el anterior, siendo conducida sin ceremonia alguna dentro de la casa, lejos de toda inoportuna demostración de simpatía.

Desde entonces, la niña estuvo siempre dispuesta a combatir la autoridad; desde aquel momento hasta el fin de su vida odió con toda el alma cualquier intento de represión. Sería difícil asegurar que el debate, cuyo origen fue la rueda del cochecillo, le diera el conocimiento de su propia personalidad. No obstante, es muy significativo que a partir de aquella edad —dos años y ocho meses— cuando se refería a sí misma emplease con frecuencia el pronombre personal “yo” en vez de su nombre de pila, como hacía antes. Además, entonces comenzó también a imaginar que la gente se reía de ella y en cierta ocasión inició una gran rabieta por creer que las señoritas dependientes de un comercio le hacían burla cuando, por el contrario, las pobres chicas se esforzaban en serle agradables.

Al cumplir Jenny los tres años, llegó otro bebé al número 17 de la calle Hagworth; era una niña raquítica, de ojos oscuros.

Cuando llevaron a Jenny para que conociese su nueva hermana, Florence la sentó en la cama, al lado de la recién nacida.

—Esta es May —le dijo.

—Me gusta mucho May —fue la respuesta.

—¿De verdad te gusta? ¿La vas a querer mucho?

—Sí. Jenny quiere a May. Yo quiero a May. May será la muñeca de Jenny.

Y a partir de aquel momento, no obstante las interrupciones causadas por riñas violentas que se sucedían de vez en cuando, Jenny considero a la hermana menor como uno de los principales cariños de su vida. Ello resultó beneficioso para May, quien a medida que crecía veíase afeada por una joroba.

Transcurrieron dos años más, de paseos diarios e insignificantes acontecimientos. Jenny contaba ya cinco años. Alfie y Edith eran dos robustos estudiantes que partían estrepitosamente cada mañana, armado el primero, según la estación del año, con castañas» trompos o saquitos de canicas, la segunda, toda murmullos y risitas, formaba parte, invariablemente, de un grupo de niñas* que se diferenciaban tan sólo por los vestidos.

Alrededor de esta época, llegó Jenny a la conclusión de que era muy aburrido ser niña. Le intrigaban mucho las distinciones de sexo. Indudablemente, una característica en el masculino, de suma importancia, era el llevar pantalones. Resolvió, pues, quitarse las faldas y en tal forma se puso a pasear por la cocina.

—¡Niña, eres una indecente! —exclamó Ruby, escandalizada ante la exhibición.

—No soy indecente ni tampoco niña —contestó Jenny—. Ahora quiero ser niño.

—¿ Y dónde están tus faldas?

—Las tiré porque soy un niño.

—Bien sé yo lo que eres tú... Una chiquilla malísima.

—No, no. Te digo que ya no soy chiquilla. No quiero serlo más. Prefiero ser niño.

Y así diciendo, se escapó a la calle. En la puerta halló el ruborizado asombro de Edith y del grupo completo de sus compañeras de cuchicheos y secretillos.

—¡ Pero será posible! —exclamó la mayor de ellas—. ¡ Mirad cómo va la hermana de Edith I

Unos cuantos chiquillos que estaban en la acera de enfrente empezaron a abuchear a Jenny. Alfie, quien en aquel instante se hallaba agachado en el suelo, jugando a las canicas y ansioso de ganar el juego» no tan sólo perdió éste sino también la estimación de sus condiscípulos. La confusión del muchacho fue enorme al ver a su hermana sin faldas, delante de todo el mundo. ¡La pequeña Jenny poniéndolo en ridículo de aquella manera!...

—Vete adentro, estúpida —gritó rechinando los dientes con furia—. ¡ Anda para casa!

Pero ya Ruby iba en persecución de la rebelde. La señora Raeburn, advertida de lo que pasaba, estaba en la puerta. Alfy, imaginando ser perseguido por los ojos burlones de todos sus amigos, corrió a ocultarse en su cuarto, llorando de vergüenza. Edith se separó del grupo de sus compañeras, anhelante y temblorosa por lo que iba a seguir. Jenny fue capturada al fin y la llevaron a Ja cama.

— ¿ Por qué no puedo ser niño? —gemía.

—¡ Eso es el colmo del descaro! —exclamó Ruby—. ¿Cómo diablos vas a ser niño si has nacido niña?

—Pero es que yo no quiero ser niña...

—Bueno, pues lo eres y se acabó. La próxima vez querrás la luna. Además, como andes por la calle medio desnuda te llevarán los guardias.

Desde hacía tiempo, Jenny oía hablar del poder de los guardias. Eran éstos, para ella, unos seres inhumanos y siniestros, siempre dispuestos a coger niñas incautas y llevarlas a lugares desconocidos. Nunca le habían enseñado a considerarlos bondadosos defensores del orden público que proporcionan ayuda en cualquier apuro, sino a mirarlos con la suspicacia con que un perro mira al lacero.

esperadas de aquellos hombres extendían una sombra en los momentos más felices de sus juegos callejeros. Le parecían figuras vengativas cuya proximidad agrupaba a los chiquillos, amedrentados y confusos.

La señora Raeburn subió a regañar a la afligida rebelde.

—No debes volver a hacer semejante cosa. Tienes que portarte como una niña y no como un marimacho.

—Pero, ¿por qué no puedo ser niño?

—Porque eres una niña.

—¿Y quién lo ha dicho?

—Dios.

—¿ Y quién es Dios?

—Nada tiene que ver eso con lo que te estoy hablando.

Dios era para Jenny otra pesadilla. Cierto que no le encontraba, como los guardias, al lado de los buzones o bajo las arcos de las plazoletas. Era algo más^ poderoso y grande que un guardia. Ella lo había visto en cuadros; viejo e iracundo, entre nubes..

—¿Y por qué dice Dios semejante cosa?

—Porque El sabe más que nosotros.

—¡ Pero es que yo quiero ser niño!...

—¿ Sí? Entonces querrás también que te cortemos los rizos...

—Nooo... Nooo...

—Pues si te empeñas en ser niño no habrá otro remedio. Y te los cortaré todos, ya sabes. Todos, uno por uno, se los daré a May. Y parecerás un espantajo.

—¿Entonces soy una niña porque soy bonita?

—¡ Claro!

—¿Y para eso, para ser bonitas, nacemos las niñas?

—Si

Este suceso envejeció mentalmente a Jenny. Su imaginación trabajo mucho o, por mejor decir, se concentró en aquel punto. Causas y efectos empezaron a poblar su mente de un modo difuso. Perdida ya la plácida aceptación de los hechos y la inconsciencia infantil, hacía constantes preguntas, La oscuridad ya no la aterraba por la carencia de luz, sino porque ahora se llenaba de seres horrendos y perversos. Al principio, estas figuras eran imprecisas, meros y borrosos vislumbres que surgían de las amenazas de Ruby. El Coco existía en alacenas y otros sitios oscuros, pero carecía de poder de visibilidad capaz de formar una impresión concreta. En realidad, fue una representación de marionetas, en la que Pierrot v Polichinela desempeñaron los papeles principales, la que pobló la noche de sombras espantables.

Un día resonó el redoble de un tambor desde el punto extremo de la calle Hagworth unido a una breve melodía que ejecutaban las flautas, lo que atrajo inmediatamente a todo el vecindario infantil. Allí habían colocado el teatro en miniatura, alto, para que fuera bien visible y oculto bajo el misterio de una cortina. Pronto se vio rodeado de hileras de chiquillos que esperaban pacientemente a que el empresario terminase de anunciar el espectáculo y se dignase dar la orden de empezar. Bajo el diminuto escenario sonó, de pronto, mágica y sugestiva, la voz chillona de Polichinela; no tardó éste en aparecer por completo balanceando las piernecillas al borde de la supuesta ventana, ataviado con una espléndida vestidura roja y amarilla que realzaba el tintineo de los cascabeles. Jenny desde su puesto en primera fila, le contemplaba sin pestañear siquiera, entusiasmada y trémula, y según fueron saliendo a escena los diversos personajes de la pantomima, rió alegremente ante aquel mundo de narices largas, voces chillonas y movimientos desmañados que eran, a la vez, de una agilidad increíble. Volvió la cara hacia las filas de atrás, un momento, para apreciar la impresión que causaba en los demás el espectáculo, y observó en todos los semblantes el mismo éxtasis que ella sentía; sólo que en ella se traslucía una inquietud que le obligaba a mover continuamente los píes, que le impedía permanecer tranquila.

Le hizo mucha gracia ver cómo Polichinela pegaba a Pierrot y más todavía cuando arrojó el niño a la calle. Le encantaba también cómo desconcertaba al' melancólico empresario con su ingenuo chillar. Era maravilloso aquel Polichinela, siempre victorioso, tanto con el bastón como con la lengua. Sus enemigos y contendientes iban cayendo, uno a uno, en completa derrota. ¿Existiría acaso alguien que pudiera vencer a aquel agresor tan jovial e incansable?

Jenny, de pronto, comenzó a ver el mundo bajo diferente aspecto. La cocina del número 17 le pareció un lugar aburrido, y la calle, por el contrario, más hermosa que nunca» ya que allí se encontraba aquella deliciosa compañía de fantoches para quienes la obediencia, los mandatos y el buen comportamiento eran cosas de broma y motivos que ocasionaban burlonas risas. ¡Cuán superior esta casa de Polichinela a la suya! ¡Qué divertida la tarea de enterrar perros en ataúdes! ¿Y el payaso? ¡ Si ella, Jenny, pudiera llevárselo a casa, cómo la alegraría, convirtiéndola en una permanente sorpresa! Porque aquel payaso personificaba todos sus ideales, a pesar de que Ruby, quien se hallaba sentada en la fila siguiente, acababa de calificarlo de atrevido. ¡ Bah! Ruby no era más que una tirana antipática y también a ella la había llamado atrevida bastantes veces. Aquí, ante los ojos de Jenny centelleantes de júbilo, se glorificaba la audacia. Y la niña sintió pena de ser mero espectador y no parte integrante de todo aquello tan divertido; pena de tener que ir a la cama, muy pronto, cuando la función diese fin y volver a la monotonía de siempre.

Luego llegó el episodio del verdugo y el tono trémulo de la voz de Polichinela hallo un eco en el corazón asustado de Jenny.

—Le van a ahorcar —dijo Ruby con deleite.

Jenny comenzó a sentirse intranquila. En el fondo de aquel mundo irresponsable y jovial había algo desagradable.

Hizo su aparición el fantasma, una figura que inspiraba terror. Luego un dragón verde, de crueles mandíbulas chasqueantes» más temeroso aún. Pero lo más horripilante de todo fue la contestación de Ruby a la pregunta que la niña le formuló en voz baja.

—¿Y por qué le han hecho eso?

—Porque Polichinela era un hombre muy malo.

La escena de la calle, burdamente pintada en el fondo de aquel teatro de fantoches, adquirió para la niña, repentinamente, un vacío extraño y odioso, pareciéndole, tras de las figuras, la misma calle Hagworth, pero desprovista de las habituales caras amistosas, y siniestras como si formase parte de una pesadilla. ¿Era, pues, un dragón verde, el punto culminante de todo placer? ¡Qué desconcertante e incomprensible resultaba aquello!

La función se acabó, después de pasar la bandeja. Se acercaba el farolero y en el crepúsculo el sonido de flautas y tambores fue perdiéndose a lo lejos, con melancólicos trémulos de finalidad.

La mente de Jenny rebosaba de ideas contradictorias. Ahora, se alegraba de cogerse a la mano áspera y encarnada de Ruby. Esta vez no le importaban las verrugas. Sin embargo, la conversación que sostenía Ruby con una amiga, también de regreso al hogar, no era muy alentadora.

—Y la encontraron en un patio, degollada, nadando en sangre. El hombre que la mató logró escaparse y todavía no lo cogieron.

—Ha habido muchos de esos asesinatos, últimamente —dijo Ruby.

—Cientos —corroboró su amiga.

—A veces, dos cada noche —añadió Ruby.

—Yo tengo miedo de dormir sola, porgue se oye a los vendedores de periódicos voceándolos.

Por casualidad, aquella misma noche, estando Jenny en la cama sin poder conciliar el sueño, percibió los roncos grifos de los muchachos que se acercaban con el cotidiano anuncio de una muerte súbita, reveladora de horrores, sangre v desastres.

— ¿ Me podrían matar a mí también? —preguntó a la mañana siguiente.

—Si eres mala, desde luego —fue la consoladora respuesta de Ruby.

Jenny recapacitó durante todo el día sobre el drama de Polichinela y Pierrot. Asesinado significaba, pues, ser golpeado en la cabeza y luego arrojado por la ventana.

Aquella noche, otro análogo suceso sangriento fue voceado por las calles. Detalles de mutilaciones parecían flotar en la nebulosa atmósfera y hasta la luz oscilante de la lamparilla permitía precisar verdugos en acecho desde cada rincón de la alcoba. La niña se tapó la cabeza con las mantas, cerrando fuertemente los oíos, para aislarse de tanto horror con la contemplación de las ruedas de colores que se producen cuando los ojos son apretados con fuerza. Aparecieron las ruedas, pero pronto semejaron manchas de sangre. Jenny se destapó la cabeza y lanzó una mirada en derredor del cuarto, que le pareció inmenso. Sacudió a Edith que dormía a su lado.

—¡Despiértate! ¡Oh, Edith, despiértate!...

—¿Qué es? ¿Qué te pasa, fastidiosa?

En la lejanía, la voz de un vendedor de periódicos respondió a la pregunta de Edith, gritando: —¡Otro horrible asesinato en Whitechapel!— Y Jenny comenzó a llorar.

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