Carnaval

Carnaval


CAPITULO IV

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CAPITULO IV

PAYASADA

Nada había que contrarrestara los terrores de los niños de la, calle Hagworth.

Aparte de la esperanza de que llegaría un día en que ella pudiera hacer lo que quisiera, Jenny no tenía otras ilusiones; y lo peor era que tampoco podía soñar en un País de Maravillas. Pronto en la escuela le darían una escueta narración de La Cenicienta o Caperucita Roja, en donde cada palabra que constara de más de una sílaba, tendría éstas separadas por unos guiones tan gruesos, tan destacados, que sería imposible pensar en las Hadas.

¿Y qué decir de la Escuela Dominical, con sus ángeles de la guarda y sus Apóstoles? A decir verdad, Jenny no había salido muy bien impresionada de sus escasas y ocasionales visitas a esta escuela. La diminuta maestra tenía buena voluntad, pero carecía de imaginación y era incapaz de atraer la atención de su infantil auditorio. Con monótona voz y gangoso acento, les exponía temas sobre moral, sorbiendo constantemente, y con su argot londinense les hablaba del Sermón de la Montaña.

Ataviada con una falda azul, una blusa de franela del mismo color y un sombrero recargado de plumas, dirigía himnos al Todopoderoso, al mismo tiempo que corregía faltas de aseo y corrección, de avenencia y de sentido común; pero el eco de su débil voz no pasaba de su garganta, a consecuencia de las amígdalas.

La Escuela Dominical no desarrollaba en Jenny los conocimientos de la vida; prefería las narraciones de Ruby, que trataban de horribles crímenes y de todos los vicios inherentes a los mismos, en todo lo cual su atención se concentraba sin esfuerzo. Estas narraciones le proporcionaban, aunque erróneo, un concepto de la vida, mientras que la Escuela Dominical no le proporcionaba más que un gran aburrimiento durante las horas» en las que no hacía sino balancear sus piernas.

Por este tiempo lo que más divertía a Jenny era la música, y en conexión con esto surgió un incidente, el cual, aunque olvidado, había tenido, sin embargo, una tremenda importancia en algunos detalles que merecían destacarse.

Fue un hermoso día de principios de verano. No pudo Jenny salir en toda la mañana, que lo impidieron los caseros quehaceres, y acaso esto suscito en su corazón infantil anhelos de libertad, pues el caso es que se escapó a la calle bañada de sol. No lejos de su casa tocaba un organillo el intermedio de “Caballería Rusticana”, v la niña fue instintivamente hacia la música. Pronto encontró al artista, y allí se quedó, chupándose un dedo, algo cohibida; pero el italiano le dedicó una sonrisa, una simpática sonrisa de bienvenida, ya que era evidente que no traía dinero. Conquistada por tal amabilidad, comenzó Jenny a bailar llevando el compás perfectamente, marcando sus piececitos el lento ritmo de la tonada.

Con su trajecito de sarga roja y una gorrita de punto, también roja» bailó sin otra preocupación que la de expresar lo que sentía sin saberlo: la alegría de la soleada calle de Londres. Fueron sus pies dibujando el baile sobre el empedrado de Londres que los altos plátanos manchaban de sombras desde las alturas. Era ya una niña de figurita frágil, de rizos rubios como la plata y ojitos rasgados donde borbollaba la alegría sobre un fondo de tan oscuro azul que bien podía parecer castaño a primera vista. El rojo de su traje, a fuerza de uso, había adquirido suaves tonalidades de pintura antigua.

Mientras bailaba en la tranquila calle de Islington al compás de la desvaída música italiana, apareció un anciano en la calle que dijérase templada por el calor de un sol extranjero. Se paró el viejo y contempló a la diminuta bailarina por encima de la cayada de su bastón de ébano.

—¿No eres tú la pequeña de la señora Raeburn? —le preguntó.

Jenny se ruborizó súbitamente y casi perdió todo su encanto, volviendo a su aspecto habitual.

—Sí —murmuró.

—¡Hum! —gruñó el viejo, y con aire solemne obsequió al músico con medio penique.

La voz de Ruby O’Connor se dejó oír calle abajo. —Vuelve inmediatamente, tú, tonta —llamó.

Jenny la miró con aire irresoluto, pero al fin decidió obedecer.

Aquella misma tarde, el viejo llamó tocando en la puerta de la cocina.

—Entre —dijo la señora Raeburn—. ¿Es usted, señor Vergoe? ¿Es que de nuevo no le funciona el gas? Descuide usted; ya le diré a Charles que se lo arregle.

—No es nada relacionado con el gas —explicó el huésped. (Porque el señor Vergoe era el huésped del número diecisiete)—. Es solamente que creo que su pequeña será bailarina algún día.

—¿Será qué...? —interrogó la madre.

—Una bailarina. Estuve mirándola esta mañana.

¡ Qué maravillosa noción del ritmo! Debía hacerla tomar clases de baile.

—¡ Válgame Dios! ¿ Por qué dice usted eso?

—Las tablas, naturalmente.

—No, gracias. No deseo que ninguna de mis hijas ande rodando por los teatros.

—Pero a usted le gusta una buena representación.

—Eso no tiene nada que ver. De todos modos, muchas gracias, señor Vergoe, pero Jenny no se dedicará a las tablas.

—Hace usted mal —insistió él—; y yo sé algo sobre el baile, o, por lo menos, creo saberlo.

—Ya sé yo lo que es bueno para la chica.

—Y lo que ella piense, ¿ no cuenta para nada?

—Pero, hombre, por Dios, si la criatura no ha cumplido aún siete años...

—Pues no crea que es demasiado temprano pata empezar a bailar.

—Mire; prefiero que no empiece nunca. Y no le meta usted esas ideas en la cabeza a la niña.

—No, no; de ninguna manera. Eso no.

Pero al día siguiente el señor Walter Vergoe invitó a Jenny a ver un libro de lindos dibujos, y mientras ésta chupaba el dedo y el borde del mandilón y escondía la carita, le siguió y atravesó la puerta, ante la cual siempre le habían advertido no se detuviera.

—Ven, bonita, y mira qué estampas más lindas tiene el señor Vergoe. No tengas vergüenza. Mira, aquí tengo unos caramelos —decíale balanceando en el aire una bolsita con bombones.

En aquella alegre mañana de junio, la habitación donde el viejo payaso había decidido disfrutar al fin su retiro, tantas veces aplazado, resultaba extremadamente agradable. El sol penetraba a través del gran mirador; fuera los pájaros trinaban y gorjeaban; en el alféizar de la ventana había un cajón en el cual crecían grandes y bonitos pensamientos, que eran mecidos por la grata brisa de junio. De las paredes pendían siluetas de los grandes artistas fallecidos; escenas de antiguos dramas, payasadas y tragedias. Había daguerrotipos de bellezas vestidas con crinolinas, de actores de rubicunda faz y viejas actrices con caras como manzanas. Había una corona y un cetro de metal dorado, colgados bajo una pequeña espada de calados gavilanes. Había también orladas cartas y adhesiones, en papel que gradualmente se iba oscureciendo, escritas con tinta que cada día iba perdiendo más y más su primitivo color. Había fotografías de Teatros Reales de diversos países, rodeados de menús de abundantes cenas, y sobre la repisa de la chimenea una hilera de corchos de botellas de champaña cuyas alegres exposiciones habían tenido lugar hacía largos años. Un piano de palo de rosa mostraba teclas de marfil que habían adquirido el color del café. El frente, de marquetería, dejaba transparentar a través del calado, una seda plegada, que en sus tiempos había sido roja como el vino. Pero el objeto más sobresaliente de la habitación era un traje de payaso que estaba colgado de unos ganchos detrás de la puerta, bajo una sarta de salchichas. Solía, en sus días de actuación de payaso, colgarlo así en su ropero, y cuando salió del escenario después de la última representación y cuando traspuso por última vez la puerta del escenario y se marcho a celebrar su despedida con una cena de callos y caracoles, en compañía de dos viejos amigos, cogió el traje lo envolvió en un papel de estraza y lo colgó después de cenar.

Ahora lo contemplaba como una alegría lejana que ya no retomaría. Las rodillas que antaño se doblaban ágilmente, haciendo piruetas que hacían reír al público, estaban ahora reumáticas, mientras que el atizador con»su fuego de mentirijillas, que manejaba durante sus representaciones, permanecía inofensivo en un rincón. Soñando en las noches de invierno próximas a Navidad, el señor Vergoe se acordaba de sus amplios bolsillos que algún día contuvieron provisiones inmensas de sorpresas. Dormitando en los atardeceres de invierno, junto a la chimenea, oía como un fantasma del pasado la risa de los niños y veía el titilar de las candilejas y se decía a sí mismo en un murmullo: —Aquí estamos otra vez.

Sí, aquí estaba, efectivamente, un viejo sentado junto a un fuego moribundo, entre las cenizas de pasadas alegrías.

Pero en la mañana de la visita de Jenny el payaso estaba muy espabilado. A pesar de las exhortaciones de la señora Raeburn, de que no metiese en la cabeza de la niña ideas sobre el baile, el señor Vergoe estaba convencido en su interior, del inevitable destino de Jenny. El no tenía que ver con las cursilerías de las tías de Clapton, ni con la respetabilidad de las esposas de los lenceros. El no estaba atemorizado por el fantasma del severo Federico Horner, el farmacéutico. Desde el momento en que vio a Jenny bailando al son de las dulces notas de “Caballería Rusticana”, él adivinó una artista para el futuro. Esto fue suficiente para el señor Vergoe. El no estaba obligado a nadie, excepto al Arte, y no tenía a quién ^complacer sino al público.

—Aquí hay muchas cosas bonitas, ¿ no es verdad, monina?

—Sí —respondió Jenny con los ojos fijos en una de las mangas de su vestido rojo.

—Ven ahora y siéntate en esta silla, que perteneció, según dicen (o por lo menos me lo han dicho a mí, en el Pasaje del León Rojo cuando la compré), al gran José Grimaldi. Pero, claro, tú no has oído hablar nunca del gran Grimaldi fue un payaso magnífico, según todos los relatos, aunque yo nunca le he visto personalmente. ¿Quizá tú no sabes lo que es un payaso? ¿ Lo sabes? ¿ Qué es un payaso?, di.

—No sé.

—Bien, pues es un hombre muy gracioso que hace reír; eso es un payaso. Es un fulano vestido todo de blanco y con la cara también pintada de blanco.»

—¿Es un payaso el que sale con Arlequín?

—Exactamente, eso es. ¡Qué lista eres! Bien, pues yo también he sido payaso.

—¿ Cuando eras un niño?

—No. Cuando ya se puede decir que era casi un hombre.

— ¿ Hay payasos buenos? —preguntó Jenny.

—Buenos como el oro, se puede decir, buenos como el oro, hay payasos. Muy alegres cuando están representando, pero buenos en todas partes y con todos. Creo que por más que busques, no encontrarás una persona más buena que un payaso. Siempre alegres y de buen corazón. Creo que me entiendes. ¡A reír, a reír! Este es su estribillo siempre.

Hundida en el gran sillón de Grimaldi, Jenny contemplaba al viejo payaso con maravillados ojos, y mientras chupeteaba un caramelo, aprobaba enteramente todo cuanto él decía.

—Mira esto, señoritinga —díjole poniendo ante su vista una lámina en colores que representaba a una famosa Colombina del pasado.

—¿ Por qué está de puntillas? —preguntó Jenny.

—Era ligera como un hada —comentó el señor Vergoe, en un respetuoso tono de admiración.

—¿Es que quiere ver lo que hay encima de la repisa? —se le ocurrió preguntar a Jenny.

—¡ Válgame Dios! No, mujer, no. Está bailando. Es lo que llaman paso clásico de baile.

—Yo no bailo así —dijo Jenny.

—Claro que no, tú no puedes; pero podrás con la práctica. Yo me atrevo a decir que con la práctica llegarás a ser tan ligera como una pluma —le dijo.

—Yo puedo ponerme de puntillas —dijo Jenny orgullosamente.

—¿De veras? —dijo el señor Vergoe admirado.

—Para coger “prostes” de la mesa.

—¡ Ah!; pero entonces será apoyándote, ¿eh? Te agarrarás con todas tus fuerzas y eso no debe ser. No puede ser. Tú debes ser capaz de bailar todo alrededor de la habitación, sobre las puntillas de los pies.

—¿Puedes tú?

—Ahora no, querida; aunque pude en mis buenos tiempos; pero no me gustaba hacerlo, eso quedaba para Arlequín.

—¿Eh?

—Es este un personaje del cual todavía no has oído hablar.

—¿Es bueno?

—Bueno, se puede decir; aunque muy desgarbado con su sable y todo, pero en resumidas cuentas, bueno en el fondo; estoy seguro.

—¿Puedo yo ser “Colombina”?

—¿Por qué no? —exclamó el viejo—, ¿por qué no? Y mientras tanto, daba puñetazos en la mesa, para dar más fuerza a la afirmación.

Jenny quedó pensativa y deseó tener una faldita de plata y rosada, como la de la señorita que bailaba de puntillas.

—¿Podría yo ser bonita? —preguntó por fin.

—Maravillosamente bonita. Estoy seguro.

—¿Y la gente diría Jenny bonita?

—Nada me sorprendería —declaró el señor Vergoe.

—¿Podría yo ser buena?

El viejo la miró intrigado.

—¿Por qué no? —afirmó él—. Pero lo que unos consideran bueno, otros no lo consideran. En cuanto a mí, es un decir, con tal que fueran buenos y agradables camaradas, nada me importaba su opinión.

—¿Qué es un “caramada”?

—¡Ah! ¡Eso me digo yo! ¿Qué es un camarada? Bueno, podría decirse que es un compañero jovial, es un decir; un compañero que al llegar el día en que cobraba, si uno se encontraba sin fondos para pagar la posada, se ofrecía desinteresadamente a dejarte el dinero. Un camarada nunca descubrirá tus asuntos, nunca pone mala cara si se utiliza su colorete., Un camarada nunca dejará de despertarte cuando tuvieras que coger el tren, una mañana de domingo. Un camarada nunca le quitará la novia a su compañero, en una tarde húmeda y neblinosa, para matar su aburrimiento. ¿Qué son camaradas? Son individuos que están siempre dispuestos a ayudarte, y es un decir, que permanecen, invariables en su manera de ser, hasta que baja el telón de la vida.

Todo lo cual puede ser o. no ser una excelente definición de lo que significa la palabra camaradería, pero dejó a Jenny, si posible es, más ignorante de lo que era un camarada de que lo estaba antes de que el señor Vergoe comenzara a responder a su pregunta.

— ¿ Qué son “caramadas”? —reiteró, por consiguiente, de nuevo.

—Todavía no está claro en tu cabecita, ya veo. Bueno, pues podríamos explicarlo diciendo que tú y yo somos camaradas.

—¿Son los “caramadas” buenos?

—De lo mejor. No hay nadie más bueno que ellos. Ahora escúchame un momento. Mi nieta, la señorita Llilli Vergoe, Quiere mucho a este viejo que es tu humilde servidor; la próxima vez que venga a visitarme yo enviaré a buscarte.

Al llegar aquí el señor Vergoe guiñó su ojo izquierdo, puso el índice en el derecho y sacudiólo varias veces, adoptando un aire de pillería.

—Ahora es mejor que te vayas cuanto antes junto a tu mamá.

Jenny se dispuso a obedecer.

—Aunque, espera un momento, espera. —Y el viejo rebuscó apresuradamente en un cajón, del cual extrajo una sorpresa—. ¿Ves esto? Es un “cracker” [3], eso es. Algunas veces, uno o dos se quedaban escondidos en mis bolsillos, las últimas noches, y yo acostumbraba a guardarlos entonces, como recuerdos de buenos tiempos, es un decir. Este procede de Exeter, no hace mucho tiempo. Ahora tú agarra ese extremo y yo agarraré el otro y cuando yo diga tres, tiras tan fuerte como puedas.

Los contendientes se miraban cara a cara. El “cracker” se partió por medio, quedando un trozo un poco mayor en manos de Jenny, pero el fulminante había perdido hacía tiempo todo su poder, los años y la humedad habían anulado su potencia ruidosa.

—Uno que no sirve —murmuró el viejo, apenado—. ¡Vaya por Dios! Bueno, estas cosas le pasan a cualquiera. Ven, abre tu mitad.

Jenny desenvolvió el apretado cilindro, de papel malva.

—¿Es un caramelo? —se preguntó.

—No, es un gorro. Caramba, es un gorro. No lo rompas, ¡quieta! Se hace con cuidado.

El señor Vergoe estaba tremendamente excitado con la curiosidad. Por fin entre los dos desenrollaron una corona de papel dorado, que él colocó sobre los rizados cabellos de Jenny.

—Ya estás —dijo orgullosamente—. Completamente una verdadera reina de las hadas. Ahora todo lo que necesitas es una varita mágica, con una estrella en la punta, y no habrá nada que tú no puedas hacer, se puede decir. Ahora corre a mamá y enséñale tu corona.

Antes de que se fuera, él la levantó en vilo un momento, a la altura del espejo, en el que Jenny se contempló con un nuevo interés, y cuando de nuevo la dejó en el suelo salió ella de la habitación, a pasos lentos, como quien está convencida de que ha adquirido una gran importancia.

Ya abajo fué acogida por su madre con exclamaciones de asombro.

—¿Qué traes puesto en la cabeza?

—Una corona.

— ¿ Quién te la dio? Válgame Dios.

—El huésped.

—¿El señor Vergoe?

Jenny asintió.

—Me la dejas, ¿verdad, mamá?

—Sí; supongo que sí —dijo la señora Raeburn, de mal humor—. Pero no te la metas en la boca.

—I Miren la presumida! —dijo Ruby.

—No lo soy.

—Un pavo real contemplándose en un espejo siguió Ruby.

—Yo no soy un pavo real, soy una reina.

—¡Habrase visto! ¡Lo que hay que oír! —comentó Ruby.

Las románticas y adornadas descripciones del payaso no influyeron en la mente infantil. Pero cuando su nieta, la señorita Llilli Vergoe, envuelta en plumas de avestruz y vaporosos tules, la tomó sobre su regazo de peau de sote [4] y estrujó sus rosadas mejillas contra el perfumado pecho, Jenny pensó que nunca había experimentado una sensación tan deliciosa. En medio de las pesadas y antiguas cosas que olían a añejo, en aquella vieja casa de la calle Hagworth, la deslumbrante aparición de la señorita Vergoe destacaba como una flor exótica —y como ella solía decir sonriendo a Jenny-’ y como espuma. Sus brillantes ojos azules eran extraordinariamente atractivos. Su cabello dorado como la miel y sus mejillas de suave cutis, fascinaban a la impresionable chiquilla, como lo podía hacer la muñeca más costosa. Nada había en ella que no fuera hermosa y. deliciosa suavidad al tacto. Despertó en Jenny un afecto como nunca lo había experimentado por ningún ser antes. Además, todo lo que el señor Vergoe le había hablado acerca de Llilli quedaba de manifiesto; por tanto, sin que la señora Raeburn se enterara, Jenny fué adquiriendo esa ambición por el aprecio del público que hace a las actrices. La misma Terpsícore, cortando órdenes de Apolo, no habría tenido una tan poderosa importancia que la que tuvo Llilli Vergoe, una bailarina de segunda línea del cuerpo de baile del “Orient Palace” Bajo su dirección, Jenny aprendió innumerables pasos, preciosos bailes y graciosos aires, que después, cuando los repetía en la cocina del número 17, o causaban molestia y la mandaban cesar, o se llamaban unos a otros para que contemplaran a la graciosa niña. Aprendió también algo más que pasos y aires graciosos, pues fué progresando notablemente en técnica, y así, al poco tiempo, fué capaz de danzar bastante pasablemente sobre las puntas de los pies y adquirió flexibilidad para las cruzadas y piruetas del baile acrobático. Por consiguiente, aunque fué en setiembre, justamente antes de los siete años, cuando la señora Raeburn decidió que era hora de empezar la educación de Jenny, esta empezó realmente aquella soleada mañana en que el señor Vergoe la vio bailar al son de “Caballería”.

La escuela no significó para Jenny mucho más que la adquisición de unos pocos conocimientos elementales, tal como la capacidad de distinguir una oveja de una vaca, pero no sentía afición al colegio.

Jenny en este tiempo no tenía idea de lo que era un escenario. Nunca había estado dentro de un teatro y estaba lejos de concebir el arte como una profesión. Para ella significaba que podía bailar, que bailando se complacía ella misma y aunque le importaba poco se hacía popular entre innumerables niños de su edad y aún de mujeres. Por un instinto de reserva mantuvo estos hábitos de exhibición secretos en su familia. Edith, desde luego, se dio cuenta de ello y le advirtió algunas veces de la inconveniencia de aquellas exhibiciones; pero Edith era demasiado indolente para profundizar en aquel asunto y demasiado poseída de su relativa superioridad de hermana mayor para pasar su tiempo vigilando a la pequeña.

Así, durante un año Jenny fué practicando y adquiriendo cada día más experiencia, ya que también bailaba por las mañanas en la escuela.

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