Carnaval

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CAPITULO XLVI

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CAPITULO XLVI

MAÑANA DE MAYO

Frank había sido desde su nacimiento un motivo de júbilo, pero cuando cumplió la edad de dieciocho meses, la progresión geométrica de su personalidad excedía con mucho la mera progresión aritmética de su edad. Ya podía saludar con sonrisas a las personas que quería; se ponía morado de rabia cuando se le negaba algo, y podía gatear con una energía turbulenta que parecía inspirada en las tempestades de marzo. Jenny solía meterle los dedos en la boca para descubrir nuevos dientes que, en verdad» por su blancura y su belleza, eran perlas. En su rostro se podían descubrir los delicados rasgos de su madre y, al menos por ahora, su cabello era rizoso y plateado como el de Jenny, que fue famoso en un tiempo. Tenía las mejillas sonrosadas; los ojos, profundos y alegres. Sólo se parecía al padre en la forma de las orejas, pero aun esto le daba ahora una agradable apariencia de duendecillo. Jenny estaba muy orgullosa de su hijo.

Trewhella, con el tiempo, y después de otro violento ataque provocado por la llegada de una carta de Castleton, dejó de importunar a su mujer con celosas acusaciones de los brillantes días antes de que se conocieran. La granja prosperó. Solía contar su dinero con más frecuencia, ahora que ya tenía un heredero. Durante el invierno, Jenny fue una o dos veces en el carro grande a Camston y,
con la ayuda de May, revolvió con desdén las existencias de las pañerías. En estas ocasiones, el abuelo se quedó al cargo de Frank, y al regreso tenía que dar cuenta detallada de su regencia. Otro de los acontecimientos invernales fue la visita de Corin, el cual había abierto una vaquería en la parte oriental de Cornwall. Molestó a Jenny con sus exageradas felicitaciones, que incluían tanto a él mismo como a Zachary y a ella. De vez en cuando, la madre de Zachary anunciaba su decisión de renunciar a las llaves de la casa, pero Jenny no tenía interés en vigilar nada, excepto a su hijo, y la anciana, con gran contento, continuaba vigilando y atormentando a Emily, la criada.

Jenny llegó a perder el miedo a los bueyes y no temía ya a los insectos; parecía una moza de Comwall, de no ser por su acento londinense, al que no se le había pegado nada del modo de hablar del país. Ya no sentía nostalgia por Londres y no se ponía sentimental alrededor de las ocho, y, desde— luego, no se podía decir que viviese en una atmósfera de pesadumbre. Tampoco se podía decir que se había acostumbrado ya a esta vida, porque su marido era un perpetuo intruso en cuanto a una final tranquilidad. Detestaba la manera que tenía de comer; lo Curtido de su rostro; odiaba las sucias cicatrices de sus manos y el olor de su traje de pana. Detestaba su actitud mental; su preocupación respecto al infierno; su orgullo vil y su incomprensión; su avaricia y mezquina vanidad; su cobardía moral y su arrogancia religiosa; su grosería; su astucia y sus bravatas; su crueldad con los animales. Temía las luchas que algún día habrían de tener el padre y di hijo. Aun ahora presentía el choque entre los dos temperamentos antagónicos; ya empezaba a haber señales de futuras tormentas, y no eran suposiciones suyas que Frank se ponía de mal humor cada vez que su padre se acercaba a él.

El equinoccio cayó en el sueño al arrullo del mes de abril. Los corderos balaban en el aire purificado por las tormentas. El océano se matizó para dar paso a la primavera. Siguieron tres semanas de días grises y mucha desazón por parte de Frank, que gritaba, se encolerizaba y estuvo muy inquieto. Con Frank, el viento sudeste y la fría lluvia, los nervios de Jenny estaban en tensión.

Una deslumbrante mañana de mayo, Jenny pensó que sería una buena idea dejar al chico con el abuelo y, acompañada de su hermana, dar un largo paseo. A May le encantó la idea, y salieron juntas.

Siguieron el camino del valle, cruzando las espesuras de madroños y los prados de esmeralda hasta llegar a la desierta arena, sobre la cual, el arroyo arrastraba pequeños guijarros hasta el mar. Descansaron al abrigo de las cavidades, bajo el canto de la alondra. Subieron por precipicios y corrieron por las cimas hasta que, al fin, llegaron a las arenas vírgenes, sobre las cuales se rompían las olas en suaves curvas, mientras que, por encima de ellas, se cernía una nubecilla de espuma llevada por la brisa que venía de la costa.

Jenny, sentada en la soledad, construía un collar de conchas de color rojo avinatado. Llevaba puesto un vestido color crema. En las extensas y llanas arenas parecía más pequeña y esbelta. Iba tocada con un gorro gris plateado, muy metido. May vestía de encarnado y parecía, tendida en la inmensidad, no mucho mayor que la gorra encarnada de punto que Jenny se dejó en cierta ocasión sobre la arena de la playa de Clacton.

—Viene alguien por la playa. ¿Ves quién es? preguntó Jenny.

—¿ Muy lejos? —le preguntó a su vez May, mirando.

—Sí; como un puntito, allí donde están esas rocas. No; estás mirando a otro sitio. Mucho más allá —indicó Jenny.

—¡ Pues sí que tienes vista! —dijo May.

La figura se acercaba, pero aún se hallaba demasiado lejos para poder distinguirla bien. Mientras, observaban las golondrinas de mar que, guardando las distancias, daban vueltas en grupos.

—¿Quién será? —musitó Jenny.

—No recuerdo haber visto a nadie en la playa hasta ahora —dijo May.

—Ni yo tampoco. Es un hombre.

—¿Sí?

—Creo que sí —agregó Jenny.

—Quedarán las huellas en la arena cuando haya pasado —dijo May.

De pronto, Jenny se puso pálida como una muerta; después enrojeció y de nuevo palideció, dejando caer el collar de conchas que había estado ensartando.

—Creo que le conozco —murmuró.

—¡Anda allá! —dijo May burlonamente—. A no ser que sea Fuz.

—No; no es él. May, me gustaría estar sola cuando llegue. ¡ Oh!, creo que no me quedaré. Sí; lo haré. No; no te vayas. Quédate también. Es él Sí.

Maurice se acercó a ellas. Parecía no haber cambiado desde aquella noche, cuando, al extremo del patio, se descubrió saludando a Jenny y a Irene.

—Estaba... estaba pensando si te encontraría aquí —dijo.

Su presencia turbó a Jenny menos que su lento avance. Le saludó con naturalidad como si lo hiciese a un conocido con quien se encontrase todas las mañanas.

—Hola.

Maurice permaneció silencioso.

—¿Qué mañana más hermosa, ¿verdad? Esta es mi hermana May.

Maurice se descubrió por segunda vez.

—Podría... dijo mirando a Jenny con atención—, podría... —terminó la frase con rapidez—. ¿Puedo hablar a solas contigo unos minutos?

—¿Para qué?

—Quería preguntarte una cosa.

Por unos momentos Jenny se debatió consigo misma. ¿Por qué no? Ya no tenía él poder alguno para conmoverla. Ahora podía mirarle fríamente mientras permanecía de pie en la playa: un extraño, que no significaba nada para ella y le importaba menos que un trozo de madera arrojada a la playa por la marea.

—En un minuto estaré contigo —le dijo a May.

—Bien, entonces me voy. Tanto gusto en conocerle —dijo May estrechándole la mano tímidamente.

Maurice y Jenny se quedaron mirándola mientras se alejaba. Cuando 3ra no podía oírlos, Maurice exclamó:

—¡Jenny, Jenny! ¡Cómo he soñado con este momento!

—Pues, hijo, cualquiera diría lo contrario. ¿ Qué tal por Tánger?

—Si, yo...

—Escucha —dijo Jenny con seguridad—. De nada sirve que empieces, porque no quiero escuchar lo que digas. No quiero.

—No merezco que me escuches —asintió Mau— rice humildemente—. Sin embargo, te lo pido.

Quizá algo en su voz, algún eco vibrante de ruegos pasados, la conmovió de manera que a través de una laguna de cuatro años pareció la Jenny de aquellos días.

—¿ Para qué?

Parecía estar impaciente por tener la oportunidad de darle una explicación y sin duda se hubiese volcado en un torrente de apasionadas emociones a no ser porque Jenny vio que May le hacía señas desde lejos.

—Quiere que vaya.

—Pero, ¿volverás aquí?

—¡Quizá. Es posible que regrese por aquellos acantilados —dijo señalando hacia Crickabella— Pero no sé. Creo que no vendré. No trates de verme en mi casa, porque no te conoceré.

Se alejó de él corriendo por la arena hacia donde estaba May.

—Por qué hacías señales de esa manera? —preguntó.

—Creo que alguien ha estado vigilándote,-dijo May, pálida y preocupada.

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