Carnaval

Carnaval


CAPITULO XII

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CAPITULO XII

JENNY CRECE

Después que pasó la temporada de bailes de disfraces en Covent Garden y cuando Jenny había cumplido ya veinte años, comenzó a asaltarla, de vez en cuando, el miedo a envejecer. Venía a ella en rachas, como una premonición que invadía de un modo espectral el vacío de su mente. Las diversiones sin tregua tenían a la joven en un perpetuo estado nervioso. Día tras día se esforzaba por conseguir mayor independencia en sus triviales placeres, a pesar de que cada capricho logrado sólo contribuía a aumentar el fantasma obsesionante de otra hora pasada para no volver más. Padecía frecuentes dolores de cabeza y paroxismos de depresión. Tenía una vaga consciencia de que algo podría curar su descontento y una o dos veces, en momentos de laxitud extrema, se sorprendió envidiando a las muchachas que parecían ser tan felices al lado de sus dóciles amantes. Empezó Jenny a considerar posible el formar pareja con cualquiera de los adoradores que llenaban las horas aburridas de los domingos por la tarde; llegó hasta premiar al más insistente con un “sí” rotundo, cierta tarde, en los almacenes de muebles de la Compañía Hackney; pero cuando el galán, aturdido y sonrojado, discutía con el dependiente las ventajas comparativas entre las camas de latón dorado y las de hierro, Jenny comprendió de pronto lo disparatado de la idea y huyó velozmente de aquella selva del mobiliario.

Estas momentáneas transigencias con la feminidad la conducían a más grandes y apasionadas luchas en pro de su loca independencia; con la sombra incolora e imprecisa del matrimonio llenándole el alma se agarraba al presente de una manera febril; pero las aventuras de la juventud iban cayendo a su alrededor, deshechas como copos de nieve y hasta sus transitorias parejas de la puerta del escenario comenzaban a serle intolerables. Erale imposible echar por tierra —a pesar de toda su destreza y orgullo— las actitudes dominadoras que aquellos muchachos adoptaban en seguida a su lado y odiaba la pobreza de los besos que les daba y la incomprensión de ellos respecto a su condición de mujer.

¿Cuál sería, entre todos, el príncipe enviado por el Destino? No ciertamente aquel con marcados pliegues bajo los ojos; ni el otro de manos frías y húmedas; ni tampoco el de la cara llena de lunares. El amor era un mito, una trampa ilusoria para cazar mujeres incautas y hacerles perder su libertad dentro del matrimonio; era como la leyenda del viejo Noel, que resultó ser su madre saliendo de puntillas de su alcoba, allá en los días de la infancia. El amor era para ella otra leyenda.

Jenny preguntó a Irene si el amor de “Romeo” la había hecho feliz y cuando su amiga le dijo que éste le gustaba mucho, le preguntó cuál era la ventaja de todo aquello.

—No veo nada práctico —añadió—, ni que te cases tan siquiera. Vais juntos a un lado y otro, viendo pisos, mientras él está en Londres, y cuando marcha a París pasas el tiempo diciendo a las amigas que tú también irás pronto allá para casarte con él y al mismo tiempo andas por ahí con los otros, lo mismo que hago yo. Sé de sobra que en tus amores no hay nada serio.

—Bueno, pues si lo sabes, no lo cacarees por ahí.

—Creo —prosiguió Jenny-que ese chico se está burlando de ti. ¿Por qué no me enamoro yo? Pues precisamente porque no soy tan necia. Además, tú tampoco estás enamorada, mujer; eso no es más que una especie de juego que os traéis para pasar el tiempo.

—Bien, ¿y a ti que te importa? —contestó Irene enojada.

—No seas simple. Nunca he visto a nadie como tú, que se sulfure a la primera palabra. Yo sólo pretendo averiguar qué es el amor.

—Ya lo sabrás algún día.

—¡Bah! Algún día también me tiraré al río. No creas que lo digo en broma, Irene. Muchas veces pienso que soy muy rara. De verdad que lo pienso. A veces bailo y rió y me divierto hasta no poder más y de pronto me entran ganas de llorar. ¿Por qué?, pregunto yo. ¿Qué motivos tengo para llorar? Ninguno. Sin embargo, lloro por nada infinidad de veces.

Jenny comenzaba a observarse. El auto-análisis alboreaba en ella. No meditaba sobre la vejez, la enfermedad o la muerte, cuyo espectros tan pronto acudían a su mente apresurábase a desechar. Tampoco examinaba su conciencia como un neófito del Catolicismo. Sin embargo, los frecuentes dolores de cabeza y los arrebatos de depresión eran tan desconcertantes que ella se veía obligada a investigar la causa.

La primera explicación que se dio fue]a edad, pero como le resultaba difícil creerse vieja a los diecinueve años, consideró la salud como única razón plausible; claro que, realmente, tampoco podía juzgarse una enferma. Pensó después si la desilusión provocaría aquellos trastornos y calculó que si de pronto le ofreciesen el puesto de primera bailarina desaparecerían para siempre sus lágrimas. Finalmente, durante un cálido atardecer de mayo, decidió, estremecida, que lo que necesitaba era enamorarse. El deseo, mezclado con el penetrante aroma de los lilos en flor, entró a través de la ventana donde el sol ponía luces de zafiros, llenando el alma de Jenny de inefables aspiraciones; se enroscó a su corazón, haciéndola murmurar tímidamente, débilmente, dulces palabras amorosas. Desde aquel momento se dedicó a buscar al amante desconocido entre todos sus conocidos; masculinos. Comenzó a imaginar que la luz eléctrica no era la causa del brillo en los ojos azules de algún individuo acabado de presentar; pero, al volver a verlo al siguiente día, se daba cuenta de su error y lo encontraba aburrido, volviendo, tras esto, a sus antiguas afirmaciones despreciativas respecto a los hombres. Además, la dejaba perpleja la facilidad con que los atraía. ¿Qué poder de fascinación era el suyo? Se lo preguntó a Irene, quien le hizo saber que era “lo que se dice una coqueta”. Aquello era falso; ella no coqueteaba con nadie o por lo menos, lo hacía de un modo inconsciente. Los hombres le decían que les provocaba, lo cual la obligó a deducir que debía de poseer, sin haberse dado cuenta, el poderoso atractivo de una “mujer fatal”. Algo más tarde, pensó si el secreto estribaría en mostrarse deliberadamente encantadora un momento y al siguiente arisca y desabrida. Los hombres —tontos de remate— encontraban el juego muy divertido y la supuesta dureza de corazón les atraía más.

De todas maneras, ¿ qué le valía esto para ganar renombre? Podía bailar mejor que muchas de las que tenían números aparte, y, sin embargo, ella no lograba librarse de la primera fila del conjunto en la escena. ¿Para qué trabajar? Nunca lograría otra cosa; continuaría siempre indefinida para el público, una muchacha de tantas que llenaban el escenario. Nunca conocería la gloria ni avanzaría hacia el proscenio para recoger aplausos y ramos de claveles y violetas durante las reverencias finales. Jamás llegaría a primera bailarina. Pero, ¿qué más daba, después de todo? Y con un sentimiento de amargura recordó los deslumbrantes sueños infantiles y revivió el esplendor rosa y plata que un traje de bailarina significaba entonces para ella, mientras ahora aquello mismo le parecía un atavío charro, lleno de ridícula falsedad.

—Imagínate —dijo a May—, yo quería ser Colombina y bailaba por las calles de Islington. ¡ A quién se le ocurre! ¡ Debí de ser una niña bien rara!

Colombina aparecía repetidas veces en los ballets que servían de apertura a los espectáculos del Orient, pero Jenny nunca representó el papel de aquel elusivo personaje. Una vez hizo de Arlequín, sustituyendo a una chica enferma. Resultó, por cierto, un Arlequín encantador, con la chaquetilla ceñida, a rombos negro y oro.

Jenny pensaba, muchas veces, por qué habría tenido tantos deseos de ser mayor.

—Solía creer que era algo maravilloso ser mayor. Y no hay nada después. ¡Si tan sólo pudiéramos realizar lo que soñamos de niños! Pero no es posible.

—¡Oh, Jenny, no hables tanto y vístete pronto —dijo Irene—. ¿No vas a salir esta noche?

—Creo que sí —contestó Jenny—, aunque no tengo muchas ganas. Me gustaría conocer a alguien... distinto... ¡Bueno, ya lo solté!

—¡Mírenla!... ¡Miren a Jenny Pearl!

—Es que estoy cansada de salir contigo.

—¡Vaya frescura! ¿Y por qué?

—¡Oh, porque siempre es lo mismo!

—Estás loca perdida. ¿ Qué te ha pasado?

Irene permaneció molesta un rato. Luego preguntó:

—¿Has visto ya la tintura que nos han mandado para el vello de los brazos?

—Sí, ¿ por qué?

—El señor Walters dice que todas las chicas tienen que usarla.

—¡Qué frescura! ¡ No sé adonde vamos a llegar!

—Es que alguien dijo que las Hespérides no parecían muy bellas vistas desde la primera fila de butacas.

Jenny examinó la botellita morada. Después de la indignación del primer momento comenzó a considerar divertidas las transformaciones que produciría la mixtura. A la mañana siguiente, despierta en cama, pensó que podría teñirse el cabello. La tradición de su hermosa cabellera rubio platino que ensombrecía, por contraste, los ojos azules, todavía persistía en la calle Hagworth. Otras muchísimas muchachas se habían teñido y ya en alguna ocasión anterior Jenny tuvo intenciones de hacerlo, pero la molestia de comprar el tinte le había quitado el entusiasmo. Ahora tenía oportunidad de probar. Saltó de la cama y fue a examinarse críticamente en el espejo, tratando de imaginar el efecto que produciría si fuese rubia. Desde luego, sería un cambio, algo que variaría la monotonía de la existencia; además, resultaría interesante comprobar si su nueva apariencia provocaría mayores admiraciones e impresionaría a la Directiva del Orient Palace; pero, lo mejor de todo, serían las exclamaciones de sorpresa cuando, al llegar ella al vestuario, se diesen cuenta las chicas de la transformación.

Decidido el plan, comenzó a odiar su aspecto presente y a achacarle la culpa de todos los inconvenientes de su vida. Su cabello comenzó a parecerle, por paradoja, algo antinatural. Después de todo, ella había sido rubia de veras y el cambio debía atribuirse a un castigo del tiempo; no era lo mismo que si siempre hubiera sido morena. Recordaba Jenny las glorias de su cutis antes de que perdiesen luminosidad en la sombría atmósfera del Orient. Por un instante la desalentó la idea de dar principio a lo artificioso. Pensó si estos deseos de aclararse el pelo no eran indicios de una temida madurez. Otra vez el fantasma de la vejez volvió a reír a sus espaldas. Pero la contemplación del futuro fue pasajera y Jenny decidió que, de ponerse rubia, cuanto antes mejor; si esperaba a tener treinta años se reirían de ella, y con razón. Era preferible hacerlo ahora.

Aquella noche, Jenny se apropió de una botella del tinte enviado por la Dirección del teatro y entusiasmada con la idea de teñirse, volvió a casa tan pronto como terminó la función, alarmando a la señora Raeburn por aquella llegada intempestiva. ’

—Vuelves muy temprano. ¿Te ha sucedido algo?

—¿Y por qué va a sucederme algo? ¿Qué quieres que me haya sucedido?

—Como no son más que las doce menos cuarto...

—¿Y qué?

—Niña, no debes replicarme así.

—¡ Déjame en paz! Me voy a la cama,

May estaba aún completamente despierta y, por lo tanto, el teñido hubo de ser aplazado. La hermana menor, encantada de ver llegar a Jenny tan pronto, charlaba sin cesar y eran las dos de la madrugada cuando se quedó dormida. Jenny saltó entonces apresuradamente del lecho y a la más tenue luz del mechero de gas efectuó la transformación.

Las horrorizadas exclamaciones de May la despertaron al día siguiente.

—¡ Pareces una visión! ¡ Qué has hecho, mujer!

—No armes tanto alboroto... Me he puesto rubia.

—¡Rubia!... Te has puesto blanca, querrás decir. Levántate y mírate al espejo. Estás horrorosa.

—¿Cómo? —preguntó Jenny alarmada—. Oye, May, tráeme el espejito de mano.

Al contemplarse quedó impresionada. Sin duda había puesto el tinte demasiado fuerte y la escasa luz le impidió darse cuenta del efecto.

—Tienes el pelo que parece de leche —seguía diciendo su hermana.

—¡Calla, chica! ¡No me fastidies!

—Es que estás horrible, Jenny. Me recuerdas aquel canario que tuvo Alfie y que se murió de repente. ¡ Y tan llamativo! ¡ Qué van a decir mis amigas!

—¡Qué me importan tus amigas! ¡Valientes cursis todas ellas! Además, se pasará un poco el efecto. Ahora es que como acabo de teñirlo...

—¡ Qué dirá Alfie!

—¡ Bah! ¡ Que le den morcilla a Alfie i

—¡ Qué bonito! ¡ Vaya modales finos!

—Mira, niña, no me fastidies más. Es mi pelo y hago de él lo que me da la gana.

—Por supuesto que es tuyo. Tal como está nadie lo querría.

—Hoy no bajaré a desayunar. Diles que tengo jaqueca y súbeme una taza de té, ¿quieres?

—De nada te valdrá. Mamá vendrá a ver qué te pasa. Así es que no seas tonta y baja. Has de tener que hacerlo, quieras o no...

—May... Ahora estoy arrepentida de haberme teñido. Más pálido que blanco no se podrá poner, ¿verdad?... Míralo qué raro parece. Y si se le pudiera dar un tono más brillante... ¡Ay qué fea estoy!

La señora Raeburn que servía el té cuando Jenny entró en la cocina, quedó con la tetera en alto, atónita al pronto y luego rompió a reír. Charles, por casualidad, también estaba en casa.

—¡ Dios de mi alma! —exclamó Florence.

—Bien, no empecéis. Sé de sobra cómo estoy. Lo hice porque quise ver si me favorecía —dijo Jenny excusándose.

—Para otra vez creerás quedar más guapa cortándote la cabeza —expuso Charles.

De repente, una idea asaltó a Jenny.

—Lo hice por causa del teatro —explicó—. Al fin, creo yo que... ¡Ah, bueno!... No estéis mirándome todos, como si nunca hubierais visto una chica rubia. Ya os acostumbraréis a este color.

—Yo no podré —suspiró Charles—. No me acostumbraré a verte así, aunque viva mil años o no me muera nunca.

—¡A quién se le ocurre!... —decía la señora Raeburn—. Y tendremos tan mala suerte que hoy precisamente se le ocurrirá a tu tía Mabel venir a vernos y me preguntará en qué estoy pensando para haber consentido tal disparate.

—¿Qué me importa eso? —manifestó Jenny en tono de desafío—. ¿Quién es ella para atreverse a decir nada? Yo puedo hacer de mi peló lo que me dé la gana sin necesidad de pedirle permiso a ella...

—Vamos a ver, ¿qué dirías tú si yo fuese y me tiñese el pelo? —preguntó Charles—. ¿Qué dirías si volviese a casa del color de un caramelo de limón? Dime, niña, dime. Esto es lo que me interesa saber.

Un silencio lleno de risas ahogadas presidió el desayuno; Jenny, bajo las miradas burlonas de su madre y su hermana, comenzaba a sentirse muy pesarosa del cambio. Al fin, dijo resueltamente:

—Bien, ya no tiene remedio. Ya está hecho.

—¡Hecho... polvo!, diría yo —corrigió Charles. La mañana era nebulosa, y la cocina del número 17 estaba muy oscura; pero el sol salió un momento y vino a poner un reflejo sobre la cabeza teñida de la muchacha.

—Aún está peor de lo que yo pensé al pronto —dijo Florence—. Pareces el payaso de un circo.

—A mí me parece aquella gaseosa que tomamos el lunes de Pentecostés— añadió el padre.

—Bueno, ¿qué más da? —gritó Jenny, echando a correr escaleras arriba. Cuando volvió a bajar venía preparada para salir.

—¿Te atreverás ir así a la calle, de día?-preguntó May.

—Déjala —manifestó la señora Raeburn—. El sombrero tapa bastante. Lo único que le pido es que si hay visita en casa, cuando vuelva, tenga la prudencia de no quitárselo.

—Eso es asunto mío y ya veremos lo que haré —protestó Jenny.

Al llegar al vestuario se tranquilizó. Las chicas afirmaron que el cambio la favorecía mucho.

Siguió a esto una epidemia de tinturas y hasta Irene encubrió el magnífico tono cobrizo de sus cabellos, poniéndolo de un color indefinido y veteado. El transcurso de las semanas fue mejorando el de Jenny y la misma familia llegó a reconocer que no había cometido ningún disparate. Alfred era el único que se obstinaba en pensar lo contrario y declaraba que su hermana merecía unas bofetadas. En cuanto a los galanteadores la persiguieron con mayor insistencia, pero sin la suficiente ligereza para atraparla.

—Ahora sí que voy a encontrar un chico que valga la pena —confió a sus compañeras—. ¡ Ojalá pudiera enamorarme!

—¿Qué te parece mi Artie? —preguntó Elsie Crauford con orgullo.

—¡ Tu Artie!... ¡ Valiente mamarracho!...

—Bien se ve que no le has visto con el traje de etiqueta.

—¡ Ay, qué gracia! ¿ Pero se ha comprado uno?... ¿Oís esto, chicas? El gran millonario se ha comprado un traje de etiqueta... ¡Qué risa!

—Eres una ordinaria, Jenny Pearl.

—Pero, hija, por Dios, ¿adonde va a parar, vestido de etiqueta, cuando probablemente no tiene en el bolsillo más que la llave de la puerta y un penique falso...

—Eres odiosa.

—¡ Artie vestido de etiqueta!... ¡ Si es para troncharse de risa!

—¡ Cállate, Jenny ¡-gritó Elsie iracunda, golpeando el suelo con el pie.

—No te enfades, mujer. Supongo que fuiste tú quien le habrá aconsejado no comer en una semana para ahorrar el dinero y poder comprar el traje.

—¡ Ojalá te enamores y te hagan un crío y luego te dejen plantada, como hizo Jack con Nellie Marlowe!

—Miren qué simpática. Pero, no te apures. Yo no soy Nellie, ¿sabes?, y eso no le sucederá a Jenny Pearl.

Aquella noche una tronada estropeó el sombrero de Jenny.

Al día siguiente compró uno nuevo, color verde pálido, con cerezas colgando a cada lado.

—Creo que este sombrero me va a traer suerte —dijo.

—Las cerezas» bueno; pero lo que es el verde... no creo que sea un color de suerte —manifestó Irene.

—Bueno —contestó Jenny—, de todos modos, ya veremos...

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