Carnaval

Carnaval


CAPITULO XIII

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CAPITULO XIII

EL “ballet” DE CUPIDO

La tormenta que echó a perder el sombrero de Jenny estropeó también el verano. Vientos muy fuertes en los atardeceres de agosto comenzaron a desprender las hojas de los árboles, se hacía de noche en seguida y la gente caminaba apresuradamente por las calles donde antes Les gustaba detenerse. El nuevo sombrero de la muchacha, lleno de cerezas, resultaba extraño para aquel mal tiempo y los transeúntes se volvían a mirarla cuando bajaba por Covent Garden en dirección al Orient Palace, Setiembre trajo vientos más fuertes y amenazadores nubarrones; pero Jenny, con los constantes ensayos de un nuevo ballet, no teñí» ocasión para preocuparse de los atardeceres helados ni de las oscuras noches sin luna durante su ir y venir a la calle Hagworth.

En el Orient se vivía en un ambiente de excitación, a causa del nuevo ballet, que se esperaba eclipsaría la fama de los anteriores. Dos bailarinas habían llegado de Roma; golondrinas de invierno que parecían traer en su ardiente ligereza un recuerdo de Italia. Un premier danseur más ágil que un torero vino desde Madrid y lograron también que un iracundo profesor de baile se desplazase desde Milán. El estreno de Cupido estaba ya pisando los talones del teatro, aun apenas preparado, y ello motivaba que el maestro carpintero riñese con los electricistas, éstos insultasen a la propietaria del guardarropa, el peluquero hablase velozmente en francés con el dibujante de los trajes, quien le respondía en italiano de la misma rápida manera. De cuando en cuando, el empresario preguntaba a gritos desde el fondo del patio de butacas la causa de aquel retardo. El nuevo profesor de baile, después de haber provocado con sus furores frecuentes ataques histéricos en la mayor parte de las chicas, dejaba caer el peso de su ira sobre el intérprete, acusándole de no haber transmitido bien sus instrucciones. Las dos bailarinas italianas se peleaban entre sí de una manera sin precedentes en los anales del teatro y el danzarín español casi lloraba, porque las letras de su anuncio eran unas pulgadas más pequeñas que las de sus rivales femeninas. Al traspunte le salieron numerosas canas. Todos hablaban al mismo tiempo y la puntualidad del director de orquesta sobrepasaba los límites de lo imaginable.

Después del ensayo general, que duró once horas, las personas que tenían alguna relación con el Onent pronosticaron que Cupido sería un fracaso. Sin embargo, el 21 de setiembre el ballet se estrenó con formidable éxito. El argumento era el Amor triunfante a través del tiempo desde los azafranados velos y las antorchas nupciales iluminando con vacilantes reflejos la cámara de Psiquis hasta el Londres moderno, transformado por el dios niño en un jardín colgante de Babilonia, pasando antes por las coronas tejidas con rosas de la corte del Rey Arturo y las mímicas pasiones de Versalles.

La escena tercera representaba una fiesta campestre estilo Wateau, durante el atardecer. Macizos de lavanda y claveles florecían al pie de las estatuas que gradualmente iban desapareciendo entre las sombras a medida que el sol dejaba paso a la roja luz de las linternas. El escenario era un armonioso conjunto de gris, plata oxidada y rosa. Hasta el mismo Amor parecía embrujado y las bailarinas se movían con majestuosa lentitud. La progresión del baile, tan poco vivaz, dio a Jenny ocasión de observar a la concurrencia. Paseó su mirada por las diversas localidades del teatro y la detuvo sobre un rostro que se destacaba con claridad en la luz azulada que provenía de la parte superior de los palcos, consciente del repentino interés, no igualado jamás en ocasiones anteriores, que aquel rostro fe producía. Por primera vez experimentó la sensación que la orquesta no formaba una ancha barrera entre ella y la fila de butacas, pareciéndole que sólo con inclinarse hacia delante podría tocar al desconocido. Contuvo el impulso de sonreírle, pero extremó la perfección de sus movimientos y a partir.de aquel momento bailó como no lo había hecho desde muchos meses atrás. Cuando el compás del minueto aceleró para dar entrada a una de las primeras bailarinas y las demás figuras en la escena permanecieron inmóviles, Jenny quedó en uno de los lados, muy cerca del público. Allí, junto al resplandor de las candilejas que le impedía precisar la sala, el auditorio resultaba impenetrable a los ojos de la muchacha; pero el hombre de la butaca, como si se diera cuenta de que ella lo buscaba en la oscuridad, chasqueó un fósforo. Jenny vio entonces, de nuevo, aquel rostro que la atraía y guiada por la punta incandescente del cigarro que él había encendido, susurró a Elsie Crauford qué estaba a su lado:

—¿Ves ese de smoking, en la primera fila?

—¿Cuál?

—El del cigarro. Ese que está al lado del hombre gordo que se abanica con el programa. ¿Lo ves ahora? Te apuesto a que esta noche le conquisto.

—Tú crees siempre que todos te están mirando.

—No; no todos. Pero lo que es ése, sí.

—¡ Claro! ¡ Si tú te lo comes con los ojos!...

—No es eso, no.

—Además, ¿de dónde sacas todo eso? No veo que te haga ninguna seña.

—Sin embargo, te apuesto lo que quieras que hoy me espera a la salida del teatro.

—Creí que no te importaban los trajes de etiqueta.

—Pero, mujer, no vas a comparar a Artie con ése de la buataca.

—¡ Claro que no!

—¡Claro..., clarísimo! —terminó burlonamente Jenny.

La pose final de la primera bailarina se sostuvo un momento, entre los frenéticos aplausos del público. ¡Sonó el aviso del director de escena. Por último, cayó el telón y las ochenta muchachas corrieron al vestuario a fin de cambiarse para la escena final.

—¡Abajo, señoritas! —gritó el traspunte. Y todas volvieron presurosas a ocupar sus puestos en el escenario.

El telón se alzó de nuevo. Representaba la escena Piccadilly Circus, húmedo y gris. Figuras imprecisas danzaban en zarabanda de sombras, a los sones de una triste melodía de Tschaikovsky. El oboe lanzaba sus quejas; los demás instrumentos de aire parecían imitar el reclamo de los pájaros hasta que al fin aquellas notas fueron muriendo en un solo de flauta, dulce y suave. Luego, estrepitosamente, resonó el timbal. Un oblicuo rayo de luz cayó sobre la figura marmórea de Cupido [17], animándola con la vida, hasta que al fin saltó de su pedestal y ligero y apasionado vino alegremente al centro de la escena, haciendo desaparecer la melancolía. Cayeron rosas de las nubes» florecieron los lirios, temblando al viento acompasado por la orquesta. Una fuente manó del pedestal abandonado por el dios y la escena fue como una apoteosis de colores. Las primeras bailarinas guiaron a las demás en una procesión báquica, alrededor de la giratoria figura de Cupido. En medio del estrépito de cimbales y campanas recorrieron saltando un encantado Piccadilly. Todas aquellas figuras parecían arrancadas de un lienzo del Tiziano, descolorido por el brillante sol de Venecia. Algunas personas del auditorio prorrumpió en aplausos y aquellos palmoteos aislados hacían el efecto de castañuelas hasta que, al adquirir la danza una progresiva rapidez, las aclamaciones surgieron de todas partes del teatro, llegando al escenario semejantes al rumor de las olas.

Jenny, vestida con una túnica de seda marfil salpicada de rosas oscuras, los cabellos sujetos en una redecilla de oro, volvió de la embriaguez que el baile habíala causado para fijar sus ojos en la fila delantera de butacas; los del hombre parecían trazar una ardiente senda a través de los arpegios de los violines, y aunque consciente de que él aguardaba algún signo, de aquiescencia a su admiración, le fue imposible hacer ninguno. De resultarle más indiferente, sin duda le hubiera sonreído, pero por vez primera en su vida se sentía emocionada a causa de un hombre y un sentimiento de vergüenza la sobrecogía, poniendo hielo en sus miradas mientras le inflamaba el corazón.

Bajó y volvió a alzarse el telón repetidas veces y una lluvia de flores cayó a los pies de las bailarinas. El fuerte perfume de los claveles casi se bacía perceptible en la atmósfera del teatro. La emoción del público igualaba a la de los artistas, patentizando el triunfo de la obra.

El hombre de la primera fila, inclinado hacia delante en su butaca, fijaba en Jenny sus ardientes miradas como si con ellas le ofrendase un ramo de flores. Cayó el telón definitivamente, ocultando a la joven la vista del público y dejándola sumida en una inmovilidad angustiada, cual si la separase de algo querido, en vez de hacerla sentir la habitual sensación de alivio que la apresuraba hacia el vestuario. De súbito, también se dio cuenta que apenas iba vestida y mientras lentamente subía las escaleras en dirección al cuarto 45 no supo si entristecerse o alegrarse de su desnudez. Una vez reunida con el grupo parlanchín de las chicas, Jenny comenzó a calificarse de tonta y a burlarse de su debilidad, achacándola a la emoción del estreno. Con todo, en el fondo, continuaba calculando si él la aguardaría al final del patio, ya que no había hecho el menor gesto ni con la mano ni con el programa que confirmase aquella suposición suya. Además, ¿ cómo sería él realmente, después de tratado? Sin duda tan odioso, tan presuntuoso como los demás; sin duda destrozaría en seguida la magia momentánea que la había despertado del aburrido sueño que era la vida ordinaria.

Comenzó a desnudarse apresuradamente, al par que dejaba volar su imaginación, hasta que, al fin, sintiéndose exhausta, se sentó en el banco, dándose cuenta entonces que las chicas, frente a ella, la miraban curiosamente. Se turbó, deseando que su azoramiento pasase inadvertido.

—¿Vas a salir hoy? —le preguntó Irene.

—Si quieres...

—Creí que ya estabas comprometida —observó irónicamente Elsie Crauford.

—¡Cállate! —exclamó Jenny con enojo.

—Tú misma me lo has dicho.

—¿Dicho el qué?

—Que puesto que mi Artie había comprado un traje de etiqueta» tú no eras menos y también tenías un acompañante vestido igual.

—¿Te callas, sí o no? —saltó airadamente Jenny—. Porque de no callar, Elsie Crauford, vas a pasarlo mal. Como vaya y te dé un puñetazo, ya veremos qué queda de ti y de tu traje de etiqueta, ¡idiota!

Elsie calló y Jenny volvió a su tocado.

—¿Es verdad eso? —le preguntó Irene 4b voz baja.

—¿Qué?.

—Que vas a salir con uno de butacas.

—¡ Qué barbaridad! ¡ Qué curiosas nos hemos vuelto todas! No es verdad, y aunque lo fuese a ti tampoco te importa.

—¡Vaya genio que nos gastamos, niña! Pero date prisa. Ni aun has comenzado a quitarte la pintura.

Aquella noche érale imposible a Jenny apresurarse, a pesar de su vivo deseo por abandonar el teatro cuanto antes. Mientras veía salir a las chicas se recriminaba por haber manifestado a Irene intenciones de salir con ella, ya que si él estaba en el patio la presencia de su amiga estropearía todo. Al verlas juntas, al sentirlas reír, el desconocido creería que se burlaban de él y no las acompañaría. Deseaba, ahora, que Irene, impaciente, no la aguardase, pero ésta parecía dispuesta a perder el tiempo, aunque ya se habían quedado solas en el vestuario.

—¡ Pero muévete, mujer! —exclamó al fin.

—No puedo ir más de prisa, Irene, y si te cansas de esperarme, vete.

—Van a encerrarnos en el teatro —advirtió la otra.

Por fin terminó Jenny su arreglo y salieron al patio, donde el frío de la noche de setiembre se dejaba sentir. Allí estaba él. Instintivamente reconoció Jenny la figura tocada con sombrero de copa y envuelta en un amplio abrigo. Retrocedió del mismo modo instintivo, agarrándose el brazo de su amiga, consciente del intenso rubor que de seguro era visible, aun en la oscuridad.


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¿ Quién es? —susurró Irene.

—¿Quién?

—Aquel individuo plantado al final del patio. —¿Cómo quieres que lo sepa?

Las dos muchachas pasaron ante el hombre. Este vaciló un instante y por fin, pareciendo hacer un esfuerzo, avanzó hacia ellas, sombrero en mano.

Irene se echó a reír tontamente.

—¿Qué haces aquí tan solitario? —preguntó Jenny, hablando con voz firme» a pesar de su azaramiento interior.

—Te esperaba, porque me gustó cómo bailaste —contestó él sencillamente.

—¿De veras? ¿Y qué me impor...-Jenny se detuvo de pronto, dejando inacabada su muletilla habitual, que le pareció inadecuada en aquel momento.

—¿ Queréis cenar conmigo? —preguntó el hombre.

—Como quieras.

—¿Dónde queréis ir?

—Me es igual —contestó Jenny.

—¿A Gatti?

—Bueno.

—Pero, ¿ te gustará ir a Gatti? —insistió el desconocido.

—Sí, me parece bien.

—¿Cabremos los tres en un “hansom”?

—Desde luego.

Al poco rato se bamboleaban alegremente sobre los rojos cojinetes del coche, camino de Gatti.

—Cómo te llamas? ¿Claude? —inquirió Jenny.

—No; Raeburn —contestó él.

—¡ Ah, vaya nombre! ¡ No me gusta!

El joven pareció vacilar. Por un instante sus ojos se clavaron en los de Jenny. Luego dijo:

—Bueno, en realidad no me llamo así. Mí verdadero nombre es Maurice... Maurice Avery.

—¡ Oh! ¡ Y
no querías decírnoslo! —exclamó Jenny palmoteando—. En castigo te llamaremos William el Precavido.

—¿Por quién nos habías tomado? —preguntó Irene molesta de aquella desconfianza.

—Mujer, eso no se pregunta siquiera —dijo Jenny.

—No, no. Perdonadme. Ha sido una tontería.

—¡Vaya! ¡Ahora la emprende consigo mismo! ¡Qué hombre!

Afortunadamente, un obeso camarero se interpuso con el plato pedido, dando oportunidad a Avery para recobrar su aplomo. Jenny, en tanto, lo observaba pensando complacida que el nuevo amigo tenía una piel tersa, unos ojos profundamente azules y una boca juvenil en la que relucían los blancos dientes; pero lo que más le agradaba en él eran sus modales, un poco reservados, que sin embargo guardaban cierta serena confianza, como de persona acostumbrada a la popularidad.

—¿Qué te hizo venir al estreno? Yo pensé que el ballet sería un fracaso —dijo Jenny.

—Me alegro mucho de haber estado hoy en el teatro. Claro que vine por obligación, pues soy un crítico de la Prensa y tengo que escribir la reseña de la obra para mi periódico.

Algo en su manera de expresarse hubiera indicado a una persona de mundo que Avery era un crítico novel.

—¿Entonces eres reportero? —preguntó Jenny.

—Bueno, reportero precisamente no; pero algo por el estilo.

—Pues no lo pareces. Conocí a un reportero que quiso, retratarme en traje de baño para el “Fluffy Bitts” pero vivía en un piso demasiado alto para una muchachita como yo.

Maurice Avery deseó que Jenny estuviese sola; en tal caso, hubiera podido hacerle comprender la diferencia entre un reportero y un crítico teatral, pero juzgó inoportuno el momento y se volvió cortésmente hacia Irene.

—Estás muy callada.

—Pero observo —contestó ella.

La conversación se hacía difícil, tan difícil como el plato de macarrones al gratín que estaban comiendo. Maurice sentía mayores deseos de que Irene se fuera, pero poseía un gran sentido de justicia que le obligaba a extremar su amabilidad con ella» a pesar de que todo su interés se concentraba en Jenny.

Por fin los aromas del café borraron la impresión desagradable de la comida y al poco rato los tres se hallaban en la calle.

—Me vais a perdonar que no os lleve a vuestras casas en coche —dijo Maurice—, pero hoy me es absolutamente imposible. Tengo que escribir mi crónica para el periódico antes de las tres de la madrugada. ¿Podríamos volver a vernos mañana?

Interiormente lamentaba que la cortesía le obligase a incluir a Irene en la proposición.

—Está bien, William el Sabio —contestó Jenny.

—¿Y dónde?

—¡Oh, no sé!... A las tres y media, a la puerta del teatro. Buenas noches.

Sé estrecharon discretamente la mano y aunque Maurice retuvo la de Jenny algún tiempo más de lo necesario, conservó también la de Irene lo suficiente para que aquélla no sintiese malestar por la atención que el joven prestaba a su amiga.

Jenny e Irene se encaminaron en dirección a la estación del metro, en Leicester Square.

—Bien pudo habernos acompañado en coche hasta casa —se quejó la segunda.

—No veo el por qué —dijo Jenny.

Irene miró perpleja a su amiga.

—Siempre eres tú la que criticas lo que hacen los individuos que nos acompañan.

—Me gusta Maurice —replicó Jenny—. Y lo que es más; creo que todavía me gustará mañana.

La tarde siguiente las dos muchachas caminaban por Shaffesbury Avenue cuando percibieron a Maurice curioseando las fotografías colocadas en la parte exterior del Orient.

—¡Allí está! —exclamó Jenny.

Avery se volvió hacia ellas.

—Sois puntuales —dijo.

El té que fueron a tomar a un establecimiento elegido al azar resultó aburrido. La amistad no parecía progresar. Charlaron de un modo indiferente sobre varios asuntos sin importancia, y Jenny comenzó a pensar si, después de todo. Maurice sería tan “pelmazo” como los demás.

Cuando llegó la hora de que las chicas marchasen al teatro, Maurice dijo con acento desesperado:

—¿Podré acompañarte... digo, acompañaros a casa esta noche?

Se corrigió a tiempo para no excluir a Irene en la demanda.

—Esperaré en el patio hasta que salgáis —añadió.

Llovía aquella noche y Maurice se sintió contento cuando las vio venir.

—¿Cogemos un coche —preguntó— o vamos primero a beber algo?

Sentados en el Monteo, Jenny y Maurice se olvidaron de todo, excepto de mirarse. La sala, para ellos, parecía estar atestada de ojos; no los de la rumorosa concurrencia que ocupaba las mesas, sino los propios centuplicados y ardientes. Jamás una noche londinense les había parecido más alegre que aquélla, ni nunca la crema de menta había tenido un color tan deliciosamente verde. Discutieron sobre cuestiones de amor y de celos. Así como Romeo vaciló antes de unirse a la fatal mascarada [18], así Maurice parecía impulsado a hacerse pasar por un infeliz.

—Yo no podría ser celoso —confesó—, creo que cada cual tiene derecho, si quiere, a amar dos o tres personas distintas al mismo tiempo.

—¡ Oh, no! Yo no lo toleraría —dijo Jenny.

—Pues sí; los celos son algo absurdo, completamente absurdo. Es natural que la gente guste de variación... Diferentes caracteres, diferentes personas... El único inconveniente es cuando están reunidas.

Había cogido la mano de Jenny mientras hablaba, pero ella al final de la frase desprendióse bruscamente.

—Creo que sé lo que has querido decir —afirmó Irene.

—¿De veras? —observó burlonamente Jenny—. ¿ De veras lo sabes? Estás loca, entonces.

Maurice sintió pena de Irene y le cogió la mano, aunque con menos entusiasmo. La joven la abandonó entre las de él, quien comparó su frío húmedo con la ardiente vitalidad de la de Jenny.

—Si yo quisiese a un hombre —dijo ésta— sería terriblemente celosa.

—¿Qué harías sí lo encontrases con otra muchacha, vamos a ver?

—No volvería a dirigirle la palabra en mi vida.

—¿Y no te parece eso una tontería?

—Tontería o no, eso es lo que yo haría.

—Pues yo no soy celoso —volvió a confesar Maurice—. Nunca lo he sido.

—Entonces eres tonto —afirmó Jenny—. ¡Los celos!... Yo soy terriblemente celosa.

—Es una equivocación —insistió Maurice—. Lo único que se logra es estropear la vida y hacer del placer un fastidio.

—Yo no siento celos de... Ya sabes de quién —intervino Irene.

—¡ Oh! El y tú... ¡Estáis los dos locos! —exclamó Jenny—. Pero si algún día yo quisiese a un hombre...

—¿Qué? —interrogó ansiosamente Maurice.

Dos franceses en la mesa próxima mezclaban ruidosamente las fichas del dominó. A Maurice, esperando el final de la frase, pareciole que aquel ruido tenía una significación extraña.

—¿ Qué? —volvió a interrogar. Y alguien, en otra mesa, llamó golpeando una copa.

Jenny se estremeció.

—Se hace tarde— dijo.

—;Queréis que os lleve a casa en coche? —preguntó Maurice.

Llovía torrencialmente. Se apretujaron los tres en un coche de alquiler y de nuevo la exquisita cortesía del joven estuvo a punto de echar a perder la noche.

—Veamos. Irene vive en Camden Town. Creo será mejor ir primero a Islington y dejar a Jenny en su casa.

Entonces ésta pronunció unas palabras inexplicables para Irene y aún para ella misma.

—No, gracias. Llevaremos a Irene primero.

Maurice le dirigió una mirada rápida, pero ella no hizo el menor gesto revelador de un plan preconcebido ni su rostro expresó el más ligero síntoma de la emoción que él hubiera deseado percibir.

Entraba la lluvia por una de las ventanillas del coche cuyo cristal no pudieron subir, lo que les obligó a apretarse más unos contra otros, mientras el caballo trotaba por la carretera de Tottenham Court, llena de charcos brillantes bajo la luz de los faroles.

—¡ Qué alegre está esto! —exclamó Maurice pasando denodadamente los brazos alrededor del talle de cada muchacha, pero estrechando un poco más el de Irene por temor de que ella pudiera imaginar indeseada su compañía. Después de esto creyose el joven autorizado a besar primero a Jenny y se inclinó hacia ella, buscando sus labios, pero la joven se echó rápidamente hacia atrás, murmurando:

—¡ Ah, tan cerca y, sin embargo, qué lejos!

Después de este intento, se creyó obligado a besar a Irene, quien no le rechazó, pero aceptando la caricia con la misma indiferencia con que le hubiera permitido recoger su pañuelo caído en el suelo. Planearon volver a encontrarse al día siguiente, en el mismo lugar, y por último el coche, dando una sacudida, se detuvo cerca del domicilio de Irene. Saltó Maurice a tierra para ayudar a bajar a la muchacha, y estrechándole cortésmente la mano y saludándola aun cuando ella subía corriendo por una callejuela lateral. Entonces volvió a su sitio en el coche, al lado de Jenny. El cochero dio vuelta al vehículo poniéndolo de nuevo en marcha, bajo la lluvia y la luz de los faroles, sin que entre los ocupantes se cruzase una sola palabra.

—¡Jenny! —murmuró él quedamente, después de un rato de silencio—. ¡Jenny! ¿Me dejas que te bese ahora?

Los brazos de Maurice enlazaron a la muchacha, que no le rechazó esta vez y mientras las gotas de la lluvia danzaban en el camino ante ellos, mientras las luces aparecían y desaparecían por las ventanillas del coche, Jenny se apretó contra el joven tierna y apasionadamente.

—¿Te alegra que estemos solos? —volvió a susurrar Maurice.

—Sí.

—Te habrás dado cuenta que todo el camino he estado deseando este momento.

—No.

—Pues lo he deseado, Jenny. En realidad, lo deseo desde que te vi en el teatro por primera vez. Desde aquel momento has sido la única para mí y quisiera que vivieses a mil leguas de distancia.

—¿Por qué?

—Porque entonces podríamos continuar así durante muchas horas.

—¡Qué tonto eres!

—¡Y tú qué deliciosa!

—¿Dé veras lo soy?

—Desearía que Irene no viniera mañana con nosotros. ¡Tenemos tantas cosas que decirnos tú y yo! ¿Por qué diablos la habré invitado?

—Ahora ya está hecho y no tiene remedio.

Maurice suspiró. Después volvió a estrechar a la muchacha entre sus brazos y permanecieron así hasta que Jenny exclamó de pronto:

—¡ Vaya! ¡ Si ya estamos en Hagworth! Suéltame y buenas noches. Ahora tengo que irme.

Al final de la calle, bajo el alto plátano silvestre, en el mismo lugar donde Jenny había danzado de niña, permanecieron los dos jóvenes silenciosos y enlazados dentro del anticuado vehículo, mientras el cochero fumaba filosóficamente y la lluvia cantaba cayendo en los charcos. Los ruidos del tráfico sonaban remotos y la humedad nocturnal parecía alejarlos del resto del mundo. Para sublimar su amor no necesitaban de la inmensidad azul del Pacífico; bastábales la desolada noche londinense, llena para ellos de presagios de felicidad.

—¡Cuántos momentos deliciosos como éste pasaremos juntos! —murmuró al fin Maurice.

—¿Verdad que sí? —contestó la muchacha.

El caballo piafó impaciente por aquella larga parada y el cochero sacudió la ceniza de su pipa contra el techo del coche.

—¡ Déjame! Debo irme —dijo Jenny.

¡ De veras? —preguntó él.

—Sí.

—Pues otro beso, entonces.

A Maurice cada beso de Jenny le parecía el primero.

—¡Esto es maravilloso! —exclamó.»

—¿Qué es lo maravilloso? —repitió Jenny.

—Todo. Londres y la vida. Tú y yo.

Saltó al camino y cogió a la muchacha entre sus brazos, otra vez, para bajarla del coche.

—Buenas noches, Jenny.

—Buenas noches.

—¿Hasta mañana?

—Sí.

—Buenas noches —repitió él. Y añadió dulcemente:

—¡Bendita seas!

—¡Bendito seas tú! —murmuró la muchacha.

Y luego, sorprendida de haber dicho aquello, corrió bajo la lluvia, rápida y fugaz como la sombra de una nube, mientras el caballo trotaba hacia el lado sur de la ciudad, conduciendo a un enamorado soñador.

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