Carnaval

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CAPITULO XLVII

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CAPITULO XLVII

EN LA NOCHE

Trewhella no dio muestras de saber nada de lo que había ocurrido en la playa. Sin embargo, el instinto de Jenny le hada evitar un encuentro con Maurice. Una o dos veces estuvo a punto de ponerse en marcha; pero nunca llegó a hacer el esfuerzo, y los días de mayo transcurrieron sin que saliera del recinto de Bochyn. Maurice había hecho poca impresión sobre sus emociones; no había acelerado la marcha de su corazón después del primer asombro al verlo aproximarse a lo largo de la playa. No tenía curiosidad por descubrir a qué había venido aquí; con qué fin; con qué impulso. No le importaba lo que había sido de su vida durante estos cuatro años, ni en qué mares ni en qué costas se había aventurado; ni qué mujeres había conocido. Sin embargo, presentía que todas las mañanas se hallaba en el acantilado de Crickabella, vigilando para verla subir por la colina. ¿Iría? ¿Se despediría, al fin, hablándole fría y despreciativamente, azotándole con su desdén y con su orgullo herido y con su muerto amor? Junio estaba próximo y todavía dudaba. Junio llegó azul y esplendoroso. Aún no se había decidido. Frank hacía señas a las mariposas y crecía al sol como una fruta.

—Parece tan feliz como el rey de España —decía el viejo señor Champion—. Es un gran chico. ¿ Entiendes lo que digo, hermoso?

El abuelo se inclinó y le hizo cosquillas.

—¡ Dios le bendiga! —dijo Jenny.

—Ayer fui a Trewinnard y estuve hablando de él a un caballero: creo que es un artista que anda por ahí, pintando. Dice que tiene intención de quedarse aquí todo el verano. Creo que esto le gusta mucho.

— ¿ Cómo es?-preguntó Jenny.

—Tiene aspecto de ser un chico decente. No tiene nada que no me guste. Dicen que es muy tranquilo y un poco melancólico. Pero yo creo que eso es una cosa general en todos los artistas. Y no me asombra, porque debe de ser muy triste eso de pintar un viejo acantilado que ningún hombre corriente miraría dos veces y mucho menos días enteros. Pero me dijo que, en verdad, no era pintor, sino que su oficio era escribir.

Sin duda alguna se trataba de Maurice. Durante todo el día Jenny pensó en él, imaginándoselo allá en los acantilados. La idea empezaba a deprimirla y se sentía obsesionada por su presencia. Sería mejor entrevistarse con él y prohibirle que se quedase. Mañana sería una buena oportunidad, puesto que Zachary iba a Plymouth a comprar algunas cosas para la granja, y no solamente permanecería allí toda la noche, sino que probablemente regresaría al día siguiente por la tarde. No es que le importase si se marchaba o no, pero quería pensar en la cama lo que diría a Maurice, y permanecer despierta al lado de su marido era una cosa inconcebible para Jenny. ¡Cuánto mejor no era estar sola con Frank! Desde luego iría mañana. Quizá Maurice no estaría allí; en ese caso se alegraría y eso evitaría la consternación que su presencia creaba. No daría un paso fuera de Bochyn hasta no saber que se había marchado.

Trewhella salió en aquel momento al jardín, donde estaban sentados. Iba a partir para Plymouth. Tenía el mismo aspecto que la tarde en que Jenny le conoció en Hagworht Street. Llevaba el mismo traje mal confeccionado de paño fino y la misma reluciente corbata roja de satén.

—Me voy a Plymouth —anunció.

—¿Pasarás allí la noche? —preguntó Jenny.

—Creo que sí.

—¿Sí o no?

—Creo que sí.

Nunca daba una contestación categórica.

—¿A qué hora vendrás mañana?

—Supongo que por la tarde.

—¿Por la tarde? —repitió Jenny.

Trewhella miró a su mujer rápidamente.

—Bésame como despedida, querida.

—No, no quiero —dijo Jenny fríamente.

La miró con dureza y se retorció el bigote; después se inclinó y con el dedo dio unos golpecitos en el costado a su hijo, en señal de despedida. El chico empezó a gritar inmediatamente. Trewhella sonrió con sarcasmo y se dirigió al carro, llamando a voces a Veal. Se paró con el pie en el estribo para recomendar algo al furtivo viejo. Luego dijo a Thomas que se bajara para que Veal ocupase su puesto. Se oyó el ruido de las ruedas y todos dieron un suspiro de alivio.

Durante el largo y soñoliento día de junio se quedaron todos a la sombra, deseando poder meterse en el arroyo como el ganado.

—No sé por qué no nos bañamos en el río —dijo May.

—Nos bañaremos con Frank —dijo Jenny.

—Naturalmente.

—Y el abuelo tiene que venir —insistió Jenny.

—No, no —contestó el abuelo sonriendo muy orgulloso por la idea—. ¡No, no, no! Pero podría ir con vosotras a coger mejillones por las rocas.

Jenny pensó quesera necesario que Maurice estuviese alejado de estas diversiones que planeaba.

No estaría tranquila si todo el tiempo iba a estar pensando que él estaba cerca y podría aparecer de pronto. Mañana, desde luego, le vería.

—Podríamos bañarnos —dijo May.

—Pero no se lo digáis a Zack —advirtió el abuelo—, pues me figuro que es capaz de ver al diablo en lo profundo del mar tan claramente como en cualquier otro sitio. Ese hombre ve lo malo en todas partes.

El sol brillaba ahora sobre los pantanos en una neblina deslumbradora de oro, donde danzaban innumerables mosquitos. Sobre las colinas se proyectaban largas sombras. El rayo de luz desapareció al hundirse el sol en el mar. Frescas y aromáticas brisas, heraldos de la noche, se esparcían por el valle cruzando con la ligereza del agua de las fuentes que esparce el viento.

Jenny se retiró a la cama poco después de las nueve y media. Apenas había anochecido. En él alféizar de la ventana había grandes rosas granate como copas de fresco vino, y de cada arriate blanco y fantasmal del jardín subía un perfume delicioso de clavellinas en flor. Las mariposas volaban entre las flores. Una gran lechuza blanca pasó silenciosa haciendo una curva. Y mientras meditaba en este silencio perfumado, allá en Londres las chicas se preparaban para el segundo número; se daban los últimos toques rápidamente, polvos en las mejillas o blanco en las muñecas y manos. ¡ Qué calor hará en el teatro! Oía claramente el ruido de las lentejuelas y de las pulseras de las chicas al bajar por las escaleras de piedra para esperar entre bastidores a que subiera el telón. En aquel momento descubrió, a la escasa luz, a Veal limpiando con cuidado la escopeta de su amo. Deseando que no se sentara bajo su ventana, se volvió a la habitación, envuelta en sombras gigantescas, y encendió una vela. Pronto oyó sus pasos que se alejaban, y se quedó observándolo mientras salía del jardín llevando la escopeta bajo el brazo. El pequeño Frank, sumido en una rosada neblina de sueños de mariposas y pelotas de colores, dormía en su cuna. Resguardándolo de la luz con la mano, que la llama hacía transparente como una concha, se quedó mirándole: con las manecitas sostenía fuertemente un sonajero de coral con campanillas de plata; el corderillo de lana, apoyado en su mejilla. Jenny pensó si, de haber sido ella chico, se hubiese parecido a Frank. Después se preguntó si de haber sido hijo de ella y de Maurice hubiera sido tan pillo y tan simpático como era. ¡Pero era de ella, solamente de ella, y quienquiera que fuese su padre, le pertenecía por entero.

Fue a ver cómo le iba a May, y las dos se desnudaron juntas, como solían hacerlo antes de que Jenny empezase a bailar. Muy pronto, las dos, envueltas en largos camisones blancos y con una vela en la mano, fueron a contemplar a Frank de nuevo.

—Quiero meterlo en la cama conmigo, May.

—¿ Por qué no?

Con mucho cuidado le levantaron, caliente del sueno teñido de sol, y lo acostaron en la cama fresca de Jenny.

—Enciende la mariposa como una buena chica —dijo Jenny—, Buenas noches.

—Buenas noches —murmuró May desapareciendo como un fantasma por el oscuro umbral de la puerta. La sombra de los árboles, hechizados por la luna, ondeaba en la pared, pero muy débilmente porque la mariposa lucía con llama segura en el platillo transparente. Jenny se entretuvo en imaginar lo que iba a decir a Maurice a la mañana siguiente. Pero pronto se olvidó de él y su último pensamiento, antes de dormirse, fue: “Me gustaría tener una niña.”

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