Carnaval

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CAPITULO XXVI

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CAPITULO XXVI

POLÍTICA

La explosión contra la deslealtad femenina tuvo sobre el estado de ánimo de Jenny un efecto mucho más profundo que el de una llorera. Esta fue seguida de una perturbación general de su filosofía, siéndole necesario encontrar una válvula de escape que reanimara su capacidad de sentir. De haber sido menos sincera consigo misma lo más probable es que la reacción la hubiera hecho creerse enamorada del primero con quien topara. Pero entre ella y los hombres se había roto el nexo de la mutua atracción. La consecuencia de este renacimiento de la actividad de su espíritu resultaba paradójica, ya que cuando Jenny pensó en adscribirse a las pretensiones del Sufragismo no la impulsó a tomar esta resolución ningún proceso claro de razonamiento ni siquiera la hostilidad hacia el hombre. Si su decisión tenía alguna causa lógica, ésta era puramente fortuita; tampoco se daba cuenta de la ausencia de lógica que había en su determinación de ponerse de parte de mujeres engañosas.

Llilli Vergoe estaba orgullosa de tal catecúmena, y se dio prisa a presentarla en la casa de Macklenburg Square, en cuyas habitaciones, sombreadas por los álamos, lucían las sobrias glorias de la Liga Política, Social y Económica Femenina. Algo en la casa recordó a Jenny su primera visita a la escuela de Madame Aldavini, pero encontró a la señorita Bailey menos imponente que la profesora de baile, cuando se levantó para darle la bienvenida entre montones de cartas y gladio— las escarlata. La señorita Bailey, presidenta de la Liga, era una mujer alta y hermosa, nada parecida a la idea que Jenny tenía de una sufragista. Su perfil era regular, de delgada nariz de alto caballete y labios enérgicos claramente dibujados. Su cutis era pálido; el pelo, muy oscuro y abundante. Lo que a Jenny le gustó más fueron sus manos delicadas y su voz; un poco desfigurada ésta por una ligera ronquera adquirida, sin duda, pronunciando discursos, era expresiva y resonante.

Era una de esas mujeres que, dueñas de una magnífica tranquilidad, a la vez amable y ascética impresionan al espectador con su profundo cono» cimiento de la Humanidad. No era vulgar ni maternal en ningún sentido; sin duda alguna poseía ese aislamiento de los selectos. No obstante, lo que en su aspecto general parecía de mármol, estaba vivificado por unos ojos de un castaño claro, positivamente femeninos.

—¿De modo que va a ingresar en nuestro club? —preguntó la señorita Bailey.

Jenny, aunque se había propuesto que esta primera visita fuera únicamente a manera de prueba, se sintió obligada a comprometerse con una afirmación.

—Pronto estará al corriente de nuestro programa.

—Ya le he explicado muchas cosas, señorita Bailey —declaró Llilli con la vehemencia de una colegiala de confianza.

—Me parece muy bien —dijo la señorita Bailey sonriendo—. Venga y registraré su nombre. Señorita...

—Pearl —murmuró Jenny, como si su nombre se le hubiese escapado contra su voluntad. Después, con un esfuerzo, se aclaró la garganta y añadió—: Jenny Pearl —ruborizándose intensamente al confesar su identidad.

—¿Su dirección?

—Será mejor que ponga Hagworth Street, número 17, Islington, aunque ahora no estoy viviendo allí. Ahora vivo en Stacpole Terrace, número 43, Camden Town.

—¿ Profesión?

—Del teatro.

—Espléndida profesión para una mujer, ¿no le parece?

Jenny se quedó asombrada ante esta observación sobre una clase de vida que siempre había creído despreciable a los ojos de personas como la señorita Bailey.

—No sé si es espléndida; pero no está, mal —convino al fin.

—Ya lo creo que sí. ¿Trabaja también en el Orient?

—Sí, en el cuerpo de baile —dijo Jenny muy de prisa para que la presidenta no pensara que quería darse aires logrando una impresión falsa.

—No creo que haya nada que produzca tanto placer como el buen baile. La danza debería ser la expresión de la alegría de vivir —dijo la mujer, de más edad mirando los casilleros llenos, rotulados, del archivo y los estantes repletos de volúmenes de obras de Ética, Política y Economía, como lamentando no poder ella trabajar también en el Orient—. El baile es el decano de las artes —continuó—. ¿No encuentra usted consolador que mucho antes de que se inventaran los calendarios ya se bailaba en honor de la primavera? La suscripción es media corona al año.

Jenny sacó la moneda de su bolso, y dice mucho en favor de la personalidad de la señorita Bailey que en el momento de hacerlo no hiciera un guiño a Llilli la recién inscrita sufragista.

—Gracias. Aquí tiene la insignia. Es una copia de una antigua medalla ateniense. Es Palas Atenea, la diosa de la Sabiduría.

—No vale gran cosa, ¿verdad? —dijo Jenny.

—Querida mía, ese es el búho.

Jenny dio la vuelta a la medalla y contempló la cabeza cubierta con un casco. Después la puso cuidadosamente en su bolso, preguntándose si la insignia le traería suerte.

—Ahora dejaré que Llilli le enseñe las dependencias del club. Estoy muy ocupada esta tarde —dijo la señorita Bailey, despidiéndolas suavemente.

Las dos jóvenes salieron del despacho y empezaron a explorar el resto de la casa. Sobre la chimenea de la habitación principal, Jenny vio a Mona Lisa y retrocedió tan rápidamente que pisó a Llilli.

—Ahí no entro yo —dijo.

—¿Por qué? Es una habitación muy bonita.

—No entro. No quiero entrar —repitió sin dar ninguna explicación de su capricho.

—Bueno. Vamos abajo y tomaremos el té.

Era una hermosa tarde de fines de julio, por cuya causa el salón de té estaba vacío. Jenny miró con atención todos los cuadros, pero ninguno de ellos evocó el pasado. Había una fotografía grande de la hermosa y triste cabeza de Juana de Arco, pero Jenny no se molestó en leer que procedía de la iglesia de St. Maurice, de Orleans. vio asimismo un buen número de sombríos dibujos de precursoras famosas del movimiento, como Mary Wollstonecraft, cuyos rostros, pensó, harían bien en volverlos de cara a la pared. Debajo de éstos había varios mapas estadísticos que indicaban la densidad de población en varios suburbios de Londres, señalando con una mancha negra los distritos donde abundaba el crimen. Casi todo el mobiliario era de roble pintado de verde, adornado con corazones, y la loza que se veía, llena de polvo, en una repisa siguiendo la línea del friso, procedía de Hanley, disfrazada con dibujos flamencos o bretones, cuya estudiada irregularidad en el diseño y tosca-artesanía eran características. Con objeto evidente de dar un tono de delicadeza al mobiliario había varios canapés de la época Victoriana, los cuales, después de haberse descolorido en las habitaciones traseras de Wimpole Street y de Portman Square, estaban expuestos ahora en su nueva morada. En la pared, cerca de la puerta, había una lista de precios, en la cual los huevos, escalfados figuraban con preferencia en todas sus formas y variantes, combinados con golosinas adicionales. Aquí y allá, en las mesas no ocupadas con las tazas verdes, había esparcidos folletos, revistas y propaganda literaria del movimiento feminista. La atmósfera de la habitación estaba impregnada de olor a pan tostado y del humo rancio— de cigarrillos para el asma.

—¡Qué olor más raro! —murmuró Jenny.

—Es de cigarrillos medicinales —explicó Llilli—. Una de nuestras compañeras sufre mucho de asma.

Jenny se alegró de poder escapar pronto después del té, y le dijo a su amiga que no volvería por segunda vez a Mecklenburg Square.

—Cuando pasaba, yendo en el autobús verde de Covent Garden, me parecían unas casas muy bonitas, pero ahora se me figuran mal ventiladas, y ¡qué empapelado!, parece papel secante.

Sin embargo, un sábado del mes de agosto, cuando Jenny salía del teatro, por la tarde, Llilli le rogó que fuese con ella para oír a la señorita Ragstead hablar sobre los fines generales del movimiento, particularmente sobre una proyectada manifestación con motivo de la reapertura del Parlamento.

— ¿ Cuándo va a hablar? —preguntó Jenny.

—Mañana, por la tarde.

—¿En domingo?

—Sí.

Puesto que no había otra cosa que hacer, y los domingos eran un recuerdo triste de horas agradables pasadas, Jenny prometió acompañar a su amiga.

Era una tarde lluviosa, y Bloomsbury parecía el sitio más húmedo de todo Londres cuando las dos muchachas entraron en la mal alumbrada plaza de Mecklenburg y aligeraron el paso bajo los a árboles. Dentro de la casa, sin embargo, había un 1 ambiente de alegría y de energía, debido a la llegada de varias muchachas estudiantes de Oxfor y Cambridge, que entraban y salían de las habitaciones, saludándose mutuamente, hablando de las montañas suizas y estableciendo comparaciones estadísticas industriales. Con sus botas de tacón bajo, corrían de un sitio a otro, llenas de la alegría de las vacaciones, husmeando informes y datos. Con sonrisas amistosas y cutis frescos, hablaban entusiasmadas con varios jóvenes, los cuales, al hablar, subían y bajaban la nuez de sus cuellos, dándoles una apariencia de pollos tragando maíz muy de prisa.

—¡ Vaya tipos! —dijo Jenny en voz baja.

—Son todos muy inteligentes —indicó Llilli mientras alejaba del grupo a su intolerante amiga.

—Sí, me figuro que serán muy inteligentes. Parece que se están picoteando los sesos los unos a los otros.

La señorita Bailey salió a su encuentra.

—Me alegro mucho de que hayan venido —dijo—. La señorita Ragstead no tardará ya. Permítanme que les presente a una amiga mía, la señorita Worrill.

—Tanto gusto —contestó la señorita Worrill con efusión.

Era una chica simpática, que vestía traje de sastre. El peinado no le favorecía nada, y era una lástima que su cutis estuviese estropeado por unas pequeñísimas venas amoratadas que constantemente atraían la atención de quien hablaba con ella. Jenny empezó a contar estas venitas inmediatamente.

— ¿ Han venido a oír a Connie Ragstead? —preguntó la señorita Worrill—. Está esto muy concurrido para estar en agosto —continuó, mirando alrededor de la sala con satisfacción—. ¿La han oído alguna vez?

—No —contestó Jenny, tratando de averiguar lo que había en esta chica que le recordaba a Mau— rice.

—Les gustará mucho. Yo la vi una vez en la fiesta de antiguas.

—¿De antiguas?

—Sí; de antiguas alumnas, en casa de Lady Maggie. En una fiesta. ¿Juegan ustedes al hockey? Yo estoy organizando un equipo para jugar este invierno en Wembley.

—Mi amiga y yo estamos muy ocupadas —le explicó Llilli Vergoe, mirando nerviosamente a Jenny para ver cómo le había sentado esta idea.

—Pero siempre se puede encontrar tiempo para jugar al hockey.

—Yo puedo encontrar tiempo para divertirme, pero no quiero —dijo Jenny—. Trabajo en el teatro, ¿sabe?

—El teatro me interesa extraordinariamente —dijo la señorita Worrill—. Creo que puede ser una gran fuerza. Yo pensé en trabajar... en verdaderas obras de teatro, no en revistas, claro está..., sólo que en vez de eso me dediqué al hockey. Una amiga mía estuvo trabajando en Ecclesiasuzae, en el Afternoon Theatre. Llevaba una túnica roja muy bonita y las piernas desnudas. Completamente realista.

Jenny empezó a reír entre dientes y a susurrar: 44Rodillas de coco” a Llilli, que, a pesar de la solemnidad del acto, también empezó a reír. La señorita Worrill, seguramente apenada por aquella falta de sensibilidad, se retiró.

Cuando corrió el rumor de la llegada de la conferenciante se produjo un movimiento general en dirección a la habitación grande del primer piso. Jenny, al entrar con los demás, vio el siniestro retrato de Leonardo y trató de retroceder, pero había demasiados oyentes en su camino y tuvo que sentarse y prepararse para soportar la maldita sonrisa de la Gioconda, que parecía dirigida precisamente al rincón donde ella estaba sentada.

Durante la primera parte de la disertación de la señorita Ragstead, la atención de Jenny estuvo ocupada principalmente en sus vecinas. Pensaba que jamás había visto semejante colección de fenómenos; a su lado, vestida con un extraño manto verde bordado con margaritas de seda, había una mujer sebosa que, de cuando en cuando, dejaba caer de su falda al suelo varios libros, descuido que siempre provocaba en el auditorio un murmullo de protestas. Enfrente de esta señora se hallaban dos estudiantes hindúes con flotantes corbatas color naranja, y, más allá, una mujer muy alta, con un traje de terciopelo negro, de rostro pálido e inexpresivo, que mordía alternativamente las propias uñas y la punta de un cigarrillo. Después venía un grupo de muchachas estudiantes, todas muy parecidas, llenas de cacao y de teoremas y binomios, mientras que el resto del auditorio estaba compuesto por mecanógrafas, dependientas, empleadas, quirománticas, enfermeras americanas y poetisas, todas con la atención pendiente de las palabras de la señorita Ragstead, como en el Jardín Zoológico cuando los elefantes, balanceándose suavemente, alargan sus trompas para que les den bollos. Sin embargo, de esta mezcolanza de tipos, la personalidad de la conferenciante se fue destacando gradualmente hasta llegar a llamar la atención de Jenny. A medida que se iba cansando de mirar al auditorio, poco a poco, empezó a fijar su atención en la señorita Ragstead, y después de Un examen crítico de su aspecto, hizo un esfuerzo para comprender el significado de su discurso.

La señorita Ragstead era una mujer de unos cuarenta años, que poseía mucho de la remota y casta belleza que era evidente en la señorita Bai— ley. Era igualmente pálida, pero no enfermiza; daba la impresión de haber vivido mucho tiempo en una atmósfera enrarecida. La virginidad tiene sus fuegos, y la señorita Ragstead era una heredera del espíritu que había animado a Santa Teresa y a María Magdalena de Pazzis. Sus planes sociales estaban coronados de aureolas y sus proyectos envueltos en llamas de oro. Era una mística de la Humanidad, una persona que de la contemplación de la Humanidad en sus aspiraciones individuales había llegado al conocimiento del hombre como una idea perfecta, y que, por sus virtudes, era capaz de crear una teogonia. La presencia de esta mujer suponía la purificación de un esfuerzo incesante. La actividad expresada por ella era un sacramento. Llevaba en sí la aislada solemnidad de una fuerza que no depende de las concesiones humanas o del altruismo práctico para su realización. Su actividad era un radium moral que nunca se consumía por el derroche de su energía; era dinánaica, aunque su efecto fuera escaso o abundante. Cuando recordaba la fábrica en la que trabajó como obrera durante un año, la empresa quedaba envuelta en el halo romántico de la peregrinación de una santa. Cuando hablaba de su verde jardín, donde junio curaba los corazones de muchas jóvenes, parecía un eremita cuyos consuelos dieran una paz completa. Su voz se modulaba en los dulces semitonos que lanzan los zorzales en el atardecer, y cuando así se producían, de repente, sin asomo de premeditación, el oyente más frío era arrastrado sin remedio.

No era extraño que Jenny resultase aprisionada por la melodiosa media luz del discurso ni de que encontrase aquel auditorio de grullos mucho menos interesante que a la oradora. Llegó a creer que Mona Lisa sonreía con más amabilidad. Empezó a comprender algo de la retórica de la peroración:

“Quisiera persuadiros de que nuestra causa es una causa digna, que debe existir y mantenerse con la cordura de sus adeptos. No debe depender de la trivial excentricidad de unas cuantas. Quiero ver a la mujer vulgar ardiendo de celo para mejorarse. No quiero que nos dejen despreciativamente a un lado como excepciones. Tampoco quiero reclutar nuestras fuerzas entre las descontentas, las disgustadas y las desilusionadas. No prestemos oídos, a la acusación de que representarnos una minoría de la opinión. Conservemos la gracia y el encanto de la femineidad, de forma que con el poder espiritual de la virginidad y la grandeza física de la maternidad, en una falange enorme y devota como el ejército de Darío, lleguemos a conseguir nuestros propósitos.” t Aquí hizo una pausa, como temerosa de que creyesen que ofrecía consejos pusilánimes, y continuó con más apasionamiento:

“Pero, porque deseo que nuestras ambiciones triunfen por medio dé la opinión dignificada, no quiero desacreditar o tratar de desanimar a nuestras avanzadas. No pensemos, nosotras que representamos la vanguardia de un ejército tan poderoso, que puede permanecer mudo e inexpresivo; no pensemos que somos mártires, ni mostrencos como las amazonas nuestros pechos cercenados; permanezcamos resueltas a soportar la ignominia y el desprecio, la calumnia, la desgracia y la prisión.

Algún día los hombres hablarán bien de nosotras, algún día la gritadora hermandad será olvidada, y aquellas conductoras de mujeres, que hoy día sólo nosotras veneramos, serán veneradas por todos.

No prestéis atención a la astuta propaganda de pasividad. Despreciad los arteros consejos de moderación. Recordad que sin una agitación visible y audible este pueblo flemático no se levantará jamás. Por tanto, yo os llamo a vosotras las que mostráis vuestra aprobación en un murmullo para uniros a la gran manifestación que irá al Parlamento. Os suplico que seáis valientes a despecho de la calumnia; que no os importen los insultos, y, porque tenéis la certeza de estar en vuestro derecho, que despertéis una vez más a esta masa estólida y ciega de la opinión pública con la eventualidad de vuestro triunfo fundamental.

La oradora se sentó perdida en la densa atmósfera que envolvía la habitación llena de gente, profundamente ganada por la elocuencia y la emoción.

Hubo un momento de silencio, y luego, tras una prolongada ovación, el auditorio comenzó a charlar.

Jenny estaba muy callada. No había entendido

los argumentos razonados ni los ejemplos estadísticos de los puntos principales de la conferencia, ni había comprendido bien la peroración. Sin embargo, se sentía llena de decisión determinada, llena de dinamismo. Sentía lo que una turba que se enardece al sonar el clarín del orador. Una catarata de acciones sin forma tronaba en su imaginación; el dique de la indiferencia había estallado con la explosión de la retórica; aquel poderoso dique que estaba a prueba de la convicción lógica. Quizá estaba pasando por la crisis física de la conversión. Quizá, en su estado emocional muerto, el más ligero choque la haría despertar con violencia. Sin duda, la voz profunda de un obispo habría conseguido un resultado similar si hubiese estado sobre las frías losas de una catedral en vez de encontrarse entre las empapeladas paredes de Mecklenburg Square.

—Me gustaría hablar con ella —dijo a Llilli.

—¿No te ha emocionado?, ¿eh?

—No me da por el sentimiento, hija —dijo Jenny, no queriendo admitir ningún renacimiento de su sensibilidad—. Pero me parece simpática. Quisiera ver qué tal es hablando con ella.

No se presentó la oportunidad de hablar con la señorita Ragstead durante la noche, pero Llilli, exaltada por la captura de Jenny, contó a la señorita Bailey su admiración, y la presidenta, que se sentía atraída por la neófita, prometió arreglar tina entrevista. Llilli era lo bastante astuta para no decir una palabra a Jenny sobre su propósito y se limitó a proponer una tarde, sin dar importancia a sus palabras, ir a merendar en el club.

Así, sin timidez previa, Jenny se encontró hablando con toda facilidad, en un rincón del salón de, té, con la señorita Ragstead, que no era solamente persuasiva ante un auditorio, sino profundamente simpática en su trato personal.

—Yo no quiero el voto —decía Jenny—. No sabría que hacer con él. No encuentro que valga para nada. Mi padre lo tiene y para maldito lo que le sirve como no sea para llegar tarde a casa todas las noches.

—Querida, es posible que usted no quiera el voto —dijo la señorita Ragstead—. Pero yo lo quiero y deseo ayudar a las muchachas como usted a conseguirlo. Quiero representarlas. Tal como están hoy las cosas, usted no tiene voz en el gobierno. Dígame, Jenny —voy a llamarla Jenny desde ahora—, a usted no le gustaría estar a merced de ningún hombre, ¿verdad?

—No hay cuidado —contestó Jenny. Sin embargo, su voz no era tan firme como en otros tiempos y aún mientras hacía esta afirmación su corazón latía al recuerdo de Maurice. Después de todo, había estado a merced de un hombre, pensó sin querer hacerlo.

—Claro que no —continuó la señorita Ragstead—. Nosotras las mujeres que queremos el voto pensamos lo mismo. No nos gusta estar a merced de los hombres. Supongo que se horrorizará si le pido que se una a nuestra manifestación de octubre.

—¿Qué? ¿Ir en procesión? —exclamó Jenny.

—Sí; no es tan horrible. ¿ Quién se opondrá? ¿Su madre?

—Se reiría. Haría reír a todo el que la escuchase contar que estuve en una procesión de esas.

Jenny recordaba que su madre se había burlado de su padre cuando le vio llevando la bandera de no se sabía qué Sociedad durante una fiesta en Clacton.

—¿Y su novio?

Jenny miró vivamente a la señorita Ragstead para asegurarse de que no se estaba riendo. La palabra le causó dolor. ¡ Maurice!

—No tengo —contestó fríamente.

—¿No? —dijo la señorita Ragstead con escepticismo—. Me cuesta trabajo creerlo, porque debe usted ser una joven muy atractiva.

—Tuve uno —dijo Jenny sorprendida en su reserva—. Pero terminamos de pronto.

—Hijita —dijo la señorita Ragstead suavemente—, me parece que no es usted muy feliz. Estoy segura de ello. ¿No quiere contármelo?

—No hay nada que contar. Los hombres son unos frescos; eso es todo. Puede que me decida a hacérselas pagar haciéndome sufragista. Así mataría dos pájaros de un tiro.

Jenny hablaba con decisión, acentuando, su resolución al arrojar su cigarrillo al fuego.

—Sí, ya sé que esa es una razón para algunas. Pero no creo que la venganza sea la mejor de las razones. Preferiría que se convenciera usted de que nuestro movimiento es justo.

—Si fastidia a los hombres, desde luego es justo. Pero no creo que lo haga. Me parece que les hará reír.

—Está usted muy excitada —observó la señorita Ragstead—, y me alegro, en cierto modo, porque prueba que tiene usted temperamento y carácter. Debe resentirse de una injusticia. Claro, que no estará usted de acuerdo conmigo cuando le diga que es usted demasiado joven para estar herida para siempre por ningún hombre, y creo que debo añadir que es usted demasiado orgullosa.

—Sí, soy muy orgullosa —admitió Jenny, mirando al suelo como si estuviera contemplando su carácter materializado ante ella.

—Pero precisamente son estos problemas de conducta ante las dificultades los que nuestro club quiere resolver.

Quisiera encaminarla para que expresara sus ambiciones sin necesidad de... digamos un matrimonio de conveniencia. Es usted bailarina, ¿verdad?

—Una chica del conjunto —dijo Jenny, cuidadosa de no presumir de la falsa grandeza de una solitaria existencia de estrella.

—¿ Le gusta mucho el baile?

—Me gustaba en otro tiempo. Cuando empecé. Pero la explotan a una en el Orient. Las compañeras la odian a una si ven que prospera. Estoy ya harta de bailar.

—Me pregunto —dijo la señorita Ragstead meditando para sí—, me pregunto si el trabajo activo por la causa le proporcionaría a usted un nuevo interés por la vida. Pudiera ser. Se encuentra descentrada, ¿verdad?

—Me siento como si nada me interesase. Nada en absoluto —respondió Jenny con decisión.

—No tiene usted derecho a decir eso a sus años. ¿Cuántos tiene? ¿Dieciocho? ¿Diecinueve?

—En octubre cumpliré veintiuno.

—¿Tantos? Sí —continuó la mujer después de un momento de reflexión—, sí; creo que necesita usted un nuevo aliciente; algo que la excite y le saque de su rutina habitual. Mire, como tengo la carrera de Medicina, puedo, sin impertinencia, prescribirle algo.

—Bien, ¿qué es lo que tengo que hacer? —preguntó Jenny. Estaba casi fascinada por esta señora de manos frescas y ojos hundidos y apasionados.

—Me gustaría invitarla a que pasase algún tiempo conmigo en Somerset, pero ahora estoy demasiado ocupada para poder tomarme unas vacaciones. Me siento algo indecisa sobre si, después de todo, debo aconsejarla que tome parte en esta manifestación. Y, sin “embargo, estoy segura de que le convendría a usted. Querida niña, espero que no la estaré aconsejando mal —dijo la señorita Ragstead verdaderamente preocupada, mientras se inclinaba hacia adelante cogiendo una mano de Jenny.

Así fue como Jenny quedó apuntada para formar en la gran manifestación que habría de impresionar a los diputados reunidos en el Parlamento para las sesiones en Otoño. No dijo una palabra a nadie acerca de sus propósitos y, excepto Llilli, nadie los supo. Lo peor de todo era la banda roja, verde y blanca, que contenía su color de mala suerte. Al principio costó trabajo persuadirla de que se la pusiera. Pero cuando estalló en el aire el sonido del tambor, se sintió inflamada, se tensaron sus nervios y ya no se preocupó de la banda ni de la posibilidad de ser reconocida.

El ritmo de la marcha, el estrépito de la banda, el alegre movimiento, la irrealidad de la muchedumbre con la boca abierta en las aceras, la embriagó y marchó al compás de la música en un ensueño de emoción. En las calles más estrechas, la música ardía con son y furia, impulsándolas, inspirándolas con indomable energía, en marcha, inexorable. Los tejados de las casas parecía que se juntaban, borrando el cielo, y Jenny tuvo la sensación de que permanecía quieta mientras el paisaje se movía como en un cinematógrafo. Al llegar la manifestación a Trafalgar Square, con su gran trozo de cielo, la música adquirió un clamor más agudo y contagió de emoción a las ardorosas mujeres, haciendo su actitud mucho más peligrosa. La manifestación se convirtió en una peregrinación hacia una abstracta grandeza sin lugar determinado en la tierra. Jenny estaba ahora hechizada por el continuo movimiento; no dándose cuenta apenas de los mirones, a los que consideraba, si es que pensaba en ellos, como figuras de una barraca de feria para empujarlos descuidadamente al pasar, sintiéndose mucho más vital que estos seres de muecas pintadas.

En Whitehall el aire se cargó otra vez de cólera. A la cabeza, las altas banderas flotaban con aires de victoria. Las sufragistas que iban a caballo marchaban cómo conquistadores. En aquel momento, Jenny oyó a uno de los espectadores de la acera un comentario jocoso sobre la manifestación; pensó que todo aquello era sencillamente ridículo y recordó las cabalgatas de circo que se lucían por las ciudades en las soleadas mañanas de fiesta en tiempos pasados. Pronto, sin embargo, la música volvió a adueñarse de su imaginación, y una vez más se lanzó hacia la consecución del noble fin* Cis casas parecían más altas que nunca; desvanecidas en la lejana niebla, retemblaban como si se fueran a caer. A lo lejos, por encima del ruido del metal y de los tambores, se oía un murmullo, sordo de revolución: una ola de maldiciones y de estímulo. La manifestación hizo alto. La música cesó. Dos o tres mujeres se desmayaron. La muchedumbre, a ambo! lados, volvió a la vida de repente y se abrió camino hada adelante con fogosa curiosidad. En alguna parte, a lo lejos, una de las dirigentes gritó: Adelante Los guardias fueron conjurados por la temblorosa muchedumbre. Alguien arrancó la banda a Jenny; la pisotearon. La confusión aumentaba.

Nada quedaba ya de la manifestación. Todos empujaban y gritaban, aullando y arañándose, debatiéndose en una barahúnda de pasiones. Jenny fue sacada del grupo principal y se encontró indefensa entre una turba de hombres. Los guardias actuaban con esa espléndida carencia de discernimiento que caracteriza su actuación en los momentos de desorden. Su táctica se justificaría por el éxito, y como contarían con el apoyo mutuo en la versión oficial del tumulto, la estupidez individual escaparía a la censura.

Mientras, Jenny se abría camino a empujones entre la turba, tratando desesperadamente de alcanzar el abrigo de una calle apartada y escapar para siempre de las manifestaciones feministas, pero lo hacía de tan aparatosa manera que seguramente habría de ocasionar más perturbación. Así, pues, no fue de extrañar que un patán, investido recientemente del uniforme de guardia, se sintiera impulsado a detenerla.

—Oiga, venga conmigo —ordenó el patán, rojas y sudorosas las mejillas.

—¿Quién es usted para empújame? —gritó Jenny enfurecida al encontrarse sujeta del brazo por la mano regordeta y pecosa.

—Debiera darle vergüenza —declaró él.

—No me hable. ¿Quién es usted? Un polizonte que nunca aparece cuando se le necesita. ¡ Déjeme! No tiene por qué detenerme. No estaba haciendo nada. Me iba a mi casa. Suélteme.

El joven guardia no quiso arriesgarse por sí solo y miró a su alrededor buscando un compañero para que le ayudase a llevar a la joven al puesto más cercano. Todos sus compañeros, sin embargo, estaban ocupados en arrastrar mujeres recalcitrantes; y en vez de ser felicitado por la detención, un señor bien portado, demudado de rabia, le gritó: “Oiga, guardia, he tomado su número y haré que le quiten el uniforme por este atropello. Esta señora no estaba haciendo absolutamente nada; sólo trataba de escapar de la muchedumbre.”

El policía miró a su alrededor nuevamente con ojos inexpresivos. Confiaba en que alguien detuviera al señor bien portado, pero nadie lo hizo; y como quiera que al guardia bisoño le pareció que este caballero tenía aspecto de ser capitán del Ejército de Reserva, de cuyas filas había salido el guardia, soltó a Jenny y le dijo:

—¡ Lárguese!, que no tendrá otra oportunidad.

—Nada de eso, pedazo de alcornoque —gritó el caballero—. Ni usted tampoco tendrá otra oportunidad tan pronto como yo pueda ir cinco minutos a la Jefatura. Voy a vigilarle, amigo mío. No sirve, usted para un puesto de responsabilidad.

Jenny, libre ya de la muchedumbre, se encaminó a través de la tranquilidad de Whitehall Court, y se prometió a sí misma que jamás volvería a mezclarse con las sufragistas.

“;Qué, colección de chaladas!” —pensó—. “No pueden hacer otra cosa que disparatar.” Se reprochó a sí misma por haberse imaginado que era posible consumar una venganza sobre el hombre por tales medios. No había conseguido otra cosa que exponer su persona a las pecosas garras del guardia.

—Nunca más —se dijo Jenny—, nunca más volveré a ser tan insensata.

A pesar de la distancia, aun se oían los gritos del tumulto; pero al acercarse a la estación de Charing Cross el ruido de los trenes los ahogó.

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