Carnaval

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CAPITULO XXXI

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CAPITULO XXXI

CASO DE LOCURA

El Manicomio de Ashgate era un enorme edificio de piedra gris, situado al fondo de una gran avenida de hayas, sobre una loma cretácea en los alrededores de Londres. Allí estaba acostada la señora Raeburn, en una de las grandes salas, mientras las más extrañas fantasías galopaban día y noche por las tinieblas de su razón.

Jenny y May solían ir a visitarla cada quince días en su triste retiro. En cierto modo, era un inútil viaje de piedad filial, pues jamás reconoció a sus hijas, mirándolas fijamente con ojos que no veían. Nadie más en la familia se molestó en hacer el largo y tétrico viaje en los días crudos de la primavera. A decir verdad, cada quince días Charles se proponía ir, pero a última hora surgía siempre un impedimento, y como era imposible hacerle comprender lo apremiante de la situación, decidió, por último, dejar toda visita para principios de verano, época en que, declaró con optimismo, sería el momento oportuno para ir a buscar a su mujer y traerla a casa entera mente restablecida.

El carricoche del manicomio solía ir a buscar a Jenny y a May a la estación, llevándolas a trote corto por las rectas y tristes avenidas y dejándolas frente a la entrada principal, junto a la cual colgaba una enorme campana cuyo repiqueteo parecía despertar a una legión de espíritus inmundos. A menudo, mientras recorrían nerviosamente el entarimado del vestíbulo, grande como un claustro, y pasaban junto a una serie de alegres chimeneas, Jenny creía oír gritos lejanos y alaridos espantosos, que llegaban por los corredores retumbantes que partían de todos los ángulos en múltiples direcciones. La enfermera que las guiaba charlaba tranquilamente, con despreocupación y sin dar siquiera señales de ver a los enfermos que gozaban de cierta libertad. Jenny y May, en cambio, apenas podían refrenarse y no gritar de terror al pasar temblando junto a aquellas formas furtivas y agazapadas, cuyas miradas se concentraban en cosas invisibles para ellas. En la inmensa sala, en cuyo último extremo estaba la cama de su madre, estas alternativas de turbación y miedo se agudizaban aún más. Casi todos los enfermos llevaban las cabezas rapadas, lo que daba, sobre todo a las ancianas, un aspecto espantable. Muchos hacían comentarios en voz alta sobre las dos muchachas que pasaban, comparándolas en forma extravagante, tanto con ángeles como con parientes o amigos desaparecidos largo tiempo atrás. Algunos gimoteaban con la penosa preocupación de que Jenny y May llegaban allí para hacerles daño. Las dos respiraban con desahogo al acabar de atravesar esta doble hilera de ojos extraviados y hallarse, por fin, junto a la cama de su madre.

—Aquí están sus hijas, que han hecho este largo viaje para venir a verla, señora Raeburn —decía la enfermera a manea de introducción; y las muchachas preguntaban tímidamente: “¿Qué hay, mamá?” o “¿Cómo estás, mamá?”

La señora Raeburn no las reconocía nunca y solía mirarlas con ojos muy abiertos, en los que no se leía ni simpatía ni recelo.

—¿No les dice usted que está contenta de ver— las? —acostumbraba a peguntar la enfermera.

Entonces, la señora Raeburn, a veces se escondía bajo las ropas y permanecía inmóvil hasta que se habían marchado, y otras veces contaba con los dedos sumas misteriosas o números fantásticos, percibidos en la vaga región intermedia donde vagaba su espíritu. Si en su turbación Jenny y May levantaban la vista, no divisaban a su alrededor más que cabezas de alucinados, algunas de las cuales les sonreían, se sacudían y les hacían señas, mientras otras hacían horribles visajes, y todas, a excepción de aquella a quien amaban de veras, y que no les prestaba la menor atención, se mostraban vivamente interesadas por averiguar la identidad de las dos muchachas. Al terminar cada una de las visitas, cuando ya sin esperanza abandonaban la sala, la enfermera decía:

—Espero que su madre estará mejor la próxima vez que vengan y podrá hablar un poco.

Mientras se preparaba otra vez el carricoche, se las conducía a un saloncito muy cerrado, cuarto de dimensiones reducidas que olía a pasteles y a jerez. De la ventana colgaba una jaula con un viejo loro verde que se pasaba el tiempo repitiéndose a sí mismo palabrotas, y que con la compañía de los locos parecía haber perdido su viva inteligencia de pájaro.

Luego recorrían en sentido inverso la misma recta y encharcada avenida, envuelta en las rachas de viento del atardecer, y volvían a entrar en la triste y pequeña estación, empapada de lluvia, en cuya silenciosa sala de espera se sentaban, llorando silenciosamente, sin decirse nada, hasta que llegaba el tren de Marylebone.

Estas visitas duraron unas seis semanas. La cuarta de éstas, cuando el mes de abril empezaba a coronar los árboles de verde gracia, la enfermera les dijo en voz baja, mientras recorrían la sala a través de las miradas extraviadas:

—Hoy creo que su madre las reconocerá.

—¿Por qué? —preguntó Jenny.

—No sé, pero me parece que sí.

Sus corazones latían de esperanza mientras acababan de atravesar la sala, y las voces de los dementes comentaban a uno y otro lado: “¡Mirad ¡ qué cabellos de oro! Ese es San Miguel. Ruega por nosotros, San Miguel.” Una joven de cara pálida y llorosa gemía: “¿Por qué no me moriré? ¡Oh!, quisiera morirme”, y una vieja, gris como el tronco de un fresno, se repetía muy de prisa, en voz baja: “Señor, ayudadme. Señor, ayudadme”, una vez y otra sin detenerse en su monótono recital. Algunos de los enfermos saludaban con la mano o con la cabeza como de costumbre, haciendo muecas y visajes, como revelando fantásticos secretos del país donde vivían sus mentes, mientras otros fruncían el ceño y agitaban el puño. Esta vez, realmente, su madre tenía otro aspecto, como si de los valles desconocidos y poblados de espectros donde estaba aprisionada su alma hubiera ascendido a una cumbre desde la cual se divisara su hogar.

—¿Cómo estás, mamá? —preguntó Jenny.

La señora Raeburn la miró perpleja, pero no indiferente. Esta vez no trató de esconderse. De repente habló con una voz que a sus hijas se les antojó venía de ultratumba.

—¿Eres tú May?

Las mejillas marfileñas de May enrojecieron de excitación nerviosa, mientras, haciendo un valiente esfuerzo de voluntad, se acercaba a la cama de su madre loca.

—Sí, es mi May chiquita —dijo la señora Raeburn acariciándola cariñosamente—. ¡Pobre espalda de mi nena! ¡ Pobre nenita! ¡ Qué desgracia más horrible! ¡Por mi culpa, todo por mi culpa! No debiera haberme movido tanto con las limpiezas de la casa, tan adelantada como estaba. ¡ Pobre May! Estoy muy enferma; la cabeza me duele mucho.

De repente, en la cara de la atormentada mujer sobrevino un cambio maravilloso, una sensación de alivio sobrenatural. Se echó sobre la almohada como en un éxtasis de consuelo. Jenny se inclinó sobre ella.

—Mamá —murmuró—, ¿no me conoces? Soy Jenny. ¡ Jenny! —exclamó en una desgarradora ansia de ser reconocida.

—Jenny —repitió la madre, como tratando de ajustar el nombre a una noción existente en su entendimiento'—.¡ Jenny! — murmuró más débilmente—. No; Jenny no, ¡Cupido!

—¿Qué está diciendo? —preguntó May en voz baja:

—Está pensando en el baile. fue la última vez que me vio en escena.

—¡ Cupido! —repitió la señora Raeburn—. Sí, Cupido. Y Cupido quiere decir amor. ¡ Amor! Dios premia a los buenos. Hace buen día; sí, hoy hace buen día. Me gusta mucho esa ventana, Carrie. La vista es tan alegre. Mira qué nubes más preciosas. Se ve muy lejos, desde más allá del “Ángel” hasta el campo. Otra vez vienen las tías. ¡Chitón! ¿Para qué vienen? No van a llevársela, no se llevarán a mi Jenny. ¡ Jenny! —exclamó, reconociendo por fin a su hija predilecta—. ¡ Quiero que seas buena y bonita, Jenny! ¡Oh!, sé buena, hijita, ángel mío. ¿ Por qué no cambias esa bolita, Charlie? ¡Nunca te acuerdas de comprar otra!

Luego, aunque sus ojos siguieron alegres y tranquilos, su mente continuó divagando, pronunciando frases incoherentes.

—Mejor será que se despidan ustedes ya —dijo la enfermera.

Besaron las dos con ternura a la enferma, que siempre sería para ellas el ser más querido y leal de su vida.

En el saloncito de abajo, el doctor Weaver estuvo hablando con ellas.

—¿Quién les ha dejado venir aquí?-preguntó bruscamente—. No tienen nada que hacer en semejante sitio; son ustedes demasiado jóvenes.

— ¿ Se pondrá buena nuestra madre? —preguntó Jenny.

—Su pobre madre se está muriendo, y ustedes debieran alegrarse, porque sufre mucho.

Su voz era seca, pero en el fondo cariñosa a su pesar.

—¿Se morirá? —balbuceó Jenny. May lloraba en silencio.

—Muy pronto.

—Entonces, ¿le diré a mi padre que venga en seguida?

—Si quiere ver viva a su mujer...

Jenny no fue al Orient aquella noche, y cuando su padre llegó a casa le dijo lo próximo que estaba el fin.

—Pero ¡cómo! ¿Muriéndose? —dijo Charlie, aterrado por un pensamiento que no entraba en su cabeza—. ¿Muriéndose? Vamos, no gastéis bromas con cosas tan serias como la muerte.

—Se está muriendo. El médico ha dicho que si quieres verla viva tienes que ir en seguida.

—Iré ahora mismo —dijo Charlie, buscando torpemente su mejor sombrero.

En aquel momento sonaron dos golpes en la puerta.

—Eso es que ha muerto ya —dijo Jenny con voz apagada.

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