Carnaval

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CAPITULO XXXII

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CAPITULO XXXII

POMPAS FÚNEBRES

Charles pensó que, si alguna vez no se portó demasiado bien con su esposa cuando ésta vivía, no iba a quedar la menor duda de lo mucho que la quería ahora que había muerto. Su entierro iba a dar que hablar, con su ataúd de roble adornado de metal resplandeciente, en la gigantesca carroza fúnebre. Llevaría caballos de largas colas con penachos de plumas y una hilera de coches para el acompañamiento. Reinaría ti silencio por todas partes y acudirían tantos parientes como pudieran traerse. Sedas y rasos negros, azabache, crespón y telas sombrías oprimirían.el aire, y la muerte, con negras alas, proyectaría su sombra sobre Islington. Fue al entierro mucha gente que no había representado papel alguno en la vida de Jenny; pero también otros que ayudaron en el pasado a su desarrollo.

La señora Purkiss llegó escoltada por Claude Purkiss, demostrando éste con su rostro pálido y sedoso bigote amarillo su dolor y el de Percy el misionero. Claude cumplía veintiún años en mayo, y entonces iba a ser admitido como socio en el negocio. Actualmente, con un derroche de pintura dorada, que simbolizaba su existencia rodeada de un falso brillo, se estaban añadiendo a la muestra “William Purkiss” las palabras “e hijo”. El tío James Threadgale vino desde Galton, trayendo a la segunda señora Threadgale, una alegre campesina, e insistieron en que Jenny y May les hicieran una visita. El tío James no había cambiado mucho, y trajo un corte de fino paño negro para Jenny, y se disgustó mucho cuando se dio cuenta de que se había olvidado de May, por lo que, inmediatamente, se escurrió para ir a comprar otro corte de tela similar para ella. Los dos huéspedes estuvieron presentes como muestra de respeto haría la muerta, que había sido una patrona tan excelente; y los dos, con amable tacto, anunciaron que se marchaban por algunos días. Alfie estaba allí, como es natural, con su prometida, y Jenny tuvo que reconocer de mala gana que iba bien vestida. Edith vino con su marido y los niños. Su llegada causó no poco disgusto, pues Alfie dijo que prefería no ir al funeral antes que hacerlo con Edith y Bert. Pero al final todo se arregló, yendo él y su Amy solos en un coche. Tras ellos venía un cortejo de amigos y primos, todos de riguroso luto y resueltos a demostrar su pesar, costase lo que costase.

Jenny, ya preparada, se sentó en el borde de la cama y empezó a reír.

—No puedo remediarlo, May. Ya sé que no está bien, pero no puedo por menos de reír. De veras...

—Bueno, pero procura que no te oigan abajo —suplicó May—, porque los demás no lo comprenderían.

—Esto no quiere decir que no sienta la muerte de mamá, y creo que ella sería la primera en comprenderme. ¡Oh!, May. ¡Habría que oírla contando su entierro! Hubiera hecho reír a todo el mundo.

Aun durante la lenta marcha del fúnebre cortejo, Jenny, con su padre y May en el coche de cabeza, estuvo constantemente al borde de la risa, pues cuando consiguió dominarse, tía Mabel se pisó la falda y entró de cabeza en el coche que debían ocupar Claude, el tío James, su esposa y ella.

Y para empeorar las cosas, los guantes de cabritilla negra de su padre se estaban descosiendo por varios sitios, de forma que, cuando llegaron al cementerio, parecía que no llevaba guantes, sino que tenía las manos cubiertas de esparadrapo. El tiempo era primaveral cuando la gente enlutada oscureció la brillante hierba húmeda alrededor de la tumba. Durante la solemnidad y tristeza del servicio religioso, Jenny se mantuvo muy rígida y pálida, más atenta al aire que suspiraba entre los tejos, que al fin irremediable de la muerte. No la irritaba ni la conmovía el gimoteo de los que la rodeaban. La ondulación de la sobrepelliz del pastor y la agitación de los pañuelos húmedos por las lágrimas le llamaban menos la atención que la figura de una viuda que miraba con apesadumbrada admiración una tumba que había unas doscientas yardas más allá. No se acercó con el resto de los presentes para mirar inútilmente mientras bajaban el ataúd a la fosa. Las últimas palabras fueron pronunciadas, y terminó la ceremonia. Empezó a caer un chubasco y todos corrieron al amparo de los coches. Jenny volvió la vista hacia el sitio que acababan de dejar, y bajo el arco iris vio a varios hombres con palas relucientes. Después, sumergida en el polvo y las cortinillas de los pesados carruajes, regresó lentamente a Islington.

Los entierros, como los casamientos, son aprovechados generalmente por las familias para unir los eslabones rotos del parentesco, con el relato de los progresos, las condolencias o felicitaciones por los cambios habidos en una década. Jenny no podía soportar a estos familiares graznando como cornejas en un Parlamento doméstico. Sentía que su presencia era un ultraje para la muerta y se imaginaba cómo, en el caso de que hubiese sido su padre el fallecido, su madre les habría despedido con cajas destempladas. No le agradaba oír alabar a su madre a personas que no sabían apreciarla. Odiaba la sola presencia del meloso primo Claude y la de Alfie, que no cesaba de mirar a Edith; de su futura cuñada, quitándose motitas de algodón blanco de su falda; de Edith, que limpiaba la boca de Norman. Finalmente, cuando no tuvo más remedio que escuchar las manifestaciones de su padre sobre el golpe que recibió al conocer la noticia de la muerte de su mujer, no pudo soportarlo por más tiempo, y subió a su habitación, donde pronto apareció tía Mabel, en su busca.

—¡ Ay, Jenny, qué pena tan grande es esta! —empezó a decir la señora Purkiss.

Jenny no se dignó hacerle el menor caso: siguió mirando por la ventana.

—La echarás mucho de menos —continuó su tía—, aunque también es verdad que este último año no le has dado mucho que hacer con tu compañía. ¡Pobre Florrie!; esto le hacía sufrir mucho. Y tu padre no era una gran ayuda. ¡ Qué inútil es el pobre! Lo que hemos de esperar, ahora que tiene que velar por dos muchachas sin madre, es que se vuelva algo más formal.

—¿Quieres hacer el favor de no sermonearme, tía? —protestó Jenny—, pues de lo contrario, voy 1 tener que ser grosera contigo, y no quisiera.

—Vaya, vaya..., debieras dominar ese genio que tienes; pero no me ofenderé demasiado, porque comprendo que sientes esta muerte mucho, especialmente por tener tú algo de culpa.

Jenny se volvió de pronto hacia su tía.

—¿De qué? —preguntó.

—De todo. Nadie me quitará de la cabeza que la muerte de tu pobre madre ha sido debida a las preocupaciones. Tu tío William dijo lo mismo cuando lo oyó. Sintió mucho no poder venir al entierro, pero, como él dijo, con lo cerca que está la Pascua y con unas cosas y otras, no tiene tiempo materialmente.

La señora Purkiss se había sentado cómodamente en el sillón y seguía charlando.

—No tienes derecho a hablar así —dijo Jenny indignada—. Ni derecho, ni razón, porque el medico ha dicho que la pobre mamá ha muerto de un abceso.

—Los médicos..., los médicos. Puede que sean muy sabios, pero todos tenemos derecho a nuestra opinión.

—¿Y creéis que mamá ha muerto porque yo me fui de casa?

—No digo tanto. Sólo dije que fuiste una preocupación para ella. Desde que naciste fuiste una preocupación; fuiste una preocupación cuando te dedicaste al teatro en contra de todo lo que yo te dije; una preocupación cuando te teñiste el pelo; cuando volvías tarde a casa y andabas por ahí con ese joven. Sin embargo, no quiero ser yo la que te diga estas verdades desagradables en esta ocasión. Únicamente he venido a preguntarte si te agradaría pasar una temporada con nosotros, acompañada de May. Tendréis que tomar otra criada para cuidar a los huéspedes, si es que tu padre tiene la intención de continuar como estaba. En casa estaríais mejor.

La señora Purkiss hablaba con acento casi vampiresco, saboreando con gusto la macabra conversación.

—Irme con vosotros? —repitió Jenny—. ¿Para que estéis todo el día sermoneando? No, gracias. May y yo nos quedamos aquí.

—No molestaréis al tío William —continuó la señora Purkiss plácidamente-*—, si es en eso en lo que estás pensando. Tú te habrás marchado al teatro cuando él lea su periódico por las noches.

—Si tengo que irme a algún sitio —dijo Jenny con voz segura— me iré con el tío James a Galton. Pero no voy a hacerlo, de modo que no sigas porque no tengo ganas de hablar con nadie.

La señora Purkiss suspiró compasivamente y aseguró que perdonaba a su sobrina debido a las circunstancias, y agregó que pasaría allí la noche con objeto de consolar a la triste familia de Hagworth Street.

—Quiero estar sola, y May también.

—Jenny, hija, qué criatura más rara eres. Cualquiera hubiera pensado que te agradaría hablar de tu madre con su única hermana. Pero no; las chicas de ahora parece que no tenéis sentimientos, ni nada. No pensáis más que en entrar y salir, ir de un lado a otro y divertiros. Ya hasta en los periódicos se habla de estas nuevas generaciones y... Pero no voy a quedarme en una casa donde no se me desea, y no necesito indirectas para que me vaya.

Se levantó de la silla, y al llegar a la puerta, majestuosa con su vestido de seda, se detuvo para lanzar una severa observación.

—Si tratabas a tu pobre madre como has tratado a tu tía, no me extraña que se pusiera enferma. Si mi Percy o mi Maude se portaran como tú..., bueno, pero gracias a Dios no lo hacen.

Jenny escuchó sin conmoverse cómo su tía bajaba las escaleras rápidamente. Estaba contenta de que su rudeza hubiera surtido efecto; la siguió para asegurarse de que se iba.

Uno tras otro, los visitantes fueron marchándose. Uno tras otro, se desvanecieron en el azul atardecer de abril. Algunos marchaban en grupos como vacas rezagadas, dirigiéndose a sus casas ramoneando anécdotas de la muerta— Pisando los talones al último, su padre, como temeroso de la crítica filial, se marchó también. Estuvo sentado mucho tiempo, según les dijo después, sin beber nada, mirando todo el tiempo su sombrero de seda negra rodeado de crespón, y cuando bebió, pidió cerveza negra.

Las dos muchachas permanecieron solas en la sala, sin ánimo para encender el gas, sin ganas de hablar después del triste murmullo que habla llenado la casa durante todo el día. Como los huéspedes se habían ido, Jenny y May no tenían que preocuparse del alumbrado de la casa. Pronto se dirigieron, de común acuerdo, a la cocina, donde se sentaron al lado del fuego, escuchando el borboteo de la marmita y el tic-tac del reloj. Se encontraban solas como nunca. En aquella hora de penumbra y de tristeza se acercaron una a la otra. Fuera, un gato maullaba y a lo lejos, en el camino, un perro, siguiendo la tradición, aullaba a intervalos. La cocina aparecía intolerablemente cambiada por la ausencia de la muerta. Jenny se dio cuenta de pronto de lo sola que debió sentirse May durante aquellas semanas de enfermedad y de incertidumbre. Ella tenía la distracción del teatro, pero May tuvo que soportar sin ayuda alguna todos los tristes momentos.

Dónde estará Ruby ahora? —preguntó Jenny de repente.

—¡Cualquiera sabe!

Suspiraron. La vieja casa de Hagworth Street parecía haber perdido su historia con la muerte de su alegre señora; se había convertido en una más de ja triste hilera.

—¡ Oh, May, mira! —dijo Jenny—. Ahí está su delantal, ni siquiera lo dimos a lavar. Después de esto, las dos hermanas lloraron en silencio. Mientras tanto, Venus seguía a la luna nueva en su camino hacia el oeste verde, y la oscuridad envolvía la calle gris de Islington.

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