Carnaval

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CAPITULO XXXIII

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CAPITULO XXXIII

CABOS SUELTOS

A pesar del desprecio con que Jenny acogió la opinión de su tía. el meditar sobre lo que había de verdad en sus palabras la dejó incómoda. ¿Fue efectivamente un abceso la única causa de la locura y muerte de su madre? ¿Tenía tía Mabel alguna justificación para insinuar que había sido otra la causa? Jenny tenía una intuición clara, heredada de su madre, y es posible que ésta adivinara el alcance de sus relaciones con Danby, y que cavilara demasiado sobre él durante la ausencia de su hija. También era posible que se exaltara hasta la locura pensando en lo ocurrido aquel día lluvioso, víspera de Santa Valentina, pues era muy extraño que precisamente a la mañana siguiente a este día perdiera la razón para siempre. Era espantoso pensar que durante toda aquella noche interminable su madre permaneció despierta, adivinando lo que ocurría a su hija en aquellos momentos. Sin embargo, el médico achacaba toda la culpa al abceso. Además, en el manicomio, su madre parecía estar tan preocupada por el defecto de la espina dorsal de May como por cualquier otra cosa. Por no herir los sentimientos de su madre, Jenny había renunciado a Maurice. ¿ Sería posible que una fatalidad irónica hubiese hecho que su madre perdiera la razón a consecuencia del lastimoso corolario de aquel amor perdido? Era difícil, pero posible, y en este caso, ¡qué remordimiento le atormentaría toda la vida! Ahora era ya demasiado tarde para dar explicaciones. Durante la vida de su madre nunca pudo confiarle plenamente sus secretos, y ahora que estaba muerta, sentía un vivo deseo de desahogarse con ella; de contarle minuciosamente todas sus experiencias y aun de cerciorarse si sus apasionantes aventuras habían tenido igual en la vida de su madre.

Además de estos horrores sobre la culpabilidad de sus acciones, había que considerar el lado práctico del porvenir. Dentro de una semana regresarían los huéspedes, y era necesario buscar una criada inmediatamente para ayudar a May. Ella ayudaría también en lo posible, pero casi toda su energía la absorbía el teatro. ¡ Si su padre tuviera, al menos, alguna capacidad para gobernar la casa...! La muerte de su mujer había destruido en él la poca resolución que tuviera, y ahora frecuentaba más que antes la taberna.

Jenny llegó a pensar en salir del Orient y dedicarse con todas sus energías al cuidado de la casa. Pero ya era tarde para que su temperamento se acostumbrara a la domesticidad sin aliciente más fuerte que el de una mera ventaja económica. Tal vez sería mejor dejar la casa de Hagworth Street y tomar otra más pequeña, donde, reuniendo sus ingresos y los de su padre, pudiesen vivir con relativo bienestar. O tal vez podría afrontar el riesgo de mantener casa para ella y May solas. Pero treinta chelines a la semana no eran una suma muy crecida para dos muchachas, una de las cuales había de ir bien vestida y mantener una situación entre gentes para las que la indumentaria contaba mucho. Cuanto más pensaba en ello más imposible le parecía poder dejar el teatro. Estos pocos días de ausencia le demostraron hasta qué punto su existencia dependía de la certeza de un empleo por las noches. A medida que iba aproximándose la fecha de volver al Orient se iba sintiendo nerviosa en aquella quietud del hogar, Por mucho que se burlara de ello, resultaba muy agradable contar con la perspectiva de una noche distraída por la charla en los vestuarios. Además, siempre existía la posibilidad de encontrarse con alguien interesante o de ser llamada de repente a representar un papel de importancia, aunque esto le iba pareciendo cada vez menos codiciable. Por último, la reconfortaba el convencimiento interno de que era bonita y de que todas las noches algunos ojos admiraban su cara y su figura. Aunque todos estos consuelos de índole teatral llegaran a follar, siempre quedaba la satisfacción de componerse y dejar atrás, en cierto modo, el propio malestar.

Durante algún tiempo todo continuó como hasta la fecha y nadie hizo ninguna proposición definitiva que implicara un cambio, en la casa ni en la vida de sus habitantes. Jenny empezó a pensar que su destino era aclimatarse a una monotonía absoluta y a no verse ya más arrastrada a ninguna aventura amorosa. Empezaba a darse cuenta de lo fácil que es para una mujer disimular el ardor de su temperamento juvenil bajo el disfraz de una madurez vulgar. A fines de verano, su padre se encontraba ya tan adelantado en el camino de la descomposición moral y económica, que Jenny y May comprendieron claramente que debían dejar de contar con él. Uno de los huéspedes, antiguo escribiente de una casa de procuradores de Moorgate, se había marchado ya, y el otro, un hombre de Cornwall, que trabajaba en una lechería, iba pronto a llevar a su tierra los frutos de su experiencia comercial. A ninguna de las dos muchachas les halagaba la perspectiva de tomar nuevos huéspedes, y les asustaba la eventualidad de dar entrada en su casa á un posible ladrón o asesino. Ni a May le gustaba el cuidado de vigilar a una criada, ni tampoco el sucio trabajo de la cocina, manejando masas pegajosas y carnes crudas. Por tanto, Jenny y ella resolvieron que la casa era demasiado grande y que debían avisar con tiempo que iban a dejarla.

—¿ Y a mí no se me pregunta nada acerca de mi propia casa? —preguntó el padre indignado.

—¿Tú? —dijo Jenny—. No sé por qué. No haces más que beberte todo lo que ganas. ¿ Por qué habríamos de esclavizarnos y matarnos para mantenerte?

—¡Eso son hijas! —protestó Charles—. Sí; las hijas están muy bien de pequeñitas, pero cuando crecen son peor que las esposas. Supongo que esto será debido a que todas son mujeres.

—Charles, simpatizando con su primer antepasado, suspiró por el Paraíso.

—Pues yo —dijo— no pienso marcharme de esta casa.

—Está bien, puedes quedarte —dijo May—; pero Jenny y yo nos vamos.

—Quédate por tu cuenta —prosiguió Jenny, apoyando a su hermana-•, y bonita casa tendrás dentro de un año. No se podrá poner un pie en ella. Estará llena de botellas vacías, y la gente creerá que has abierto un pabellón de tiro al blanco, o cosa por el estilo,

—Bueno —dijo Charles—, yo me voy a dormir la siesta, de manera que decidid lo que os dé la gana.

Era un domingo por la tarde v Charlie no estaba dispuesto a tolerar que ningún plan o proyecto alterase una costumbre de toda la vida. Su siesta dominical era sagrada.

—No vale la pena discutir con él —dijo Jenny con desdén—. Lo que nos toca hacer es avisar al casero en el plazo estipulado. Ahora odio esta casa —agregó bruscamente, mirando las paredes de arriba abajo.

Al cabo de tantos años se decidió, pues, que la familia Raeburn abandonara Hagworth Street. Charles ya no trató de volver a poner la decisión en tela de juicio y, casi con alegría consintió, cuando comprendió de repente que a cualquier punto que se trasladase siempre tendría a mano una taberna. “Aunque, con todo —agregó— voy a echar de menos la taberna de las Armas.”

—¡ Mira qué cosa! —dijo Jenny.

Al domingo siguiente el señor Corín, el otro huésped, vino a hablar con su patrona.

—Me han dicho que se van a mudar, ¿cómo es eso? —dijo.

—Es mucho trabajo para mi hermana —dijo Jenny muy cortésmente—. Además, a ella no le gusta, ni a mí tampoco.

—Bueno. Yo, por mi parte, regreso a mi tierra en noviembre, pues de otro modo habría sentido tener que dejarlas. Pero he venido a preguntarles si cederían ustedes una habitación a un amigo mío que va a venir de Comwall para una cuestión judicial relacionada con un derecho de peaje o algo por el estilo. Le han llamado como testigo, y tengo entendido que se trata de un lío muy gordo, pero no creo que le retengan más de una semana, y yo pondría mi gabinete a su disposición.

Jenny miró a May.

—Bueno, que venga, desde luego —dijo—. Pero ¿cuándo será eso?

—Creo que en octubre —dijo el señor Corín—. Para entonces es cuando han convocado a los testigos.

Parecía que todo había de tener lugar en octubre, pensó Jenny. En octubre ella cumpliría los veintidós años. ¡ Cómo pasaba el tiempo, y cómo volaban los. años! En la monotonía de la perspectiva de su vida, hasta la llegada del amigo de Corín adquiría la importancia de un acontecimiento, y aunque ninguna de las dos hermanas alteró sus costumbres hasta el punto de hablar de él de antemano, la llegada del amigo campesino sirvió de meta en el calendario, como Pascua o Pentecostés. Entre tanto, Charles, como si comprendiera el poco tiempo que le quedaba de disfrutar de su taberna favorita, bebía más y más en el transcurso de las semanas.

Las tormentas de fines de verano marcaron la llegada del otoño, y los crepúsculos turbulentos que cada día llegaban un poco antes hicieron que Jenny se diese cuenta de que todo su pasado se derrumbaba. En el teatro hubo una epidemia de juguete para ese presuntuoso experimento de papagayos que se llama educación. Sólo le enseñaron hechos, de una manera tan sublimemente sencilla que su mente los registraba del mismo modo que los hubiese registrado la Venus de Milo, de haberse sentado en un pupitre ante una maestra de escuela. Cuando todavía era una niña, dúctil y maravillosa, dio su baile y su belleza a un país cuyos habitantes se contentaban de igual manera mirando una pelea de perros o un caballo muerto en la calle. Cuando la ambición se marchitó ante la indiferencia, trató de emanciparse en el amor. Sus tempranos fracasos no habrían sido fatales si hubiese poseído una fuerza para rehacerse mentalmente. Pero el saber que Guillermo el Conquistador había ganado la batalla de Clacton no era de ninguna utilidad para Jenny. Sin embargo, por su belleza, pudo ser útil si algún educador se hubiese dado cuenta de que Dios, como Velázquez, puede crear la belleza. No obstante, vivió en un período de entusiástica inutilidad, y ahora se lamentaba al comprender que nada en la vida le recompensaba de vivir, por muy alegre y feliz que fuese el principio.

Tal era el estado de ánimo de Jenny cuando, después de cumplir los veintidós años, Corín, el huésped, anunció que su amigo el señor Z. Trewhella llegaría a los tres días.

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