Carnaval

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CAPITULO XXXIV

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CAPITULO XXXIV

ZACHARY TREWH ELLA

Corín quería que la visita a Londres de su amigo fuese lo más placentera posible, y, de paso, pretendía que sus esfuerzos para lograrlo tuviesen el efecto de impresionar a Zachary Trewhella con la importancia y sapiencia mundana de William John Corín. Para desvanecer sin dilación cualquier impresión de soledad se preocupó de convidar a tomar el té con él a Jenny y a May para el día siguiente a la llegada de Trewhella. La salita que un día ocupara en el primer piso el señor Vergoe presentaba ahora un aspecto bien distinto. Los dispendios hechos por el s señor Corín para decorar la habitación se habían limitado a la adquisición de unas cuantas fotografías barnizadas de Londres en las que se veían, surgiendo del tráfico urbano, monumentos familiares como la Catedral de San Pablo y la Bolsa. Estaban destinadas a adornar en su día la salita de respecto de su casa de Comwall, pero hasta la fecha estaban puestas sobre la repisa de la chimenea, siempre habiendo alguna, elegida por el estado de ánimo de la chica que limpiaba el cuarto, que resultaba eclipsada por una fotografía de Lloyd George con marco de peluche. Para el adorno de las paredes, el señor Corín se fió en absoluto del papel que las cubría, a excepción de dos fotografías, alaveadas por la humedad, en las que se veía a Glodstone mirando por encima del hombro del director general de Industrias Pecuarias, a unos estados de cifras que condensaban los progresos de la lucha contra la tuberculosis del ganado vacuno.

Zachary Trewhella hizo más que compartir la salita con su amigo; tomó posesión de la habitación, no tanto físicamente como por su muy marcada personalidad. Verle allí sentado en el sillón hacía pensar en una ingente roca colocada en medio de un delicado gabinetito. Era bastante más viejo que su amigo; tendría unos treinta y ocho años, aunque a Jenny le pareció que debía de andar rondando los cincuenta. Los ojos, castaño oscuro y bastante juntos, brillaban como dos monedas, y el bigote, hirsuto y descuidado, ocultaba probablemente una boca cruel y avara. Tenía las manos ásperas e hinchadas de trabajar al aire libre, el cuello delgado y las puntiagudas orejas colocadas tan detrás, que parecían los pómulos, sobre los cuales se veía la piel tensada y tirante tener una prominencia entre sus facciones que de otra manera no habrían logrado. Pertenecía a un tipo frecuente entre los labradores de Cornwall, algo más que zorro, algo menos que lobo, y de juzgarle por su aspecto, principalmente en aquel momento con su mal cortado traje de tela burda y su cuello de celuloide, cualquiera que le echara una mirada habría de hallarle de tipo y facciones desagradables. Sin embargo, parecía irradiar fuerza continuamente, y aunque de hecho hombre pequeño, daba la impresión de ser grande y vigoroso. Era imposible decir en qué dirección dirigía su patente vitalidad y qué clase de empresa concreta alcanzaría un día. Igual podía dedicarse a la agricultura que a la salacidad, a la avaricia que a la religión. Pero era su gran vitalidad patente con tal evidencia que desde que Zachary Trewhella entró en la habitación de Corín, quedó ésta empapada en su personalidad, y no solamente la salita, sino la calle Hagworth toda y hasta el mismo barrio de Islington. Era Zachary un hombre intenso.

—Bueno, Zack —dijo Corín guiñando a las dos muchachas y usando el dialecto de Comwall para lograr mejor efecto [27]—. ¿Y qué te parece la capitel? No está mal para un pueblo, ¿eh?

—Hasta ahora..., pues no he tenido tiempo para pensarlo —replicó Zack.

—Es que está preocupado con lo del peaje —explicó Corín.

Jenny y May estaban francamente intrigada. Trewhella representaba un elemento que les era totalmente desconocido. Jenny recibió una impresión que no podía explicar con palabras. Era como si quisiera explicar lo que contenía una habitación sin usar más que palabras técnicas de ferrocarriles.

El labrador no hizo caso ninguno de las chicas, de manera que Jenny tuvo que formar su opinión acerca de aquel extraño ser como si fuere un animal enjaulado, cómico, tedioso, o interesante, pero siempre remoto. Se contentó con examinarle con inusitada y distante indiferencia, mientras él comía. Esta actitud filosófica hizo que la observadora no se sintiera irritada por la pausada calma del observado, ni por los ruidosos chúpeteos que a la taza daba, ni por el gesto con que, luego que hubo acabado, se enjugó los labios con el inmenso puño cerrado.

—Pues sí —dijo Trewhella mientras deglutía sonoramente un gran bocado de bizcocho de frutas—, pues sí; ya me tengo ganas de estar en Trewinnard de vuelta. Digo yo que el único que puede acompañar a uno de Cornwall para ver Londres debe ser el mismo Satanás.

Rió Corín la gracia, pero luego añadió que, al menos, él iba a probar aquella misma noche a enseñar a su amigo lo que digno de ver hubiese en Londres.

—Debía llevarle usted al Orient —aconsejó May.

—¡Hombre! No está mal la idea —dijo Corín dándose una sonora palmada en el muslo—. Esta noche, Zack, al Orient.

—¿Qué es eso del Orient?

— ¿ Es posible que no haya usted oído hablar del Orient? —preguntó Jenny atónita y hasta escandalizada por tan increíble ignorancia.

—No, hija, no; nunca —dijo Trewhella, y por primera vez miró a Jenny a la cara.

—Pues allí bailo yo; en el cuerpo de baile.

El hombre de Cornwall miró a su amigo buscando una explicación.

—Como lo oyes —dijo Corín jovialmente—. No tardarás en saber lo que es bailar. Allá vamos tú y yo esta noche.

Gruñó Trewhella, miró de nuevo a Jenny y dijo tras una pausa:

—Ya que estamos en la capital, haremos lo que la gente de por aquí; pero, ¡ caramba!, no se me habría ocurrido a mí ir a ver los títeres como pastora en día de feria.

Corín dejó oír una risita al ver lo fácilmente que se allanaban los escrúpulos del pueblerino, y luego dijo que para cuando Zack volviese a su tierra llevaría los ojos bien abiertos; que eso de su cuenta corría.

De allí a poco se fueron las dos muchachas y mientras Jenny se vestía para ir al teatro cambiaron impresiones acerca de Trewhella.

—¿Tú has oído a alguien hablar así? Casi suelto el trapo. Pero si habla como un cómico en el teatro —dijo Jenny.

—A mí me pareció que hablaba como un fonógrafo que se le está acabando la cuerda —dijo May.

—¡ Mira que no saber hablar! No debíamos reírnos del pobre. —Jenny estaba mirándose la espalda en el espejo para ver si tenía la chaqueta sin polvo.

—A ver qué le parecen tus bailes. Aunque lo más probable es que no te reconozca en el escenario.

—Me parece a mí que sí —contradijo Jenny dándose polvos en la nariz—. Puede que no lo hayas notado, pero me ha echado unas miradas, que ya, ya.

—¿Sí? Menos mal que no ha sido a mí, o hubiese soltado la carcajada.

Densos nubarrones cubrían el cielo cuando Jenny emprendió el camino del teatro a través de los vientos del anochecer sombroso. Aquella noche, ya de vuelta en su cuarto, le dijo May:

—Has conquistado a Trewhella.

—¿Qué estás diciendo?

—Pues eso. Está loquito. Tenías que haberlo oído.

—¡ Vamos, anda ya!

—Te ha visto bailar. Dice que mañana vuelve, y todas las noches que esté en Londres, y nos espera a merendar mañana otra vez.

—¡Vaya conquista! —dijo Jenny riendo mientras con una sacudida libró su pelo de la prisión del día y cayeron los rizos en alegre cascada juguetona.

—¿Te gusta? —preguntó May.

—¡ Pschs! Le huele raro la ropa. A romero o algo así. Supongo que la habrá tenido guardada Dios sabe cuántos años. Bueno, ¿y qué más tienes que decirme acerca de mi amor?

—¡ Galla, calla! —dijo May riendo—. Pero no debías tomar el pelo al pobrecillo.

—¿Qué quieres que haga con él? ¿Qué le ha dicho papá?

—¿ Papá? Si las vacas dieran cerveza le podría haber dicho muchas cosas.

—Sí, claro —dijo Jenny ya con el camisón puesto; por debajo asomaban curiosos los piececitos color de rosa. Quedose mirando un instante su imagen en el espejo como si fuera a ir al encuentro de un amante soñado y luego apagó la luz y $e zambulló en la cama entre las olas de las sábanas.

Durante la merienda del día siguiente Trewhella apenas quitó ojo a Jenny.

—¿Qué tal le pareció el baile? —preguntó ésta.

—No entiendo de danzas; pero todo el tiempo me estuve buscando a una moza en ese sitio que parece una linterna mágica, y cuando di con ella, desde allá arribota, no la veía todo lo bien que quisiera. Pero, válgame el diablo, esta noche no me pasará. ¡ William!

—William, así me cueste una libra de oro, esta noche me quiero sentar allá abajo en los sillones que están junto a los músicos.

—¡ Así me gusta, hombre! Esta noche vamos a primera fila de butacas.

—Bueno —dijo Trewhella satisfecho con esta promesa.

Cuando Jenny dijo que tenía que irse a vestir para el teatro le pregunté Trewhella sí podría acompañarla parte del camino.

—Como quiera —dijo Jenny—, pero supongo que andará usted más de prisa de lo que come, o llegaré a las tantas.

Trewhella le aseguró que andaría tan de prisa como fuera menester; pero Jenny tomó la precaución de ponerse en camino media hora antes de lo acostumbrado, por si acaso.

Hacían una extraña pareja los dos según iban por la calle. El atardecer del día de octubre fue más que urbano campesino e hizo que Trewhella no pareciese tan fuera de lugar en la ciudad. Todas las chimeneas tremolaban estandartes serpentinos de humo. Densos nubarrones, cruzados de venas escarlata se movían a través del firmamento; las esquinas de las calles tenían aspecto de haber sido desnudadas por el viento. Andaba Trewhella a grandes zancadas de sus piernas, algo patizambas, inclinado el recio corpachón hacia adelante. Su retorcido bastón golpeaba isócrono la acera. Los últimos rayos del sol poniente parecían condensarse sobre el rojo satén del ancho nudo de la corbata. A su lado marchaba Jenny, que aunque no mucho más baja, parecía diminuta junto a él.

—Mira, rapaza —dijo Trewhella luego de andar un trecho en silencio, y ya perdida de vista la casa—. Nunca he visto danzas como las tuyas. Creo que al fin Satanás me ha cogido. Allí arribota me tenías sentado, sin quitarte ojo. Yo, que desde que me hablaron del cielo, no he pensado en otra cosa. Escucha, moza, ¿té vas a casar conmigo esta semana, Dios mediante, y nos vamos aluego para Cornwall?

—¡ Qué! ¿Casarme yo con usted?

—No digas que sí ni que no en un pronto. Pero piensa lo que te digo. Allá me tengo una finca» más que maja. “Bochyn” de nombre. Y en ella una casa limpia como el oro, toda rodeada de rosas y geranios, que no la hay mejor, y allí puede una moza como tú estarse asomada a la ventana, si se le antoja, oliendo las rosas y los lilos y escuchando cómo canta el mar tras el ribazo, jugando en la arena...

—Bueno, hombre, no corra usted tanto —interrumpió Jenny—. ¿Usted cree que yo me voy a casar con un hombre que acabo de conocer? Además, usted no sabe nada de mí.

—Sé que eres la mujer que necesito, y sin ti no me vuelvo a casa. Como lo oyes. Mientras yo solía ir a la iglesia, gritando y predicando, que el sudor me corría, siempre pensaba en los labios de una moza que yo me había imaginado, y como no la encontraba, no quise saber de amores. Ahora he dado con ella. Tú eres para mí.

—Vamos, que por lo visto ya lo tiene usted arreglado todo, ¿no? La lástima es que Menda no quiere casarse con usted.

—No sé como puedes tener corazón para querer dejarme volver solo. Cuando llegue el verano y la siega, y vea los trigales, siempre pensaré en tu pelo.

—Pero si no me gusta usted. Es usted demasiado viejo. Además, no sé a qué viene hablar de mi pelo, si apenas lo ha visto.

Trewhella no parecía estar dispuesto a discutir sino lo que le interesaba.

—Más de cien mozas han dicho antes que tú a uno y a otro “eres demasiado viejo". ¿Qué es el amor? No es más que una gran fogata que comienza a arder en el corazón de un hombre, y si arde lo bastante, pues pronto enciende a la mujer.

—¡ Ay, hijo!; pero es que yo tengo telón contra incendios.

La miró Trewhella intrigado por una frase que no entendió, pero sí notó que era contraria a sus deseos.

—Y vas a dejar que arda la concupiscencia en mi pecho y me abrase en ella; yo, que desde que recibí la gracia del Señor, en ella me he conservado; yo, en quien fructificó la semilla de Su palabra antes que en nadie de toda la aldea; yo, que talé dos manzanares para que no pudiesen hacer sidra y pecar. Y ahora, ¿me condenarás a vivir luchando contra la carne y querrás que mi alma fornique y se condene?

—¡Y qué! —dijo Jenny, hastiada de tanto discurso ininteligible—. Yo lo que sé es que no me quiero casar con usted.

—Ha sido mi impaciencia —dijo Trewhella—. Te prediqué sin querer. Esta noche me verás allí en un sillón cerca de los músicos. Allí estaré mirándote. Y no hay quien conmigo pueda, sea moza o bestia. Adiós; voy a buscar a William John,

—Adiós —dijo Jenny más tranquila al ver que se iba—. Entonces... ¿en primera fila?

Cuando dijo esto se le ocurrió pensar lo incongruentes que estarían Trewhella y Corin en el
patio de butacas del Orient. Se imaginó a las chicas riendo entre bastidores, preguntándose de dónde habrían salido aquellos dos tipos. Afortunadamente ninguna sabía que estaban parando en su casa. ¡Que horror, si llegase a trascender que aquellos dos fulanos, con su manera de hablar, estaban alojados en casa de Jenny Pearl! Solamente pensarlo la hizo enrojecer. Sin embargo, era raro, pero Corín no había parecido tan cómico antes de llegar su amigo. Fue Trewhella quien infectó de comicidad al otro. Tenía una prosopopeya, una dignidad, que le hacía inmune contra toda broma. Nunca se reía con las salidas de Jenny, y, sin embargo, aquel hirsuto bigote parecía estar ocultando siempre una sonrisa perpetua y no compartida con nadie. ¡ Qué manos tenia! Más parecían bichos que manos. Cuando Jenny descubrió en las butacas los ojillos brillantes, sintió de repente estar representando en aquel momento el papel de una pastora de Efeso, pues las pastoras de Efeso, seguramente debido a la benignidad del dima, se vestían de manera en exceso sumaría.

—Allí estaba —le dijo a May aquella noche— mirándome como si me fuese a comer, hasta que casi salí corriendo para esconderme entre bastidores. Hija, parecía enteramente el g-ato de casa cuando se pone a mirar al canario de al lado.

—No es un canario; es un jilguero.

—Déjame en paz con tus jilgueros. ¿Qué más da, aunque fuera un loro? Ya sabes lo que quiero decir. Bueno... y ¿qué voy a hacer yo con ese Búfalo Bill?

May se echó a reír,

—Pero si se le parece, de veras. Sólo que sin barba.

Al día siguiente Corín le preguntó qué probabilidades de éxito tenía su enamorado amigo.

—Le aseguro que lo ha tomado muy en serio.

Allá por mi tierra tiene fama de hombre rico. La finca es buena y libre de hipotecas. Ya ha hablado a su padre acerca de la boda.

—¡Eso sí que está bueno! ¡Hablar con mi padre! ¿A santo de qué? ¿A él que le importa con quién me caso yo? Es el colmo. Dígale a su amigo que yo me casaré con quien me dé la gana. ¡ Pues estaría bonito, vamos!

Corín explicó conturbado:

—Se lo he dicho solamente para que comprendiera usted que el hombre esta en serio. Le aseguro que jamás he visto a nadie más en serio. Y es un hombre muy religioso.

—Pues mire, yo no, ¿sabe? No sé que tiene que ver la religión con las bodas.

—Si lo piensa usted, no es tan mal partido. No creo que encuentre usted un hombre tan sentado, tiene por lo menos trescientas libras de renta. Con eso se vive muy ricamente en Cornwall.

—Pero podría ser mi padre —adujo Jenny.

—Parece más viejo de lo que es. No faene más que treinta y ocho años.

—Y los que anduvo a gatas.

—No, de veras; lo que pasa es que ha trabajado mucho toda su vida. Siempre trabajando con sol, tormenta o granizo. Y luego, 3ra sabe usted lo que dice la gente: “Más vale un viejo que mime, que un joven que te domine.”

—Mire, es que no me gusta, ¿sabe? No como para casarme con él... —Jenny comenzó inconcebiblemente a ceder, a creer que uno por uno iba entregando los reductos de su defensa, a pensar que un destino inexorable se le acercaba paso a paso.

—Le tomaría cariño poco a poco. Eso les pasa a muchas. Además, está dispuesto a que su hermana viva con ustedes, y eso no es de olvidar, pues le aseguraría así usted una vida cómoda. ¿ Qué iba a ser de ella si les ocurriera algo a usted o a su padre?

—Pues se marcharía a vivir con mi hermana o con mi hermano.

—Sí; pero ya sabe usted lo que eso significaría. Mientras que yéndose con usted, Zack estaría tan orgulloso de ella como si fuese su propia hermana.

Aturdida Jenny por la insistencia persuasiva de Corín, cometió un error táctico:

—Sí, sí; pero ¿cuando quiere casarse?

—¿Entonces lo pensará usted?

—No he dicho semejante cosa —dijo rápidamente procurando enmendar su error.

—Zack quiere casarse en seguida.

—Eso es imposible. No puedo marcharme del teatro de repente. Haría muy raro. Además...

Más tarde dijo Zack:

—Deja a la moza; no me la apures. Que lo piense, William, que lo piense. Yo, mientras, aquí me esperaré.

Corín había hablado a Jenny acerca de la generosidad de su amigo, y una vez lanzado lo que se le antojó hábil ataque dejó que penetrase por’ sí sólo dentro de Jenny para vencer su resistencia. Tal como Corín había planteado el asunto, fríamente, sin retórica alguna, la proposición sonaba como si se tratase de un negocio cualquiera. Jenny comenzó a pensar los muchos problemas que resolvería de un golpe: el de buscar casa, el de la mudanza, el de asegurar el porvenir de May y el librarse de su padre, quien cada vez estaba más exasperante gracias a lo que ya era alcoholismo inveterado. Todas las chicas del teatro se iban casando poco a poco. ¡Se había puesto de moda!

Ella iba teniendo años. La época de aventuras románticas ya había pasado. El resplandeciente Carnaval iba trocándose en tediosa rutina. ¿Por qué no estrenar la vida otra vez escapando a una existencia nueva y extraña, y así crear una ilusión de placer no menos nuevo? ¿Qué habría pensado su madre de esta oferta? No podía negar Jenny que probablemente la habría mirado con buenos ojos y le hubiese aconsejado fervientemente que la aceptase. ¿No le pareció un día que un panadero era buen partido para su hija? Y aquí estaba a sus pies un hombre próspero, religioso, tranquilo, que la rogaba aceptase el puesto de ama de su granja, casi de su finca. Habría preferido que Zack Trewhella no estuviese tan dispuesto a esperar. Esta disposición le daba visos de algo ineluctable y fatal. Y el día de la mudanza se acercaba. Un cambio, de una u otra clase era inevitable. Pensó entonces en sondear a May acerca de sus planes futuros, si por algún motivo sus vidas sufriesen un cambio repentino.

—¿Qué harías si me marchase yo? —le preguntó.

—¿Qué quieres decir? —respondió May dando la vuelta en la cama, muy alarmada por tal contingencia.

—Quiero decir que con quién te irías a vivir. Con Alfie o con Edith.

—Con ninguno —respondió May enfáticamente.

—¿Por qué?

—Porque no.

Acaso tal contestación no satisficiera a un profesor de lógica, pero no pudo dar una más elocuente para Jenny.

—¿Y si me casara? —preguntó.

—¿Por qué no iba a poder vivir contigo? Pero... no. Puede que^ no pudiera ser... —añadid desconsolada—. ¡Qué vida la mía! Anda, que tú te quejas algunas veces, pero si fueras como yo... ya, ya.

Había Jenny aceptado siempre como cosa natural la alegre conformidad de May con su defecto físico, y esta queja la dejó anonadada, y de pronto comprendió que lo que para May fuese mejor, eso era lo que ella tema que hacer. Le vino a la memoria el día, cuando aún niña, su madre le había confiado a la hermana pequeña. La recomendación le pareció más solemne y sagrada por haber ya muerto quien la hizo.

—No te pongas así —dijo acariciando a su hermana pequeña—. Pase lo que pase y haga yo lo que haga, tú vendrás conmigo.

No demostró May' emoción alguna, sino que dijo:

—Bueno, pero no hace falta que me metas la rodilla por la espalda.

—No obstante, Jenny, al ver lo rápidamente que May se quedó dormida, comprendió que ésta se encontraba segura y a salvo, y feliz.

—Hoy voy a hacer una limpieza a fondo —dijo Jenny cuando al despertar vio un día triste y encapotado que presagiaba lluvia incesante desde el alba hasta el anochecer.

—¿Qué vas a hacer con las cosas de mamá?

—Las voy a guardar en un baúl. Esta tarde las veremos.

—Esta tarde he prometido salir con unas amigas. Como eso no es mucho trabajo te dejaré que lo hagas tú sola.

—No te apures.

Después de comer, cuando May hubo salido y Jenny se quedó sola en la casa con la criada, comenzó a seleccionar las reliquias de su madre. Una por una las fue metiendo en un baúl, en el que aún se veían pegadas las etiquetas de facturación Clacton y Liverpool Street, y, menos abundantes, otras de Yarmouth. Poco a poco fue llenándose el baúl con capas ordenadas de trajes de seda y abrigos. Cuidadosamente escondidos en los dobleces fue colocando viejos devocionarios, dedales, plumas de avestruz y encajes. Jenny pensó si esconder también una muñeca de cera, de cara incolora y delicada ropita de bebé. Era una muñeca de cierto valor, juguete infantil de la señora de Horner el farmacéutico.

—Esto se lo debía dar a Alfie o a Edith —pensó Jenny—. Pero es demasiado antigua para que jueguen los chicos con ella. Si se acuerdan de ella, se la daré.

Y así pasó la muñeca a su tumba perfumada de espliego. “Después de todo —pensaba Jenny— a nosotros no nos dejaron nunca jugar con ella... Lo más, lo más, nos la daban un ratito algún domingo.”

Aparecieron luego varios libros de cuentas caseras, todos llenos de cifras escritas con la letra clara y fina de su madre.

Estos los ató con una cinta azul, y los guardó también. Surgió un pequeño problema: unas porcelanas que su madre apreciaba mucho. Jenny decidió guardarlas con lo demás. Estos ornamentos, tan queridos de la muerta, no podían correr el riesgo al ser tratados con indiferencia, pues el amor de su madre los hizo sagrados.

Al fin, sólo quedaron las cosas de la mesa de escribir. Esto, decidió Jenny, había que hacerlo con más cuidado para que nada de lo que su madre hubiese querido ver destruido pudiera ser objeto de curiosidad impertinente. Olía la mesa a la madera de cedro que forraba los cajones, y el perfumé evocó con fuerza las emociones y curiosidades de su niñez, el respeto que en otros tiempos sentía por aquella mesa y sus misterios. Salieron a relucir las crujientes cartas de las solteronas Horner, y por ellas supo Jenny la historia de la propuesta adopción. “Menos mal —pensó— que la idea no tuvo éxito”, y siguió leyendo horrorizada por la excesiva profusión de sentimientos religiosos, y más que irritada por las austeras profecías y tremendos comentarios que encontró referentes a Jenny, la recién nacida. También encontró uña fotografía desvaída de sus padres de recién casados y otra de un desconocido de exuberante bigote, aire próspero v cuidada ropa.

—¡Quién será éste! —pensó—. Tal vez aquel que le gustaba a mamá, que no quiso fugarse con él.

Esta fotografía la quemó. De repente, debajo de un montón de cartas, vio una letra que hizo latir su corazón con la sorpresa de un descubrimiento inesperado. “Cómo vino a parar esto aquí?” —se preguntó al leer la siguiente olvidada carta de Maurice.

Grosvenor Road, 423 Viernes.

Queridísima chiquilla:

El sábado me tengo que ir, pero no te importe, te veré el martes o, a lo más, el miércoles. Ya te mandaré recado al teatro. Buenas noches, bien mío. Ya sé que te vas a llevar un desengaño tremendo con los planes que teníamos; pero no te importe; la semana que viene resultarán igual de agradables. 422 besos de

Maurice.

La pasión que un día le hiciera leer aquellas palabras como si estuviesen escritas con fuego, ya estaba muerta. Quien las escribió ya no podía suscitar en ella ni felicidad ni desgracia. Ni el más mínimo vestigio de amor o sentimiento pudo hallar en aquel monumento funerario a unos planes fracasados por una ausencia repentina. ¿Pero, por qué estaba la carta tan cuidadosamente escondida en la mesa de su madre y por qué estaba tan arrugada, como si se hubiese leído muchas veces? ¿ Y cómo llegó a sus manos en un principio? La carta era de febrero, escrita después de haberse Jenny marchado de casa. La debió de dejar caer durante una de sus visitas, y su madre sospecharía que aquellas pocas palabras escritas jovialmente podían esconder algo. Procuró Jenny recordar si pudo hacer sospechar a su madre la existencia de algún asunto amoroso de cierta índole al quedarse unos días en casa de alguna amiga. Pero no, como no vivía en casa, sospecharía su madre que pasaba los finales de semana con Maurice. Todos sus escrúpulos, todo su cuidado para no hacer desgraciada a su madre habían sido inútiles. Había destrozado su amor sin conseguir lo que deseaba, ya que su madre creyó, al parecer, al la fragilidad de su hija. ¡Cómo habría sufrido, obsesionada por la supuesta e imaginaria desgracia, sollozando en silencio, sufriendo calladamente, desilusionada, desde que Jenny se marchó de casa. Arrojó la carta al fuego, y se quedó abrumada, comprendiendo que ella, ella misma, había hecho perder poco a poco la razón a su madre. Esos médicos con sus cuentos de abcesos no sabían lo que estaban diciendo. Su madre se volvió loca de desesperación por la supuesta conducta de ¿su hija.

Fue a la cocina. La criada despachaba torpemente su obligación. Volvió a la salita y cerró de golpe el baúl copio si quisiera encerrar el mudo reproche que le parecía emanar de las cosas que fueron de su madre. Se estaba haciendo tarde. Tenía que arreglarse para ir al teatro, ¡ Qué fracaso el de su vida! Sonó el timbre de la puerta y Jenny fue a abrirla contenta de buscar distracción a sus pensamientos. Era Trewhella, que entró chorreando agua en el recibimiento.

—¡ Qué sorpresa!

—¿Ha tomado usted el té?

—Sí; hace más de una hora. Mal tiempo tenemos.

Mientras hablaba había entrado tras ella en la salita. Allí de pie, en la penumbra, le pareció gigantesco e inconmovible como una roca.

—¿Ha resuelto usted sus asuntos? —le preguntó para romper el silencio que sobrevino.

—Sí; lo del peaje, resuelto está, para bien o para mal, según como se lo mire. Ahora ya no tengo nada que hacer sino esperar tu contestación.

Pasó el farolero por la calle. Se oyó el ruido que hizo al encender el farol de enfrente. Luego sus pisadas fueron alejándose. Quedó el cuarto iluminado por una luz fantasmal, que al pasar amarilla y pálida a través de las cortinas de encaje trazaba sobre mesa y paredes un curioso dibujo afiligranado de sombras.

—Voy a encender el gas —dijo Jenny.

—Deja; pero escucha lo que te digo. Estoy ardiendo de amor por ti. Mi corazón parece de plomo, de tanto esperar. ¿Por qué no te casas conmigo, preciosa? Esto que me pasa es locura de amor. Sin duda alguna. Óyeme, rapaza, escucha, Jenny, ¿qué me contestas?

—Está bien. Me casaré contigo —dijo fríamente—. Ahora déjame que encienda el gas.

Encendió una cerilla y. a su luz vacilante vio a Zack acercarse a ella.

—¡No! —casi gritó—. No me beses. Todavía no. Nos pueden ver por la ventana.

—Déjales que miren lo que quieran. ¿Qué nos importan?

—No seas tonto. Déjame de besos. Además, tengo que irme escapada. Voy a llegar tarde al teatro.

—¡Vaya el teatro al diablo! Ya no tienes que volver por allí.

—Tengo que avisar con quince días de anticipación que me voy.

Zachary Trewhella era demasiado zorro para insistir y arriesgar que Jenny se volviese atrás, y con gran sapiencia, no lo hizo.

—Te acompañaré un trecho.

—No, no. Tengo prisa. Esta noche, no.

Más tarde, en medio de la niebla ambarina que llena los tranvías las noches de lluvia, Jenny se dirigía al Metro, viendo con la imaginación a su hermana pequeña en medio de un jardín lleno de flores.

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