Carnaval

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CAPITULO XXXVII

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CAPITULO XXXVII

COLOMBINA EN TINIEBLAS

Jenny yacía, despierta en la oscuridad, tan profunda, tan espesa, tan material, que su esfuerzo al rechazarla le produjo la ilusión de un tejido sofocante que rompía con desesperación. Unas mejillas marfileñas se escondían en esa monstruosa oscuridad e irnos ojos relucientes se apagaban en la boca seca de la noche.

—¡Oh!, mañana, mañana —imploró—; ¡ven pronto, ven pronto!

En la oscura lejanía cantó un gallo. Ella, buena londinense, no supo interpretar el consuelo que anunciaba. Trewhella, durmiendo profundamente, como solía hacerlo en las noches de mercado, no se movió. Jenny sollozaba.

—¡Nada tiene sentido! —se dijo.

Después, el sueño, cansado de la crueldad del amor, le envió rosados ensueños para consolarla, y a la mañana siguiente, cuando despertó, ya se había marchado su marido. Era una mañana de vientos húmedos y sol de noviembre, de revoloteo de hojas y luces de topacio, llena de las alas de las gaviotas y del graznar de las cornejas.

May estaba, de pie, junto a la cama.

—Métete en la cama conmigo —le dijo Jenny.

A pesar de toda la locura y maldad existentes, siempre tendría a su hermana pequeña.

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