Carnaval

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DIECIOCHO

 

 

 

Ya el castigo había tocado a su fin. Esa noche Raúl había regresado al calor de las sábanas de Irene; una Irene que, a pesar de las broncas, se mostraba impaciente por tenerle otra vez entre sus brazos.

Habían disfrutado mucho; la abstinencia de ambos (porque la pelirroja tampoco había estado con nadie en esos siete días) hizo más apetecible el reencuentro de sus cuerpos. Por supuesto que Irene pudo haber disfrutado del sexo con otros hombres, ella no estaba castigada… O sí, porque el amor que sentía por Raúl la había castigado también.

Ahora Raúl estaba otra vez solo en casa, pero ya no estaba esclavizado. La vida continuaba su curso, aunque él había aprendido ya la lección: ni una mentira más mientras siguiera viviendo con su despampanante pelirroja. Las dos estaban trabajando esa mañana del lunes, y las dos se habían marchado temprano.

Sonó el teléfono y lo descolgó; esa mañana el contestador no estaba conectado. Al otro lado del auricular una voz que él conocía de sobras, y no porque fuera precisamente agradable, le saludó.

—¡Hola, primito! ¿Tienes un minuto para mí? Prometo no meterme contigo ni hacerte proposiciones obscenas.

—¿Podrás contenerte, en serio? —bromeó Raúl, asombrado.

—Ya te lo he prometido, ¿no? Me gustaría charlar un rato contigo. Quisiera pedirte disculpas por haberme comportado mal cuando estuviste aquí. Y quiero que sepas que me alegro de que te vaya bien en casa de Irene.

—¡Vaaaaya! —silbó admirado—. No puedo creerlo: mi arrogante primita pidiéndome disculpas. Todavía recuerdo cómo me acosabas y presumías de tener mi vida en tus manos.

«Y sigues estando en mis manos, gilipollas», pensó Inés, pero no se lo dijo, como tampoco le dijo que lo de pedirle disculpas era puro cuento para ganar tiempo hasta entrevistarse con él y decirle todo lo que se estaba guardando desde hacía una semana. Irene le había advertido que Raúl no tenía permitido salir ni relacionarse. Inés se carcajeó al ver el dominio que tenía su amiga sobre el bobo de su primo. Irene los tenía bien puestos, de eso no cabía duda; no era una rival despreciable. Y eso le gustaba; detestaba ganar sin esfuerzo. Se moría por verle; era él quien tenía que pedirle disculpas, y la vida no le iba a alcanzar para acabar de arrepentirse.

—Y bueno, ¿qué? —se impacientó—. ¿Tienes un rato libre, sí o no? Podemos quedar en Ciutadella, en la boca del metro, y luego nos damos un garbeo por el paseo marítimo. ¿Qué tal? —propuso animada pero inquieta. Era de vital importancia que aceptase acudir a esa cita.

—¡Qué romántico! No parece muy propio de ti; yo hubiera apostado a que preferirías quedar en un bar de strip-tease o algo por el estilo.

—Muy gracioso —refunfuñó—, son las once de la mañana; no son horas de ir a ver «guarradas». Y para que lo sepas, me gusta disfrutar de la naturaleza y me gusta el mar; soy ecologista y llevo años trabajando para Greenpeace.

—¿Lo dices en serio? Realmente, primita, era lo último que me esperaba de ti. Me has sorprendido, y por primera vez agradablemente. ¿Por qué no lo dijiste antes? Las ecologistas tienen mucho morbo para mí.

Raúl rió con ganas al otro lado del teléfono.

—Menos cachondeo —se cabreó—; todavía no me has dicho si piensas hablar conmigo, y ya sabes que el tiempo no me sobra.

—¿Por qué no? Me muero por saber qué diablos estás tramando ahora; tu mente calenturienta no para ni un segundo, ¿o sí? —Estaba tan impaciente como ella; por primera vez,  el encuentro le hacía gracia—. ¿A qué hora te va bien? —preguntó.

—A las doce, pero sé puntual, mi agenda está a tope.

—Estupendo, en media hora salgo para allá, me muero de curiosidad por saber cómo vas a disculparte, me come la impaciencia —bromeó él otra vez.

—Hasta luego, Raulito.

«¡Será gilipollas!», exclamó Inés nada más colgar el teléfono. «No sabe lo que le espera. ¿Disculparme yo? ¡Ni muerta!»

Estaba excitada; ese día iba a ser muy difícil de olvidar. ¡A ver qué cara iba a poner cuando le dijera que sabía lo del embarazo de «su novia»! Y lo de Juanjo; lo de Juanjo sería casi lo mejor, sino fuera por lo que había descubierto de su pasado. Eso para rematar la faena.

Se acicaló mucho para ese encuentro; exactamente no sabía por qué lo hacía. O sí. De repente sintió una violenta punzada de celos; todo el mundo hablaba maravillas de aquella puta llamada Izaskun. Pero ella no iba a ser menos; no era ningún adefesio. No tan alta, eso era cierto, y quizá un poco rellenita; sin embargo, tenía su atractivo.

¿Impresionarlo? Tal vez, pero no sería necesario. Sus palabras sí iban a impresionarle. Esperaría a estar en un sitio público para soltárselo todo. Ya le conocía: se pondría histérico; quizás, como el primer día, intentaría matarla, y ella necesitaba un lugar concurrido para sentirse a salvo de su furia.

Se rió; todo le parecía muy divertido. Todavía no había decidido si le contaba o no al idiota de su hermano que la mujer de sus sueños estaba encinta. Por lo menos habría de esperar algunos meses para hacerle el book, a menos que pensara en un catálogo de ropa pre-mamá. Mejor no le decía nada; seguro que más adelante iría a hacerle otra visita al pueblo, y entonces ya se le notaría la barriga lo bastante como para ahorrarse las preguntas. Por lo visto, estaba en el principio del embarazo; Irene no había dicho que se le notara nada. Inés estaba convencida de que si Juanjo estuviera al tanto, no estaría de tan buen humor.

Ya eran las once y media; debía irse, no quería llegar ni un minuto tarde al momento más importante en esos días: el de la venganza.

Como habían quedado a la salida del metro, lo cogió. El pasillo de enlace de líneas en Paseo de Gracia se le hacía interminable, pero sacar el Audi aún era peor. Llegó puntual gracias a que ningún tren se le escapó. Raúl ya estaba esperándola, lo cual la alegró mucho. Le encontró cambiado, aunque no sabía muy bien por qué. ¿Sería la buena vida que se pegaba con Irene y Azucena? El muy guarro estaba más guapo que nunca.

Sonrió mientras la saludaba alegremente.

—Ei, ¿adónde vas así? Si lo sé, alquilo un chaqué.

—¿Qué pasa, no te gusta el vestido, no me queda bien? —Inés estaba decepcionada. El vestido era uno de sus favoritos: Adolfo Domínguez, sin ir más lejos; era de seda negra, largo hasta los pies, y sin mangas. De hecho, era asombrosamente parecido al que llevaba puesto Izaskun el día que fue a visitar a Raúl.

—Nada —contestó él, sonriente—; el vestido te queda estupendamente —elogió—, pero pensé que sólo íbamos a dar un paseo.

—Tengo hambre —se quejó Inés de pronto—; vamos a comer algo, nos sentamos y charlamos tranquilamente.

—¿No has desayunado? —se extrañó él.

—Sí —respondió ella—, pero tengo hambre nuevamente. ¿Te importa?

—En absoluto; por mí, puedes comer lo que quieras. ¿A dónde vamos?

—No sé…, por ahí abajo —señaló el paseo marítimo— hay multitud de bares y terrazas. En cualquiera estaremos bien. ¡Venga! Tengo mucho que contarte.

Inés empezó a caminar y Raúl la siguió, perplejo. Esta vez ni le había besado ni le había cogido del brazo. Nada. ¡Sí que era raro! No es que lo echara de menos, pero no podía evitar sorprenderse ante ese radical cambio de actitud.

Se sentaron, por fin, en una mesa al aire libre; había un sinnúmero de parejas a diestro y siniestro, tal y como deseaba Inés. Ella pidió un bocadillo de jamón serrano y una Coca Cola Light. Raúl pidió sólo un botellín de agua mineral fría. Inés le observó, divertida, y dijo con sorna:

—Conque abstemio, ¿eh? ¿Tan mal recuerdo te queda de Gorka?

—No sé de qué me hablas —pero lo sabía, demasiado bien que lo sabía—; a estas horas no me apetece una copa, eso es todo. Para tu tranquilidad, por la noche bebo hasta emborracharme.

—No —Inés meneó la cabeza, quitándole importancia, si a mí me trae sin cuidado lo que bebas o dejes de beber. Por mí, haz lo que te salga de los cojones.

—¡Faltaría más! Y, ¿piensas decirme de una puñetera vez lo que has venido a decirme? ¡No será esto un truco para que vuelva con vosotros!

—Para nada, ya sé que vives de puta madre con ese par. Solamente quiero darte la enhorabuena. ¡Felicidades, papá! 

—¿Cómo te has enterado?

Raúl palideció de repente.

—Irene me lo contó. No te enfades, hombre, tarde o temprano se habría descubierto; era cuestión de meses que se supiera. Pero me alegra haberme enterado tan pronto, así he podido ser de los primeros en felicitarte.

—Muchas gracias —replicó ahora él, mientras sonreía burlonamente.

El camarero les sirvió lo pedido. Inés le dio un mordisco al crujiente bocadillo y continuó hablando.

—De nada, primito. Nosotros siempre estamos dispuestos a ayudar, yo la primera. Juanjo es un poquito más interesado, siempre quiere cobrarse los favores. Sobre todo si una mujer hermosa acude a su puerta, muy desesperada, pidiéndole un favor tan especial… como puede ser encontrar a su novio, que la ha dejado preñada y desamparada, allá en su pueblo. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—¡Fue él quien le dio la dirección a Izaskun! ¡Mierda! —aulló Raúl, rojo de rabia; ahora entendía cómo llegó Izaskun al piso de Irene.

—Más o menos. Recuerdo haber oído hablar de una compraventa o algo por el estilo.

—¿Una compraventa? ¿Qué… qué demonios quieres decir?

—Pues eso: una compraventa. Un intercambio de necesidades. Los dos andaban muy desesperados; él se moría por follársela y ella se moría por encontrarte a ti. De modo que tu Izaskun, porque es tu chica, ¿no?, se vendió a Juanjo por un papelito con una dirección. Y tuvo suerte porque, según tengo entendido, resultó ser la verdadera. A fin de cuentas, él no la puteó más de lo que se puteó ella. Lo cierto es que el pobre Juanjo estaba y está lo bastante encoñado como para creer que se ha enamorado. ¡Quién sabe si ahora le estará escribiendo un florido verso! Cualquier día de estos volverá al pueblo con el versito en la mano y se lo recitará a la luz de la luna, bajo los almendros, mientras ella, casta doncella, le escuchará desde su balcón florido, extasiada, muerta de amor como Julieta. Ha quedado la mar de cursi, ¿eh? Esto es para darte una ligera idea de cómo tu zorra ha idiotizado a mi pobre hermanito.

—No lo dices en serio, ¿verdad? Sólo lo dices para hacerme la puñeta.

—¡No! —chilló indignada—. Que me maten aquí y ahora si te he mentido en algo.

—¡Maldito hijoputa! Lo voy a matar.

Raúl se levantó bruscamente y aporreó la mesa con los puños; su rostro volvía a aparecer encarnado, consumido por la rabia.

—¿Y por qué no la matas a ella? ¡No seas crío! Juanjo te ha hecho un gran favor porque tú no la quieres; de lo contrario, ¿cómo ibas a ponerle los cuernos? ¡Y con dos a la vez!

—¿Y tú qué sabes lo que yo siento? —le preguntó indignado mientras se acomodaba de nuevo en la silla—. ¡Tú no tienes ni puta idea de lo que es el amor!  Vives amargada y resentida —la criticó sin piedad—, tu corazón podrido rezuma odio.

—¿Ahora vas de psicoanalista o qué? No te permito que me insultes, y todavía me queda mucho que decir.

—Estoy impaciente.

Inés dio un trago largo a su Coca Cola y habló. La botella de agua de Raúl permanecía intacta.

—Me alegro. Y no esperes que te pida disculpas, porque no tengo nada de qué disculparme. Eres un jodido hipócrita —le acusó—, creyéndote con autoridad moral para tratarnos como a degenerados. Tú eres quien menos puede hablarnos de lo amoral de nuestras vidas, de lo que hacemos o dejamos de hacer. El muy sensiblero —se burló cruelmente— no pudo soportar ver cómo le pegaba un morreo a Juanjo, pero sin embargo no tuvo reparos en dejar preñada a su propia hermana. Bonito, ¿eh? Y tu hermanastra no es mejor que tú, porque siempre lo supo, y aun así te persiguió como una perra en celo. Claro que a ella nunca le convino contarte la verdad. ¿Dónde iba a encontrar a otro tan guapo como tú?, ¿dónde podría conseguir un padre tan bien dotado —Inés clavó sus ojos en la bragueta de Raúl— para su mocoso bastardo? Me dijo Irene que Izaskun no quiere saber nada de ti. ¿Justo ahora? Por favor, eso no hay quien se lo crea.

Inés miraba a Raúl, quien, mudo y blanco como el papel, la miraba a su vez, sin atreverse a respirar. Continuó hablando en el mismo tono burlón y provocador.

—Apuesto lo que quieras, Raúl, a que le faltan agallas para hacerte firmar un documento, desentendiéndote del crío, como dicen que ha hecho Madonna. Ahora se hace la interesante, pero dentro de cuatro días vendrá suplicándote.

—¿Ya has vomitado todo el veneno, o te queda algo atravesado, alguna barbaridad más por decir?

Raúl no creía ni una palabra de todo lo que acababa de contarle Inés.

—¡Cómo te gustaría que fuera mentira, eh! Un día te pregunté por qué se había ahorcado tu mamaíta, y te pusiste hecho una fiera ¡contra mí! Ahora yo sé toda la verdad. ¿Te la cuento o prefieres seguir viviendo en la inopia? —le ofreció, y sonrió satisfecha. ¡Ay, Dios, cómo se estaba divirtiendo!

—No quiero escuchar más mentiras tuyas, gracias.

—¡Oh, vaya! ¿Así pagas al valiente que se atreve a decirte la verdad con todas sus letras? Claro, como no soy santo de tu devoción, no me crees; prefieres creerles a ellos, que te han llenado la vida de mentiras piadosas, y yo quedo como la mala de la película. Perfecto, ¡que te den por culo! —le gritó Inés mientras dejaba un billete de mil en la mesa y se levantaba de su asiento.

Raúl la detuvo cuando aún no había avanzado dos pasos; estaba de pie, frente a él. La agarró por el brazo.

—¡Espera! No vayas tan rápido. ¿Qué sabes? —le reclamó.

Lo cierto era que él necesitaba respuestas; algunas que no fueran las de su abuela, para variar.

Inés se sentó de nuevo, despacio, disfrutando el momento; después le susurró en un tono lleno de malicia:

—Itziar se mató por frustración, simple y llanamente. Y por partida doble: no sólo perdió al hombre que amaba, sino que también había perdido al que la amó a ella. Te utilizó primero para atrapar a Gorka. Más tarde, cuando él se largó, fue a buscar al padre de tu noviecita para pedirle cuentas porque él sí era tu padre. Pero el buen hombre ya estaba casado, tu chica ya estaba en el mundo, y él, como buen padre de familia, no quiso abandonarlas. Cuando Itziar vio perdida su última batalla, se mató. Tú nunca le importaste, nunca te dedicó un pensamiento; únicamente fuiste un instrumento para cazar a uno primero y al otro después. ¡Y ésa es la madre a la que defiendes con tanto ardor!

—Sí, y sigue siendo mi madre. ¿Cómo te sentirías tú si yo insultara a la tuya?

—Pues estupendamente, muy contenta; nos juntaríamos y la pondríamos a parir. No, Raúl, no te equivoques. Las dos hijas de los Goikoetxea eran unas malas putas. La mía, más franca y directa; la tuya, más sutil, con cara de no haber roto nunca un plato. ¿Y te extraña que seamos como somos, tú, yo y Juanjo? No hemos sido educados para respetar a nuestros papás; jamás tuvimos ejemplo ni referencia. Tú aún creciste con la vieja, pero no creo que fuera lo mejor ni que te sirviera de gran ayuda. Siempre fue demasiado marimandona. De toda la parentela, a quien compadezco de veras es al pobre Gorka; pagó el pato, y acabó sus días naufragando en una botella de vino.

—¿Está muerto? —algo en Raúl se conmovió al preguntarlo.

—Probablemente. Mi abuelo paterno murió después de dos años bebiendo como un cosaco. ¿Cuántos llevaría Gorka? Unos veinte, ¿no? No hay hígado que resista eso, y el hígado es un órgano vital; no somos sólo cerebro, corazón y pulmones. El alcohol te va quemando por dentro hasta convertirte en una piltrafa…, eso por no hablar del coma etílico. Cuidado con lo que bebes, Raulito —le advirtió en un tono más cariñoso de lo habitual—; en el fondo me gustas, no quisiera que acabaras como mi abuelo.

—¡Qué conmovedor, primita! —Raúl no sabía si creerla; ahora sí parecía bastante sincera—. ¿Cómo te has enterado de todo ese chismorreo? —preguntó, cambiando de tema—. ¿Quién te lo ha contado?

—Juanjo —replicó—, ¿quién si no? Y no es ningún chismorreo, es la pura verdad. A Juanjo se lo contó la vieja cuando fue al pueblo a ver a Izaskun. Por cierto, fue el día del carnaval en Sitges. ¡Mi orgía completamente arruinada por vuestra culpa!

—Por cierto, digo yo, ¿cómo acabo aquello? —A Raúl le entró una repentina curiosidad—. Cuando llegamos a Barcelona caí en que me había llevado los disfraces. Pero la culpa fue tuya porque te dije que los sacaras y no me hiciste caso. Yo no pensaba quedarme hasta el domingo.

—¡Pues mira qué bien! Y yo que lo organicé todo en tu honor, ¡desagradecido! —le increpó malhumorada.

—¡Qué conmovedor! —repitió él entre risas—. ¿Quieres que me eche a llorar? Dime cómo acabó, que aún no me lo has dicho.

—Pues acabó en una reunión más o menos informal y divertida. Lo pasamos la mar de bien —disimuló Inés—, aunque desde luego no salió como yo lo había planeado.

—¿Os disfrazasteis de romanos?

—Yo, gracias a ti, no. Pero el resto sí, ¡faltaría más! Fue un desmadre como todos los años. Tu amiguita se lo pasó de fábula.

—¿Mi amiguita?

Raúl enarcó las cejas mientras Inés se terminaba su Coca Cola. 

—Sí, claro —dio una palmada en la mesa para despertarle; debía estar aún medio atontado si no recordaba a Azucena—, ¡la andaluza! No me digas que ya te habías olvidado de ella.

—No, perdona, ha sido un lapsus. Por un momento no recordé que estuvo en la fiesta; nadie me la presentó allí. Yo la conocí cuando se mudó a casa de Irene.

—¿Quién te la chupa mejor? ¿Cuál de las dos es la mejor?

A Inés le gustaba el morbo… Y sacarle de sus casillas.

—¿Qué clase de pregunta es esa? ¡Vámonos, anda! Si ya has pagado, podemos irnos; tengo el culo cuadrado —se quejó.

—No me has contestado —replicó ella, impaciente—, y mi pregunta es absolutamente normal.

—¿Normal?—Raúl soltó una breve pero rotunda carcajada—. No es asunto tuyo. Te basta con saber que son mucho mejores que tú.

—Mientes. Más guapas, quizá; aunque eso, como todo en la vida, es muy relativo. Estás predispuesto en contra mía; el hecho de que seamos primos te afecta y te impide ser objetivo. No puedes verme como una mujer normal. Siempre me verás como una prima… o si no, como tu enemiga —protestó Inés, enfadada.

—Eso no es verdad, y lo sabes. Ellas me gustan más, eso es todo.

—¿Y tu hermana —le provocó—, también te gusta? Todavía no me has dicho qué te parece o qué sientes por ella. Juanjo, ya te lo he dicho antes, está en una nube de color rosa desde que la conoció… Y no te digo nada desde que la poseyó. Me temo que va a pasarse el resto de su vida en trance. ¿Tú qué opinas? —siguió pinchándole porque era su deporte favorito—. Te la has follado tantas veces que debes de saber qué efecto provoca en los hombres. Uhmm, tal vez vaya a ver a la muchachita —sugirió  inesperadamente— para ver con mis propios ojos qué tiene que no se ha visto todavía.

—¡Ni te atrevas a intentarlo! —la amenazó, furioso—. A Izaskun déjala en paz. Conozco tus trucos; a ella ni te acerques.

—¿Y por qué no? —¡Ja! ¿Cómo se atrevía a prohibirle nada? A ella nadie le decía lo que podía o no podía hacer. Ella haría lo que le viniera en gana—. No me la voy a comer. Solamente quiero conversar con ella: de mujer a mujer. No te lo había dicho, pero va a ser mi cuñada —le anunció—; al menos eso jura Juanjo.

—¿Qué? ¿Va a casarse con ella?

Raúl no había imaginado que las cosas pudieran llegar tan lejos.

—Ya te he dicho que está encoñado, idiotizado. Parece un colegial.

—¿Sabe que ella está preñada?

—No —Inés meneó la cabeza, frunciendo levemente los labios—, dudo mucho que ella se lo dijera. De todos modos, es igual; a él eso no le va a importar.

—A mí me importaría —le aseguró Raúl.

—Tú y él sois dos mundos opuestos. Tú la amas, pero antes te matarías que demostrarlo… Y él está haciendo una tragicomedia de algo que ni siquiera siente de veras. ¿Ves la diferencia?

—Yo no la amo —se empecinó Raúl—, y según tú, no puedo amarla porque es mi hermana. Perdóname si no digo hermanastra, me suena fatal: a culebrón o algo así.

—¿Y no son nuestras vidas un culebrón como las de todo el mundo? Y yo no he dicho que no puedas amarla.

¿Por qué era tan obtuso?

—Haz lo que te dé la gana.

Es la sociedad la que te lo prohíbe, no yo. Pero deja de criticarme, ¿sí? Es lo único que te pido.

—¡Muy condescendiente eres tú! Si tú gobernaras habría un desmadre increíble.

—Sí, Raulito —reconoció con orgullo—, y todos seríamos más felices. Yo no voy de juez ni de sacerdote por la vida. Que cada cual haga lo que le salga de los huevos si eso le hace feliz y le pone cachondo.

—Eso me suena muy hippie: a la época de la paz, el amor y la vida en comuna.

—Y lo es. Esa filosofía la he hecho mía.

—¡Felicidades!

—Gracias y adiós. Me voy, Raulito. Si quieres pelear por ella con Juanjo, hazlo; será divertido.

—Tengo cosas mucho más importantes que hacer.

¿De veras? Inés no imaginaba cuáles.

—No me decepciones, Raulito —le palmeó la mano—; yo sé que amas a esa zorra. No puedes rajarte sólo porque te he revelado vuestro parentesco. El mundo no ha de saber que lleváis la misma sangre, los apellidos son distintos. Lucha por ella, no me seas cagueta.

Inés se levantó con parsimonia y caminó despacio; una amplia sonrisa de complacencia bailaba en su rostro: la del gato que se comió al canario. Había valido la pena la entrevista con su primito, ¡cómo había disfrutado viendo su cara cada vez que le lanzaba una pregunta nueva, una nueva respuesta!

No, señor; un día como ese no se olvida fácilmente.

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