Carnaval

Carnaval


CAPITULO PRIMERO

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Durante todo el día, la niebla grisácea y sutilísima, tan característica de Londres en el mes de octubre, había flotado sobre aquella calle del barrio de Islington y la ciudad entera, convirtiendo el dorado esplendor del sol en un disco de plata. La populosa urbe ofrecía un aspecto de inusitada quietud. Los tejados desiguales, los parapetos y las góticas agujas de las torres destacábanse apenas entre la bruma, aumentando la serenidad del conjunto y prestándole una apariencia irreal como si estuviese reflejado en las aguas de un lago.

Pero el bello, aunque nebuloso día otoñal, no tan sólo cambió las perspectivas de la ciudad, sino también los ruidos del tráfico, amortiguándolos y haciéndolos lentos y graves como si fuesen acompasados por un redoble de tambores. Los gritos de los vendedores ambulantes recordaban los prolongados ecos de las montañas y al sobresalir entre ellos la campanilla anunciadora de sabrosos bollitos calientes, mercancía un poco prematura para aquella estación del año, se pensaba en el pastoral tintineo de las esquilas, mientras que el carro de la leche, rodando por una calle próxima, producía rumores muy similares a un chocar de armas en la lejanía.

Las casas tenían una apariencia misteriosa, aumentadas sus proporciones por la finísima neblina que constituye el encanto de Londres durante el mes de octubre; nada indicaba la humanidad laboriosa que albergaban y ni el más leve sonido partía de ellas para venir a mezclarse con los otros diversos que parecían flotar en aquella telilla impalpable color gris plata.

Por encima de los tejados, el sol poniente encendió el cielo y la niebla adquirió entonces maravillosos tonos, cual si estuviera formada por plumas rosadas y finas; luego, lentamente, el delicado matiz fue esfumándose; siguió un momento en que todo quedó oscuro y melancólico, tras del cual un viento desapacible gimió a través de las calles, barriendo la neblina y pareciendo extender sobre ellas las sombras de la noche.

Al son del viento, las hojas caídas se arremolinaron en los canalillos al borde de las aceras, mientras que las del alto plátano silvestre plantado al final de la calle se agitaron como deseosas también de libertarse. El árbol ya no tendría quietud hasta que diciembre cubriera de escarcha sus ramas ennegrecidas y secas, haciéndolas semejantes a arabescos sobre el fondo sombrío del cielo. Caían las hojas en un revoloteo rumoroso y luego corrían, saltaban, se perseguían, bajo la luz oscilante de los mecheros de gas.

Jenny Raeburn nació en tal noche, sin que en el cielo brillase ninguna estrella ni el silencio fuese interrumpido más que por la loca zarabanda de las hojas o las pisadas de algún transeúnte de regreso a casa.

La señora Raeburn no se percató de la quietud de aquel bello día de niebla. El parto laborioso, con sus tremendas torturas físicas, hízola insensible, y ni le permitió comprender la recompensa que el nacimiento de la niña significaba. Ya dos hijos habían agostado prematuramente su juventud y ahora no sentía regocijo alguno por aquella carga adicional traída a este mundo con tanto dolor y sin otra compensación que el momentáneo asombro de unos cuantos parientes: mezquino consuelo para las agonías sufridas durante nueve interminables meses.

Pero, más que el dolor físico, le molestaron pequeños detalles, como, por ejemplo, las cortinas de la ventana, de muselina blanca, sujetas con lazos color dé rosa; les faltaba algo, sin que ella pudiese precisar el qué; acaso la sensación de descontento que le producían fuese debido a que estaban muy ajadas, o bien a su falta de simetría. El marido, en uno de esos raros momentos de intuición que la vista del sufrimiento despierta en los hombres de carácter lento, le preguntó, al volver del trabajo, si podría hacerle alguna cosa.

—Aquellas cortinas —había murmurado ella.

—Bueno deja en paz las cortinas —fue la respuesta-Tienes algo más importante en que pensar para molestarte por unas cortinas. Esas ya están bien así.

Fatigosamente volvió ella la cara hacia la pared Y cuyo empapelado estaba también muy deslucido, y haciendo un esfuerzo para hablar, manifestó al esposo otro motivo de descontento: la falta de una de las bolas de latón dorado que adornaban los pies de la cama.

—Esa bolita... Nunca te acuerdas de traer una nueva...

—-Vaya, ahora son las bolitas —exclamó él asombrado de que tales tonterías pudiesen preocupar a una mujer en aquel trance—. No te rompas la cabeza con eso y trata de dormir un poco.

Hechas estas advertencias, salió de la alcoba, que iba oscureciendo rápidamente, y comenzó a vagar por la casa, encendiendo varios mecheros y graduando el gas hasta que las luces quedaron reducidas lo más posible. Deseaba vivamente que no apareciese por allí una de las hermanas de su esposa; vivía aquélla en las afueras, pero podría enterarse por cualquier chismorreo de lo que estaba sucediendo y presentarse en la casa de un momento a otro. Temía su llegada, pues la buena señora era muy inoportuna y aburría a todos con sus interminables consejos y sus lamentaciones acerca del desorden de aquella casa.

Los dos hijos mayores: Edith y Alfred, se hallaban actualmente con la otra tía, quien los había llevado a su casa, en Barnsbury, de donde regresarían dentro de tres semanas, haciendo conjeturas sobre la misteriosa llegada de la hermanita o el hermanito, según fuese el caso. El señor Raeburn esperaba que no resultarían gemelos. Sería muy difícil de explicar y sus compañeros de trabajo se reirían.

La comadrona bajó a hervir un poco de leche y ultimar algunos preparativos, y la presencia de la voluminosa mujer también le causó molestia. Se sentía inquieto y como extraño en su propio hogar. El viento, que batía fuertemente contra las ventanas de la cocina, aumentó aquellas sensaciones haciendo que sus pensamientos se concentrasen, de un modo vago y difuso, en los recintos de su taberna habitual, situada al final de la calle Hagworth. Allí el ambiente seria más alegre que en esta cocina del número 17. Tales ideas lo impulsaron a salir para pasar un rato en su punto de reunión favorito, donde solía gastarse el dinero al par que iniciaba a sus amigos en las doctrinas de Gladstone.

Arriba, en la habitación, su esposa, al quedarse sola, contempló de nuevo las cortinas, ya apenas visibles contra la oscuridad exterior, y arrastrándose fuera de la cama con gran dificultad, se acercó a la ventana y frotó la muselina entre los dedos. Allí permaneció inmóvil un momento, observando la parte posterior de las casas de enfrente, las cuales, aunque en realidad de reducido tamaño, parecían ahora imponentes y amenazadoras, en la mortecina luz crepuscular. A través de las persianas fue precisando las siluetas femeninas que iban de un lado a otro trabajando, siempre trabajando. Oíase el sordo rumor de llantos infantiles; alguna vez, el ruido del agua al ser vaciado un cubo y contra los últimos reflejos del sol se hacía visible el humo de varias chimeneas. Para completar la desolada tristeza de aquel conjunto, una hoja marchita de geranio acariciaba el cristal de la ventana, por la parte de afuera.

Dejó la mujer de manosear las cortinas y volvió al centro de la habitación, calculando vagamente cuánto tardaría en sentir nuevos dolores y dónde estaría la comadrona que no subía a acomodarla. Encontró cerillas sobre el tocador y encendió una vela, cuya luz extendió una sombra sobre cada mueble y tornó la alcoba en un lugar fantástico y desconocido. Luego, sosteniendo la bujía cerca de la cara, se acercó al espejo, contemplándose con fijeza, y pensó que, sonrojada por la fiebre, todavía era bonita y aparentaba ser mucho más joven. Al cabo de un rato de contemplarse así, experimentó la sensación de que su figura reflejada en el espejo se iba desvaneciendo; tan sólo quedaban allí los ojos brillantes por la febril excitación y, de repente, se apoderó de ella un pánico incoercible a la muerte.

¿Y si muriese? ¿La lloraría alguien sinceramente o yacería olvidada después que se hubieran marchitado los blancos crisantemos de su entierro? La muerte. La muerte. Repitió la palabra una y otra vez, acompasándola al tic-tac del reloj colocado en el pasillo. No quería morir. Se acercaba la Navidad, con el ir y venir por las tiendas, haciendo compras; con el muérdago y las diversiones familiares propias de aquella época del año. Pero..., ¿por qué había de morir? ¡No! Lucharía tenazmente. No le importaba que fuese niño o niña lo que iba a nacer; aunque quizá era preferible una niña, y en ese caso la llamaría Rose. Pero no. Rose sonaba muy frío y Rosie resultaba muy ordinario, sin duda por ser un nombre demasiado vulgar. ¿ Por qué no llamarla Jenny? Era un nombre muy dulce que podía ir acompañado por el de Pearl o Ruby, ya que es conveniente y aconsejable que una niña tenga dos nombres de pila: de este modo la sencillez del primero apoyaría bien la pomposidad del segundo.

De tales pensamientos pasó a conjeturar por qué se había casado con Charles. Toda su familia le había juzgado inferior a ella, hija de un próspero carnicero; bien es verdad que éste, según las crónicas familiares, tampoco fue un buen partido para su madre, quien era hija de un farmacéutico. No obstante, ella, Florence Unwing, se había casado con un ensamblador. ¿Por qué? Pensándolo bien tuvo que admitir que jamás, durante los siete años de vida conyugal, llegó a sentir el amor de sus ensueños de muchacha, cuando habitaba todavía el amplio y ventilado piso encima de la carnicería. ¡Cuántas veces, entonces, asomada a la ventana inundada de sol y mirando al cielo de la gran ciudad londinense había soñado con el amor!...

¡Charles era tan estúpido, tan pesado! Además, sin que ello constituyera un vicio, le gustaba un poco la bebida y muchas veces olía a serrín y pintura. A las hermanas de ella nunca les había gustado ni nunca tampoco pudieron transigir con él, pues lo juzgaban denigrante para la respetabilidad tradicional de la familia. ¿Qué hubiera dicho, de haber vivido, el abuelo farmacéutico, aquel anciano tan honorable, ataviado con una chaqueta marrón y tratado siempre con el mayor respeto, aun por el guapo y jovial carnicero? Su nieta, Florence Unwin, casada con un ensamblador..., ¡con un hombre cuyos mezquinos ingresos les habían obligado a tener alquilada constantemente la mejor habitación de la casa, la habitación que debiera ser de ella! Sí; tenían razón al decirla que había rebajado a la familia.

Lo peor del caso era que la pasión no podía excusarla, pues nunca la sintió por Charles, y, además, cuando se casó era joven y bonita. Bonita aún lo era y joven también, ya que sólo contaba treinta y tres años. ¿ Por qué, pues, se habría casado? ¿Acaso fue por el carácter dominante de sus hermanas y porque el guapo y alegre carnicero gastó más de lo conveniente en sus asiduas excursiones a la famosa hostería en Hampstead denominada “El Castillo de Jack Straw”, dejando, por tal motivo, poco dinero al morir? ¿Acaso porque pensó que la vida al lado de Charles, a quien conoció entonces, le resultaría menos insoportable que en el ambiente frío e indiferente del hogar de sus hermanas, casadas ventajosamente con los propietarios de unas tiendas de lencería? ¿ Y cómo hubiera podido convivir con sus tías, aquellas tres mujeres tan severas y pasarse día tras día limpiando el polvo a los innumerables cachivaches de porcelana o arreglando los tapetitos bordados que abundaban por toda la casa? Desde luego, unas y otras la invitaron para que se fuese a vivir con ellas, pero Florence acogió la propuesta con el desagrado con que recibiría una tarjeta de pésame o la visita de un agente de seguros de vida, que recuerdan constantemente la muerte.

¡La muerte!... ¿Es que iba a morir ella también?

No importaba. El dolor iba siendo agudo e irresistible. Se dirigió a la puerta y llamó a la comadrona, dos o tres veces, desde lo alto de las escaleras, sin escuchar más respuesta que el tic-tac del reloj que parecía repetir con acompasada monotonía aquella palabra terrible. Muerte, muerte...

¿Dónde estaría la mujer? ¿Dónde estaba Charles? Volvió a llamar y después de un momento, que en su agobiante agonía le pareció un siglo, recordó haber sentido cerrar ruidosamente el portal hacía ya un buen rato. Sin duda, Charles había salido. ¿Se habría ido con la mujer? ¿Sería posible que la hubiesen abandonado para siempre y que no existiese un ser humano en el mundo que viniera a prestarle ayuda? El silencio de la casa la amedrentaba. Alcanzó el mechero de gas y graduó la luz de modo que iluminase completamente el pasillo; pero no dándole aún sensación de alivio, abrió la llave hasta que la delgada llama subió cerca del techo, con sonido silbante.

El pensamiento de que la habían abandonado en aquel momento tan angustioso llenó de terror a Florence. Estremeciose con espasmos histéricos y sus ojos se llenaron de lágrimas, dejando de percibir con claridad él dibujo del linoleum para ver, en su lugar, multitud de puntitos negros, semejantes a cucarachas que subían de la cocina y corrían de un lado a otro: ilusión óptica producida por el estado nervioso en que se hallaba y por los dolores del parto, cada vez más intensos; pero aquella ilusión, conforme la debilidad iba apoderándose de ella, adquiría proporciones gigantescas y de tal realismo que llegó Si imaginar que las cucarachas formaban un muro negro y espesísimo que la aislaban por completo del resto del mundo.

¿ Se habrían fugado de veras Charles y la comadrona? Llamó aún otra vez, y asomándose a la balaustrada, miró hacia abajo. Acaso la mujer estuviera borracha sobre el montón de cucarachas, completamente inconsciente. Gritó de nuevo: “¡ Señora Nightman! ¡Señora Nightman!” ¡Oh Dios, qué secas tenía las manos y cómo le abrasaban la lengua y los ojos! Acaso estaba muriéndose ya y aquel profundo silencio no era más que el preludio de la muerte.

Pero... y aquellas tres figuras altas, vestidas de negro, que andaban por el pasillo del piso inferior, ¿quiénes eran y adonde iban? ¡Ah, sí! Venían hacia ella, silenciosas e inexorables; comenzaban ya a subir las escaleras. Chilló aún otra vez, llena de miedo: "¡Señora Nightman!”, v con paso vacilante por el dolor físico y la tortura mental, volvió a la habitación, acostándose. Inmediatamente una luz fue encendida y se oyó un murmullo de voces que decían: “Hemos venido a ver cómo te encuentras, Florence.” Y ésta, al fin, reconoció a las tres tías de Clapton, sentadas alrededor de la cama y ataviadas, como siempre, con sus extravagantes vestidos, llenos de abalorios, sus camafeos y sus relucientes capotas. También había un hombre v escasamente tuvo tiempo para darse cuenta de que era el médico y no el enterrador, cuando comprendió que el esfuerzo supremo de su torturado cuerpo realizábase ya completamente involuntario y sin ningún acto de valor propiamente suyo.

Hizo una seña a las tías de que cesasen en sus demostraciones de simpatía y se fueran, alegrándose grandemente de ver que el médico y la comadrona las echaban del cuarto *y ellas se iban, semejantes a un rebaño de negros y fláccidos carneros; volvieron, no obstante» como vuelven siempre los animales curiosos; volvieron, después de lo que a ella le pareció un siglo de dolor, cuando ya algo lloraba en la alcoba, cuando podía percibirse el caer del agua y el murmullo silbante de la marmita próximo a hervir su contenido.

Tal vez fue la tía Fanny quien dijo: “Es una niña saladísima.”

El médico hizo un signo afirmativo y la señora Raeburn volvió la cabeza para mirar con fijeza a su bebé.

—Entonces es Jenny —murmuró, y en seguida sintió deseos de apretar contra su pecho el caliente cuerpecito recién nacido.

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