Carnaval

Carnaval


CAPITULO II

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Una quincena después del nacimiento de Jenny las tres tías abuelas, tan fúnebres y estiradas como de costumbre, vinieron a visitar a la madre por segunda vez.

—¿Cómo estás, Florence?-interrogó la tía Alice.

—Sigo muy bien —contestó.

—¿ Cómo vas a poner a la niña? —inquirió la tía Fanny[1].

—Jenny y quizá Pearl, además.

—¿Jenny?

—¿Pearl?

—¿Jenny Pearl?

Las tres tías desaprobaron la elección con esta combinada pregunta.

—Estuvimos pensando —anunció la tía Alice—, tus tías han pensado, Florence, que en vista de que tenemos sobrado sitio en Villa Carminia...

—Que sería un plan excelente que la niña viniese con nosotras —concluyó la tía Mary.

—Porque desde que murió nuestro padre —el respetable Frederick Horner, farmacéutico, yacía en el cementerio de Kensal Green, bajo una losa de piedra con una laudatoria inscripción, hacía ya un cuarto de siglo— tenemos mucho sitio sobrante en Villa Carminia-añadió la tía Fanny.

—Allí se educaría muy bien la niña —intercaló la tía Alice—. La enviaríamos, además, a un elegante colegio para... señoritas. —La perceptible pausa que precedió a la última palabra se debía a la crítica velada, pero evidente, que la señorita Horner dedicaba a la alcoba en que estaba su sobrina,

Y la cual distaba mucho de ser señoril.

—No la querríamos en seguida, desde luego —explica la tía Fanny—; no podríamos atender— lar debidamente, aunque creo que en la actualidad hay muchos alimentos para recién nacidos, altamente recomendados aún por los médicos.

Quizá fuese el orgullo del linaje farmacológico el que sostuvo a la señorita Francés Horner en la inmodestia de esta última admisión. No obstante, se ruborizó de tal manera, que la hermana mayor, observando cómo aumentaba el color en las pálidas mejillas, intentó disimular la confusión, añadiendo que ella, personalmente, se alegraba mucho de ver, en estos días de tendencia hacia el descuido de cumplimiento de los deberes, a una madre que criaba personalmente a su hijo.

—Sentimos —continuó— que la llegada de una niña demuestra palpablemente que el Todopoderoso nos designó para que la adoptásemos. Si hubiera sido un niño no haríamos ninguna indicación acerca de él, como no fuese para sugerir que se llamase Frederick, como nuestro padre, el farmacéutico.

—Y posiblemente añadiríamos Phillip de segundo nombre —intercaló la señorita Mary Horner.

—¿ Phillip? —interrogaron las hermanas.

Y ahora le tocó a la señorita Mary ruborizarse. Su confusión, fuese originada por una supuesta infracción de la etiqueta para con las hermanas, o a consecuencia de algún afecto ya marchito» jamás fue descubierta ni por sus hermanas, ni por los demás.

—¿ Phillip? —volvieron a preguntar.

—Es un nombre muy bonito —dijo la señorita Mary enfáticamente; pero por muchos esfuerzos que hizo no pudo recordar a nadie de ese nombre para hacer constar un ejemplo, sino a Felipe de España, cuyas admirables cualidades no eran suficientes para justificar acuella interrupción suya, que impidió la continuación de las propuestas de la mayor de las señoritas Horner.

—Convencidas, como estamos —prosiguió ésta—, de que la Providencia Divina ha enviado al mundo una niña, como concesión a nuestras fervientes súplicas, creemos tener un cierto derecho a ofrecer nuestro consejo. Debes aceptarlo y dejar que nos encarguemos nosotras de la educación de tu hija y de asegurarla un porvenir para lo futuro. Entre nosotras tres disponemos de un respetable capital, mitad del cual proponemos poner aparte para la niña. El resto ha sido ya prometido al Pastor Williams para que lo aplique según él juzgue conveniente.

—Como un ungüento, supongo —dijo Florence.

—¿Cómo un ungüento? ¿Como qué ungüento?

—Usted parece creer que todo se cura con el dinero... si se aplica. Pero, ¿quién se va a cuidar de Jenny si se mueren ustedes? Porque —continuó, antes de que pudiesen contestar— no me vengan con su dichoso Pastor Williams. Lo que es ése no pesca a mi hija para que la tenga todo el santo día con la Biblia sobre las rodillas. No, gracias, tía. Jenny se queda con su madre.

—¿ Quieres decir entonces que no vas a permitir que la adoptemos? —dijo de pronto la señorita

Horner, irguiéndose en la silla de mimbre, y tan tiesa, que crujió ésta repetidas veces.

—No creo —observó la tía Fanny—, que tienes edad suficiente para comprender las tentaciones a que está expuesta una chica joven.

—¡ Ah!,

¿ no? Pues mire usted por donde —dijo Florence— a mí me parece todo lo contrario, y que sé mucho más que ustedes, con tres hijos que tengo.

—¿ Pero qué sabes tú de la gracia necesaria para salvarse? —preguntó la señorita Horner.

—No sé que tiene que ver eso con mi Jenny —arguyó la señora Raeburn.

—¿ Pero no quisieras para ella una felicidad eterna? —preguntó tía Fanny dulcemente, pero asombrada por la obstinación de su sobrina.

—Sí..., claro; claro que quisiera que fuese buena.

—¿ Y cómo podrá ser buena hasta que encuentre la gracia? Todos somos malos hasta que nos purificamos en la sangre del Cordero —declaró tía Mary.

—Mire, tía Alice, creo que sus intenciones son buenas —dijo la señora Raeburn—; creo que buscan el bien de Jenny, pero, la verdad, es que nunca me ha parecido bien eso de tener a las chicas encerradas.

—No estaría encerrada. Saldría de paseo con nosotras, como una niña buena, y algunas veces la dejaríamos llevamos los devocionarios.

—Ay, tía; eso sí que no. La pobrecita no dormiría luego de nerviosa que se pondría con tanta diversión. Miren, la iglesia está bien para un ratito, ¿saben?; pero tener a una chiquilla rezando todo el día..., vamos, que no.

Las tres señoras escuchaban horrorizadas estas espantables opiniones.

Eran felices en


su modo de vivir y sinceramente buenas y no eran capaces de creer, ni comprendían, que hubiese alguien que no sintiese como ellas ansias de acomodarse en la humilde capilla de blancas paredes, que para ellas resultaba el lugar más apacible. Deseaban que, como ellas, todo el mundo se familiarizara con aquellos textos que decoraban las desnudas paredes, ofreciendo la eterna felicidad celestial a todos los fieles; que, como ellas, todos encontrasen consuelo al leerlos.

Eran felices en la exclusividad de su religión y completamente inconscientes de su estrechez mental. El estado de exaltación que las incitaba a una idea de comunión divina y la sensación agradable de saberse personas predilectas en un ambiente eclesiástico, las satisfacía sobremanera. El Reverendo Josiah Williams, a pesar de su color bilioso y su afilada nariz, era para ellas un embajador celestial; sus frecuentes y elocuentes plegarias las elevaba a más altura que la que jamás podría alcanzar una alondra en sus vuelos. Las detonantes metáforas de este buen señor parecían haber sido copiadas de un catálogo de propaganda comercial; no obstante, para las tres señoritas eran más agradables y excitaban su imaginación más que la canción de cualquier poeta. Sus graves visitas, durante las que parecía estar lavándose las manos eternamente, por lo que las frotaba, dejaron recuerdos en la memoria de las tres hermanas, más bellos y rosados que una puesta de sol en los Apeninos. Por consiguiente, al escuchar a su sobrina hablar con tan grave irreverencia, su instinto religioso sufrió un rudo golpe.

—¿ Y de dónde han sacado ustedes la idea de adoptar a Jenny? —continuó la sobrina—. Estoy segura de no haberles indicado yo nunca semejante cosa.

—La idea nos vino de arriba, Florence —explicó la tía Fanny—; ha sido una orden recibida directamente de nuestro Padre Celestial. Yo tuve una visión.

—Tu tía Fanny —proclamó la tía mayor— soñó que estaba criando a un conejo blanco. Resulta que no habíamos comido conejo desde una ocasión en que cenó con nosotros el Pastor Williams (por cierto que la cena resultó un fracaso, ya que el conejo no estaba muy bueno). No había nada que explicara el sueño del conejo, y mucho menos un conejo blanco. Entonces yo dije: “Florence va a tener un bebé; esto debe de ser una advertencia. Consultamos el asunto, pues, con el Pastor Williams, quien dijo que, en realidad, esto era una cosa palpable, y que debía significar que el Todopoderoso estaba haciéndonos un llamamiento, así como había llamado al niño Samuel. Hicimos conjeturas entonces, y tratamos de averiguar si alguna de tus dos hermanas esperaban un niño también. Caroline Threadgale nos contestó una carta en extremo descortés y Mable Purkiss fue aún más grosera. Así que, evidentemente, es la voluntad de Dios que prohijemos a tu niña. Le suplicamos que enviase una niña, porque estamos más familiarizadas con las niñas, ya que nunca hemos tenido un hermano y hace tanto tiempo que murió nuestro padre. Y, efectivamente, ha sido una niña. ¿No ves cuán claramente Dios ordena que le obedezcas?

La señorita Horner se incorporó aún más en su silla y parecía tan alta y tan severa que por el momento su sobrina se sintió sobrecogida y casi esperaba sentir el batir de las alas de un ángel, sobre los pies de la cama. Se esforzó, no obstante, en.poner resistencia a la voluntad del Cielo.

—El soñar con conejos no tiene nada que ver con recién nacidos. No recuerdo ahora lo que realmente significa, creo que es ladrones o algo por el estilo, pero no ciertamente niños, y no va a llevarse a mi Jenny.

—Piensa bien, sobrina, antes de rehusar así nuestra proposición.

—Protestó la señorita Horner—. Piensa bien antes que condenes a tu hija a la pena eterna; porque nada puede resultar bueno, oponiéndose a la voluntad Divina, sino la caída segura en el infierno. Piensa en tu niña creciendo pervertida en lugares de ocio, llegando a mayor en completa ignorancia y despreciando al Señor. Piensa en ella saltando y bailando por los anchos caminos que la conducirán al reino de Belcebú; comiendo de la fruta del árbol prohibido, besando y enamorando, concurriendo a los teatros y viajando en la imperial de los autobuses. Piensa en ella de vanidad en vanidad, siendo luego presa de hombres malos y lascivos. Recuerda la astuta serpiente que está esperándole. Dánosla para que pueda así bañarse en la sangre del Cordero y exclamando ¡ Aleluya ¡ pueda conseguir poseer un arpa en el Reino de los Cielos. Si tú nos rechazas —prosiguió la vieja dama, adquiriendo su marmórea cara, rojos matices causados por la ira, los ojos encendidos por la importancia del mensaje—, rechazas a Dios mismo. Tu hija se descarriará por caminos desconocí— (dos para ti, se perderá en los laberintos del vicio, caerá en el abismo del pecado. Será pisoteada el día del Juicio Final y será arrojada para la eternidad entre lamentos y rechinar de dientes. Sus entradas y salidas del hogar serán peligrosas. Escúchame, mi querida sobrina, si no quieres que tu hija llegue a ser hija del pecado y un objeto de deseos para los maliciosos. Dánosla para que podamos guardarla, donde ni la polilla ni el orín pueda corromperla y ningún ladrón pueda robarla.

La vieja señora, exhausta ya por el esfuerzo que le exigió el pronunciar semejante profecía, se hundió en la silla y exaltada por los supuestos fulgores del divino furor, parecía ser verdaderamente un ferviente mensajero del Señor.

Sin embargo, estas predicciones despertaron en el ánimo de la señora Raeburn una idea de resentimiento.

—¡ Oiga! —exclamó—; ¿ está maldiciendo a mi Jenny?

—Te estamos advirtiendo.

—Bueno; pues no se estén ahí meneando la cabeza como tres cuervos. Sus maldiciones no se realizarán, porque no saben nada de Londres, ni de la vida, ni de nada. ¿De qué les sirve predicar lo del camino hacía Dios si no saben siquiera llegar a la calle Liverpool, sin pedir a un guardia que les guíe? Les digo que Jenny será feliz. Les aseguro que será alegre, divertida, y que reirá siempre que quiera, bendita sea, y nada malo le pasará mientras tenga a su madre para vigilarla. No será Juana La Tonta ni llevará el pelo sujeto atrás como una escoba, sino que será una Jenny dulce y hermosa, con labios que apetezcan besar y ojos que brillen y deslumbren como el amanecer de una mañana de verano.

La señora Raeburn estaba sentada en la cama al pronunciar todo esto, y sostenía mientras tanto a la inconsciente criatura en alto.

—i Sí

!, será feliz, ¿ lo oyen?, y no se la voy a dar; así que pueden marcharse.

Las tres tías se miraron unas a otras.

—Percibo en esta habitación las huellas de Satanás —exclamó señorita Horner.

—Nada de eso —contradijo su sobrina—. Es que no se han limpiado ustedes los píes al entrar.

Aquel día otoñal había sido tan hermoso que la banda de música alemana que solía tocar en el barrio —y que durante el invierno suspendía sus conciertos-seducida por el esplendor del mismo, se lanzó a la calle, y en aquel preciso momento tocaba “La marcha de los sacerdotes”, de Athalie, omitiendo las notas más importantes. Poco después un ómnibus, conteniendo a las tres señoritas Horner, las llevó entre grandes traqueteos a Clapton.

Cuando las tres viejas se hubieron Retirado de la deslucida alcoba, la señora Raeburn primeramente sintió una sensación de alivio que dio lugar luego a otra de indignación, y finalmente se sintió algo preocupada e intranquila.

¿Sería posible que esta muñequita de color de fresa, que tenía en sus brazos, pudiera algún día estar expuesta a una vida de peligro, tentación y destrucción? ¿Llegaría a ser este pedacito de su alma, de ojos tan abiertos, una chispa que inflamara los corazones de los hombres? ¿Conocerían algún día aquellas manos pequeñitas la fiebre del amor? No, no. Su Jenny sería una mujercita de su casa, siempre amante de su casa» y se casaría con un hombre bueno que le proporcionaría un hogar acogedor en donde podría ella sonreír a sus propios «hijitos» cuando las tres viejas tías se hubieran convertido ya en polvo como los tallos secos de lavanda. Toda aquella charla de llamas e infiernos se debía a una monomanía religiosa, a una excesiva lectura de biblias y a una virginidad amargada. Conociendo la debilidad humana, la señora Raeburn comprendió que las mentes de sus tías estaban llenas de fermentadas imaginaciones a consecuencia de no haber disfrutado en su juventud de las distracciones propias de la edad.

Imaginábase lo que sería convivir con aquellas tres terribles mujeres en Clapton, no oyendo hablar de otra cosa sino del fuego del infierno. Toda aquella charla acerca de su afán de vigilar el alma de Jenny era pura farsa. Seguramente tendrían alguna razón para querer llevarla. Quizá pensaban ahorrar el sueldo de una sirvienta y pensaban adiestrar a su Jenny gradualmente, para su condición de indigna utilidad.

De ninguna manera era la señora Raeburn de los que juzgan severamente la naturaleza de los demás, pero sus tías habían llegado en un momento á poco propicio y no podía considerar su oferta bajo un punto de vista razonable. Además, como toda mujer poseída de un amor propio excesivo, sospechaba invariablemente de cualquier regalo decíase para sí, que los regalos casi nunca se dan desinteresadamente. Pensó que, gracias a Dios, sus tías ya se habían marchado, y se prometió no invitarlas a volver por la calle Hagworth hasta que pasase, mucho tiempo. Ahora se le presentaba el problema de buscar alguna ayuda para los quehaceres domésticos. Mañana se iría la señora Nightman. Alfred y Edith regresarían dentro de ocho días, y era necesario atender al almuerzo de Charles. La señora Nightman le había informado de una mucha— chita de quince años, que posiblemente resultaría aceptable, ya que se trataba de una chica dispuesta, limpia y que no era mentirosa. Decidió celebrar una entrevista con esta maravilla.

Al día siguiente, muy temprano, llegó la incomparable. Vestíase todavía de niña, pero había intentado adoptar un aire de respetabilidad haciéndose un peinado muy severo, sujetando el cabello de indeterminado matiz, fuertemente en la nuca» formando un moño que parecía la cancha de un caracol. Este peinado decidió la madre que le hacía aparecer año y medio más vieja, pero la interesada pensó que le hacía parecer por lo menos diez. En total resultaba una chiquilla de redondas facciones y cara brillante. El modelo era, pues, una niña de tipo corriente, arrojada a la vida con un par de mal ajustadas botinas, un delantal y media docena de horquillas. Pero, en fin, serviría. Un momento, no obstante. ¿ Sentía inclinación a la pereza? No. ¿Tenía acaso, el defecto de volcar los coches con los pequeños? No. ¿No tendría la costumbre de leer novelas al cruzar la calle? No, no le gustaba la lectura.

La señora Raeburn decidió más que nunca que serviría.

¿Tenia aptitud para bañar niños que tenían aversión por el baño? Ella tenía costumbre de bañar muchos hermanos y hermanas, cada noche de sábado, con jabón amarillo, y los secaba después muy bien.

¿ Deseaba la colocación? Su madre se alegraría si la consiguiese. ¿Cómo se llamaba? Ruby. La señora Raeburn bendijo a la Providencia que le había inspirado abandonar la idea de poner a Jenny, Ruby como segundo nombre. ¿Cuál era su apellido? O’Connor. ¿Irlandés? Ella no lo sabía. Bien, la tomaría por una semana, a prueba.

Así la incomparable llegó a formar parte de aquel hogar, una parte tan estable como los muebles y casi tan fea como ellos, y a medida que crecía se ataviaba con el mismo gusto cargante. Alfie [2], el joven tártaro, intentó dominarla con un tratamiento severo» pero se dio por vencido al darse cuenta de la impenetrabilidad ^ de la modelo. La pequeña Edith era demasiado |oven para considerarla más que como un auditorio para sus frecuentes e infundados arrebatos de llanto. Los dos regresaron de Barnsbury, donde habían estado durante los días del nacimiento de Jenny. Los trajo la tía Mabel, hermana de la señora Raeburn, a cuyo cuidado habían estado.

—Ten cuidado, Alfie —le advirtió la tía al ver la manera estrepitosa con que subía las escaleras, para saludar a su madre—. No seas travieso y procura no hacer' ruido.

Tranquilizados por unos trozos de caramelo, que les dio, Alfred y Edith fueron introducidos en el cuarto por la señora Purkiss, que por aquel día había renunciado a su puesto de cajera en la lencería de su marido, con el fin de hacer unos cariños a Jenny, hablarle con aquel lenguaje con que se suele hablar a los bebés y a felicitar a su hermana Florence.

— ¿ No es preciosa? ¡ Oh! Florence, si es un sol. Mira, Alfie; besa a esta niña, Alfie, bésala.

—¿ Y qué es? —preguntó el pequeño rudamente.

—Una saladísima hermanita. ¡ Oh!, es un sueño; ¡y se está riendo? ¿Viste alguna vez cosa semejante?

Alfie miró a hurtadillas a Edith para ver qué opinaba ella de estos éxtasis de admiración; pero, infortunadamente, en aquel preciso momento ella dejó caer su pedazo de caramelo y comenzó a llorar.

—¡Perdiste tu caramelo, bobita? —dijo la tía Mabel dando un paso atrás para buscarlo, pero con tan poca suerte que lo pisó en el intento. La pequeña Edith, al observar esto arreció en su llanto, v al ordenarle a Alfie que le diera un trozo del suyo para conformarla, éste empezó a su vez a llorar. En esto Jenny decidió llorar también, y la señora Raeburn dijo a su hermana:

—¿ No quisieras tú también tener todo este jaleo?

A esto contestó Mabel adoptando una expresión picaresca, y colocó el dedo en los labios haciendo a su hermana un signo muy significativo.

—¿ De veras? —dijo la señora Raeburn.

—En mayo, si todo va bien —replicó la hermana.

—¿Qué dice Bill?

—¡ Oh! Está encantado; ahora se conforma con salir siempre solo.

La modelo entró en este momento para llevar a Alfie y a la pequeña Edith a la cocina y prodigarles los consuelos que invariablemente ofrece este departamento.

—Puedes darle para que se entretenga el rollo de estirar la masa, pero ten cuidado que no vaya a tirar nada, y pon a Edith en su silla.

—Besa a tu preciosa hermanita, Alfie.

Conformado ya de la pérdida de su caramelo, con la promesa de jugar con el rodillo, Alfie dejó que la tía Mabel lo alzase para besar a su mamá y a Jenny.,

—¿ Por qué está mi mamaíta en la cama?

—Porque no se encuentra muy bien.

—¿Estará buena mañana?

—Es probable.

—¿Y el día después?

—Sí.

—; Y siempre, siempre?

—Bueno, basta ya de preguntas, señor sabelotodo —interrumpió la madre—. Vete con Ruby y sé bueno.

Alfie se fue y cumplió con la orden de ser bueno, hasta que llegó a la mitad de las escaleras, cuando dio una patada en un tobillo a la muchacha. Esta inmediatamente lo juzgó rencoroso, sin ningún género de dudas. Edith había quedado arriba con su madre y la tía, ya que éstas consideraron que allí estaría más segura. Habían terminado de discutir la parte técnica de la llegada de Jenny, y, ahora estaban tratando del aspecto moral, bajo el que se deben criar a los hijos.

—Ves, lo que digo yo es que la madre es la indicada para criar a su hijo —declaró la señora Raeburn.

—Tienes mucha razón.

Ofrecían un curioso contraste estas dos hermanas. La señora Purkiss llevaba aproximadamente dos años a Florence y hasta ahora no había tenido ningún hijo. Se había casado con William Purkiss, comerciante de lencería, de no gran importancia en el ramo; no obstante, estaba bien de dinero y siendo de instintos económicos y sin vicios, había sido un buen partido. Además, Caroline, la hermana mayor, contrajo matrimonio con un lencero también —el señor James Threadgale, de Galton, en el condado de Hampshire—, y Mabel no pudo resistir la tentación de aprovecharse de una ocasión semejante, que así la colocaba en una posición social que igualaba a la de su hermana.! Mabel Purkiss era delgada y alta, de carácter amable; pero, según Charles, era demasiado orgullosa. No podía resistirla a ningún precio, solía decir él En esta ocasión, precisamente, estaba mereciendo el apelativo de orgullosa, pues llevaba un vestido de severo corte, color azul eléctrico, y su reducido pecho estaba adornado, según la moda, con bordados, semejantes a las chaquetas de los húsares.

—Demasiado recargada en conjunto —criticó Charles aquella noche—. Me alegro de no ser yo quien tenga que pasearse por la calle Holloway con eso. ¡ Y aquella gorra! Quita de ahí, si haría reír a cualquiera.

La señora Raeburn era más baja y más regordeta que su hermana. Tenía el cutis sonrosado y ojos de un brillo excepcional. Poseía, además, la risa más alegre que se puede pensar; pero esto fue hasta que Jenny creció y con la suya venció la risa de su madre, haciendo parecer la de ésta casi melancólica en comparación. Indudablemente fue este poder de reír lo que la indujo a rechazar la proposición de las tías, que se hubieran llevado a Jenny a lo que, indudablemente, era un ambiente melancólico.

Aunque anteriormente al nacimiento de la niña no había experimentado gran entusiasmo por su llegada, ahora comprendía que la pequeña poseía una personalidad tan marcada, que se sintió obligada a quererla más que a los otros dos, no por ser la más pequeña, sino porque presentía que el mundo sería más completo y bello con la existencia de Jenny. Si le hubieran exigido expresar en palabras en qué consistía esta convicción, le hubiera sido difícil explicarse y estaba segura, además, de que se reirían de ella. Se atrevió, sin embargo, a preguntar a Mabel si encontraba a Jenny más bonita que a los otros dos; pero Mabel había reído con aire condescendiente y la señora Raeburn no osó Insistir de nuevo sobre este asunto. Deseaba que sus padres hubieran vivido para que vieran a su hija. No había sentido este deseo cuando nacieron los otros hijos. Estaba segura de que su padre hubiera juzgado a la pequeña muy espabilada. Aunque pueda considerarse paradójico en un carnicero, el señor Unwing había amado la vida sobre todo lo demás. Quizá la señora Raeburn experimentaba sensación análoga a aquella sentida en otra época por las ninfas en el Olimpo, quienes engendraban hijos de Apolo. Sentía además que por muy prosaica que fuera la vida que le quedaba, había adquirido con el milagro de Jenny algo que podía compararse con los sueños de su juventud cuando era niña y soñaba con el amor en aquella alegre ventana del barrio de Islington. Sentía una inmutable sensación de lástima por su hermana, cuyo primogénito debía llegar en mayo; niño o niña, sería una insignificancia al lado de su Jenny. Esta estaba viva, y cuán sorprendentemente consciente estaba ella de esta vitalidad, cuando en las tinieblas sentía a la niña contra su pecho. Los ojos de ella eran brillantes, pero los de Jenny parecían estrellas y hacían palidecer el brillo de los suyos. Todas estas fantasías se las decía durante la noche cuando yacía sin poder dormir.

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