Carnaval

Carnaval


CAPITULO XLV

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Jenny y Castleton siguieron el curso del arroyo, a lo largo del valle, hacia Bochyn. Sobre las laderas de las colinas los helechos aparecían de un color pardo brillante; el argomón estaba salpicado estrambóticamente de oro; los frailecicos piaban dando vueltas sobre la cabeza del labrador que araba la rica y húmeda tierra; una bandada de patos salvajes llegó por la parte del valle, posándose, con gran chapoteo, en el pantano verde y azul.

Trewhella se tropezó con ellos, saliendo repentinamente de un grupo de madroños: una figura amenazadora.

—¿Qué se propone? —gritó—. ¿Qué se propone llevándose a mi esposa para desatar las malas lenguas? ¡Maldito sea! ¡Maldito sea, londinense! ¿A qué ha venido aquí?

Junto a Trewhella estaba su perro, animal de áspero pelaje, ojizarco, mitad rabón, mitad

collie. Entre los dos había una gran semejanza, gruñendo en el camino.

Jenny palideció. Hasta ahora no había visto todo lo que había de lobo en su marido. Castleton la miró preguntándole sin palabras si debía dar un golpe a Trewhella o si, por el contrario, debería permanecer quieto.

—Cállate —dijo Jenny a su esposo—, deberías avergonzarte.

¿ Por quién me has tomado?

¿ Crees que soy tu criada? ¡ Cuidado, o te diré lo que nadie te ha dicho todavía! ¡ Déjame pasar, y lo que es más, deja pasar a mi amigo! Vamos, Fuz. No le hagas caso. Está loco. No está bien de la cabeza.

¡Bah! ¡Uf!

Se recogió la falda como para evitar el barro pasó delante de Zachary, quien, ya como un lobo, retrocedió para saltar. Castleton, sin embargo, le cogió la muñeca, mientras decía tranquilamente:

—Señor Trewhella, me temo que no se encuentre usted bien. Adiós, señora. Volveré esta tarde.

Jenny se dirigió hacia Bochyn, y Trewhella se volvió para seguirla inmediatamente, pero Castleton todavía le tenía agarrado, y cuando Jenny miró hacia atrás aún le estaba sujetando. Jenny esperó en el jardín a que llegara Zachary, tirando a su alrededor las flores que iba cortando. Pronto apareció el perro corriendo delante de él, y al ver a Jenny agitó los puños con furia.

—¡Bruja! —gritó—. ¿Cómo te atreves a enfurecerme de esta forma? Pero me lo merezco. ¡Oh,

Dios Todopoderoso, me lo merezco! Por haberme ido a buscar rameras fuera de mí comarca.

—¡Cállate! —le ordenó Jenny— y habla con decencia delante de mí, aunque sea tu mujer.

—Tomé una mujer de los Moabitas —lamento Zachary—. Abandoné Tus caminos, ¡oh, Señor!, y me fui detrás, de los gentiles.

Cayó de hinojos sobre el barro; Jenny le contempló como si fuera un poseído.

—Perdóname, ¡oh Señor!, porque soy un pecador. Fui tras blancas palomas que se han convertido en serpientes. He codiciado el amor de una mujer y he abandonado Tus caminos, ¡oh Señor! Me marché para contemplar a mujeres perdidas bailando en su desnudez y...

—Haz el favor de callarte —le interrumpió Jenny— y no te quedes ahí arrodillado como un lunático, hablando de mí como si cuando me viste hubiese estado desnuda. No sigas, porque no me gusta.

Trewhella se levantó y se enfrentó con su mujer. Las gotas de sudor sobre su frente se veían grandes como lentejas. Sus ojos eran los de un demente; Jenny los había visto iguales en el manicomio de Ashgate.

—¿Por qué viniste a tentarme? ¿No sabes que te quiero más que al reino de los cielos?

—Ojalá no me quisieras tanto. No me interesa tu amor, de esta manera. Y no hace falta que te pongas así por el señor Castleton, que sólo es un amigo: cosa que tú no puedes entender.

Trewhella se echó a llorar.

—Creí que estarías segura aquí —se lamentó—. Creí que te tenía tan segura como el trigo cosechado, y cuando te traje a Bochyn estaba tan alegre como una moneda de oro. Mientras predicaba, deseaba estar en mi casa, pensando en ti y deseando tenerte en mis brazos durante la noche oscura en la que estoy sumido, j Jenny se estremeció.

—Y tengo derecho a pensar así. Eres mi mujer. Me perteneces por el poder de Dios: me perteneces en cuerpo y alma.

—Adiós —dijo Jenny fríamente, y le dejó rugiendo a las tentaciones. Seguidamente se puso a escribir a Castleton.

Querido Fuz:

Quizá será mejor que no vengas a verme otra vez. Supongo que pensarás que estoy loca, pero no vale la pena tener disgustos, puesto que no tengo más remedio que vivir aquí.

Me gustó horrores verte, Fuz, y sólo siento que se pusiera en ridículo. Te escribiré algún día dándote noticias de Frank. Nada más por hoy.

Tu amiga que te estima.-Jenny.

Dio la carta a Thomas, quien la llevó al hotel. Fue la educación innata en Jenny lo que la impulsó a enviarle la carta. Su orgullo le dictaba que insistiese sobre la compañía de Castleton; le pedía que desafiase a Trewhella y, sin tener en cuenta las escenas más atroces, establecer su voluntad; pero había que considerar a Fuz. No sería justo complicarle en el mísero lío que ella misma se había creado. El pertenecía a otro mundo donde los labriegos no se arrastraban por el barro ante la ira divina; donde los maridos no injuriaban soezmente a sus mujeres para luego pedir él perdón celestial antes de desvanecerse el eco de los salaces insultos. Había que apartar a Fuz de este asunto. Sin embargo, deseaba verle de nuevo. Aun quedaban muchas preguntas por hacer.

Trewhella se mostró taimado cuando discutió con Jenny nuevamente sobre Castleton.

—No tuvo la atención de llamarte señora —empezó a decir.

—No seas tonto. Antes de casarme todos me conocían por Jenny.

—¡ Cómo odio oírte hablar de los tiempos pasados! ¡ Odio cada día pasado antes que nos casásemos!

—Yo no puedo remediar eso —dijo Jenny—, tal vez te hubiera gustado casarte conmigo en la cuna, ¿no?

—Me hubiera gustado tenerte bajo llave desde el momento que empezaste a ser mujer —asintió.

Sudo cuando pienso que otros hombres han visto tus encantos.

Jenny se enfureció por la alusión.

—Sí; debiste haber conocido a las tías de mi madre. Hubieseis hecho buenas migas. Quisieron encerrarme y hacerme religiosa.

El énfasis que puso en sus recuerdos dio a las palabras un valor exagerado, como si las tías hubiesen intentado encerrarla en una alacena llena de libros religiosos.

—¡Ojalá lo hubiesen hecho! —exclamó Trewhella—; es preferible eso al palacio de luz del diablo en que solías bailar. ¡ Maldito londinense!

—No puedo hacer más que pedirle que se marche. Así no tendrás que insultar a mis amistades.

—Sí. ¡Ojalá no hubiese armado tanto jaleo y espantado a la pareja! Me precipité demasiado. Esa fue la equivocación.

—¿Qué estás hablando?

—Que si no hubiese ido tan de prisa os hubiera pescado —suspiró Trewhella.

—¡ Me das asco! —dijo Jenny.

—¡ Cómo me gustaría ver tu corazón! Te voy a hacer una pregunta que no te la he hecho hasta ahora: ¿Cuántos hombres te han querido antes que yo?

—Cientos —dijo Jenny burlonamente.

—¡ Cuántos han besado tus labios y estrechado tu cuerpo y acariciado tus dedos como yo?

—¡ Oh!, cállate y no hables de mí en esa forma. Miles, si lo quieres saber.

—¿Te han besado? gritó Trewhella.

—Claro..., ¿por qué no?

—¡...! y lo soltó redondo.

Tenía las venas de la frente hinchadas; venas lívidas como las víboras de Medusa.

—¡ Bruja ¡ —gimió—. ¡ Da gracias a que soy un hombre redimido, porque de lo contrario te mataría! ¿Oyes? ¡Te mataría, Jezabel! Ahora comprendo lo que sintió Jehú cuando gritó: “¡Arrojadla y llamad a los perros para que despedacen a la ramera.”

Salió de la habitación enloquecido.

Después de este nuevo ataque, en el que el zorro dio paso al lobo, Trewhella volvió a la astucia^. Jenny se dio cuenta de que la espiaba por todas partes. Ni el huerto era seguro. No existía un solo tronco de árbol que no escondiese una sombra acechante, ni montón de arena que no amparase a un espía, ni soplo de viento que no murmurase comentarios de sus más simples acciones.

Bochyn hubiese sido ya insoportable sin Frank, May y el abuelo. Los tres podían desterrar el terror del paisaje más recóndito y podían paliar las más absurdas fantasías. Trewhella no cesó durante todo el invierno de averiguar sus relaciones con Castleton y de forzarla a admitir unos pasados amoríos, que, según indicaba, no implicarían necesariamente una intriga en la actualidad.

—¿Si no había nada, por qué le despediste?

—Porque me avergüenzo de que mis amigos vean la clase de hombre con quien me he casado. Esa es la razón.

—Ya te pescaré algún día —continuó Trewhella—. Tú crees que soy tonto; pero no hay en todo Comwall quien pueda engañarme.

—¡Vaya por Dios! —dijo Jenny burlonamente.

Yen derredor de la sombría granja las tormentas de invierno aullaron y rugieron, batiendo contra las ventanas y forzando los cerrojos.

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