Carnaval

Carnaval


CAPITULO VIII

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La recomendación del señor Vergoe logró que Madame Aldavini accediera a entrevistarse con la señora Raeburn y su hija. El viejo payaso las acompañó en aquella solemne ocasión.

Era un cálido día del mes de abril, en que el cielo parecía una inmensa turquesa cruzada por espaciadas y purpúreas nubecillas; día tan espléndido que convidaba a viajar en la imperial del autobús. Allí subieron la señora Raeburn y Jenny, tomando asiento en la parte delantera, y detrás se sentó el señor Vergoe, señalándoles las cosas más interesantes del camino que recorrían hasta que la vista del teatro de Sadlers Wells redujo su conversación a recuerdos y anécdotas del pasado. Siguieron por la Avenida de Rosebery y por la calle Theobald, parando, por fin, en la de Southampton. Allí bajaron del autobús y caminaron por un dédalo de callejuelas estrechas hasta llegar a la Academia de Madame Aldavini, en la calle de Great Queen. Actualmente ya no existe el edificio, pues el ensanche de la ciudad por ese lado ocasionó su demolición y si al espíritu de alguna danzarina se le antojase vagar, en sus rondas fantasmales, por aquellos lugares testigos de sus iniciaciones artísticas, seguramente huiría aterrado, creyendo hallarse en un nuevo Purgatorio, compuesto de corrientes de aire y situado en el centro mismo de Kingsway.

La casa era alta y grisácea, de estilo jorgiano, con miradores de estrechos antepechos y una bella cornisa encima de la puerta representando danzas de ninfas y amorcillos. Bajo ella había una placa de latón dorado, donde estaba trabado el anuncio “Escuela de Baile” y al lado una serie de timbres que asombraron a Jenny, pues nunca había visto tantos en una sola puerta. Pensó la niña cuántas y cuán divertidas travesuras se podrían organizar si aquel vecindario y casas semejantes estuviesen en el barrio de Islington.

El señor Vergoe apretó un botón rotulado “Aldavini”. Entraron en un pasillo sombrío y polvoriento y de allí pasaron a una pequeña habitación cuya pared lucía entrepaños de madera, un gran pupitre y diversos cuadros representando bailarinas ataviadas de todas las maneras imaginables. Sentada al pupitre estaba Madame Aldavini, vestida de seda oscura. Jenny pensó que parecía una organillera gitana, con aquellos brillantes ojos negros y el rostro moreno y arrugado,

—¡Ah! ¿Cómo le va, señor Vergoe? —preguntó.

—Y usted, señora, ¿cómo está? —replicó éste con gran respeto.

—Muy bien, gracias.

Fueron hechas las presentaciones de rigor y la señora Raeburn, en su aturdimiento, dejó caer estrepitosamente la sombrilla. Jenny se sintió avergonzada y deseó haber venido sola con el señor Vergoe; sentíase también muy azorada bajo la mirada penetrante de Madame Aldavini y solamente pudo balbucear unas cuantas palabras de cortesía, con los ojos fijos en el suelo.

Madame Aldavini había abandonado el pupitre y contemplaba críticamente a la solicitante.

—¿ Cree usted que la pequeña tiene condiciones de bailarina? —preguntó con sequedad, dirigiéndose a la señora Raeburn.

—¡Pues... verá...! Yo, realmente... —tartamudeó Florence—. Ella está siempre dándonos la murga con lo mismo,... Erre que erre y que quiere bailar...

Madame Aldavini hizo un gesto despreciativo.

—Creo, señora, que la niña puede llegar a ser una gran artista —intervino el señor Vergoe.

— ¿ La ha visto usted bailar?

—Muchas veces —contestó él—. En realidad, esta visita se hace por indicación mía.

—Bien; entonces haremos una prueba —dijo la profesora. Y los condujo a través de un pasaje con bóveda encristalada, hasta la sala donde daba sus clases.

Esta había sido antaño, indudablemente, un salón de baile; era de estilo jorgiano, de bellas proporciones y el techo lucía estucados italianos; una parte estaba cubierta con cortinas, para que sirviese de vestuario a las alumnas, y alrededor de las paredes había una barra destinada al aprendizaje del baile clásico. Al fondo se alzaba un estrado donde había una amplia butaca y un piano» sobre el cual pendía un gran óleo representando la escena de un bailete en la Opera de París, y también un grabado de aquella famosa Taglioni, firmado afectuosamente por la

Prima Ballerina Assoluta [5].

Madame Aldavini hizo sonar el timbre y vino la señorita Carrón, pianista ayudante en las clases; era francesa, pero hacía tiempo que residía en Londres y hablaba mejor el inglés que su idioma nativo, excepto cuando se incomodaba, pues entonces aquellos vocablos venían a su boca fluentemente, con duplicada fuerza expresiva, tras el largo período de abandono.

—¿Qué tonada prefieres —preguntó Madame Aldavini a la niña— ¿Cómo te llamas?... Jenny, ¿verdad? Sí; no tengo ahora en clase ninguna alumna que se llame así.

Pero la futura bailarina no conocía el nombre de ninguna tonada.

—Toque el..., ¿cómo se llama aquello de...? ¿Cómo se llama...? —manifestó el señor Vergoe, interviniendo.

— ¿Hein? —preguntó la señorita Carrón bruscamente.

—La..., usted sabe..., la... Bien, aquello que suena así... —y canturreó el principio del Intermedio de

Caballería Rusticana.

—¡ Ah! —dijo la señorita Carrón—. Pero eso no es a propósito para bailar.

—Toque el Intermedio —ordenó Madame Aldavini. Obedeció la señorita Carrón, pero Jenny sólo pudo iniciar algunos ligeros movimientos, con el rostro cubierto de un vivo rubor; se hallaba demasiado aturdida y no le era posible bailar.

—Una..., dos..., tres... ¡ Vamos, empieza! —manifestó el señor Vergoe.

—Estás asustada, ¿verdad? —objetó la profesora—. Eres tímida. Pero no tengas miedo, que no voy a comerte.

Por fin la incipiente artista marcó unos cuantos pasos.

—Basta —manifestó Madame—. La acepto. Podrá venir una vez por semana durante el primer año; dos, el segundo año, y tres, el tercero; todos los días cuando tenga..., ¿qué edad tiene ahora?

—Diez años-dijo Florence.

—Pues a los trece vendrá diariamente.

Todos los detalles acerca del aprendizaje de la niña se trataron en el cuartito de los entrepaños de madera y aquélla oyó maravillosas instrucciones relativas al calzado, medias y vestido. Después, los visitantes dejaron la casona gris en donde Jenny iba a pasar tantas horas de su niñez y se hallaron de nuevo en la calle Great Queen, cuyo pavimento comenzaba a ser regado por gruesas gotas de un chubasco abrileño. El señor Vergoe insistió en entrar a merendar en un establecimiento de Holborn, para celebrar el feliz acontecimiento. La taza de chocolate con nata que Jenny tomó entonces por primera vez impresionó más profundamente a la niña que la entrevista con la Aldavini.

De este modo comenzó Jenny sus estudios de baile, asistiendo semanalmente a la Academia, escoltada por su madre.

Todas las discípula de Madame Aldavini se ataviaban con faldas de tarlatana rosa, medias negras con espigas color rosa también y de este mismo tono era la A que lucían bordada en la parte delantera de sus jerseys negros. En la clase de Jenny había alrededor de veinte niñas y cada una de ellas disponía de un cajón y una percha, en el vestuario disimulado tras las cortinas de terciopelo negro.

Gordos empresarios, luciendo sortijas de brillantes y una flor en el ojal, solían venir a sentarse al lado de Madame, observando a las alumnas.

La profesora ocupaba el estrado desde donde sus penetrantes oros vigilaban todos los movimientos de las pequeñas bailarinas. Jenny pensaba que la Aldavini parecía una tecla negra del piano que; por un prodigio hubiese sido animada con la vida: había en ella un no sé qué de limpio, de pulido y recortado: tenía los ojos tan negros como las moras; sus píes, bajo las enaguas, estaban en constante movimiento, pero como jamás los permitía aparecer, las niñas no tenían más ayuda para guardar el compás que la larga batuta con que ella iba marcándolo en el suelo y, algunas veces, en las espaldas de alguna discípula poco aplicada.

Transcurrieron dos años y Jenny fue autorizada a ir sola a clase. La consideraban una de las mejores alumnas de la Aldavini y. algunos, empresarios la solicitaban para conjuntos, pero la se ñora Raeburn y lo mismo Madame Aldavini rechazaban tales proposiciones, por parecerías que una prematura aparición escénica resultaría perjudicial para la niña.

Como es de suponer, desde el instante que Jenny vio sus ambiciones encaminadas por senda segura, tornose perezosa. En ella bailar era una cosa instintiva y vencía sus dificultades sin esfuerzo. Esta facilidad resultaba perniciosa, pues como aprendía en seguida, no se molestaba en estudiar. Madame dirigía frecuentemente a la casa de la calle Hagworth misivas llenas de quejas acerca de la indolencia de la niña y la señora Raeburn amenazaba a ésta con quitarla de la Academia. Entonces Jenny se corregía, pero por poco tiempo.

Al cumplir trece años comenzó Jenny a asistir cada día a la escuela de baile. Era entonces la niña ligera como una gacela y tenía las piernas deliciosamente finas. Los ojos rasgados ofrecían una tonalidad azul zafiro muy poco frecuente, que tornábase gris, algunas veces, y otras de un riente verde-mar. Eran unos ojos poco corrientes. Los bucles nunca volvieron a adquirir el tono plateado perdido durante su estancia en el campo. Tenía el cutis fino y delicado como las rosas de Francia, aunque en el verano la recta naricilla se cubría de pecas..Las manos eran blancas y largas; los labios muy rojos y frescos» pero el inferior sobresalía ligeramente y en los momentos de mal humor de la niña se contraía en un gesto desagradable. Tenía los dientes blancos, menudos y brillantes como los de un gato chico. Ejercía un gran poder de atracción sobre todas las demás alumnas y así, cuando llegaba retrasada a clase, bien por sus vagabundas travesuras o a causa de algún imprevisto encuentro en la calle, todas la rodeaban trayéndole los zapatos, las medias o la falda, como si fuesen sus esclavitas. Jenny, riendo, se dejaba atender, pensando, muchas veces, por qué sería ella la única favorecida de aquel modo entre todas las demás chicas, puesto que ella no era paciente ni tampoco propicia a las excesivas demostraciones de cariño, tan frecuentes en las niñas de su edad. Jamás se molestaba por ayudar a sus compañeras, salvo en contadas excepciones, que sacaba de un apuro a cualquiera de ellas. Era indiferente a la adoración que recibía de las demás, como una reina acepta naturalmente el homenaje de sus súbditos. Acaso, la seguridad en sí misma y la despreocupación más propia de un muchacho que de una niña, eran las causas que obligaban a las demás alumnas a encontrarla perfecta. Parecíales a todas un deber el mirarla y Jenny, como ocurre casi siempre con los niños mimados, era encantadora con los extraños, pero insoportable con los de casa. La principal diversión de la chiquilla era “irse por ahí con los chicos”, quienes la trataban como si fuese un compañero. El sentimiento amoroso no había aún despertado en ella y si alguno hubiera querido darla un beso le habría rechazado con desprecio. Tenía algo de Atalanta.

Madame Aldavini observaba con desaprobación los progresos de Jenny. No estaba muy satisfecha de su discípula y resolvió prevenirla contra las grandes dificultades futuras. Jenny fue requerida para una clase particular, y estas clases particulares, en las que Madame solía marcar el compás haciendo danzar sus dedos sobre las rodillas, eran profundamente temidas por todas las alumnas.

—Vamos, empieza ya —ordenó la profesora, canturreando la música de un antiguo baile mientras los dedos empezaban a moverse, siguiendo el compás.

Jenny comenzó bastante bien, pero pronto fue incapaz cíe seguir los rápidos movimientos de aquellos dedos infatigables.

—Empieza otra vez, tonta. ¡Otra vez, vamos ¡ Puedes.nacerlo, si quieres.

—No puedo —declaró sombríamente Jenny—.

Es demasiado difícil.

Madame Aldavini cogió la larga ^batuta y la blandió ferozmente.

—¡Otra vez, te digo!... ¡No seas terca!... Tienes que volver a empezar.

Jenny, mirando con ojos asustados la batuta, hizo una segunda tentativa; pero la larga varita se agitó en el aire y vino a caer sobre su hombro derecho.

La niña comenzó a llorar y a patalear.

—¡No puedo!... ¡No puedo!...

—Pues lo harás. Tienes que hacerlo.

De nuevo empezó Jenny la danza y esta vez con mejor suerte, pues la temida batuta no bajó a sus tobillos hasta el final, golpeándolos ligeramente en demostración de descontento por la terquedad de la niña.

—Porque es terquedad y no torpeza —declaró la Aldavini—. ¡Bah! Tú puedes hacerlo, si quieres.

Así, pues, Madame triunfó en toda regla, con ayuda de sus regaños y su batuta y Jenny aprendió nuevos y difíciles pasos de baile.

—Escúchame —dijo la primera—. Tú quieres llegar a ser una primera bailarina, ¿verdad?

—Sí —murmuró Jenny, deseando verse fuera del alcance de la batuta de Madame y en compañía de los chicos de Islington.

—Tú no tienes la sonrisa banal de la

danseuse [6], cuya única fuerza está en los dientes deslumbrantes, ni tampoco los antebrazos gruesos o los horribles tobillos de esas idiotas que hacen estribar su mérito en tales detalles. Tú, gracias a mí, podrás llegar a ser una gran bailarina.

Mientras Madame hablaba así, en la mente de Jenny zumbaba la letrilla de una vieja canción humorística referente a una chica de Utah, quien también llego a ser una

Prima Ballerina Assoluta,

—¡No silbes cuando yo te hablo, niña! —gritó la profesora, blandiendo de nuevo la batuta de un modo alarmante-y haz el favor de prestar atención a lo que te digo. ¿Quieres tener éxitos, flores, pieles

y coche propio? Pues mira a tu alrededor, perezosa. Contempla a la eminente Taglioni, a quien aplauden emperadores y reyes. Sin embargo, tú, miserable criatura, tan sólo has logrado hacer piruetas. ¿A qué vienes aquí si careces de ambición y deseos de triunfar, de ser una

maitresse [7] en tu arte? ¿No te gustará entrar en los escenarios con aire de princesa, luciendo tus lujosos vestidos de seda? ¿Por qué te elijo a ti entre las demás para esta clase particular, sino porque deseo hacer tu fortuna?... ¿Eh, dime?...

Y si después de todo esto no trabajas ni te afanas en progresar, te juro que hemos acabado y que te arrojaré a la calle, por testaruda.

Jenny trabajó, y hasta perseveró y practicó con tanto afán, que llegó a ser capaz de hacer una doble pirueta y dar un salto maravilloso qué convirtió en añicos todos los platos y las tazas que estaban sobre la mesa de la cocina del número 17. Pero después que hubo realizado tal hazaña» pensó que no por ello se hallaba más cerca del clamoroso triunfo pronosticado. ¿Qué finalidad tenía la práctica de tan difíciles pasos de baile ante los ojos de Ruby? ¿ Para qué servía agarrarse al picaporte de la puerta de la cocina y levantar una pierna completamente rígida hasta que la punta del pie subía por encima de él? Ruby sólo había dicho: ¡Niña, eres un fenómeno!, respirando anhelante a través de sus dientes torcidos, con horrorizado asombro, ¿ Para qué aquella diaria esclavitud? Mucho mejor era divertirse montando la nueva bicicleta del pequeño Willie Hopkins y correr vertiginosamente alrededor de Highbury Barn, con los rizos y las faldas flotando al viento y entre alegres carcajadas; mucho mejor era escandalizar a las señoras mayores fumando cigarrillos delante de ellas, o jugar a los bandidos sobre el tejadillo acanalado de cualquier cochera de los ómnibus.

A veces, en tardes de viento, hacía novillos y se iba por Highgate Ponds, en compañía de los chicos del barrio. Invariablemente presentaba a Madame la misma excusa: que la habían necesitado en casa. Hasta que la Aldavini comenzó a sospechar y escribió a la señora Raeburn.

Florence preguntó a Jenny por qué no había ido a clase y dónde había estado.

—Estaba allí, mamá, te lo juro —dijo Jenny—, sólo que Madame no se fijó en mí.

Por consiguiente, la señora Raeburn contestó explicando el error y la chiquilla se las compuso para llevar la carta al correo, rompiéndola en mil pedazos tan pronto dio vuelta a la esquina de la calle.

Era sincera, por naturaleza, pero la larga restricción de las expansiones infantiles necesitaba una compensación y mentir a las personas que ejercían autoridad sobre ella no constituía un sacrificio de su egoísmo, lo cual es la base de toda esencial veracidad. Con las personas de su misma edad era orgullosamente, hasta lamentablemente veraz.

La espera de ser mayor se le hacía interminable. Todo el mundo lograba emanciparse» menos ella. Ruby dejó; el número 17 para casarse, lo cual dio mucho que pensar a Jenny, pues no comprendía cómo alguien pudiera desear tal intimidad con Ruby.

—Estoy segura que el novio no sabe que ronca —dijo

Jenny a su madre.

—Bueno, ¿y qué te importa eso?

Era verdad; ¿qué podía importarle? Pero resultaba hiriente comprobar en cuán poco estima tenían sus opiniones en aquella casa.

Edith se había ido para aprender corte y confección

y Alfie también marchó a una ciudad del centro del país para aprender un oficio. La habitación del muchacho era ahora ocupada por otro huésped con quien la niña simpatizo mucho. Un día entró aquél en la cocina, vestido de caqui, y dijo que se marchaba al frente.

—¿Se va de soldado? —preguntó Charles—.

¡ Vaya por Dios! Bien es verdad que algunas personas no saben cuándo están bien.

Nadie había enseñado a Jenny los ardientes esplendores del patriotismo. Para ella se reducía la guerra a un cambio de vestimenta y nada más; comprendía que resultaba correcto, en aquel momento, el lucir corbatas caqui con algo de rojo si el novio era soldado y azul si era marinero, y que tampoco resultaba mal el uso de un chaleco que tuviese los colores de la bandera inglesa. Pero la idea de una nación pequeña, luchando desesperadamente por defender cada pulgada de su tierra agostada por un sol inclemente, o la de una gran nación que por consolidar su imperio y vengar una supuesta ofensa, se mostraba dispuesta a sacrificar hasta su idea del ridículo, no había entrado jamás en su cabecita [8].

¿ Qué le importaba a ella todo aquello?

Nadie le había enseñado a comprender los ideales de la ciudadanía ni las relaciones que la unían con el resto de la Humanidad. La educación de la niña, en la escuela, era mecánica. La profesora, de mentalidad estrecha, se limitaba a enseñarle la técnica primaria del conocimiento de las cosas, de una manera rutinaria, de fácil asimilación, sin la menor sugestión en cuanto a su desenvolvimiento. Tenía Jenny suficiente sentido común para deducir los beneficios que obtendría de la pesada práctica de pasos de baile, percibiendo que eran la base de algo mejor, pero su impaciencia anulaba, en parte, los resultados de la instrucción académica. En cuanto a su educación intelectual, los fundamentos de la misma eran invisibles; los maestros construían con arena aquel edificio que se vendría abajo tan pronto como la niña abandonase definitivamente la escuela. Era Jenny una de tantas víctimas de aquel período de transición lleno de teorías educativas y hubiera sido preferible para ella haber vivido bajo los viejos sistemas escolares, pintorescamente erróneos, o carecer de ellos en absoluto. Es importante comprender este completo vacío mental de la niña, ahora y después. La vida era para ella una cosa pesada, a menos que no ofreciese diversiones. Su mente no imaginaba bellas aventuras, como sucede a esa edad, ya que desde aquella noche en que, sin poder dormir, pensando en la pantomima, fue dominada por el avasallador deseo de hacerse danzarina. Era Jenny una víctima de imaginaciones estériles y su alma estaba fría e insensible como la vida del hombre antes que Prometeo robase el fuego del cielo.

De no haber sido por May, Jenny aún se habría sentido más desgraciada. Pero May, con su alegría de pajarillo —no estrepitosa como la de los mirlos, sino dulce y discreta como el canto del jilguero—, con la sencilla resignación por su deformidad física, la hacía avergonzarse de su descontento. Jenny contaba a la hermana menor todo lo que pasaba en la Academia de baile y May sabía las menores peculiaridades de todas las alumnas.

—¡ Qué rara es mi hermana! —solía pensar Jenny—. Es un caso esta pequeña May. ¡ Pobrecilla ¡ ¡ Lástima que sea jorobada!

A veces, reñían por naderías; pero May era la única que hacía a Jenny arrepentirse de haber obrado mal, ya que ella nunca confesaba su arrepentimiento a ninguna otra persona. La señora Raeburn se sentía muy satisfecha por aquel afecto entre las dos hermanas, y en cierta ocasión en uno de esos raros momentos de confidencias, dijo a la mayor de las niñas que esperaba cuidaría de la otra, en el caso de que ella, la madre, muriese.

—Con su joroba nunca podrá ganarse la vida, y cuando tu tengas contratos y ganes dinero no la abandonarás nunca, ¿verdad?

Esto era algo vital; un llamamiento tangible, no un sentimiento expresado sin finalidad práctica, como pueden serlo las sugerentes palabras de un himno religioso. Esto era una razón y Jenny la aceptó en seguida, asiéndose a ella como un náufrago se agarra a las algas, inconsciente a todo lo que no sea llegar pronto a tierra firme. No solían darle explicaciones; así es que cuando tenía alguna razón, generalmente creada por ella misma, la asía ansiosamente, sin preocuparse de la más o menos problemática realización. Las razones semejaban frondosos islotes en medio de la monotonía del océano; bien es verdad que la mente de Jenny era más comparable con un mar lleno de olas espumosas, donde flotasen diversos objetos procedentes de un naufragio educativo; en ella se mezclaban alegrías fugaces, intensamente sentidas, con perpetuos descontentos y estériles ambiciones.

Un fresco día del mes de junio, muy semejante a aquel otro que Jenny danzó bajo el plátano silvestre, madame Aldavini dijo a la niña que podría contratarla para un cuarteto de bailarinas, en una compañía de Glasgow que iba a estrenar una pantomima.

—Pero escúchame bien —añadió madame—: son bailes acrobáticos lo que precisan. El unirte a ese cuarteto no significa dar por terminadas tus clases de baile..., de baile clásico, quiero decir. Así que el contrato haya vencido, podrás formar parte del cuerpo de baile de Covent Garden [9]. No degrades tu arte con esas contorsiones y ese retorcimiento de miembros que tanto agradan al público inglés. ¿Comprendes?

Jenny no comprendía otra cosa sino que en diciembre podría abandonar la calle Hagworth y ser libre al fin. Hecho maravilloso, tanto tiempo anhelado por ella.

La señora Raeburn, cuando supo la proposición, se negó rotundamente a dar su consentimiento. Inútiles eran el enojo de Jenny, sus portazos airados y sus indignadas preguntas de por qué la habían enseñado baile si no habían de permitirla actuar ante el público.

—Ya te llegará el tiempo —respondió la madre—. Lo que sobran son teatros,

Jenny se despertó. Sus sueños de gloria se derrumbaron. Aquella noche, al ir a acostarse, llevó un cuchillo a su cuarto.

—¿Qué vas a hacer con él —preguntó May.

—Voy a matarme —contestó Jenny.

Estaba lívida y desencajada, al decirlo. Se había sentado al borde de la cama y apretaba los labios con fuerza mientras le llameaban los ojos.

May comenzó a chillar:

—¡Mamá!... ¡Papá!... Venid, por Dios. Venid en seguida... Jenny se quiere matar con el cuchillo de cortar la carne...

La señora Raeburn corrió presurosa al aposento de las jóvenes y vio cómo Jenny arrimaba la afilada hoja contra su garganta. Le arrancó el cuchillo.

—¿Pero qué vas a hacer, criatura?

—Quiero ir a Glasgow —replicó Jenny—, y si no me dejas ir me mataré.

—¡Ya te daré yo a ti el me mataré! —gritó la madre. Y dio tal bofetada a la hija que tornó en rojo vivo la palidez anterior de sus mejillas.

—¡Pues lo quiero y lo quiero! —repetía obstinadamente Jenny.

—Bien, ya veremos —dijo la señora Raeburn. Jenny comprendió que había ganado la partida. En realidad lo merecía, ya que el frustrado suicidio no fue una simulación. Pero la madre se hallaba perpleja, ¿Quién la vigilaría, mientras estuviese ausente?

Madame Aldavini explicó que serían tres alumnas las que irían y que podrían vivir juntas. Ella misma las instalaría, puesto que precisaba ir al Norte con el fin de dar algunos toques finales al

ballet que estaba componiendo. Ningún daño podría sufrir Jenny con aquello y estaría tan’ vigilada como en su propia casa.

—Eso no es posible —contestó la señora Raeburn.

Madame sonrió sardónicamente.

—Con todo —continuó Florence— comprendo que la niña tendrá que comenzar alguna vez... Bueno; la dejaremos ir.

Tras esto, siguió un intermedio de prácticas de bailes acrobáticos; intermedio que resultó muy divertido para Jenny, aunque un día, a poco s# dislocó un pierna. El baile acrobático resultábale sumamente fácil y progresaba con mayor rapidez que en las prácticas de

ballet clásico, largas y fatigosas.

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