Carnaval

Carnaval


CAPITULO IX

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gracia, su primera aparición escénica en Londres tuvo que ser aplazada por no haber ninguna plaza vacante. Jenny se quedó muy descorazonada. Era inútil que Madame Aldavini le asegurase que otro año de prácticas resultaría muy provechoso para su arte. A Jenny le parecía que estaba practicando desde los mismos comienzos del mundo. Obedeció a Madame, porque no le quedaba otro remedio, pero la demora había ahogado el fuego de la inspiración. La joven estaba cansada de oír constantemente lo mismo; esto es, que a fuerza de aplicación y de esfuerzos llegaría a ser una primera bailarina. Ella comprendía que bailaba bien por instinto, pero Terpsícore, al dotarla con el don de la gracia y de la ligereza, dejó al cuidado de otras divinidades el espíritu cuya voluntad haría madurar aquellos dones. Bien es verdad que Jenny se había librado de ser una niña prodigio, pero hubiera deseado florecer como tal en vez de permanecer en la sombra, mientras que las luces escénicas, gloriosas y esplendentes, ardían sin ella.

En el Ínterin, la calle Hagworth apenas había sufrido alteraciones. El plátano silvestre aún era más alto; el Concejo londinense, no concediéndole ningún valor decorativo, desdeñaba podar sus ramas superiores ni lo sujetaba a ninguna medida urbana, ya que era el único árbol a la vista en aquellos contornos. Año tras año, mudaba su corteza y purificado de las vilezas ciudadanas cada mayo retoñaba fresco, verde y hermoso. En octubre las hojas volvían a desprenderse y a revolotear sobre los canalillos, como la noche del nacimiento de Jenny. Los mecheros de gas habían sido sustituidos por faroles y este mismo método de iluminación prevalecía en el interior de las viviendas, lanzando áridos y moribundos reflejos sobre la entrada del número 17 y brillando lívido y macilento en el estrecho vestíbulo. La bola de latón aún faltaba en el pie de la cama, a pesar de que durante diecisiete años Charles prometió constantemente comprar una. También Charles había cambiado muy poco; trabajaba aún para la misma casa comercial en Kentish Town y continuaba frecuentando su taberna favorita; le importaban algo menos las corbatas y parecía haber empequeñecido más bien que envejecido. El cabello era más ralo, pero sus cejas, en cambio, más peludas, porque se quemó las primitivas durante el curso de una conferencia ilustrada acerca del manejo de las estufas de gas. Desde entonces, cambió el habitual retorcimiento del áspero bigote por un pensativo manoseo de aquellas cejas excepcionales.

El señor Vergoe había muerto y la mayor parte de los objetos de su pertenencia adornaban ahora la habitación de su nieta, en la calle Crambourne; Lillie aún continuaba siendo chica de conjunto, de segunda fila, en el cuerpo de baile del Orient Palace. Con todo, Jenny conservaba en su poder el cuadro de la famosa Colombina muerta; lo había colgado sobre la cama que compartía con May, al lado de la esquela de defunción del dador, que conservaba dentro de un marco de Oxford, negro y brillante. Jenny no podía concebir cómo antaño Edith y ella pudieron encontrar inmenso aquel cuarto que ahora le parecía cada vez más pequeño, y donde apenas quedaba espacio entre el armario de caoba, el lavabo semicircular de mármol, la mesa tocador y la cama de hierro. Colgadas de la puerta había unas faldas y enaguas; en la pared, algunas papeleras conteniendo rizadores y una borrosa fotografía de los cuatro hermanos, en la cual el detalle más sobresaliente eran los almidonados volantes del pantalón de Jenny, aquellos históricos volantes que antaño, libres de enaguas, habían parecido a la niña el talismán de la masculinidad. El tocador estaba cubierto por una colección de objetos, presentando extraños contrastes; al lado de un peine que parecía haber sido recogido de la lata de la basura había un cepillo de plata; junto a unas rotas tijeras de uñas, un frasco de perfume con tapa de oro; el camisón de Jenny, lleno de cintas y encajes, resultaba fuera de lugar, extendido sobre la colcha moteada.

La señora Purkiss todavía visitaba a su hermana, pero no consentía que Percy ni Claude, cuyas fisonomías seguían pareciendo dos tortas, se relacionasen con Jenny. Percy iba a ser misionero y Claudio era sospechoso de prematuras liviandades, por haber sido descubierto besando a la sirvienta en el cuarto de baño.

La señora Raeburn se conservaba hermosa todavía y hasta Jenny la admiraba. Florence seguía preocupándose por el porvenir de sus hijos; más que nunca, estaba convencida de la inferioridad de su marido y de la despreocupación de éste respecto a la mayor parte de los problemas cotidianos. La deformidad de May y el exaltado temperamento de Jenny le causaban muchos temores; pero Alfie se portaba bien y Edith parecía feliz trabajando como modista en Brixton. No había vuelto Florence a saber nada relativo al señor Timpany y recordaba aquel episodio lo mismo que cualquiera otro asunto doméstico, carente de importancia. La visita de las señoritas Horner se había borrado por completo de su memoria desde hacía tiempo y hubiera sido preciso otra gran crisis emotiva para hacerla volver a hablar como en acuella ocasión, diecisiete años atrás. Charles continuaba roncando a su lado cada noche. El lavado de la ropa y la atención de la casa ocupaban su tiempo, pero en otoño y en primavera preocupábala también la compra de nuevos vestidos y sombreros. Constantemente se proponía leer el periódico, sin lograrlo jamás, e ignorante de los sucesos que pasaban por el mundo, se complacía pensando que todo iba bien. Esta optimista costumbre era para ella lo que las descoloridas páginas de una Biblia iluminada, los rezos a los sueños de grandezas son para otras personas de diferente constitución mental.

Sin embargo, la vida de Florence no era gris. Frecuentemente iba al teatro y algunas veces a un bar, donde en una atmósfera de whisky y tafilete escuchaba las dudas de la señora Purkiss acerca del comportamiento de Jenny, o más a menudo aún, refiriendo.cuentos divertidos de Charles.

Tal era la calle Hagworth cuando, un sábado muy frío, a principios de mayo, llegó Edith de Brixton. Parecía pálida y ansiosa y se sentó en la cocina, dando vueltas entre las manos a sus guantes de cabritilla.

—¿Qué tal por Brixton, Edith? —le preguntó la madre.

—Bien.

—Hace mucho que no venías a vernos.

—Nooo... —balbuceó la hija mayor.

—¿Mucho trabajo?

—No mucho, aunque nunca se sabe si vendrá después, todo de un golpe. Voy a subir y arreglar mis cosas. Ven conmigo, Jenny —dijo, volviéndose hacia su hermana.

—¡ Qué cara más dura tienes!

—¡Oh, no seas antipática y sube!

Jenny siguió a su hermana como a la fuerza y tan pronto llegaron arriba se desplomó sobre la cama que antaño había compartido con Edith.

—No tardes —dijo. Pero vio que su hermana la miraba inquieta a través del espejo.

—Jenny —dijo de pronto—, estoy metida en un lío.

—¿Qué lío?

—Pues... ¿qué va a ser?

—¿Qué quieres decir?

—¡Oh! ¡Ya lo sabes!

—Sí que lo sé y por eso te pregunto.

—¿Te acuerdas de aquel chico que me acompañaba?

—:¿ Bert Harding?

—Sí, el mismo.

—No querrás decir que vas a casarte con él...

—Es que tengo que casarme con él... si puedo, ¿comprendes?

Jenny, de un brinco, se sentó en la cama.

—Entonces que...

—Eso es.

—¿Pero cómo pudiste hacer semejante cosa? Vamos, Edith, me estás tomando el pelo.

—¡ Ojalá!

—¡Entonces es cierto!... ¡Buena la has hecho! —Soy una loca —murmuró Edith angustiada. —Y no podrías...

—Ya he probado. Pero no hay de qué.

— i Qué va a decir Alfie!

—A él es a quien menos puede importarle esto.

—No lo sé; es muy particular, algunas veces... Pero ese Bert tuyo supongo que se casará contigo...

—El dice que sí. El dice que ahora nadie podrá impedirlo.

—¡Los hombres! —exclamó Jenny—. ¡Creo que los hombres son el mayor asco del mundo!

—Bert es bueno —protestó Edith defendiendo su locura.

—Aún serás capaz de decirlo después de lo que ha hecho contigo... Aún serás capaz, loca, de estar enamorada de él.

—Me gusta mucho Bert —insistió su hermana.

— i Tanto como para casarte con él?

—Es que no me queda otro remedio.

—Pero tú no tenías muchas ganas de casarte, ¿eh?, quiero decir... antes.

—¡ Oh, antes! ¡ Claro que no! ¡ Pero ahora es distinto! ¡ Ahora tengo que hacerlo! ¡ Te juro que si no fuera por esto no me casaba con nadie, por nada del mundo!

—Pues yo, en tu lugar, no me casaba —afirmó rotundamente Jenny.

—No digas disparates» chica. No tengo otro remedio. ¡ Figúrate!

—¿-A mí me parece mayor vergüenza que te cases con él. ¡Una muchacha tan bonita como tú, Edith...! ¡Ay, los hombres, qué asco!... Bueno, y vamos a ver, ¿tiene con qué sostenerte, quiero decir, como es debido y todo lo demás?

—Gana bastante y espera ganar más dentro de poco... Además, yo también puedo continuar trabajando como modista.

—¡Los hombres! —repitió Jenny con mayor desprecio—. No se han hecho para mí, te lo aseguro. No me fío de ninguno.

—¡ Pero no le digas nada a mamá de todo esto que te he contado!

—¡ Como si se me fuera a ocurrir!

Las dos hermanas volvieron a bajar.

—Os lo voy a traer cualquier día...

—Pues como le eche la vista encima, le canto las cuarenta.

—¡No, no!

—¡Romántica! —exclamó Jenny, mitad enojada y mitad benévola.

Pasó un mes y Alberto Harding no pudo venir porque tenía muchos y muy importantes compromisos. Pasó otro y sucedió lo mismo, Edith comenzaba a temblar.

Jenny fue a Brixton a ver a su hermana.

—Me parece que aquello de la boda lo dijo por decir... —manifestó a Edith.

—No ha tenido tiempo. Ni podrá tampoco en esta semana que viene ni en la otra... Pero mañana me llevará a Canterbury. El es bueno, Jenny, y piensa cumplir conmigo; solamente que está muy ocupado...de veras, puedes creerlo; está realmente muy ocupado.

Jenny, mientras el ómnibus la traqueteaba de regreso a casa, aquella noche, pensó que era preciso hacer algo. Aunque le daba pena que una muchacha como Edith se viera obligada a hacer un matrimonio apresurado, ninguna otra alternativa se presentaba a la vista. Por un momento pensó, latiéndole el corazón fuertemente —tan horrible le pareció la idea—, lo que haría ella en iguales circunstancias. Probablemente huiría de los ojos de todos, muy lejos, fuera de Londres.

En cambio, Edith no parecía estar muy preocupada.

La malignidad masculina la enfurecía; el egoísmo y la tosquedad que demostraban le producían náuseas. Los muchachitos jóvenes eran distintos; pero los hombres, con sus mentiras y. sus engreimientos, se asemejaban a las bestias. Nunca, nunca creería en ellos. Nunca podría enamorarse de ninguno. Pensó si su madre, como Edith, se habría visto obligada a casarse; solamente así podía ser explicada la boda con su padre. Y los hombres eran todos iguales. ¡Qué asco tener que dormir con un hombre y estar despierta, a su lado, viendo su encamada y gruesa garganta de toro, y sentir el contacto de sus manos ásperas como el papel de lija!

¿Qué habría cegado a Edith para cometer tal locura? Recordó a Bert Harding. Grasiento. Ojos muy negros, como los de uno de esos sucios bohemios. En realidad, no tenía mala apariencia del todo, pero era muy presumido... ¡Y Edith no tenía más remedio que casarse con él!...

Al llegar Jenny a su casa halló a Alfie en la puerta.

—¿Tú aquí? —le dijo.

—Vengo por esta noche. Tengo algunos asuntos en Islington, mañana, a primera hora.

—Alfie, tú conoces a Bert Harding, ¿verdad?

—Sí.

—Pues..., pues Edith... Tienes que obligar a Bert para que se case con ella.

—¡Y lo hará!... ¡Vaya si lo hará!... ¡Y como ponga algún reparo le parto la cara, así Dios me salve!...

—¡Eso es! ¡Pártele la cara! —dijo Jenny—. Mañana por la noche encontrarás a los dos en Canterbury.

Alfie cumplió su promesa y el puente de la carretera de Westminster presenció una lucha bien desigual. Bert fue vencido rápidamente y apresuró su boda con Edith; pero Jenny gozó lo indecible viéndole un ojo amoratado y cerrado por obra de los puños dé su hermano, el cual, una vez cumplido su deber, no volvió a dirigir la palabra a ninguno de los dos culpables.

—¿Pero cómo podrá ser mi hija tan loca?-preguntó la señora Raeburn al enterarse de lo sucedido—. ¡Qué estúpida! ¡Qué idiota!... ¡Ha salido a ti! —agregó, volviéndose rápidamente hacia su marido.

—¡ Claro, yo tengo la culpa de todo lo que pasa! —murmuró Carlos.

—Naturalmente. Si tú hubieras sabido decir “no” a un vaso de cerveza, acaso Edith supiera decir “no” a un hombre.

—Mamá, ¿qué habrías hecho si Bert se hubiera negado a casarse con Edith? —preguntó Jenny a Florence.

—Echaría a mi hija de casa y nunca volvería a entrar, ¡nunca más!

—¡ Qué gracia!

—Bueno, pues trata tú de hacer gracias, y ya veremos lo que pasa.

—En cualquier caso ya estoy hasta la coronilla de esta casa y de todo esto. Pero no por un hombre, créeme. A mí no me hace una charranada así ningún hombre. ¡ Por estas!

—No gallees tanto, doña Sabia —dijo la madre. —Sí que puedo hacerlo. A mí no me la dan. ¡El amor!... ¡Bah! El amor es una filfa.

—Pero... ¿habrase visto? —dijo Charles. Jenny, aquella noche, permaneció mucho tiempo despierta. Se sentía furiosa. Uno tras otro fueron desfilando por su imaginación todos los diversos tipos masculinos que había conocido. Los larguiruchos muchachos de Glasgow volvieron a contemplarla lánguidamente. Los amables oficialitos de Dublín le trajeron nuevos regalos, esperando que ella correspondiese con besos y sonrisas. Hombres viejos, que se alzaron de lo más profundo de sus recuerdos infantiles, atrajeron, después, su atención. El propio padre, débil» empequeñecido y despreciable pasó también en aquella revista mental. Los ojos negros de Bert Harding brillaron entre una multitud de hombres desaliñados o lascivos. ¡Y era a uno de éstos a quien su hermana se había rendido, para ser avasallada y envilecida!... ¡ Uf, qué asco!...

De súbito, en medio de su enojado insomnio, Jenny creyó percibir un ruidillo debajo de la cama.

—¡May! —gritó—. ¡May!

—¿Qué te pasa, terremoto? ¿Por qué chillas de ese modo?

—Hay un hombre escondido debajo de la cama, May. ¡Despiértate, por Dios, o nos matará!

—No me des la murga, chica, déjame dormir —refunfuñó May soñolienta.

Y en aquel preciso instante, el gato, cansado de acechar a un ratón, salió de debajo de la cama y cruzó lentamente la alcoba.

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