Carnaval

Carnaval


CAPITULO X

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Para compensar a Jenny de la desilusión sufrida en el Covent Garden, Madame Aldavini le consiguió un contrato en una obra de Drury Lañe [13].

Ya no iba a ser Jenny la figura más atractiva de un admirado Cuarteto, sino una de las innumerables muchachas que cambian varias veces, durante el espectáculo, complicados y llamativos trajes, no dibujados para la figura de cada una en particular, sino para conseguir bonitos efectos de color y armonía.

Aquello no era bailar; todo consistía en formar parte de rectas hileras ya ataviadas de francesas o españolas durante la procesión de “Las Naciones”; ya de figurillas de Dresde, en el “Desfile de la Porcelana”, o bien de mariposas o polillas en el “Desfile de los Insectos”. Los alegres y oscuros ojos de Jenny quedaban ocultos por banderas tricolores, por el pitón de una tetera o por las desproporcionadas antenas de una mariposa. No existía grada individual de movimientos, al atravesar el escenario en medio de una larga fila de impersonales muchachas. Si el público aplaudía, era al breve espectáculo de vivos colorines y lo hacía con igual entusiasmo que habría aplaudido un bien combinado juego de luces. Todo era sacrificado a la inventiva de una mente ingeniosa.

Más que nunca sintió Jenny la inutilidad de lo aprendido en la Academia respecto al arte de bailar. Durante años había practicado, esforzándose en aprender difíciles pasos de baile y allí estaba, al lado de otras chicas que no sabían bailar ni moverse; muchachas de pronunciadas facciones, vistosas piernas y cuerpos provocativos recubiertos de lentejuelas. Pero si su personalidad no destacaba en escena y no llamaba la atención del público de Drury Lañe, tan pronto como abandonaba el escenario era considerada de otro modo. Grandes comediantes, con bien remunerados salarios, condescendían a preguntar su nombre. Distinguidos jóvenes de inmaculadas pecheras y abrigos forrados de piel se dignaban saludarla. Elegantes damiselas ataviadas lujosamente le sonreían y le daban las buenas tardes con sus afectadas y melodiosas voces de primeras figuras. Aun el portero del escenario nunca le preguntó su nombre más que una vez. Todo el mundo conocía a Jenny Pearl, todo el mundo, excepto el público.

Tanta gente le había dicho que seguramente llegaría a ser célebre, que de nuevo comenzó a sentirse ambiciosa y a concurrir puntualmente a la Academia de Madame Aldavini, sin que nadie la obligase. La profesora estaba muy satisfecha y profetizaba una buena carrera, que comenzaría con un contrato (contrato auténtico, esta vez) para la primavera, en el Covent Garden. La popularidad del teatro hacía a Jenny sentirse más impaciente que nunca por abandonar su casa; estaba cada vez más aburrida de los consejos que su madre le daba a fin de evitar que comenzase su carrera demasiado pronto.

—Vas a sufrir mucho —le advertía Florence.

—No lo creo.

—Recuerda lo que le pasó a Edith.

—Yo no soy Edith. Yo no soy tan débil.

—Tú no eres feliz si no estás entre muchachos.

—Bueno, ¿y qué hay de malo en eso?

—¿Por qué no quedas en casa para ayudarle un poco?

—Sí; ¡en eso estaba pensando!... Para ponerme las manos hechas una lástima. ¡ Pues sí!

—No sabes ni cocer una patata.

—¿Y eso qué tiene que ver? Tampoco tú sabes bailar.

—Hija, qué modales estás sacando. Si yo hubiera sabido que esa es la educación que se aprende en el teatro nunca habrías pisado un escenario.

—Deja en paz mis modales, que están bien —dijo Jenny—. Y, además, tú fuiste la que me envió allí.

—El por qué no te puedas conformar con un buen muchacho que te proporcione un hogar cómodo en el que seas la señora, es algo que no puedo comprender.

—Igual que Edith, supongo. Y tener un montón de chiquillos, uno tras otro; uno tras otro; y un marido tan grosero y celoso como Bert, que no puede resistir que ella mire a otro hombre sin ponerse como un loco. No, gracias. ¡Para el gato!

Jenny nunca confesó a su madre que la mitad de la atracción de las compañías masculinas estribaba, para ella, en la malignidad de enloquecerlos con sus burlones coqueteos y aunque se lo hubiera dicho Florence no la habría comprendido. A Jenny le incomodaba que su madre la creyese descarada; se vanagloriaba de no sentir sensación alguna. No podía imaginarse enamorada y se reía sinceramente cuando se enamoraban las demás. Había estado en relaciones con dieciséis muchachos en un año, ninguno de los cuales tuvo el privilegio de tocarle las mejillas; recibía las alhajas de bisutería con que la obsequiaban, usándolas apenas durante el breve noviazgo y en vez de devolverlas cuando éste terminaba las abandonaba dentro de un estuche de cigarrillos, en revoltijo de corazones olvidados.

La señora Raeburn, considerando la indisciplinada juventud una amenaza para el carácter de su hija, nunca se cansaba de repetirle la historia del desastre de Edith. Pero cuanto más la regañaba, cuanto más mostraba el reloj cuando Jenny volvía tarde del teatro, tanto más se indignaba ésta y más retardaba el regreso a casa.

El hecho de que Bert y Edith se hubiesen casado y vivieran en una casa aparte no la hacía considerar con mayor agrado la idea del matrimonio. En su mente se reproducía aquella impresión emotiva que su madre había sentido muy poca antes de su nacimiento. Hacía tiempo que la señora Raeburn no tenía ilusiones ni se permitía fantasear, y sólo de vez en cuando, se la veía sonreír; pero Jenny suponía vagamente el inútil desperdicio de amor y felicidad que suponía un matrimonio como el de Edith. Nunca había podido coordinar ideas en este sentido. Su mente era como un jardín con plantas raras y hermosas entremezcladas con otras vulgares, por haber destrozado un jardinero poco cuidadoso los carteles que las clasificaban. Si los hados le hubieran concedido la facultad de vengarse por el desaprovechamiento de su inteligencia, podría Jenny, sin remordimientos, clavar una daga en el corazón de algún miembro destacado de la London School Board [14], haciéndole perder vida y alma, mientras ella se elevaría en alas de la buena suerte y de la fortuna hasta el mismo Elíseo.

May oía, a veces, hablar de las andanzas de su hermana y de la lentitud de imaginación de sus admiradores, que no eran capaces de ponerse a tono con su viveza y con su ligereza comparable a la de Atalanta.

—Los hombres son tontos —proclamaba Jenny—. ¿ Inteligentes? ¡ Vamos! ¡ Que te crees tú eso!

—¿Has visto a Fred esta noche?

—Sí, lo vi en casa.

—¿ Qué dice?

—Nada. Fui yo quien le dije que estuviese callado, porque me pone nerviosa y necesito pensar en mi nuevo vestido para la primavera.

—¿.Qué piensa él de esto?

—No me ocupo nunca de lo que pueda pensar... Me preguntó si podría besarme...

—¿ Y qué le has dicho tú?

—Estábamos paseando y le dije que a la próxima vuelta, y después a la otra, y así hasta que llegamos a la puerta de casa. Yo me despedía, pero el me preguntó: “¿Y qué hay de mi beso?” Yo dice: “Aquí está mi mejilla y confórmate, que no necesitas más.” El entonces añadió: “Yo te regalé un broche la semana pasada, Jenny”, y yo entonces contesté: “Ahí tienes tu broche.” Y se lo tiré en medio de la calle.

—¿Qué hizo él?

—No pudo hacer mucho, porque yo eché a correr y entré en casa.

—Cualquier día te matarán —profetizó May.

—¿Qué me importa? Además no tienen coraje para ello. Los hombres son unos mequetrefes y nada más.

Al fin quitaron la obra del Drury Lañe del cartel

—¡ Gracias a Dios ¡ —exclamó Jenny—. Aquello no era una obra; era una procesión de feria.

La joven ensayaba ahora constantemente para el

ballet de Covent Garden, pero le sobraba tiempo, durante los oscuros atardeceres de primavera de cielo tachonado de estrellas plateadas, para volver locos a muchos muchachos.

Esto le valió regañar con su hermano Alfie. Este le había presentado uno de sus amigos, que sirvió de burla a Jenny, como los demás. El chico gastó con ella la mayor parte de su sueldo, comprándole chocolates y entradas de teatros, y en cierta ocasión invirtió íntegramente el de una semana para ofrecerle un brazalete.

—Atiende a lo que te digo —manifestó Alfie—. No te diviertas a costa de mi amigo, porque no te lo consentiré.

—¡Míralo!... ¡Mira Alfie el orgulloso!... Hijo, lo siento mucho, pero tu amigo no es mejor que los demás.

—Bueno; yo no quiero que mis amigos hablen y digan que mi hermana es una descarada.

Quién habla?

—No importa quién sea; alguien lo dice.

—¿Fue Arturo?

Arturo era el melancólico Romeo que su hermano le había presentado.

—Alguien dijo que te estás portando con él de un modo descarado.

—¿Y qué hizo Arturo?

—Se disgustó mucho y se marchó.

—¿No se peleó con el otro? ¿No salió en mi defensa?

—No; dijo que lo habría hecho si tú lo merecieras.

—Bueno; pues dile de mi parte que no necesito que vuelva a salir conmigo ni a darme más la lata.

—Pero no vas a reñir con él... Yo quiero que él esté contento contigo.

—Sí que estaba pensando en contentar a ese mamarracho... Dile de mi parte que me fastidia y me aburre ir con él; que no deseo verlo más. ¿Oyes?

—Un día te van a meter una bala en el pecho. Te van a matar.

—No será ninguno de tus valientes amigotes, a buen seguro.

—¿Por qué no?

—Porque ninguno de ellos tiene valor para empuñar una pistola ni dinero para comprarla. No me dan miedo tus amigos.

—No digas que no se te advirtió.

—Me río de ti y de las pistolas de tus amigos. Con el orgullo y despreocupación de los pocos años, Jenny se lanzaba por las calles londinenses. Bajo los pasajeros chubascos de abril iba cada día de Islington a Covent Garden. Desde King’s Cross rodaba en el traqueteante autobús verde, bajo los olmos retoñantes de Brunswick Square. Al pasar por la calle Guilford veía a las gentes, en camino hacia sus casas, llevando paquetes atados con cintas o cordeles, y atravesando la calle de Great Queen entraba en Long Acre, única viajera en el asiento delantero del autobús verde, semejando, ahora, a un lirio rosado, más bien que una rosa.

Bajando Long Acre, llegaba, por último, a la calle Bow, donde corría hacia el teatro, cruzando el grupo de porteaos, que sonreían al reconocer la apresurada muchachita, que huía del aguacero abrileño.

La ópera italiana era lo que más placía a Jenny. “Tannhauser” la dejaba indiferente, juzgando muy pobre el

ballet de Venusberg y a Venus misma una lamentable visión. Las extravagancias teutónicas le producían un ligero malestar cuando quedaba cerca de los trombones. Su adiestramiento como bailarina había engendrado en ella una meticulosa apreciación de la forma musical, que las dilatadas armonías de Wagner desconcertaban. Novedades y extranjerías eran cosas meramente desconcertantes para Jenny, y Strauss la hubiera aburrido, no causándole somnolencia, como Brahms, sino de un modo irritante, como el que sentimos ante una persona antipática que provoca nuestra rudeza y nos incita a una descortés y apresurada despedida. No merece la pena que nos detengamos ahora a considerar si hubiera sido recomendable para la mentalidad de Jenny la contemplación de las tapicerías góticas, pero probablemente la imposición del bárbaro decorado sobre el lúcido y sensual placer producido por Ver— di habría ensombrecido su limitado horizonte musical. A pesar de su educación escolar, tan deficiente, poseía Jenny una opinión propia y era preferible conservase un instinto de cordura, aunque vulgar casi siempre, a la adquisición de una epiléptica apreciación artística que la hiciera perder su apasionado amor hacia la belleza clara; lo cual es, después de todo, un sentimiento clásico.

Los almíbares de la ópera italiana se fundían inocentemente en su boca, no dejando tras ellos más que un recuerdo suave, así como el que guardamos de nuestro paso por un jardín umbrío donde los cantos de los pájaros nos hicieron pensar en la música. Wagner era más embriagador, pero no dejaba límpidos regocijos en el alma del fatigado oyente. Con todo, Jenny tenía la sensación de ser como una ajustada espita que contenía el torrente musical cuando ella y otras cuantas favorecidas muchachas corrían velozmente alrededor de las usuales rocas de Venusberg. Era como si un artífice hubiese colocado una pastorcilla de helado color rosa en el remate de un budín de ciruelas. Jenny sentía que todo aquello era artificioso, que no había nada de Walpurgis en sus estereotipados movimientos. Los violines podrían gemir llenando con dulces sonidos la oscura sala del teatro, pero aquel obeso Tannhauser, preso en las redes de una Venus adiposa, durante las inexpresivas seducciones de un

ballet italiano, resultaba completamente absurdo. Las poses del baile eran fatigosas e ineficaces y Jenny consideraba aún más fatigosa la interminable espera cuando, haciendo de paje, tenía que estar en escena mientras los rivales dirigían sus cantos a Elizabeth. Había cuatro pajes ataviados con túnicas de terciopelo purpúreo y aquella vestimenta apropiada para la esbelta figura de Jenny daba a las otras tres muchachas cierta semejanza con cuatro ciruelas Claudias. La única escena que realmente agradaba a Jenny era la “Cabalgata de las Walkyrias”, cuando ella y las otras seleccionadas entre el cuerpo de baile, sujetas con correas a los caballos encantados, se bamboleaban hasta sentirse exhaustas, en medio de los terroríficos clamores de la orquesta.

Pero estas excursiones por despeñaderos góticos, entre gente del Norte, no eran lo más conspicuo de la temporada de ópera, constituyendo más bien como un exabrupto inoportuno y ruidoso dentro de un recinto suave y agradable. Sobre el Covent Garden pendía la magia de la fastuosidad que brillaba ya en las diademas lucidas por los coros, ya en las joyas de los bajos y de los tenores, ya en los senos ampulosos de las contraltos o en las caderas de las tiples. Todo allí era opulento, como imaginado por un cómodo pacha.

Jenny, pequeña y esbelta, se sentía oprimida por toda aquella prevaleciente exuberancia. Una figura hermosa comenzó a parecerle necesaria para una hermosa ambición.

—Mi querida niña, eres demasiado delgada —murmuraba alguna amable

prima donna antes de entrar en escena para desempeñar el papel de una consuntiva Mimí.

No veía Jenny ningún avance en su carrera con aquella actuación en Covent Garden, pero Madame Aldavini trataba de consolarla, insistiendo sobre la valiosa experiencia que adquiría y enumerando los resultados de los éxitos que la rodeaban. Covent Garden era sólo un escalón, le recordaba constantemente Madame.

Así estaba Jenny, a los diecisiete años, sin ninguna posibilidad de poder desarrollar sus facultades artísticas. En realidad, lo que hacía en Covent Garden más bien que baile era una actuación mímica. La elegían siempre para desempeñar papeles mudos, aunque fuesen importantes y algunos la desagradaban enormemente. En “Rigoletto”, por ejemplo, Previtale, el insigne cantante, expresó el deseo que Jenny fuese la muchacha metida en el saco y a quien él debía acariciar. Otras chicas hubieran quedado encantadas por la preferencia del conspicuo y atractivo Previtale, pero a Jenny le desagradaba ser acariciada y pensaba, además, que el aliento del barítono era insoportable, en lo cual tenía razón.

Su mejor amiga en Covent Garden era una muchacha de nombre Irene Dale, a quien todos llamaban Ireen. Era una muchacha extraña, mezcla de originalidad y vulgaridad. A primera vista parecía uno de esos tantos tipos femeninos, productos en serie de los teatros londinenses; acaso, en momentos de inmovilidad, su rostro sugería una posibilidad de distinción; los ojos, intensamente azules, tenían en tales momentos un extraño y distante ardor como si meditase en terribles experiencias pasadas. Aquellos ojos eran realzados por el cabello, de un profundo tono castaño semejante al que tienen las hojas otoñales bajo la luz del sol. La boca, firme, adquiría belleza en la quietud; la nariz era ligeramente respingada; tenía un gracioso hoyuelo en la barbilla y su cutis era fino y rosado.

Al lado de Jenny, Irene producía una impresión de lentitud. No es que la primera tuviese un apresurado nerviosismo, excepto cuando llegaba tarde a los ensayos, sino que sugería siempre la idea de una trémula agilidad. Irene había sido también discípula de Madame Aldavini y ella y Jenny, en su niñez, pasaron juntas muchos ratos, en infantiles retozos. Desde entonces no habían tenido oportunidad de continuar aquella amistad, hasta que en Covent Garden volvieron a encontrarse vistiéndose una al lado de la otra.

Jenny trató de inculcar en Irene su hostilidad hacia los hombres; pero ésta, aunque aficionada a travesuras y coqueteos, sentía respeto hacia el sexo contrario y muchas veces difería de las despreciativas opiniones de su amiga. Durante su permanencia en Covent Garden, Irene conoció a un muchacho cuyo excesiva estatura revelaba poca salud, Este la obsequiaba mucho; le regaló sortijas costosas y la llevó, en un momento de extravagancia, a casa de una modista para que le hiciese un vestido muy exagerado.

Jenny había oído algunos chismorreos acerca del novio de su amiga y le molestaba mucho la influencia que ejercía sobre ésta.

—¡ Tu Romeo! —solía decir—.

¿ Pero qué quieres que vea en ese larguirucho idiota?

—Mí Romeo es un caballero —respondía Irene.

—A mí me parece horrible. ¡Hay que ver qué dientes se gasta!

Una vez, encontrando a Irene v a Damby —que así se llamaba el Romeo— interpeló a su amiga, que llevaba el traje regalado, con sus rudas y achiquilladas maneras.

—¡Eh, tú, espantajo! —le gritó.

—Eres una ordinaria —dijo Irene tan pronto se hubo acercado.

—No sé a que viene meterse con nosotros —añadió Damby—. Pero no importa. Ven a beber cualquier cosa con nosotros.

—No, gracias —contestó fríamente Jenny, continuando su camino.

Aquella noche, en el camerino, increpó a Irene.

—No sé cómo consientes que un hombre te exhiba por ahí hecha una verdadera visión con ese vestido absurdo.

—El dice que le gusto mucho así,

—¡ Vaya fresco! También le gustarán aquellas botas horribles... ¿No tienes miedo que ese pajarraco te trastorne el seso?

—Pues él quiere casarse conmigo,

—¡ Local i Idiota!

— ¿ Por qué?

—Porque no tienes sentido común.

—Eres insoportable, chica.

—¡Casarte contigo! ¡Vaya noticia! Ya le cantaría yo las cuarenta a tu amor... ¡Casarse contigo!... Estás fresca.

—Pues sí, tan pronto como regrese de París, y dice que tú eres un mal ejemplo para mí.

—¡Qué pena! —exclamo Jenny con burlona humildad.

Luego añadió:

—¡Ah!, pues entonces... —dijo Jenny sarcásticamente—. De todos modos, dile de mi parte a ese larguirucho que le debía dar vergüenza sacar a una chica a la calle vestida de máscara.

—Su hermano dijo que tiene muchas ganas de conocerte...

—¿Sí? Pues que se atreva... Supongo que será Larguirucho Segundo. No, gracias. Que se limpie.

—No sé qué bicho te ha picado.

—¿No? —dijo Jenny—. Yo lo que te digo es que tu Romeo sólo quiere lo que yo me sé. Cuando sea demasiado tarde, te arrepentirás.

Londres se adentraba en el verano y la gente al salir del teatro Covent Garden parecía salpicada de polvillo de oro caído desde el estrellado cielo estival, mientras Jenny, vestida de piqué blanco, sentada en el asiento delantero del autobús verde, de regreso a casa, semejaba un rayo de luna.

Fueron unos días felices los de Covent Garden y cuando terminó la temporada Jenny sintió tristeza. No disfrutó nada en Yármouth con sus arenas, atestada de gente; con sus cochecillos, su polvo, sus molestos insectos y aquellas montañas rusas que se perfilaban en la costa estéril semejantes a monstruosos esqueletos. La muchacha se consideró dichosa al regresar a Londres, bajo las refulgencias de un setiembre muy bello; alegre por ensayar, otra vez, para la temporada otoñal de ópera y muy feliz cuando terminó aquélla, de volver al Drury Lañe para la revista de Navidad.

Después que transcurrió la segunda temporada de ópera, en la primavera siguiente, Irene y Jenny discutieron acerca del porvenir. “Romeo” había marchado a París por sus negocios y las sortijas regaladas por él a su novia resplandecían ocultas en la caja de un prestamista de Camden Town mientras el whisky y soda que habían sido comprados por su intermedio ya no brillaban ante los ojos de la madre de Irene.

La joven aseguró a Jenny que estaba cansada de aquellos contratos por tres meses.

—Creo deberíamos ir al Orient, Jenny.

—A mí me es igual ir a un lado que a otro.

—Pues vamos, entonces.

—Está bien. Mañana te espero en Camden Town. No te retardes, ¿eh?

—Desde luego. No te preocupes.

—¡ Oh, no, señora puntual; tú siempre llegas pronto! —se mofó Jenny.

—Bueno; mañana seré de veras puntual.

Al día siguiente, Jenny se atavió como para impresionar al maestro de baile del Orient y llegó a buena hora a la estación, pero Irene no estaba allí. Jenny la aguardó media hora y la gente comenzó a contemplar la profusión de lilas de su gran sombrero redondo; en realidad, lo que miraban eran las azules facetas de sus ojos y sus bellas pestañas; pero Jenny, muy confusa, pensaba si las lilas resultarían llamativas o si tendría un agujero en una media.

Esperó aun durante otra media hora, en medio de preocupados rubores. Después, pensando que seguramente Irene habría equivocado el lugar de la cita, entró en la tienda de Kentish Town, donde trabajaba su padre, y preguntó a éste si había visto a Irene.

—¿Ireen Dale? —repitió Charles.

—Sí, ya la conoces.

—¿No la has visto?

—No.

—Pues ha estado aquí preguntando por ti. Dijo que ha estado esperándote en la entrada de la estación d? Kentish Town.

—Ya me imaginaba yo que la idiota había entendido al revés.

Jenny corrió a Kentish Town, donde halló a Irene dispuesta ya a irse. Durante el camino hacia el Orient discutieron sobre quién de las dos tenía razón.

Cuando llegaron al famoso teatro de variedades, Irene tuvo miedo de entrar.

— ¿Qué importa? —dijo Jenny—. Nos dirán que no, pero sin comernos.

Monsieur Coronti, el

Maître de Ballet, las recibió en su gabinetito, que quedaba escondido al final de unos innumerables pasillos. Contempló curiosamente a Jenny.

—Baile algo, señorita —le dijo.

Jenny obedeció danzando lo mejor que pudo en aquel reducido aposento.

—Ahora usted, señorita —añadió el profesor, dirigiéndose a Irene, y después que ésta hubo bailado un poco, dijo —Bien, quedan contratadas.

—¿Las dos? —preguntó Jenny.

—Sí, las dos.

Ambas muchachas, al intentar salir del teatro, se perdieron varias veces en aquel dédalo de pasillos y escaleras.

—¡ Qué sitio más raro! —dijo Jenny—. ¡ Qué atrocidad!... Más escaleras aún... Supongo que ahora ya seremos bailarinas.

Aquella noche Charles, en casa, regañó a su hija por haber ido a verlo en Kentish Town.

—No vuelvas por allí a preguntarme nada de tus amigas —dijo—. Todos los compañeros estuvieron después preguntando quién eras.

—¿Pero es que no sabían que soy tu hija?

—Hice porque no se enterasen;*pero uno de ellos te oyó llamarme papá...

—¿Y qué te dijo?

—¿Qué me dijo, eh? Pues me dijo: Oye, Charles, ¿es tu hija una... princesa?

—Ya te habrás puesto orgulloso...

—¿Orgulloso y todos en la tienda se reían de mí? ¿ Orgulloso y todos ellos creyeron que yo no necesitaba trabajar, ya que tenía una hija..., bueno, una hija como tú?

—¡ Ah, vaya! Me tomaron por otra cosa.

—Ni tampoco vuelvas a saludarme en la calle —añadió Charles.

—¿Y en la calle, por qué no?

—Mírate al espejo. Mírate ese sombrero que llevas. La gente tiene que pensar, a la fuerza, mal de ti.

—¡Ah! ¡Vamos! Que tienes vergüenza de mí. ¡Tú, que no piensas más que en beber y dormir!

Jenny consideró oportuno visitar a Lillie Vergoe en Cramboume Street y anunciarle su contrato con el Orient.

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