Carnaval

Carnaval


CAPITULO XV

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la mañana siguiente, el despertar de Jenny se vio teñido de sol color de rosa. Aún vagando por senderos de ensueño, guiñó los ojos soñolientos, murmurando con sorpresa, aun no despierta del todo:

—¡Qué día!

—Está delicioso —confirmó May con énfasis.

—¡ Vamos a pasarlo bien!

—Anoche estuviste dejada de la mano de Dios.

—No hagas caso. Me dio un ataque.

—Ya, ya. Mira que abrir las ventanas a esas ho ras... Te pasaste la noche cantando en sueños y dándome abrazos.

—¿Sí? —preguntó Jenny intrigada.

—No, si no sabes cómo estuviste. Parecías haber perdido la chaveta.

—Pues, mira, si eres buena y me subes una taza de té, te lo contaré todo.

—¿Todo? ¿Y qué es todo?

—Un chico. No tienes idea. Es estupendo.

—;Quién es?

—Uno que he conocido la semana pasada.

—¿ Otro?

—¡Ah!, pero éste es distinto. Este es... él.

—¡ Anda, anda, so cursi! Ya te conozco yo a ti y a tus “distintos”.

—De veras, May. Este

es distinto. Es un sueño, es el Príncipe Encantado. Esta tarde vamos a salir con él Irene y yo.

—Sí, vamos; que vas a encandilar al pobre muchacho y luego un buen día le dejarás plantado como siempre y si te he visto no me acuerdo.

—A éste no le dejaré plantado... nunca.

—Vamos, que esta vez has picado.

—Sí. Escucha. Es bastante alto y tiene un cutis precioso, aunque su madre dice que está demasiado pálido. Tiene unos dientes blancos que dan gloría y siempre está moviendo la boca, como un conejito, y... ¡ qué ojos!

—¿De qué color son?

—Azules. Y habla muy bien. Se llama Maurice. Pero no vayas a contarle nada a mamá.

—¡Qué cosas tienes!

En aquel momento entró la madre en el cuarto.

—¿Es que no os vais a levantar nunca?

—Pero mamá... levantamos... ¡Qué ocurrencia!

—Ahí tumbadas en la cama, con el día que hace,

—No me salgas ahora con “el día que hace” tú también. Ya me ha hecho May levantarme para que viera el sol. Lo único que yo veo es que parece que todo el cuarto está lleno de polvo.

Al avanzar el día la mañana de oro pálido se convirtió en una tarde de ámbar derretido, cuyo esplendor iluminaba con difusa luz el azul pálido del cielo otoñal. Jenny estuvo un momento en la puerta escuchando.

—Escucha cómo están de locos los pájaros. ¿Qué les pasa?

—Pues que se alegran del día que hace.

—¿También ellos están contentos? —exclamó Jenny.

Más tarde, precedida de su sombra, larga y esbelta, fue atravesando un mundo de hojas de manzano salvaje y de gorjeos de pájaro, para reunirse con su amor.

En el club se encontró con un recado de Irene diciéndole que no estaba bien y que no podía acudir a la cita.

—Qué casualidad —pensó Jenny—. Está de Dios, por lo visto.

Atravesó Leicester Square con tal brillo en los ojos que los hombres se volvían para mirarla. Bajó de prisa por Waring Cross Orad por entre vejetes que miraban amorosamente los libros de los escaparates; pasó ante las tiendas de comestibles, adornadas de papel de oro y plata; ante una iglesia, ante cuya entrada pedía limosna un grupo dé mendigos, cada vez acelerando más el paso, hasta que,

al fin, desembocó en la soleada Shaftesbury Avenue. Allí vio a Maurice, estudiando atentamente las fotografías de artistas a la puerta del Orient Palace.

Aquí estoy,

Claude —dijo Jenny riendo asomándose por encima del hombro del abstraído muchacho.

—¡ Hola! Me alegro de que hayas venido.

—Irene no viene. Está mala.

—¿De veras? —dijo Maurice tratando, sin éxito, de demostrar pesadumbre—. Vamos a merendar.

—¡Qué hombre! No te importa ni pizca que esté la pobrecilla mala.

—Mira, la verdad es que por más que hago no puedo sentir que hayas venido sola, ¿sabes? ¿Dónde quieres merendar?

—Donde tú quieras; me es igual.

—Hay un cafetín al lado de Soho Square donde suele haber poca gente...

—¿No te gusta la gente?

—No siempre.

Soho Square parecía aquella tarde el corazón del otoño. Londres con su barullo y ruido parecía haber reservado aquel rincón para meditaciones bucólicas y apacibles. Allí, arrullado por el piar de los gorriones y el bisbiseo de las hojas secas que se arrastraban por las poco frecuentadas aceras, se daba uno cuenta, a pesar de la vorágine de la hora que huye, de la eternidad de la experiencia.

—Más pájaros —dijo Jenny.

—¡ Qué alborotados están! Mira qué bonitos están los árboles en esta luz.

—¡ Vaya, hombre! A otro que le ha dado por hablar del tiempo que hace.

—Es que está soberbio el día. La lástima es que huela tanto a pepinillos en vinagre. Debe de haber una fábrica por aquí cerca. Oye..., ¿quieres hacer una cosa? Adelántate^ un poco, da luego la vuelta

y ven hacia mí después.

—¿Para qué?

—Quiero ver lo bonita que estás doblando esa esquina bajo los árboles.

—¡ Qué raro eres!

—Te creerás que estoy mal de la cabeza. Pero, de veras, es que me pareces una pastorcilla de porcelana, con esa carita ovalada y esos ojitos de china que tienes.

¡ Qué galante!

—No, anda, de veras; ¿no quieres hacerlo?

—Claro que no; se va la gente a creer que estamos locos.

—Y ¿qué importa lo que crea la gente?

—Mírale qué independiente.

—En una tarde así hay que dejar a la imaginación que haga lo que quiera.

—Sí; en eso tienes razón.

—Supongo que no estaría bien que te diera un beso aquí...

~-Anda..., anda...; ahora me vas a pedir que nos sentemos en la acera para hacernos el amor.

—Pues no creas que la idea es ninguna tontería.

—Pues sí lo creo, ¡ vamos! ¿ Dónde está ese café desierto?

—Míralo.

— ¡Uy, qué gracia! Parece una exposición.

Era una tiendecita de té, muy colgada de alfombras y cobres orientales. El humo de mil cigarrillos y de unas pastillas de perfume que ardían en pebeteros había empapado el aire de una atmósfera árabe.

—Quiere ser una

karwan-serai.

—Una ¿qué?

—Una

karwan-serai; una taberna turca, si lo prefieres.

—Vamos, que tú y yo vamos a aprender muchas cosas esta tarde, ¿no es eso?

—Verás, es que me gusta el café recién molido.

—Yo prefiero té.

—El te aquí es muy bueno. Té chino.

—Pero si el té chino no hay quien lo tome. Sabe a agua quemada más que a té.

—No te gusta el Oriente, por lo que veo —dijo él.

—Si tengo que tomar té chino, no me gusta.

—Quisiera llevarte al Japón. Nos sentaríamos debajo de una magnolia y por cada pétalo que cayese, me tendrías que dar un beso.

—No está mal.

—¿Sabes que pareces un poco japonesa?

—No me digas eso; no me gusta.

—Es los ojos.

—No me gustan mis ojos —dijo Jenny muy convencida.

—A mí, mucho.

—Menos mal que le gustan a alguien.

—Me encantan. Pero ahora que lo pienso mejor, no son japoneses. Son más bien eslavos; rusos.

—Nada, que voy a resultar una edición de bolsillo de todas las naciones...

—Tienes... no sé qué.

—¿ Algo más?

Rió Maurice.

—Siempre están los hombres hablando de mis ojos. Me llaman la chica de los ojos. Y no me gusta, te advierto. Pero aunque tenga la cara todo lo rara que quieras, cuando se me mete en la cabeza que se fije un hombre en mí, pues se fija.

—¿Querías que yo me fíjase en ti?

—¡ Psch! Supongo que sí.

—Por eso te empeñaste en que llevásemos a Irene primero a su casa anoche, ¿para quedarte sola conmigo?

—Es probable. ¿Más preguntas? Eres peor que mi hermana, y eso que es capaz de estar haciendo preguntas una semana.

—¿Sí?

—Pero no te importe, ¡aburrido!

—Y cuando te gusta alguien... ¿no paras hasta que... le consigues?

—No; no me da por ahí. A veces yo misma no sé que es lo que quiero. Hago una cosa, y a los cinco minutos, pues, no podría decir por qué la he hecho.

—¿No se te ha ocurrido que yo pudiera pensar que me querías pescar?

—¡ Y qué! Si te lo creías, a mí, ¡ plin! Como me hubiese empeñado en sacarte de tus casillas, lo habría conseguido.

—A lo mejor era yo el que te sacaba a ti de tus casillas —dijo Maurice picado en su amor propio.

—Creo que no podrías.

—Pero también puede que sí. Porque, después de todo, ¿quién te dice a ti que yo no sea tan atractivo para las mujeres como tú lo eres para los hombres? Es verdad que me gustaste cuando te vi. Te he deseado desde el primer momento. Eso ya te lo he confesado. Pero ¿y tú?

—Yo... también. Me gustaste en seguida.

—Es un flechazo. Y

¿ sabes una cosa? A pesar de todo, al principio quise no gustarte.

—Habría sido inútil.

—¿Sí? —Respiraba Maurice con dificultad; el aire pesado del cafetín le parecía vibrar con nunca oídas melodías de pasión.

—Sí —dijo Jenny mirándole, mientras Eros sacudía su antorcha y los ojos profundos y alegres brillaban como nunca lo hicieran antes en honor de hombre alguno.

—Me dio miedo —dijo Maurice—. No soy viejo, pero he hecho desgraciadas ya a dos mujeres y temí que acaso tú fueses a vengarlas.

—También yo he hecho desgraciados a unos cuantos memos empalagosos —dijo Jenny—. Lo mismo podrías ser tú quien me fueses a hacérmelas pagar todas juntas.

—Yo te querré siempre —dijo Maurice alargando la mano por encima de la mesa y estrechando la de Jenny.

—Y yo a ti.

—Tenemos suerte, ¿no crees?

—¡ Vaya!

—Me dan lástima todos los que no están enamorados de ti.

—¡ Tonto!

—Bueno, ya hemos estado aquí bastante tiempo. Vamos a mi casa.

—Tengo que estar en el teatro antes de las siete y media.

—Ya lo sé; pero tenemos tiempo de sobra. No son más que las cinco y media.

—¿ Dónde vives?

—En Westminster, mirando al río. Tengo allí un estudio bastante grande. No está mal. Y comparto con un amigo un piso debajo del estudio.

—¿Qué tal es?

—¿Castleton? Un bicho raro. No creo que te guste. A casi ninguna chica le gusta. Pero vamos a no hablar de Castleton; vamos a hablar de Jenny y de Maurice.

Cuando salieron la-brisa de otoño les lavó de los densos perfumes del café.

—Vamos a coger un taxi. Mira, allí viene uno pintado de rosa. Eso es buena señal. Los taxis rosa me traen suerte. ¡Taxi! ¡Taxi!

El mecánico del coche color de suerte paró junto a la acera.

—Grosvenor Road, 442, en Westminster —dijo Maurice; y dirigiéndose luego a Jenny, le cogió la enguantada mano y continuó—. Estos taxis nunca serán tan románticos como los coches de alquiler de antes. Por lo menos, aun no lo son. Lo que sí es agradable es ir volando por este día de setiembre... ¡ Londres! —gritó, dando saltos sobre el asiento del taxi—. ¡Londres! ¡Eres maravilloso!

Jenny meneó la cabeza, con el gesto de una niñera que reconviene a un chiquillo.

—¡Estate quieto! El mecánico va a creer que estás chalado.

Pues claro que estoy chalado! Yo estoy chalado; tú estás chalada; todo el mundo está chalado. Jenny, criatura, estoy loquito por ti.

“Había una chica llamada Jenny

que, según algunos, tenía ojos de japonesa.”

—¡Maurice! ¡Estás imposible!

Pero como Apolo le inspirara, continuó:

Cuando le decían: “Tú eres nuestro sino"

contestaba: “Llegáis tarde.”

Y se alejaban tristes, y adelgazaban"

—¡ De remate! Y no mientes la soga en casa del ahorcado. Mira qué huesos. Parezco una escoba.

—¡Qué vas a parecer! —y continuó rimando.

“Una chica dijo: ¡Andando!

¡Cómo estoy adelgazando!

Y aquí habrá que rellenar el verso con dos líneas más, como tú tendrás que hacer con tu tipo, para terminar:

¡Anda ya! Tú estás soñando!"

—Te advierto que tampoco tú eres demasiado gordo; pareces una lonja de jamón cortada con máquina.

—¡ Ja, ja! No está mal, no está mal. Bueno, ya estamos en Trafalgar Square. ¡Vaya marcha que llevamos! Jenny... no existen palabras para explicarte todo lo que siento.

La apretó contra él.

—¡Cuidado! Nos van a ver.

—Jenny; todos los que nos puedan ver no cuentan para nada; me tienen completamente sin cuidado; Completamente sin cuidadísimo;

Y era cierto. Nada tenía importancia para aquellos dos enamorados, rodeados del crepúsculo setembrino, aterciopelado y carmesí. ¿Qué podían importarles aquellos escribientes polvorientos de relucientes codos, y los empleados del Estado, y los guardias y las mujerucas que vendían crisantemos dorados, color de león? Solamente las hadas fueran idónea compañía para los dos. Pasó el taxi trepidando ante el amanerado estilo gótico del Parlamento, y salió de las sombras para adentrarse por la soleada Grosvenor Road, donde el sol salpicaba al río de manchas cobrizas. Comenzaban las aguas a perder ya su ondulante rutilación, y una neblina gris comenzó a velar las chimeneas coronadas de fuego de Nine Elms, cuando el taxi paró ante la puerta del número 442 de Grosvenor Road.

—Es el último piso —dijo Maurice—. Supongo que no te importa.

Le pasó un brazo por la cintura, para ayudarla a subir las escaleras.

—Esta casa es vieja. Tengo mi estudio en el ático. Castleton ha salido. La comida me la hace una vieja que vive en las más hondas profundidades de la casa. Cuando la veas te parecerá que ha venido por el Etna. Jenny, me encanta la idea de enseñarte mi estudio.

Llegaron, por fin, al descansillo del último piso. Entraba la luz por una claraboya llena de polvo y telarañas. El descansillo mismo estaba lleno de trastos, ropa vieja, libros rotas las cuadernas y, como si Maurice quisiera emular a Faetón, una bicicleta.

—¡Óyeme! ¿ Bajas y subes la bici todos los días?

—Jamás; la subí el día que me mudé. Y ahí está la pobre abandonada.

—¡ Qué cosas tienes!

—Tengo, tengo, ¿pero no te parece admirable “tener cosas”?

Abrió Maurice la puerta y entró Jenny en una habitación que le pareció enorme. A cada extremo había una ventana, y en el techo una larga claraboya. Era el techo de vigas descubiertas y en las laterales, que quedaban más bajas, se apilaba una extraña colección de heteróclitos objetos, formada por las cosas que los muchachos suelen llevar a Londres y que jamás usan, como palas de cricket, raquetas de tenis y patines de hielo.

Una de las ventanas daba al río, por el que navegaban las gabarras aprovechando la marea y barquitos de vapor con las chimeneas pretenciosamente empenachadas de humo gris perla. La otra ventana daba a un mar de tejados que se alejaban hasta perderse en una nube purpúrea, por encima de cuyas orillas picudas y bronceadas se elevaba la torre bizantina de la catedral de Westminster, recortada contra un cielo de mustio azul, pero fulgurante y sereno.

Tenía el cuarto una vasta chimenea, ante la cual se extendía una alfombra llena de quemaduras, flanqueada por dos bancos de pino de alto y monacal respaldo. A lo largo de las paredes blanqueadas se habían colocado, por iniciativa de Castleton, varios divanes y unas bibliotecas llenas de libros arrumbados. Aquí y allí se alzaban estatuas mutiladas, yeso, masilla de escultor, tarimas alzadas para los modelos y el torso medio acabado de una figura yacente. También había una vasta mesa cubierta de papeles y latas de pina, además de un cartucho roto de naranjas que el sol poniente iluminaba arrancándole destellos de color cálido y alegre. El suelo estaba esterado; encima, varias alfombras persas destacaban sus tonalidades moradas y pardas que la luz del día al morir mezclaba para formar nuevos y ricos colores. En las paredes, reproducciones de Mona Lisa, la Venus de Botticelli, el Príncipe de Orange y un pequeño Don Baltasar a caballo. También había un supuesto Rubens, comprado por Maurice el primer año que pasó en la Universidad de Oxford; la responsabilidad que suponía poseer tal tela, no obstante haber opiniones sobre su autenticidad, le venía abrumando desde que la compró. Dibujados sobre la misma pared había escorzos de piernas y brazos, de pechos y torsos, y una serie de modelos de escayola en unas repisas. Aquí y allá, en las mismas estanterías se veían frascos vacíos de conservas, máscaras de salvajes y rollos de manuscritos florentinos. Un reloj de péndulo, de caja de laca, y


parado, se inclinaba ligeramente para poderse ver en un espejo veneciano de marco lleno de rosas azules y granates y amorcillos. Las cortinas de las ventanas eran de cretona, con un dibujo desvaído de pájaros escarlata y pardas hojas de parra manchadas de moho. En una esquina habían tirado unos metros de brocado verde, originalmente destinado a tapar la vergüenza del peluche del desvencijado sofá que estaba delante de la chimenea.

—¡ Dios mío! ¡Qué desorden! Si parece la casa de empeño que tiene la madre de Madgen Wilson en New Kent Road. ¿No querrás decirme que

vives aquí?

—Aquí vivo.

—¿Y duermes?

—No; duermo en el piso de abajo. Tengo una alcoba con Castleton.

—¿Así de desordenada?

—No; está bastante arreglada. Tiene una tina para bañarse, unas poleas para hacer gimnasia, por las mañanas y fotografías de mis hermanas Ellis y Walery. Todo muy inglés y respetable.

Jenny continuó.

—¿No te ataca los nervios este desorden? ¿No te entran ganas de arreglarlo?

—Te nombro señora de mi casa; arregla, todo lo que quieras.

—Un bohemio, eso es lo que tú eres. Supongo que eres pintor, ¿no?

—No sé lo que soy. Quisiera ser escultor.

—Una vez, y sólo una, hice de modelo. Antes de terminarse el cuadro dejé plantado al pintor.

—¿Porqué?

—Por fresco. Y ¿qué más eres?

—Me gustaría también ser músico.

—Al menos ese piano que tienes parece bueno —dijo Jenny sentándose ante un Bernstein de cola y hojeando con la mano derecha unos cuadernos de música, canciones de Victoria Monk, mientras en la izquierda sujetaba un cigarrillo.

—Y luego, escribo algo —dijo Maurice-críticas. Ya te he dicho que escribí una de tu función. Tengo veinticuatro años y tengo que heredar algo de dinero. Mi familia vive en una casa grande en el campo, en Surrey y soy yo un diletante. Ahora ya sabes todo.

—¿Y qué es eso de dile..., no sé qué? Hay que ver qué palabritas usas de vez en cuando. Te voy a llamar “Perico el Sabio”.

—Bueno, vamos a dejarnos de explicaciones. Ahora lo que tengo que hacer urgentemente es darte un beso. Ven a ver el río.

La llevó hacia la ventana y abrió ésta de par en par. Se asomaron juntos, fumando. Ya habían callado los gorriones. Se oía el agua salpicar y lamer el malecón y el rumor del viento que desnudaba de hojas a los plátanos a lo largo del río. Vieron pasar al farolero en su peregrinación punteada de luces. Escucharon la lejana tormenta de las calles de Londres. Se consumieron los cigarrillos y cayeron juntos en cascada de chispas anaranjadas.

Hizo Maurice entrar a Jenny en el cuarto en penumbra.

—Mira, las ventanas parecen zafiros inmensos.

La cogió en sus brazos, y permanecieron ambos de pie, en rapto extático, entre las sombras del anochecer y las oscuridades de la casona. En su rededor se siluetaban áticas figuras. Los dioses de la antigua Grecia les miraban indiferentes, menos Afrodita que sonreía.

—¿ No te dan miedo todas estas estatuas? —dijo Jenny.

—No; son demasiado hermosas.

—¡ Ay! ¡ Esa se ha movido!

—No seas tonta, chiquilla; estás nerviosa,

—Me tengo que ir al teatro. Es tarde, me encuentro rara.

—Te llevaré en taxi.

—Volveré. Pero la próxima vez tienes que encender la luz cuando se ponga oscuro. No me gustan estas estatuas. Parecen esqueletos.

—Voy a hacer una estatua tuya, ¿me dejas? Bailando.

—Como quieras.

—Te adoro, Jenny.

—Y yo a ti.

—Pero yo a ti más.

—¡Tú qué sabes! —dijo sacudiendo la cabeza. Una vez más se besaron.

—¡Jenny! ¡Jenny! —Fue casi un grito de angustia—. Quisiera que este momento durase mil años. Pero no importe,; nos querremos siempre. —Sí. Creo que sí.

—¿Nada más que lo crees? ¡Tenemos que querernos siempre!

—Nunca se sabe —dijo ella en voz baja—. Los hombres sois raros. Nunca se sabe con vosotros. —¿No te fías de mí?

—No me fío... de nadie. Bueno, sí; de ti sí.

—¡ Chiquilla! ¡ Bien mío!

Bajaron las escaleras abrazados latiendo juntos los dos corazones; el mundo estaba a sus pies; encima, guiñaban las estrellas.

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