Carnaval

Carnaval


CAPITULO XXVI

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El ritmo de la marcha, el estrépito de la banda, el alegre movimiento, la irrealidad de la muchedumbre con la boca abierta en las aceras, la embriagó y marchó al compás de la música en un ensueño de emoción. En las calles más estrechas, la música ardía con son y furia, impulsándolas, inspirándolas con indomable energía, en marcha, inexorable. Los tejados de las casas parecía que se juntaban, borrando el cielo, y Jenny tuvo la sensación de que permanecía quieta mientras el paisaje se movía como en un cinematógrafo. Al llegar la manifestación a Trafalgar Square, con su gran trozo de cielo, la música adquirió un clamor más agudo y contagió de emoción a las ardorosas mujeres, haciendo su actitud mucho más peligrosa. La manifestación se convirtió en una peregrinación hacia una abstracta grandeza sin lugar determinado en la tierra. Jenny estaba ahora hechizada por el continuo movimiento; no dándose cuenta apenas de los mirones, a los que consideraba, si es que pensaba en ellos, como figuras de una barraca de feria para empujarlos descuidadamente al pasar, sintiéndose mucho más vital que estos seres de muecas pintadas.

En Whitehall el aire se cargó otra vez de cólera. A la cabeza, las altas banderas flotaban con aires de victoria. Las sufragistas que iban a caballo marchaban cómo conquistadores. En aquel momento, Jenny oyó a uno de los espectadores de la acera un comentario jocoso sobre la manifestación; pensó que todo aquello era sencillamente ridículo y recordó las cabalgatas de circo que se lucían por las ciudades en las soleadas mañanas de fiesta en tiempos pasados. Pronto, sin embargo, la música volvió a adueñarse de su imaginación, y una vez más se lanzó hacia la consecución del noble fin* Cis casas parecían más altas que nunca; desvanecidas en la lejana niebla, retemblaban como si se fueran a caer. A lo lejos, por encima del ruido del metal y de los tambores, se oía un murmullo, sordo de revolución: una ola de maldiciones y de estímulo. La manifestación hizo alto. La música cesó. Dos o tres mujeres se desmayaron. La muchedumbre, a ambo! lados, volvió a la vida de repente y se abrió camino hada adelante con fogosa curiosidad. En alguna parte, a lo lejos, una de las dirigentes gritó: Adelante Los guardias fueron conjurados por la temblorosa muchedumbre. Alguien arrancó la banda a Jenny; la pisotearon. La confusión aumentaba.

Nada quedaba ya de la manifestación. Todos empujaban y gritaban, aullando y arañándose, debatiéndose en una barahúnda de pasiones. Jenny fue sacada del grupo principal y se encontró indefensa entre una turba de hombres. Los guardias actuaban con esa espléndida carencia de discernimiento que caracteriza su actuación en los momentos de desorden. Su táctica se justificaría por el éxito, y como contarían con el apoyo mutuo en la versión oficial del tumulto, la estupidez individual escaparía a la censura.

Mientras, Jenny se abría camino a empujones entre la turba, tratando desesperadamente de alcanzar el abrigo de una calle apartada y escapar para siempre de las manifestaciones feministas, pero lo hacía de tan aparatosa manera que seguramente habría de ocasionar más perturbación. Así, pues, no fue de extrañar que un patán, investido recientemente del uniforme de guardia, se sintiera impulsado a detenerla.

—Oiga, venga conmigo —ordenó el patán, rojas y sudorosas las mejillas.

—¿Quién es usted para empújame? —gritó Jenny enfurecida al encontrarse sujeta del brazo por la mano regordeta y pecosa.

—Debiera darle vergüenza —declaró él.

—No me hable. ¿Quién es usted? Un polizonte que nunca aparece cuando se le necesita. ¡ Déjeme! No tiene por qué detenerme. No estaba haciendo nada. Me iba a mi casa. Suélteme.

El joven guardia no quiso arriesgarse por sí solo y miró a su alrededor buscando un compañero para que le ayudase a llevar a la joven al puesto más cercano. Todos sus compañeros, sin embargo, estaban ocupados en arrastrar mujeres recalcitrantes; y en vez de ser felicitado por la detención, un señor bien portado, demudado de rabia, le gritó: “Oiga, guardia, he tomado su número y haré que le quiten el uniforme por este atropello. Esta señora no estaba haciendo absolutamente nada; sólo trataba de escapar de la muchedumbre.”

El policía miró a su alrededor nuevamente con ojos inexpresivos. Confiaba en que alguien detuviera al señor bien portado, pero nadie lo hizo; y como quiera que al guardia bisoño le pareció que este caballero tenía aspecto de ser capitán del Ejército de Reserva, de cuyas filas había salido el guardia, soltó a Jenny y le dijo:

—¡ Lárguese!, que no tendrá otra oportunidad.

—Nada de eso, pedazo de alcornoque —gritó el caballero—. Ni usted tampoco tendrá otra oportunidad tan pronto como yo pueda ir cinco minutos a la Jefatura. Voy a vigilarle, amigo mío. No sirve, usted para un puesto de responsabilidad.

Jenny, libre ya de la muchedumbre, se encaminó a través de la tranquilidad de Whitehall Court, y se prometió a sí misma que jamás volvería a mezclarse con las sufragistas.

“;Qué, colección de chaladas!” —pensó—. “No pueden hacer otra cosa que disparatar.” Se reprochó a sí misma por haberse imaginado que era posible consumar una venganza sobre el hombre por tales medios. No había conseguido otra cosa que exponer su persona a las pecosas garras del guardia.

—Nunca más —se dijo Jenny—, nunca más volveré a ser tan insensata.

A pesar de la distancia, aun se oían los gritos del tumulto; pero al acercarse a la estación de Charing Cross el ruido de los trenes los ahogó.

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