Carnaval

Carnaval


CAPITULÓ XXX

Página 38 de 58

C

A

P

I

T

U

L

Ó

X

X

X

L

U

G

E

T

E

O

V

E

N

E

R

E

S

El amanecer de plata fue velando su fulgor y quedó una mañana de madreperla, más otoñal que de primavera. Cuando Danby entró en el cuartito de estar, encontró a Jenny ya vestida, acurrucada en el suelo cerca de los rescoldos del fuego de la noche antes. A esa hora de la mañana tenía la cara de Jack un aspecto macilento y bilioso. Además estaba fastidiado, pues la presencia de Jenny le impedía llamar a la asistenta para que le subiese el desayuno.

—A ver si encontramos algo que comer —dijo.

—Yo no quiero nada.

—¿ Por qué?

—Me duele la cabeza.

Trató Danby de mostrarse cariñoso; pero a tan tempranas horas tenía las manos frías como gusarapos y al sentirlas Jenny se apartó con un estremecimiento.

—¡Qué lata es esto del equipaje! Tengo que hacer no sé cuantas cosas si quiero coger en Charing Cross el tren que enlaza con el barco.

Como tantos otros, estaba procurando demostrar su sentimiento por la jaqueca de Jenny, exagerando sus preocupaciones.

—¿Bueno? —dijo Jenny-| Le estaba mirando, entornados los ojos por la revulsión, analizándole meticulosamente. Y los resultados eran tristes a la gris luz de la mañana. Fuera el aire estaba limpio y sedoso, pero dentro espeso y usado.

—Ojalá no tuviese que marcharme —dijo Damby torpemente.

—¿Por qué? —preguntó Jenny, cerrando aún más los ojos, con un gesto que estuviera explicado si hubiese visto un insecto repulsivo subiendo por la pared.

—Hombre, pues porque es una lástima, ahora que... hemos llegado a conocemos mejor.

—Que te crees tú eso —dijo Jenny arrancando una a una las palabras cortantes como pedernal de la cantera de su desprecio—. A ver si te has creído que porque haya pasado la noche en el piso ya me conoces. Si ni yo misma me conozco... Si me conociera, ¿de dónde iba yo a quedarme con un saltamontes como tú?

—Oye, niña mía, qué poquito romántica me estás saliendo. ¡Jollín!

—¿A quién estás tú llamando niña

tuya? Palabrotas, suelta las que quieras. Eso te va. Pero eso de “tuya”, ¡vamos, hombre! Yo no soy ni tuya ni de ningún hombre, para que lo sepas. Lo que he hecho, lo he hecho porque me ha dado la gana. Pero yo no soy de

nadie.

—Bueno, fiera, bueno. Si tuvieses una navaja a mano creo que serías capaz de matarme.

—Pues ahí tienes lo que son las cosas, estás completamente equivocado-respondió Jenny desde unas alturas a que Danby no podía llegar—. No mereces la pena. Anda, tráeme un taxi, que me quiero marchar.

—¿No vas a venir a despedirme a la estación? —preguntó Danby con un esfuerzo ridículo de adoptar un aire sentimental.

—¿Despedirte? ¡Anda, éste! ¡Pero qué se habrá figurado! ¿Despedirte yo a ti? Vamos que... ¿Té te crees que no tengo otra cosa que hacer que ir a despedir maniquíes de sastre? Bueno, quita de en medio; si no vas por el taxi, iré yo.

Echó a andar hacia la puerta, seguida de Danby, que la miraba atónito.

—¿Me escribirás, chiquilla? —preguntó tratando de detenerla.

—Tú te has creído que estoy loquita por ti, por lo menos.

—Pero si no lo estás, entonces ¿por qué...?

—Mira, chico, en eso haces bien de preguntar. ¿Por qué? ¡Ah!

—¿No he sido yo el primero que...?

—¡ Ay qué gracia! ¡ El primero dice! ¡ Qué prisa se cree que se ha dado! Más vale que te des prisa en vestirte, si quieres coger el tren. ¡Ea! ¡A más ver!

Y así se separó Jenny de Jack Danby como mucho antes se despidiera de Terence O’Meagh, del Regimiento de Fusileros de Leinster. Muy propio de ella y de su orgullo preferir que Danby creyese que había sido uno de tantos, una aventura más, a permitirle que pudiese vanagloriarse de la conquista alcanzada. Que pensase lo que quisiera de ella, por malo que fuese, todo menos que había logrado lo que nadie consiguiera antes que él.

Muy derecha y orgullosa salió Jenny del cuarto testigo de la destrucción de sus, al parecer, inexpugnables baluartes, pero, sin embargo, cuando ya sentada en el taxi iba camino de Camden Town, estuvo a punto de sufrir un ataque de nervios. Consiguió dominarse, poniéndose a sopesar los diversos aspectos de su experiencia. El hecho en sí, ocurriendo como ocurrió durante el desarrollo normal de su temperamento hacia la madurez, no la preocupaba demasiado. Mas lo que se le antojaban abominables eran las circunstancias y los actores de la farsa. El mero hecho de que Danby existiese le parecía un atropello, y en cuanto a Irene, Irene era la personificación de la traición encarnada. Añadía amargura a sus pensamientos, que por mucho que ella despreciase a los dos hermanos, éstos serían quienes por reír por última vez, reirían más, y en su ausencia. Allí estaba Irene para suplirlos. Desde cierto punto de vista, se trataba de una hábil seducción hecha por un maestro en el arte. Jenny pensaba con furia que Irene creería que le había sido imposible resistirse, que había quedado prisionera en la hechicera red de los encantos de Jack y de sus disolutas habilidades y maestría. Jamás lograría convencer a Irene de que había sido ella quien usó a Jack para sus fines particulares. Irene, seguro, encontraría en la mezquina aventura una justificación de su dependencia del hermano mayor. Y lo demostraría, ¡vaya que si lo demostraría!, con comentarios injuriosos, hablando de cómo no.era ella la única que no supo resistir los encantos de un Danby, y diciendo otras cosas de este estilo que, naturalmente, pondrían a Jenny fuera de sí. Todo lo demás, todas las consecuencias más graves que pudiese tener el triste episodio, no contaban al lado de esta humillación sin importancia. Por eso, al principio, lo único que lamentó fue no haber representado el inevitable drama que para ser mujer era necesario, en algún lugar secreto, sin más audiencia que su propia alma. ¡ Vamos! i Mira que haber ido a elegir nada menos que el piso de los jardines de Greycoat!

Tras el disgusto inicial causado por su pérdida de prestigio, comenzaron a desfilar por su cabeza otras reflexiones más serias acerca de lo que había hecho. Siempre había tenido el propósito de mantenerse incólume mientras viviese su madre. El quebrantamiento de esta resolución era muestra de debilidad, y nada odiaba Jenny tanto como la falta de fuerza de voluntad. ¿Por qué había consentido en esta experiencia, contraria a todas las buenas influencias a que su vida estuvo, sometida? Bueno, hecho estaba; pero su madre no tenía que enterarse. De nada servían los remordimientos; pero tenía que pensar en alguna reparación. Decidió volver a vivir a su casa y dedicarse durante algún tiempo a hacer feliz a su madre. Estaría más cariñosa que de costumbre con May. Desde ahora en adelante iba a ser, en terminología paternal, una buena chica.

La agonía que el amor de Maurice le había hecho sentir quedó aliviada ante el pesar de haber sacrificado su lozanía sobre un altar tan mísero y vil. Desde ahora en adelante podría ver al responsable del lamentable episodio sin temblar. De poder imaginar las consecuencias de una vida virtuosa,, tal vez las cosas habrían ido por otro camino. Pero aquello ya estaba acabado; ya estaban consumadas las aspiraciones de juventud. De ahora en adelante, se acabó el amor. Lo que de él podía conseguir, dulce o amargo, ya lo sabía. Ya no era un acertijo impenetrable aquel virrey del destino humano. Perdió sus alas y yacía desamparado en el arroyo, como cualquier criatura abandonada. Se acabó el dios. Ahora sólo quería Jenny reconciliarse con su madre, instalarse de nuevo en la tan querida casa de la calle Hagworth y olvidar en una atmósfera familiar y acogedora las desatinadas aventuras de la pasión humana.

Rodaba el taxi por Hampstead Rood. Torció luego a la derecha hacia Camden Town, cuyas plazas, de un curioso rococó y extravagantemente adornadas, dijéranse construidas para que en ellas viviera el fantasma del desconsuelo. A pesar del sol de aquel día de Santa Valentina, los copos de nieve parecían vírgenes estúpidas, arremolinándose en el viento sobre el césped ennegrecido, aptos juguetes para gorriones ociosos. Aquella impresión de desvaída malignidad que le dio Stacpole Terrace, consonaba con su disgusto. Todas las ventanas de la fila de casas parecían guiñar con gesto siniestro, al verla volver. Todas las casas tenían un aspecto impuro con las fachadas de estuco mancilladas por unos manchones verdigris de humedad. Toda Stactpole Terrace tenía un aspecto de alegría meretricia, como si aquellas puertas sólo pudieran servir para entrar por ellas recatadamente al oscurecer o escapar por ellas al salir el sol con paso furtivo. En uno de los jardinitos, un Cupido de piedra, rota la nariz, sonreía, salaz y perpetuamente, como protegiendo todas las míseras aventuras que en su rededor pudieran tener lugar.

Eran casi las once cuando Jenny entró en el cuarto de estar. Allí estaba Irene, repantingada ante el fuego. La señora Dale y su hija pequeña trajinaban en la cocina. Winnie aún no se había levantado y leí cabeza de familia estaba en su polvoriento tabuco, estudiando meticulosamente los anuncios del periódico de la víspera.

—¿ Por qué no viniste a buscarme anoche? —preguntó Jenny inmediatamente con voz cortante.

—Mujer... ¡si estaba diluviando! —protestó Irene, procurando ocultar lo mejor que pudo su vergüenza con un tono de indiferencia.

—Eres un mal bicho. De veras. Parece mentira que me hayas hecho esto. Y lo peor es que estoy segara de que lo has hecho aposta. ¡ Lloviendo!

Irene no estaba dispuesta a reconocer su falta:

—Pues claro que “lloviendo”, A ver si es que no podías haber venido a casa en un taxi si hubieses querido.

dio Jenny una patada de rabia.

—Lo que yo podía o no podía haber hecho no tiene nada que ver, demasiado lo sabes. Me dijiste que vendrías y no lo hiciste. Y lo que te digo es que eres una cualquier cosa. Lo que os pasa a ti y a ese colchón con piernas que tienes por hermana es que os gustaría que todas fuésemos como vosotras.

Aunque colocada en manifiesta desventaja por haberse desabrochado hacía un rato el corsé, procuró Irene mostrarse digna:

—Mira, calla ya; demasiado sabes que mamá no me dejaría hacer nada malo.

Jenny rebosaba de ira:

—¿Tu madre? Lo que es ésa... Mientras tenga una botella de ginebra a mano para llorar a sus anchas por vosotras dos, lo que hace es empeñar encantada las cosas que os regalan por ahí.

—Pues mira, si no te gustamos, te puedes marchar cuando quieras.

—Gracias por el permiso. A ver si es que te crees que iba a quedarme a vivir en tu casa, que como todas las de por aquí, no es más que una casa de citas...

—¡Ah! ¿Sí?

—¡Sí!

—¡Qué virtuosa y remilgada te nos has vuelto desde que has pasado la noche fuera!

—Eso es lo que precisamente te propusiste que hiciera desde el momento que me le presentaste!

—¡Oye! Pero ¿qué te has creído que soy yo? —preguntó Irene con excesiva audacia.

—Lo que eres; una cualquier cosa. Y fíjate lo que llegarás a ser..., una vieja cochina, viviendo en un sótano, con una falda colorada y un frasco de ginebra.

No era la imaginación de Irene suficiente para contestar adecuadamente a tal profecía, y prefirió callar, dedicándose a atizar el fuego. Luego repitió:

—Nadie te dice que te quedes aquí.

—No te preocupes. Ahora mismo voy a hacer el equipaje.

No pudo Jenny rodear su partida del necesario aparato. Le habría gustado marcharse en un coche, con todo su equipaje en el techo, pero al pagar el taxi desde Victoria y su pensión de la semana, se quedó sin dinero. Tuvo que contentarse viendo maleta, maletín y sombrerera apilados sobre el suelo de su cuarto en espera de la llegada de un mozo.

Salió de la cocina la señora Dale al oír que se iba, y como por las mañanas no se sentía sentimental, se dedicó a criticar el aspecto de Jenny.

—Ese sombrero, ni me gusta ni me ha gustado nunca —dijo—. No puedo acostumbrarme a estas modas de hoy en día.

—Bueno,

¡y qué! —dijo Jenny con marcada indiferencia.

—No, nada; si a ti te gusta... ¡póntelo! Pero es muy ordinario, cursi. Y no sé a qué viene marcharte así de repente. Hoy precisamente que teníamos budín de vaca...

Ya tenía prisa Jenny por irse.

—Adiós —dijo.

—Adiós, Jenny. Mira, no te puedo dar la mano porque como estoy haciendo el budín, la tengo sucia, No molestaremos a mi marido. Está muy ocupado. Vuelve por aquí y dinos qué tal te va...

Le pareció mentira estar sentada en el tranvía, libre ya de Stactpole Terree. Cambió de línea en Nag’s Head y miró con gusto las tan conocidas casas y calles de Highbury. Comenzó a desfilar por su memoria un cortejo de recuerdos infantiles al contemplar las anchas calzadas de Islington. Durante las visitas hechas a su casa en los últimos doce meses, el aspecto del barrio no suscitó recuerdo alguno, pues se sentía extraña a los alrededores. Pero ahora que volvía a casa entró por la calle Hagworth con orgullo y al contemplar una vez más su sobria dignidad, le pareció más intolerable Camden Town, con sus ridículos miradores chinescos y adornos excesivos. Allí estaba el número 17, como siempre, ofreciendo refugio contra la locura que un día le hiciera pensar que su casa era sórdida y desagradable. Allí dentro sonaba la risa alegre de su madre, allí vivía su padre, siempre absurdo y divertido, allí estaba May, su hermana. Se le antojó que era su casa un palacio encantado, y que cada una de sus habitaciones queridas encerraba más delicias que todo el resto del mundo. En aquella casa se guarecía el pasado; allí se conservaban todos los eslabones que unían los inconexos episodios de su vida, logrando formar con tan heterogéneas piezas un todo coherente. Entró en el jardincito que en otros tiempos le parecía un parque inmenso, y en lugar de llamar al timbre, como hacía —pensó casi llorando— durante los días de apartamiento, anunció su llegada con la señal convenida por la familia, metiendo la mano en el buzón de las cartas y repiqueteando con la chapa que lo protegía. Pensó en sus buenos tiempos, en aquellas meriendas, en los mil juegos de su niñez, y en cómo durante los templados atardeceres de junio aprendió a montar en bicicleta allí mismo... La casa de enfrente estaba como siempre; nada había cambiado, ni un solo de los recogidos visillos de encaje, ni una sola de las polvorientas hojas de las aspidistras que quitaban la luz de las habitaciones del piso bajo.

¡Cómo tardaban en abrir la puerta! Volvió a repiquetear con el buzón y llamó a May. Sentía algo parecido a lo experimentado cuando volvía a casa después de las vacaciones de verano junto al mar azul y espumoso, ardiendo en deseos de encontrar de nuevo sus muñecas y sus juguetes, y de correr por el jardín estrecho y largo de la trasera de la casa, que los días de ausencia nimbaran de una flama exagerada como lugar de esparcimiento encantador.

Al fin se entreabrió la puerta y vio a May, que miraba recelosa y asustada por la rendija.

—Qué de prisa has venido —dijo.

—¿De prisa?

—¿No has recibido mi telegrama?

—No —y como observara que May tenía los ojos de llorar, se nubló de miedo la alegría de su vuelta—. ¿Por qué me has puesto un telegrama? ¿Le pasa algo a mamá?

May hizo un gesto afirmativo.

—¿Se ha muerto? —preguntó Jenny aterrada.

—No; pero han tenido que llevársela a un manicomio.

—¡Qué horror!

—Bueno, no te estés ahí fuera; ya hemos tenido bastante gente mirando en la calle toda la mañana.

Le contó en la cocina lo que había ocurrido. Va hacía quince días que su madre se había encontrado rara.

—No tienes idea; se pasaba el día sentada delante del fuego, sin hacer nada y quejándose de dolor de cabeza.

—¿No llamó papá al médico?

—Al principio, no quiso. Ya sabes cómo es. Yo le dije que mamá estaba mala, pero él me respondió que eran tonterías. “Mírame a mí; yo sí que estoy malo, pero no quiero médicos; tengo una especie de parálisis en este brazo, que me sube y me baja y que es para volver loco a cualquiera. Y aquí me tienes; todas las mañanas al trabajo, como si tal cosa. Los compañeros dicen que no saben cómo me las arreglo.”

—¡Qué lástima de azotes! —dijo Jenny furiosa—. Me hubiera gustado estar yo aquí para decirle cuatro cosas. Bueno, sigue, ¿ qué pasó entonces? ¿Y por qué no me mandasteis buscar en seguida?

—Ya lo pensé, pero es que tampoco yo creí que era nada grave al principio. Luego, un día, de repente, se puso peor. Me tomó un odio mortal, y andaba diciendo que yo la tenía encerrada en casa; y luego hablaba de ti, diciendo que eras...

¡ Dios sabe todo lo que dijo! Entonces vino el médico, y le tomó por un policía y le pidió que nos encerrara a ti y a mí porque éramos dos qué se yo. Figúrate cómo estaba yo, pero me dijo el médico que no me preocupase, porque muchas veces, cuando una persona pierde el juicio, pues la toma con los que más ha querido antes, y claro, yo 1c dije: “¿Pero qué es eso de que ha perdido el juicio? ¿Está loca?” Y me dijo que sí. Entonces mamá se puso a gritar que daba miedo oírla, y empezaron a reunirse golfillos a la puerta de casa y la gente se asomó a las ventanas, y en aquel momento vino el de la tienda, empeñado en que le dijéramos qué queríamos para la comida...

—¿ Cuándo ha sido todo eso?

—¿No te digo que esta mañana?

—¿ Ahora?

—No; temprano. Se la han llevado a un manicomio en el campo. Dicen que podemos ir a verla cada quince días. Está muy mala. El médico ha dicho que es un tumor en el cerebro, o algo así,

—¿Dónde está papá?

—En la taberna. Dijo que se encontraba mal.

Jenny permaneció sentada en silencio, sin saber qué hacer. ¿No la volvería a conocer su madre? ¿Moriría creyendo que nadie la quería, que nadie la apreciaba?

Ir a la siguiente página

Report Page