Carnaval

Carnaval


CAPITULO XLVIII

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Cuando Jenny se despertó a la mañana siguiente todo estaba cubierto de una neblina gris que se había levantado del mar y borraba Trewinnard e incluso el brillante mes de junio, evocando un nuevo mundo impalpable: una estación extraña y sin fecha. Por encima de los árboles flotaban jirones de nube que se mecían en vaporoso remolino. El primer impulso de Jenny fue aplazar la entrevista en los acantilados, aunque el día era a propósito para la aventura. Dueña de sí misma, haría frente a cualquier fantasma que Maurice tuviese el poder de evocar.

—Me voy de paseo —dijo a May—. Yo sola. Quiero decirle a Maurice que no siga aquí, porque me crispa los nervios.

—Yo tendré cuidado de Frank mientras tú estás fuera —dijo May.

—No le dejes que muerda el corderillo de lana, ¿eh?

—Bueno.

—No tardaré mucho, supongo.

—Si él regresa de Plymouth antes de que vuelvas, ¿dónde le digo que has ido? —preguntó May.

—No le digas nada. Yo no puedo remediar que sea así —dijo Jenny con énfasis.

—Di adiós a tu mamá, Frank —ordenó tía May.

Mientras Jenny desaparecía en la niebla, el chiquillo golpeaba los cristales de la ventana en señal de despedida, y por unos momentos Jenny vio en el aire incoloro sus rosadas mejillas brillando como luces o como el cariño que ella sentía en su corazón por él. Antes de llegar al camino de entrada al jardín se paró para escuchar al abuelo si estaba entregado a sus faenas, pero no oyó el ruido del azadón. Más allá, se encontró a Thomas.

—Buenos días.

—Buenos días, Thomas.

—¿De paseo?

—A los acantilados —asintió Jenny.

—Tenga mucho cuidado de cómo anda por allí. No me gustaría que se cayera.

—No se preocupe. Tendré muy buen cuidado de no caerme.

—Todo el mundo debe tener cuidado en esos acantilados. Son peligrosos en una mañana de niebla.

Luego, a unos pasos más allá, se convirtió en un espectro al sumirse en la niebla, y oyó la cortés despedida de Thomas.

| Por todo el camino, a través de la granja, Jenny se dio cuenta de que no hacía más que volver la cabeza para ver si la seguían. Tenía la sensación de ser perseguida y se paraba a escuchar. No se oían pisadas; sólo el goteo de la niebla en las ramas de los álamos. Antes de darse cuenta de que había llegado tan lejos, oyó el rugido del mar delante de ella, y más allá, el gemido de la sirena de un barco indeciso. De nuevo se paro para escuchar si se oían pisadas; pero no se oía otra cosa que el goteo de la niebla. En el camino angosto que conducía a Crickabella, la niebla se disolvía y podía ver el acuoso cielo y el sol plateado a través de los vapores que se elevaban con extraña luminosidad.

A ambos lados, la neblina aparecía como una cortina triste e impenetrable. Pronto se veló de nuevo la transparencia en que había caminado, y en una ausencia total de forma y color, de olor y sonido, Jenny continuó su marcha hacia la cima,

A pesar de que en la meseta la niebla era lo suficientemente densa para ocultar el borde del acantilado a una distancia de cincuenta yardas y fundir en gris el cielo y el mar, la atmósfera era más refrescante y clara. Podía ver que la niebla se elevaba en formas diáfanas: alados personajes de la nada. Sin árboles ni vallados, el silencio era profundo en esta parte del país. El mar, en aceitosa calma, daba muy de tarde en tarde un gemido en alguna caverna debajo del acantilado. En alta mar una solitaria gaviota gritaba a intervalos.

“¡ Qué absurdo! —pensó Jenny de pronto—, esperar a Maurice en un día como este. ¿Qué cuadro era posible en un paisaje tan fugaz; en un escenario tan inmaterial? Seguramente no estaría allí.”

Estuvo escuchando unos mementos y se sobresaltó violentamente a la vista de un zorro ricamente matizado, hasta en aquella negación de color. Se deslizó el animal con la cola baja y las orejas gachas, desapareciendo sobre el borde del acantilado. Por un momento pensó que era el perro de Trewhella y su corazón latió muy acelerado, atemorizado al imaginarse a ella y a su dueño, solos, en medio de este ambiente gris. Caminó sobre los blandos brezos, pinchándose los tobillos con los cardos. Las rosas de pimpinela estaban en flor que, sobre la tierra, parecían conchas. Delante de ella vio una flor solitaria; trémula en medio de la niebla húmeda. Era una colombina azul; una planta solitaria en plena floración. Jenny admiró su belleza y se paró para arrancarla, pero se retiró dándose cuente de que era una lástima no dejar vivir a esta bella flor de un azul profundo que se inclinaba ligeramente.

A cada vuelta del camino, Jenny afrontaba la neblina, y ya estaba a punto de regresar a su casa cuando vio una sombra entre la bruma que, al aproximarse, tomó la silueta de un hombre, y muy pronto resultó ser Maurice. Se dio cuenta de lo pálido que estaba, inquieto y muy distinto del antiguo Maurice; distinto incluso del de hacía cinco o seis semanas.

—Al fin has venido —dijo él.

—Sí; he venido para decirte que no debes continuar aquí Estoy muy preocupada.

—Jenny, sé que fui un idiota aquel primero de mayo. He comprendido durante estos cuatro años lo tonto y lo canalla que he sido; pero bien sabe Dios que no lo he sabido tan claramente hasta el otro día, mientras andaba por estos acantilados esperando que vinieras.

—¿De qué sirve eso?-preguntó Jenny—. Ya es demasiado tarde

—Cuando me enteré por Castleton dónde estabas, traté de no venir. El me dijo que empeoraría las cosas. Que sería un crimen. Traté de no hacerlo durante todo el invierno. Pero me perseguías. No podía descansar, y en abril el deseo de verte se convirtió en una locura. ¡ Tenía que venir!

—Creo que has hecho una tontería. No puedes hacer nada. Jamás he pensado en ti.

—¿No?

—Nunca. Ni una sola vez —afirmó Jenny—. Te he olvidado.

—lo merezco.

—Desde luego. No se puede destrozar la vida de otra persona y luego decir que se siente mucho, como si se le hubiera dado un pisotón.

Andaban ahora sin fijarse a través de la niebla, y las palabras de Jenny,’llenas de cordura, se endurecían como puntas de diamantes por el sufrimiento: cortantes, claras, crueles y verdaderas. Sin embargo, no quería continuar esta entrevista tan íntima en un espacio tan amplio. Se imaginaba— que sus palabras se perdían en la niebla y buscaba algún, perfil familiar que indicase el camino hacia Crickabella. De pronto, un estrecho sendero serpenteante le indico la dirección.

—Por aquí —dijo—. No puedo hablar aquí. Me parece como si alguien estuviese escuchando entre la niebla. Me gustaría que se despejase.

—Esto es como lo que ha sido mi vida sin ti —dijo Maurice.

—Cállate, no digas tonterías. Tu vida ha sido muy buena hasta que se te antojó verme de nuevo.

—Anda con cuidado —dijo Maurice humildemente—; estamos muy cerca del borde del acantilado.

La tierra y el aire se confundían en la oscuridad.

—Por aquí —dijo Jenny. —Bajaron a Crickabella escurriéndose sobre las hojas pulposas y marchitas de las campanillas ^azules, tropezando en los grupos de helechos y empapándose en las digitales cuyas peludas hojas conservaban la humedad de la niebla.

—En este lugar me suelo sentar a menudo —dijo Jenny—, pero ahora la hierba está muy mojada. Allí hay una roca que está bastante seca, aunque más bien parece la losa de una sepultura saliendo de la tierra.

Ahora se encontraban a mitad de camino de la cima, de la cual partía el declive del negro acantilado. Jenny se reclinó contra la piedra y se enfrentó con Maurice.

—Jenny —empezó a decir Maurice—. Cuando no me presenté en Waterloo aquel primero de mayo debí estar loco. No quiero poner excusas; debí estar loco.

—Sí; eso lo podemos decir todos cuando hacemos algo que no está bien.

—Ya lo sé; no. es una excusa. Pero me marché con los nervios en tensión. Quería que vinieses a España, y cuando te negaste, pensé en la tensión de un amor apasionado que parecía no llegar a nada vital, y cedí de repente. No puedo explicarme. Fue como la estatua. Tuve que romperla, aunque al mismo tiempo rompía mi corazón.

—Si hubieras vuelto —dijo Jenny decidida a que se diera cuenta de su locura—, hubiera hecho todo lo que me pedías. Me habría ido a vivir contigo para siempre.

—¡Oh,!, no me tortures. ¿Por qué estuviste dando largas entonces?

—Eso es cuenta mía —dijo ella fríamente.

—Yo, en realidad, nunca he dejado de quererte. Viajé por toda Europa pensando que había terminado con el amor. Trate de ser feliz sin ti y no pude. Te adoré desde el momento en que te vi. Te adoro ahora y para siempre. ¡ Oh!, créeme, Jenny. Hoy.;., hoy te quiero más que nunca.

—Únicamente porque soy de otro —dijo Jenny.

—No —gritó Maurice—. ¡ No, no! La pasión ha desaparecido. Te quiero ahora por ti misma; por tu carácter; por tu invencible alegría; por tu gloría en la vida; por tu belleza. ¡ Palabras!

¿ Qué son? Mira cómo esta niebla destruye el mundo haciéndole fantasmal. Mi pasión por ti ha pasado como el mundo. Está allí; tiene que estar siempre allí, pero tu espíritu, tu personalidad puede destruirla en un momento. ¡Cuántas tonterías! Perdóname. Quiero que me perdones. Una vez dijiste: “Bendito seas.” Quiero eso.

—Ya no te odio —dijo Jenny-r—. Te odié algún tiempo, pero ahora, no. Ahora no eres nadie. No existes. Tengo un hijo a quien querer. ¡ Dios le bendiga! ¿Y qué eres tú?

—Merezco todo esto, pero una vez tú te pusiste triste cuando yo... cuando yo...

—¡ Ah!, una vez...-dijo Jenny—. Una vez yo también estuve loca. A punto de morir. No me importaba nada ni nadie. Tú fuiste el primer hombre que me hizo saber lo que es querer. ¡Tú! Y te di más de lo que había dado a nadie, incluso a mi madre. Y tú me lo arrojaste a la cara... supongo que porque eres un hombre y no podías comprenderlo. Cuando estaba loca quise hacer algo que me cambiara para siempre, para no volver a perder la cabeza por nadie, para no amar a nadie otra vez, nunca’, nunca. Entonces me entregué a un canalla, un conquistador profesional. No era más' que eso, si comprendes lo que quiero decir. Tuya fue la culpa: tú me lanzaste por haberme enseñado lo que era el amor. Quería ser amada. ¡Sí! Pero te di tanto de mí misma, que a él, en realidad nada le di..., sólo que cualquiera diría que sí. Mi madre se volvió loca porque creyó que me había echado a la vida alegre, y murió, y yo me casé con uno que es poco más que un animal. Pero todos sois animales. Todos los hombres. Algunos, animales agradables; pero todos son iguales. Y esto es todo, desde que me dejaste. Pero ahora tengo un hijo, y él es como yo. Tiene mis ojos y voy a educarle para que no sea un animal, ¿sabes? También tengo a mi hermana menor, May, a quien prometí cuidar, y tengo... Vete, Maurice. Déjame. No te quiero. No te puedo perdonar. Lo único que puedo hacer es no preocuparme si existes o no. Pero márchate, porque no quiero que me moleste la gente.

Maurice inclinó la cabeza.

—Ya sé, ya sé que no he sufrido nada —dijo él—. Soy un idiota. ¡Vanidoso, fracasado, aburrido y sin imaginación! Me alegro de haberte visto. Me alegro de haberte oído decir todo esto. Me has enseñado algo... quizá con el tiempo. Sólo tengo veintiocho años y tú nada más que veinticuatro. Puedo marcharme pensando en lo que pudiera haber sido y, mejor aún, en lo que puedo ser gracias a ti, y lo» que seré. No diré que lo siento: eso sería una impertinencia..., como bien dijiste, no existo ni represento nada.

La neblina los envolvía por momentos con más intensidad; luego pareció aclararse muy paulatinamente. Jenny tenía la vista fija en lo alto del acantilado.

—¿Qué es aquello: una mata movida por el viento o la cabeza de un hombre?

—No veo nada.

—Adiós —dijo Jenny.

—Adiós.

Se dirigió hacia el camino, en dirección a la cima, agarrándose a los helechos para subir más de prisa. De pronto se oyó un disparo en la niebla.

—¡La atrapé!

Sonó otra detonación. Jenny cayó de espaldas entre los helechos, las digitales y las marchitas campanillas azules.

—¡Dios mío! —exclamó Maurice—. ¡Estás herida!

—¿Qué es esto...? ¡Oh! ¡Oh! ¡Me abraso...!— gritó ella—.¡Ay!, ¡mi garganta..., mi garganta...!

En la niebla, las aves marinas volaban en círculo, espantadas.

FIN

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