Carnaval

Carnaval


CAPITULO XXXIX

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Las circunstancias hicieron necesario, antes de terminar el mes de mayo, que May comunicase a la vieja la próxima llegada de un nieto.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Jenny cuando hubo acabado la entrevista.

—Que se lo figuraba.

—¡ Qué frescura! ¿Por qué? No será porque se me nota nada. Vamos, me parece a mí.

—¡ Lo que es ésa! —comentó May— no ha hecho otra cosa en toda su vida sino enterarse de todo. Todos son iguales aquí. Debe de ser cosa de gentes de campo.-¿Qué más ha dicho? —continuó Jenny, con una insistencia que en ella no era corriente. Aun no había podido librarse de la idea de que el hecho de que Jenny Pearl fuese a tener un niño era un suceso extraordinario. Ni siquiera la atmósfera de fecundidad que rodeaba a la alquería toda conseguía disminuir la naturaleza extraordinaria del acontecimiento.

—No mucho —dijo May, incapaz de ponerse a tono con la solemnidad del hecho, con la realidad revolucionadora y tremebunda de lo que ocurría.

—¿Se lo va a decir a el? —pregunto Jenny.

—Eso le ha hecho reír.

—¿El qué?

—Tener ella que decírselo.

—¿Por qué? —preguntó Jenny indignada.

—Ya sabes; esta gente es rara. Ya te digo que no les parece que tener un niño sea una cosa del otro jueves. Vamos, algo así como coger un ramo de rosas...

Ese punto de vista acerca del nacimiento de un niño, aunque pudiera haber aliviado la incomodidad de Jenny, no le gustó. No podía comprender que tras tantos años dedicados por ella a especular sobre este asunto, cuando ella misma iba a tener un niño, el mundo considerara el hecho con absoluta indiferencia. Se acordaba de cómo, cuando era niña, jugaba con sus muñecas, y durante las semanas anteriores a Navidad, acostumbraba identificar sus esperanzas con la emocional ansiedad de una futura madre. Ahora, el hecho auténtico estaba ocurriendo de acuerdo con su lento proceso, y ocurriendo, al parecer, sin ser acompañado de ninguna transformación física o espiritual, tranquila o violenta. Sin embargo, no había que olvidar que su suegra adivinó su estado. ¿ Cómo? Desde luego no por su apariencia.

—Creo que es tus ojos —dijo May.

—Óyeme... ¿qué les pasa a mis ojos?

—No sé; los tienes distintos. Parece como si estuvieras siempre mirando á lo lejos. Antes, no.

—¡Calla ya! —dijo Jenny despreciativa y muy azarada por la implicación de la máxima cursilería.

Aquella tarde, después del té, estaba Jenny apoyada contra la tapia de piedra contemplando un crepúsculo de rosados cúmulos, cuando Trewhella entró en el jardín y vino hacia ella.

—¿ Así que la moza y yo vamos a tener un crío?

Le molestó a Jenny la alusión a su participación en el asunto y dijo que sí fríamente.

—Me alegro —dijo mirando a un cielo manchado de púrpura por la proximidad del anochecer—. Me alegro mucho. Este septiembre tendremos en Bochyn una buena fiesta para celebrar la cosecha.

Luego de expresar estas indefinidas aspiraciones, Zachary púsose a examinar el asunto desde un punto de vista más práctico, y se quedó mirando a su mujer, como pudiera hacerlo, apoyado en una tapia, con un campo de trigo que empezase a brotar.

—¿Necesitas algo? —preguntó luego.

Tal vez la pregunta contenía una sombra de petición de consejo de entendido en la materia, como para el trigal verde recomendaría él fosfatos, nitratos o sulfato de amonio. No aludía, evidentemente, Trewhella a cualquier alimento espiritual que fuera preciso para ayudar a compensar la desacostumbrada experiencia. Y le pareció a Jenny que su marido la observaba tratando de decidir la mejor, la más práctica manera de terminar el asunto con el mínimo trastorno.

—Preferiría —dijo Jenny— que no hablases de mí como lo hiciste la otra noche de la vaca mientras.cenábamos.

Quedó Trewhella sorprendido. Nunca estaba seguro si esta londinense de voz dura con quien se había casado se estaba riendo de él o no,

—Siempre he oído decir... —comenzó. Cuando presentía un peligro avanzaba lentamente hacia él, como si el cuidado y el desprecio hacia él pudiese hacer desaparecer cualquier obstáculo y vencer toda resistencia—. Siempre he oído decir que las mujeres en estado tienen antojos. Bien me acuerdo de cómo mi madre contaba que estando yo a punto de nacer le entraron grandes ganas de comer una manzana reineta, y mira por donde aquel año no hubo una mala reineta para un remedio en toda la comarca. Ofreciéronla de todo: melocotones de Irlanda, peras de agua, ciruelas, manzanas también, pero no reinetas. ¡Válgame Dios! Pues no señor, reinetas habían de ser.

—Vamos, que quería una reineta, ¿no? —dijo Jenny burlona.

Presintió Trewhella el obstáculo en su camino y se desvió cautamente de él.

—Por eso se me ocurrió que acaso tuvieras tú un antojo parejo que pudiera traerte de la feria de Camston.

—No, gracias; no quiero nada. Ni siquiera una granada de a penique —dijo Jenny deseando que Zachary se marchase ya. La desagradaba este ensayo de conversación íntima. No había previsto la alianza de comprensión que pretendía él formar con motivo de la llegada de un hijo. Cuanto más pensaba en aquellas palabras que implicaban la parte que su marido creía tener en el hijo, más irrazonable e impertinente se le antojaba que tuviera la pretensión de arrogarse un derecho sobre el aun no nacido milagro, propiedad exclusiva de Jenny Pearl.

Hizo Trewhella acopio de fuerzas y continuó cautamente su camino, lento, pero decidido a vencer cualquier obstáculo que en él pudiese encontrar.

—La que iba a decirte es que ahora que va a venir al mundo el crío, me gustaría que los dos fueseis a la iglesia juntos. Nada te he dicho hasta hoy de que no fueras. Pero no me atrevo a desafiar la cólera divina con el muchacho.

—No digas tonterías. ¿Cómo le va a pasar nada sin que me pase a mí también?

—Me gustaría que fueses a la iglesia —insistió cabezón.

Pensó Jenny. Si se negaba a ir, lo que buenas ganas tenía de hacer en su primer apasionado impulso, comenzaría a maldecirla allí mismo en el jardín en su acostumbrada jerga de fanático. No la dejaría en paz, predicando y predicando, tal vez hasta por la noche. Recordaba cómo la asustó un día durante una conferencia sobre la muerte anunciándole que las llamas del infierno son tan violentas que un hierro al rojo parecería allí fresco alivio. Pero si se sometía a aburrirse durante unas cuantas horas, no era fácil adivinar a qué no daría origen aquella primera debilidad, que otras violaciones de su sagrado egoísmo no habría de aguantar ya, existiendo precedente de su debilidad.

—No me gusta tu iglesia —dijo—, no me interesa.

Vio a su marido entonces reconcentrarse para hacer buen acopio de elocuencia, y para ahorrarse el tedioso discurso prefirió transigir.

—Puede que vaya alguna que otra vez —dijo.

Pareció consolar esto a Trewhella, y tras unos segundos de embarazosa silencio, que hicieron temer a Jenny no fuera su marido a expresar agradecimiento, se marchó éste a sus quehaceres.

Así, pues, no al siguiente domingo, pues esto fuera rendición demasiado fácil, pero al otro, Jenny y May fueron con el resto de la familia a la Iglesia Libre [28], un edificio amenazador de piedras encaladas cuyo interior olía a barniz y a devocionarios mohosos y a polvo de armonio. El pastor, mezcla de suspicacia, mezquina autoridad y arraigada servilidad, había venido en bicicleta desde Camston, lo que explicaba las generosas salpicaduras de barro de su levita. Sin gran retórica, mordiéndose el bigote cuando no le venía a las mientes una palabra, pronunció un sermón político, durante el cual identificó a varios hombres de estado modernos con cuidadosamente elegidos prototipos de Israel. El crudo acento de Staffordshire destruyó cualquier belleza que sus mutiladas citas de la Biblia pudieran haber prestado a la oración.

—¡ Qué espanto de hombre! —dijo Jenny a May en voz baja.

Luego, cuando, durante las oraciones, la congregación adoptó más cómoda postura para elevar sus preces —inclinándose y dejando descansar la cabeza sobre manos y codos—, Jenny advirtió que todos los ojos estaban examinándola disimuladamente. Vio los ojillos brillar por entre la celosía de los dedos cruzados, brillo que se apagaba tan pronto como Jenny miraba en su dirección. Jenny dio a May con el codo.

—Ven —dijo furiosa—. Vámonos de aquí. Expresó alarma la cara de May ante el programa de salir de tan conspicua manera, pero fiel a Jenny, la acompañó sin temblar a través de todas aquellas figuras orantes, que vistas desde la altura parecían estar muertas.

Un “oficial” de la iglesia, más irresistible su curiosidad que la de los demás, o menos tímido que la mayoría, se lanzó tras ella.

—¿No se encuentra bien?

—No.

—Da demasiado calor la estufa para mayo. Debieran apagarla, digo yo —dijo el solícito labrador, hombre de espesa barba roja—. ¿ Es eso?

—No, gracias.

No parecía el barbudo tener grandes deseos de volver a la iglesia, mas como las dos muchachas continuaban decididas su camino a través del pueblo, no tuvo más remedio.

Discutiose el incidente durante la cena.

—¿Por qué te marchaste así de la iglesia?

—Porque ni en la iglesia-ni fuera de ella me gusta que me miren como si fuera un bicho raro. Si todos esos adefesios quieren divertirse, que se compren un mico.

Miró Jenny retadora a Zachaty, su madre y Champion mientras May la animaba en voz baja.

—Es falta de respeto para el Señor —dijo Trewhella— salir así como bestias del campo. Me puse rojo como la sangre.

—Es falta de respeto para el Señor —dijo el abuelo severamente— estarse mirando a dos mujeres, cuando debieran los curiosos estar rezando.

—¡Calle usted! —dijo Trewhella airado—. Nada tiene esto que ver con usted; ¡ pagano! Un domingo le vieron coger caracoles en la escollera.

—Pues yo creo que tiene que ver conmigo, y mucho —dijo el abuelo sin acobardarse-y aunque no lo tuviera...

dio un recio puñetazo sobre la mesa y bailaron vasos y tazas. Esto despertó a la mujer, que hasta entonces estuvo guiñando los ojos.

—Ten cuidado con lo que haces, abuelo. Vas a tirar la leche —gritó con voz chillona.

Examinó Trewhella, como siempre, las defensas de Jenny y avanzó cautelosamente hacia ellas.

—Lo que nadie comprende aquí es lo que yo sentí cuando vi que mi mujer se burlaba de las cosas sagradas.

¡ Qué asco! —gritó Jenny saliendo furiosamente de la habitación.

No hubo manera de convencerla de que agradara a Zachary, yendo a la iglesia otra vez. Le agradaba contemplar la ansiedad que tenía por el bien espiritual de la criatura que iba a nacer. “Desearía que luchases con más decisión contra el demonio”, le dijo. Pero ella se obstinaba cada vez más. Zachary, quizá aconsejado por su madre, fue dejando el asunto poco a poco.

Jenny y May iban con frecuencia a los acantilados cuando el tiempo era bueno, principalmente a Crickabella —así llamaba el abuelo a su vertiente favorita—, donde el verano se extinguía visiblemente. Los claveles marinos se tornaron oscuros, la colleja se marchitó convirtiéndose en una desaliñada alfombra de hojas y flores secas. Las campanillas azules brotaron como tallos de espárragos que muy pronto se abrieron esparciendo su perfume. Los helechos crecían día por día, y las digitales se abrían hasta el borde del agua. En el páramo, detrás de los acantilados, el brezo y las rosas silvestres florecían con la azul escabiosa, la blanca candelaria y las tiernas orquídeas moradas. Aquí y allá, crecían solitarias colombinas que Jenny consideraba muy bonitas y se las llevaba al abuelo, el cual las llamaba “gorras azules". Lejos de los ojos curiosos, lejos de la misma vida, excepto en el progreso de las cosas inanimadas, hacia el cumplimiento de su destino, soñaba continuamente arrullada por el rugido del océano, observando lánguidamente las tímidas aventuras de las alondras y, a veces, la elegancia de una foca.

Según avanzaba el estío, Jenny fue tomando un miedo extremado a los distintos insectos y reptiles del campo. En vano le aseguró Thomas que las abejas no picaban si no se las hostigaba; que las tijeretas no solían atacar; que otros insectos eran inofensivos y que no había cuidado con los cerdos. Los incidentes rurales de una avispa en un sombrero, o de una porqueta en una esponja eran para Jenny incidentes horribles que le hacían temblar mucho tiempo después, al acordarse de ello. El estado de su salud no ayudó a aminorar estos terrores, y puesto que Crickabella estaba casi libre de insectos, esa solitaria y verde escarpa, lanzada contra los negros terraplenes, de la costa, era ahora más que nunca querida de Jenny.

En julio, sin embargo, no podía andar hasta Crickabella y no tuvo más remedio que pasarse todo el día en el jardín mirando la línea resplandeciente de los montes frente a ella. El abuelo Champion solía hacerle compañía durante largos ratos y continuamente tenía que ser amonestado para que no cavara en el jardín. En agosto recibió algunas postales de las muchachas que veraneaban en Margate o en Brighton, postales que no daban más noticias que “lo pasamos estupendamente. Espero que estarás bien”. Como indicaban que todavía se acordaban de Jenny en el gran mundo exterior, las acogía con alegría.

Agosto transcurría con días áridos y crepúsculos fríos, precursores del otoño. Un miedo y una inquietud nerviosa empezaron a apoderarse de Jenny, cavilando sobre el alumbramiento, el dolor y, por último, las responsabilidades. Ya no podía aguantar los comentarios que le hacía la señora Trewhella, ni la furtiva curiosidad de Zachary, Dejó de sentarse a la mesa con los demás durante la comida, lo que se le permitió, más que por cariño, por considerarlo un antojo. El único gozo de estos días insoportables de calor y de expectación era que a Zachary le habían quitado de su habitación y que, una vez más, como antaño, May dormía a su lado. Pero al reanudar estas relaciones se había operado un cambio. Ahora, al contrario que en los pasados días del teatro, Jenny, a menudo, era la primera en acostarse y se entretenía contemplando la sombra de May gigantescamente proyectada en el techo de la habitación por la luz de la vela, como la sombra de Valerle en el dormitorio de Glasgow, hacía mucho tiempo. ¿Dónde estaría ahora Valerle? ¿Dónde estarían todas las personas que habían intervenido en su vida? Todas eran ya fantasmas respecto a ella.

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