Carnaval

Carnaval


CAPITULO XL

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El zumbido de la segadora y de la gavilladora se dejaba sentir todo el día en los lejanos campos en una monotonía de sonido, rota a intervalos por voces guturales cuando los caballos volvían sobre sus pasos y, luego, por la tarde, tiros de escopeta cuando los conejos salían del dorado triángulo de trigo a los frescos rastrojos. Durante todo el día, Jenny, obedeciendo a algún instinto profundo, se preparaba para el trance. El sol ardía sobre la cosecha extendida; los campos crujían con el calor; el azulado firmamento parecía caer sobre la tierra y en todo lo largo de Trewinnard Sands no se oía el más leve murmullo de la marea. En el jardín, las dalias de color de vino clarete abatían sus pétalos; los geranios, las verdolagas, las capuchinas y los girasoles ardían como en un horno de flores. Rojas mariposas revoloteaban lánguidamente alrededor de las grises tapias que se desmoronaban con el calor, y de flor en flor de la salvia escarlata. El abuelo Champion, limpiándose la frente, salió a plantar bulbos de narciso que había tenido guardados en la verde sombra de un fresco cobertizo.

—Ya sabe usted, señor Champion, que no tiene que cavar al sol —le regañó May.

—Me arde la cara —dijo el abuelo.

—Siéntese con nosotras —invitó Jenny.

—Me parece que no debo empezar a plantar tan pronto —comentó el viejo, hincando con pesar la azada en la tierra ardiente, la cual, mal clavada, cayó al camino.

—Y bien, ¿cómo te encuentras, querida? —preguntó el abuelo, de pie ante Jenny y limpiándose el sudor—. Espero que no muy mal.

—No se encuentra nada bien —dijo May.

—¡Vaya por Dios! Eso es malo.

—Tengo miedo, señor Champion —dijo Jenny de súbito.

Había algo en este anciano que le recordaba al señor Vergoe y despertó en ella impulsos infantiles de confidencias y revelaciones.

—¿Tienes miedo? Eso es malo.

—¿Y si por casualidad no fuese una criatura? —dijo Jenny con desesperación—. Distinta a nos— otros, ¿sabe usted?

El anciano consideró por un momento esta morbosa fantasía.

—Ese es un pensamiento tonto —dijo por fin—, y no veo por qué te has de atormentar. Cuando planto un bulbo de lirio, no espero que salga una col para molestarme.

—Pero podría suceder —arguyó Jenny, decidida a no convencerse de su presentimiento.

—No la anime usted, señor Champion —dijo May con severidad—. Dígale que eso son tonterías.

Jenny se cubrió el rostro con las manos y empezó a llorar. El abuelo la miró por unos momentos; después, abogando por el silencio con el índice de la mano derecha, señaló con el pulgar izquierdo a May, y luego, por encima de su hombro, indicó que el mejor sitio para Jenny era su habitación.

Pronto estuvo tendida sobre la cama, con la ventana entornada, mientras que por la casa corría la noticia de que el acontecimiento podía venir de un momento a otro. El principal pensamiento de Jenny era que nunca jamás soportaría esta agonía si llegaba a sobrevivir por esta vez. Juró, arañando con rabia la colcha de la cama, que nada en el mundo la induciría a sufrir de esta manera por segunda vez. La tarde palideció tranquilamente en el crepúsculo. No corría ni una brisa de aire capaz de agitar un solo pétalo, y únicamente los mirlos rompían el silencio de vez en cuando. La luna llena, amarilla y débilmente luminosa, flotando suavemente en el cielo, no había llegado a las alturas de las colinas. La señora Trewhella no creía necesario enviar todavía por el médico. Transcurrieron otras dos horas. En los campos, andando de cara a la luna, los segadores regresaban a sus hogares cantando viejas canciones de la tierra; en el yermo, la zorra aguzaba las orejas y el tejón acechaba. En los juncos, la curruca susurraba su pequeña melodía entre el vaho de la tierra. Las voces de los labriegos desaparecieron en rojizas tinieblas, y, de pronto, se oyó el mar bañando la arena. Por la abierta ventana entraba el olor de las plantas de tabaco. Hubo un murmullo de voces en consulta. Jenny oyó que llamaban a Thomas y, después, los cascos de un caballo trotando por el camino de la granja.

La luna estaba alta, plateada y pequeña cuando los oyó volver. Las gotas de rocío eran diamantes; los vapores que subían estaban adamascados por la luz de la luna antes de que Jenny oyera el ruido de las ruedas, el chirrido del portillo y un nuevo murmullo de voces. En aquel momento la habitación se llenó de figuras negras; la luz parecía aumentar su dolor, y Jenny no supo más hasta que, al volver en sí del cloroformo, vio una vela tan grande como una columna que lucía con llama gigantesca; y se dio cuenta de que, más allá, había un gran movimiento.

—¿Qué pasa? —preguntó con momentánea perplejidad.

—Es un niño —dijo la señora Trewhella—. Y hermosote.

—¿Qué ruido es ese? —murmuró con mal humor.

—Soy yo, hija mía —dijo la señora Trewhella—; estoy poniendo las cosas en su sitio.

May se inclinó hacia su hermana y le estrechó la mano.

—Creo que me gustará tener un niño, cuando podamos sacarle de paseo —dijo Jenny—. Pero sólo tú v yo, May, ¿sabes?

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