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TREINTA Y SEIS

 

Navarra

Se miró en el espejo. La sonrisa había desaparecido del rostro hacía ya muchos años; los mismos que habían transcurrido desde que su mirada era algo vacío, sin la luz y el fulgor de sus días de recién casada. No había muchas arrugas que delatasen su sexagésimo primer cumpleaños, tan sólo una perpetua inexpresividad: una máscara que la aislaba del dolor y le permitía la supervivencia encerrada entre aquellas cuatro paredes que ya nada significaban para ella y que, demasiado pesadas para poder soportarlas, se le venían encima.

Graciela sentía cómo, poco a poco, iba empequeñeciendo. Empezó el día en que vio a su hija en el suelo, muerta; ahí se le encogió el corazón y buena parte del estómago. Y después, cada año, empequeñecía un poco más. El recuerdo, y el dolor que provocaba, la iban encogiendo apenas sin darse cuenta, pero de manera implacable. Cada agosto se llevaba, desgarrándolo, un pedazo de su corazón.

En los primeros tiempos no hubo lugar para las lágrimas; no se permitió un minuto para llorar a Itziar, ni para reflexionar acerca de lo sucedido. Ella no podía hundirse en la ciénaga del dolor, ni revolcarse en los remordimientos o la autocompasión. Mientras permanecía allí, en la plaza, muda y sin poder moverse, como si hubiera de echar raíces, en Etxe Handia había un niño solo, durmiendo, tal vez lloriqueando, y ella sabía que debía ir a cuidarle.

No fue capaz de razonar; no vio cómo Fernando volvía a levantar la manta que tapaba a Itziar; no le vio huir, ni vio su rostro demudado y horrorizado; no vio nada ni oyó nada, ni nada le importaba. No notó la mano del joven párroco, ni escuchó su voz pidiéndole mucha fortaleza y resignación, y recordándole (como si ella pudiera olvidarlo) que Raúl la necesitaba.

Cuando sus piernas fueron capaces de responder, y la devolvieron (casi flotando) a Etxe Handia, lo registró todo buscando a su hija, llamándola a gritos como si verdaderamente ella pudiera oírla. Y entonces saldría con la misma parsimonia que de costumbre, con Raulito en los brazos, y preguntando en voz baja (Itziar jamás alzaba la voz) qué era lo que había ocurrido para que hubiera salido tan temprano de casa. Encontró al niño solo, donde lo había dejado su hija la noche anterior. El chiquillo berreaba a pleno pulmón; un llanto que no se cortó en siete días, y que no contribuyó en nada a apaciguar su ánimo.

Los días siguientes, pero sobre todo el del entierro, fueron un infierno. En el cementerio todas las miradas estaban fijas en su cara y en Raulito, a quien sostenía en los brazos porque se negó a dejarle al cuidado de nadie. Ahora la responsabilidad de la tutela del niño era suya, así que mejor empezaba cuanto antes.

Fernando no estuvo presente en el sepelio, algo que en un principio no la había extrañado demasiado; lo que sí llamó su atención fue la presencia de su mujer. India estaba situada en primerísima fila, con tal sonrisa de satisfacción que le revolvía a uno el estómago; para ella, aquél fue un acto y un día festivos y memorables. Pero aun así, no estaba tan satisfecha como daba a entender; semejante funeral no la complacía. Itziar no tenía ningún derecho a ser enterrada en camposanto, y la había acusado a ella de hereje por haberlo dispuesto así. Todo muy desagradable en verdad.

Los años habían borrado la imagen de su hija hasta transformarla en un pobre recuerdo del cual apenas habló al nieto. Presa del dolor y la rabia había roto las pocas fotos que conservaba de ella; solamente cuando se enojaba con él aludía a la madre, no como a la imagen tierna que todo niño necesita, sino como a la desaprensiva que se había largado y la había dejado a ella con el crío.

Raúl no fue un niño difícil de criar; pronto demostró ser un chiquillo espabilado e inteligente, muy hábil para casi todo, aunque inconstante y algo perezoso a veces. Pero siempre le traía las mejores calificaciones, y la única desilusión de cada curso era su (previsible) suspenso en lengua inglesa. Y esto fue así hasta que Izaskun tomó cartas en el asunto para defender a Raúl, como siempre, y prácticamente obligó a su madre a comportarse mejor con el chico. Aunque lo que animó a India a aprobarle el curso no fue tanto la férrea determinación de su hija como el persistente rumor de que Raúl iba a estudiar a un internado en Pamplona el curso siguiente. India debió de comprender que si quería perder de vista al muchacho, no le quedaba más remedio que dejar de lado su odio. Y eso hizo.

Si en aquellos días no entendió nada de lo que estaba pasando, ahora su mente estaba mucho más clara. ¡Ahora comprendía tantas y tantas cosas! Comprendía que si India no se conformó con el suicidio de Itziar, ya no se conformaría con nada. Comprendía que le doliera ver a su hija enamorada de Raúl como lo estaba. Y también, aunque menos, comprendía que acusase al joven de ser el causante de la separación entre madre e hija. No obstante, comprenderla no la ayudó a perdonarla. India estaba ciega de dolor, odio y resentimiento; y ésa era la razón de que se hubiese alejado de su hija, no Raúl. Izaskun era igual a su padre: la misma bondad y la misma ingenuidad que no concebía malicia en nadie.

Amaba a su nieto desesperadamente, y eso ella lo había visto con sus propios ojos. Antes sólo habían sido rumores, comentarios dispersos, sospechas… Pero cuando la ayudó a parir a su bebé lo vio claro como la luz del día: un amor que derribaba todas las barreras… salvo las que Raúl había levantado con su estúpida actitud. Si Juan José lograba arrebatársela, le estaría bien empleado por cretino.

Mientras se cepillaba con brío la negra y larga cabellera frente al espejo, Graciela sólo esperaba la visita de Juan José, y no por ninguna razón especial; ni siquiera confiaba en que el joven recordara que su abuela cumplía sesenta y un años; era simplemente porque le había prometido la tarde anterior que le conseguiría las rosas para Izaskun.

Se había quedado sola; llevaba meses pensando en venderlo todo y volver a Llodio, de donde salió cuarenta y cinco años atrás para venir a parar a ese pueblo… ¡Cuántos recuerdos! Algunos eran más buenos que otros…, y esos otros se referían de manera muy especial a su padre.

Había sido un militar de derechas, cuyo mayor desengaño y frustración fue ser el padre de una hembra en lugar de un varón sano, fuerte y preparado para la guerra. Para colmo de males, su madre la parió con cesárea y ya no vio oportunidad de enmendar el tremendo error. El bebé que era entonces se libró de la furia de aquel hombre derrotado; Francisco Martínez marchó a luchar en la Guerra Civil y a defender los intereses de Franco. Cuando regresó, ganador y ufano, Graciela era una niña juguetona y bastante simpática. No le duró mucho; los trece años que siguieron los pasó escondiéndose de él y de su cinturón, huyendo de su mirada cargada de menosprecio. No le cortó el pelo ni la vistió de chico. Simplemente la ignoró. El carácter de Graciela se fue agriando con los años; la disciplina era férrea y el más leve descuido le costaba una paliza. Pasó años sin mirarse al espejo, sin permitir que nadie la viera desnuda; se avergonzaba de las cicatrices en la espalda, pensaba que su vida estaba condenada a eso. Su padre consiguió que se arrepintiera de haber nacido. Nunca la quiso, ni siquiera un poquito. Nunca.

Cuando ella cumplió los trece años, Francisco Martínez conoció a Jon Goikoetxea: un joven terrateniente navarro. Jon era un hombre apuesto y de gran carisma que la aventajaba en unos doce o catorce años. Su padre vio pronto la oportunidad de deshacerse de ella al descubrir el afecto que despertaba en aquel sujeto. La ennovió con él, y la casó tan pronto cumplió los dieciséis años. Fue un perfecto matrimonio de conveniencia que a su padre le vino de perlas para «facturarla» a Navarra y olvidarse de ella. Para Graciela simplemente fue la salvación.

¿Amor? ¿Qué demonios era el amor? ¿Qué sabía ella de amor?

Su padre murió en la primavera de 1964, cuando Itziar iba a recibir la Primera Comunión, y ésa fue la excusa perfecta para no asistir al funeral; aparte el convencimiento de que su progenitor no hubiese querido verla allí tampoco. Y ella, desde luego, no iba a echarle de menos. Su madre la llamó dos días después y le habló con la voz rota por la emoción.

—Querida, ¡qué pena que no hayas podido venir! Ha sido precioso, ¡tan conmovedor! Más de quinientas personas, ¡nunca vi un funeral tan concurrido! Imagínate, niña, ¡incluso el Generalísimo ha estado presente! Todo un honor, hijita, ¿verdad? Tu padre estaría muy orgulloso; hubiera dado la vida por él, ya lo sabes.

—Lo sé, madre, lo sé. Todo un honor, realmente. Si me disculpa, tengo tanto por hacer…

Apenas sí podía soportar oír a su madre defendiendo a aquel par de cabrones. Tal para cual, ¡lástima que Franco no hubiera estirado la pata también! Colgó el teléfono; la pesadilla había terminado. Aquella noche se armó de valor y le confesó a Jon la verdad, y permitió que la viera desnuda. Jon se horrorizó y maldijo por lo bajo, pero afortunadamente ya no había nada que hacer. A partir de ahí, su alma encontró un poco de paz.

No había sido el suyo un matrimonio desgraciado; Jon era bueno y paciente en extremo; la quería y respetaba, y aportó a su vida mucha serenidad. Tenía muy buen tino para los negocios, y una aguda inteligencia; no fue un patrono cruel, sino justo y compasivo. Manejaba la hacienda con presteza, prosperándola de día en día. Y fue mejor padre y amigo para Inmaculada e Itziar que ella misma. El odio se enseña y el odio se aprende; su padre había sido un buen maestro y ella una buena alumna. Sin pretenderlo en absoluto, había heredado su impaciencia y brusquedad, y su trato con las niñas no difería en mucho del que había recibido ella. Salvo por las palizas, claro está; Jon jamás permitió que les pusiera una mano encima. Pero cuando murió…, sí era verdad que más de una vez les había dado algún sopapo a una u otra, para acabar antes de hora una discusión, o para no contestar a una pregunta comprometida.

La inesperada muerte de Jon, a causa de un ataque al corazón, la había dejado abrumada; las niñas estaban en una edad difícil y no las entendía, del mismo modo que su madre no la entendió a ella cuando entró en la adolescencia. Y poco a poco, se quedó sola. Ahora no tenía hijas ni nietos que cuidar, y la vida se le aparecía larga, muy, muy larga.

Las rosas las trajeron a las diez de la mañana: frescas y rojas; eran apenas capullos primorosamente formados. Había una docena, y esperaba que eso le bastara al joven. No había duda de que la chiquilla las merecía sobradamente, como tampoco había duda de que Raúl nunca se las regalaría.

¿Era realmente culpa suya que Raúl fuera tan poco sensible o romántico… o ambas cosas?, se preguntaba, consternada, mientras olía las flores. Gorka había vuelto desde Barcelona, después de la entrevista con Raúl, para recriminarla por el comportamiento y el carácter del chico. Fue el típico reproche con tintes sarcásticos: se limitó a felicitarla por haber hecho del joven un redomado estúpido sin dos dedos de frente, creído, machista y arrogante. Ella se enfureció al escuchar aquello, ¿con qué derecho le recriminaba a ella algo? En el mismo tono sarcástico replicó que quizá tuviera razón, que a lo mejor Raúl habría estado mejor con él: de taberna en taberna y de cuchitril en cuchitril, alternando con putas, drogadictos y borrachuzos como él.

Gorka se limitó a sonreír sin decir nada más. En el fondo, le importaba muy poco Raúl; le importaba mucho más ella. La había invitado a cenar. Graciela masculló entre dientes: en el infierno. El rio. No esperaba menos de ella. Cualquier hombre más mujeriego la habría dejado por imposible, pero él no; no había regresado después de tantos años para rendirse por cuatro groserías que, además, le hacían gracia viniendo de ella. Había continuado el asedio sin grandes resultados hasta ese día.

Graciela intuía que aparecería en algún momento del día; la intrigaba saber qué pensaba proponerle esta vez, qué le traería, y si recordaría la fecha (tal vez Itziar se lo comentó alguna vez). Acostumbraba a dejarse ver los fines de semana, llegaba desde Pamplona, donde, le dijo, trabajaba. Se le hacía muy extraño que él hubiera conseguido, a sus años, algún empleo, y más aún uno bueno. Y sin embargo debía ser cierto, pues constantemente la halagaba con chucherías diversas que al principio rehusaba, pero que en los últimos tiempos le hacían gracia.

Era muy paciente con ella, no se rendía; parecía dispuesto a todo. Tal vez sí la amaba en serio, lo cual suponía un sobresalto para ella. Se llevó los dedos índice y corazón a los labios; sintió un leve temblor recordando el primer y único beso de él: una huella indeleble. Se sorprendió deseándolo de nuevo. Si del odio al amor sólo había un paso, ella estaba a punto de darlo, y eso la tenía aterrorizada. Se negaba a amarle; aquello no estaba bien, no cuando su hija estaba muerta porque él la había dejado, y la había dejado porque era ella la mujer a quien él amaba. Los dos eran culpables del destino de Itziar, así que la historia entre yerno y suegra no tenía razón de ser… Y estaba Raúl. ¡A ver cómo iba a explicarle al chico que ella y Gorka se querían! Había enviado al joven a un colegio de curas para que le inculcaran una moral. ¿Cómo, entonces, podía pretender que aceptara algo como aquello?

Desde el mismo instante en que se cuestionaba la posible reacción de su nieto, admitía que había algo entre ella y el padre del chico. Para ella, Gorka sería siempre el padre de Raúl, por más que se lo hubiera negado cuando se presentó en Etxe Handia en busca de ellos; por más que, cuando nació Ainhoa, Fernando asumió la paternidad del chico sin rodeos. ¿Y si se solucionara aquello de una buena vez?

Si ella tuviera la certeza de que Raúl era hijo de Fernando, sería libre para dar rienda suelta a aquel tímido sentimiento. Ella saldría ganando, pero ¿y Raúl? ¿Querría Raúl saber la verdad? Según le había comentado Fernando, el joven ya estaba al tanto de la historia; Inés se lo había dicho, y luego le había dicho a Izaskun que Raúl lo sabía. Había ido a visitarla para sembrar cizaña entre los enamorados, si bien ignoraba los motivos que la habían impulsado a hacerlo. ¿Qué ganaba su nieta tramando aquellas patrañas?

Se había confiado a Juan José, y él la había traicionado. Sin embargo, ahora todo eso daba igual; a tenor de los últimos acontecimientos, parecía que a nadie le importaba un rábano cuáles eran sus orígenes.

Algo sí era cierto: Raúl no se marchó del pueblo porque descubriera aquello, ni se separó de Izaskun por ese motivo.

 

 

Se deslizó como un felino, sin hacer ruido, procurando no despertar a su compañero, fuera de la cama. Luego de vigilar por unos segundos el beatífico sueño de Ainhoa, se asomó a una de las pequeñas ventanas de la buhardilla; necesitaba de la soledad para reflexionar a qué la había conducido esta. Ahora estaba comprometida con él; ya de nada servirían las palabras ni las protestas de Raúl. ¿Pero acaso todavía esperaba que él dijera algo o se mostrara celoso? ¿Cómo podía esperar eso? Si él estaba de puta madre, viviendo a expensas de ese par de… de… ¡Dios, no sabía ni cómo llamarlas! ¡Putas! ¡No! Demasiado simpáticas. ¡Pobres!, sólo eran criaturas hipnotizadas como ella misma, derrotadas por su magnetismo, sometidas a la pasión que él había encendido en sus cuerpos, la misma que todavía la quemaba a ella por dentro.

Se vistió muy elegante; iban a Etxe Handia. Por primera vez iba a entrar en la mansión; hasta hacía poco, no había pasado del establo o granero, o lo que quiera que hubiera sido aquello donde follara con Raúl. Ahora pisaría los salones, se sentaría en los divanes, y recorrería las estancias, una a una, dejando que la embrujaran y le susurraran historias del pasado. Y después de felicitar a la abuela Graciela, le anunciarían su próximo enlace. Arrebujados entre las sábanas, tras apasionados besos, habían elegido la fecha con un calendario de bolsillo en las manos; a ella se le habían escapado lágrimas por la emoción. Juanjo se apresuró a considerarlas buena señal de felicidad.

Ella sabía que no era felicidad lo que las había provocado, sino nostalgia, desilusión y algo de rabia al recordar sus sueños adolescentes, y uno en particular: la misma escena, sólo que la compañía era diferente. Jamás Raúl y ella discutirían una fecha de boda ni proyectarían su luna de miel, ni discutirían a propósito de Ainhoa ni ningún otro asunto.

«¡Estúpida!», se regañó dándose una palmada en la frente.

Juanjo se despertó y la miró, sonriente.

—¿Qué pasa, me he perdido algo?

—Nada, bobo. ¡Anda, vístete! Hoy vamos a ver a tu abuela —le recordó—; yo voy abajo a hablar con mi padre y a llamar a Emilia para que venga a vigilar a la niña mientras desayunamos. ¡Date prisa y no hagas ruido!

Juanjo se quedó buscando sus pantalones y su camisa, que había dejado en alguna parte. En realidad, habían ido a parar ambas prendas al suelo, debajo de la cama. Se vistió con sigilo para no perturbar el angelical sueño de su nenita. Ahora sería suya; Raúl, con su indiferencia, se la había regalado.

Emilia entró en la habitación; Juanjo salió vestido. Izaskun estaba en el despacho hablando con su padre. Fernando le explicaba en pocas palabras que India y él iban a divorciarse y que ella pensaba marcharse del pueblo. No le dijo que había sido ella quien había interpuesto la demanda (tampoco hacía falta, Izaskun ya se lo imaginó), ni le habló de las amenazas contra Raúl; en cambio, se mostraba interesado en saber cómo le había ido la noche.

—¿Has dormido bien? —inquirió curioso.

—Sí, lo pasamos muy bien —contestó ella. Esperó un largo minuto para dar un mayor impacto a sus palabras, y concluyó—: Ya hemos decidido la fecha de la boda.

—¿Y para cuándo es la locura?

—No sé por qué lo llamas así. Hago lo que es mejor para las dos —se justificó Izaskun, muy poco convencida.

—¿Le has echado de menos?

—Yo no —mintió—, pero tú sí. Oye, si quieres estar a su lado, lo más sensato, valiente y honesto que puedes hacer es ir a Barcelona y contarle tu verdad. Pero a mí no me involucres más en vuestra historia —protestó repentinamente disgustada—; ya estoy harta.

—Tienes razón, lo sé —admitió, cubriéndose la cara con las manos—. Pero no tengo valor para decirle eso; a Gorka no le fue muy bien que digamos, y eso que él dio la cara. Hizo lo que se suponía debía hacer. Yo no, y ahora ya es tarde para justificarme. Haz lo que desees, mas sigo creyendo que te equivocas.

—¿Le compraste algo a Graciela? Recuerda que me lo prometiste. Hoy vamos a visitarla.

—¿Ya estás totalmente recuperada?

—Estoy estupendamente, gracias; mucho mejor que tú. Vamos a darle la noticia. ¿Quieres venir con nosotros? —le propuso, pensando que a su padre le sentaría bien salir y tomar el aire.

Emilia se quedaría con la niña; la mañana era buena. No llovía y había dejado de nevar. Prefería ir antes del almuerzo. Anochecía muy pronto, y tampoco quería dejar sola a Ainhoa tanto tiempo, y menos aún con su madre en casa. Sabía muy bien qué opinaba con respecto a Ainhoa, y no era nada tranquilizador. Lo que sí la tranquilizaba era saber que por fin había decidido poner un punto y final a ese absurdo matrimonio que nadie creía. Quizá reharía su vida en otro lugar, con otro hombre. Para su padre no había salvación; estaba encadenado de por vida a un fantasma, y lo peor del caso era que estaba muy a gusto así.

—Todavía no me has dicho la fecha —protestó él inesperadamente—. ¿Para cuándo es ese matrimonio?

—Para el cuatro de enero.

—No me has dicho tampoco qué opinas de nuestro divorcio. No te veo muy afectada; ya lo esperabas, ¿verdad?

—No es la noticia del año, sino más bien la crónica de una muerte anunciada. Al menos habéis dejado de agonizar; si os hubierais mirado al espejo todos estos años, ¡cuánto patetismo! La cosa es que ya me había acostumbrado a vuestro teatro: tú eras el gran alcalde, admirado por todos; y ella representaba a las mil maravillas su papel de esposa frígida y engañada, demasiado orgullosa para mostrar su frustración en público. Seguramente brillaba en todas las fiestas y recepciones a las que os invitaban, y muy probablemente nadie adivinó jamás que hace… ¿cuántos años hace que no os habláis?... Todo muy bien disfrazado de puertas afuera. ¡Lástima que no lograrais engañarme a mí! Sin embargo, me alegra que alguien, aparte de mí, tenga sentido común. ¡Ya era hora! Voy a ver si ha bajado Juanjo —se despidió dirigiéndose a la puerta. Antes de abrirla, se volvió y le preguntó—: ¿Vas a desayunar con nosotros?

—No —respondió él—. No quiero molestar a los tortolitos. Ya te daré el regalo para Graciela cuando estéis listos para marchar; no es más que un detalle sin importancia, aunque de muy buen gusto.

Izaskun entró en el comedor. El desayuno ya estaba servido y amenazaba con enfriarse. Juanjo extendía mantequilla encima de una tostada. Sonrió al verla tan linda; de buena gana hubiera dejado a un lado la tostada para morderla a ella. Desayunaron con calma; Izaskun subió a darle el pecho a Ainhoa. Estuvo con ella hasta las doce del mediodía, y después se marchó con Juanjo a Etxe Handia. En sus manos llevaba el regalo; no sabía lo que era, Fernando no había querido decírselo para no estropearles la sorpresa.

Iban muy agarraditos del brazo. Ella, en particular, intentaba una vez más convencerse de que era feliz y había elegido bien. Cuando llegaron a la hacienda Graciela ya les esperaba, sonriente pero sin dar muestras de mucho entusiasmo. No estaba en absoluto disgustada por su visita, aunque la sorprendió (y mucho) ver a Izaskun del brazo de Juanjo. Presentía que, tanto si le gustaba como si no, algo importante había pasado entre los dos jóvenes, y ellos no tardaron en confirmárselo: iban a contraer matrimonio. Después de Navidad.

Graciela acogió la noticia con asombro.

Que Juan José bebía los vientos por la muchacha no era lo que la había dejado perpleja, por supuesto eso ya lo sabía, sino que ella le aceptara. ¿Qué había sido del inmenso amor que le profesaba a su otro nieto? De todos modos, se guardó sus opiniones bajo llave, y sonrió a la joven; la apreciaba de veras, y se sentía muy unida a ella desde el nacimiento de Ainhoa.

—¿Cómo está hoy nuestra chiquitina? ¡No la habrás dejado sola!

—Qué va, ni hablar —la tranquilizó—; está con mi padre y con Emilia, y está muy rica.

Mi padre trajo ayer de Pamplona una cuna enorme, y debe de estar durmiendo a sus anchas allá… aunque ¡pobrecita, se ve tan diminuta metida ahí!

Izaskun sonrió, y tímidamente le entregó el obsequio.

—Tome, es para usted; un pajarito me sopló que hoy era un día muy especial. También es una muestra de gratitud por todo lo que hizo por nosotras. Confío en que sea de su agrado; la conozco tan poco, ¡no sabía que regalarle!

A Graciela la emocionó mucho el obsequio, y no porque fuera especialmente caro o lujoso, sino por la intención con que había sido ofrecido, y el buen gusto de la joven. El presente no era más que una casa de muñecas de cristal soberbiamente tallado, cuya fachada y distribución interior recordaba mucho la mansión; guardaba además, en su interior, una orquídea de una hermosura como Graciela jamás había visto. Agradeció el detalle a la chica con un beso cariñoso; después miró a su nieto, y con un guiño travieso le recordó que él también tenía algo que ofrecer. Juanjo captó enseguida el mensaje, y fue a buscar las rosas. Las vio nada más llegar al amplio y algo anticuado comedor; reposaban delicadamente encima de la mesa, casi tan larga como el mismo comedor. Era un ramo muy bien arreglado. Al principio se mostró un poco disgustado al verlas tan pequeñas, pero pronto cayó en la cuenta: sólo eran capullos; todavía habrían de abrirse en todo su esplendor. Se tranquilizó al pensarlo. Las cogió con sumo cuidado y regresó al lado de ellas.

Con exagerada ceremonia (reverencia incluida) se las entregó a Izaskun, y volvió a suplicarle que se casara con él. La joven rió sonoramente, pensando que era un redomado payaso; pero le gustaba la idea de compartir su vida con alguien feliz y sin traumas, para variar.

Con Raúl ella había puesto siempre todo el sentimiento; siempre tomaba la iniciativa en sus relaciones sexuales, siempre había sido ella la que lo había hecho y dicho todo, y él se había limitado a dejarse querer (o tal vez ni de eso había sido capaz). Con Juanjo era muy diferente; Juanjo no tenía ningún miedo a entregarse, ni en el amor ni en el sexo. Su mirada era limpia y alegre, y no atormentada por fantasmas. Sí, sería feliz con él, lo presentía; en esa relación no habrían nubarrones ni miedos, ni inseguridad.

Apretó el ramo contra su pecho, ¡era tan hermoso recibir flores! Eran las primeras que le ofrecían, y la conmovieron muchísimo. Todo era tan inesperado que le parecía estar viviendo un cuento de hadas; lo único que debía hacer a partir de ahora era dejarse querer por Juanjo, abandonarse al amor que le ofrecía con tanta sinceridad.

Raúl había creado en ella una adicción tan poderosa como malsana. La prueba era que le había echado terriblemente de menos, a pesar de habérselo negado a su padre; pero estaba dispuesta a superar esa adicción. El principio iba a ser duro; también para los drogadictos, los alcohólicos y los ludópatas era duro. ¡Gorka sabía mucho de eso! Si él había podido dejar de lado la bebida, también ella podría aprender a vivir con el recuerdo de Raúl sin que éste le hiciera demasiado daño. Quizá algún día podrían encontrarse en una calle de Barcelona o de cualquier otra ciudad, y hablar como si nada hubiera ocurrido entre ellos. Quizá, sólo quizá. Tal vez fuera mejor no volver a verle ni saber nada de él.

Los tres pasaron a un saloncito asombrosamente pequeño, comparado con la inmensidad de la mansión, pero es que allí había habitaciones para todos los gustos. Se acomodaron en uno de los sofás y estuvieron hablando durante largo rato del futuro enlace, del nuevo trabajo que le aguardaba a Izaskun en Barcelona, y de los viajes que Juanjo había hecho a tal o cual país a propósito de su profesión.

Sorprendentemente, Izaskun se hallaba la mar de a gusto en Etxe Handia.

 

 

Un rayito de sol se cuela por la ventana entreabierta, es pequeño pero lo bastante radiante como para hacerme parpadear y obligarme a abrir los ojos. Los abro y veo una escena que, aunque familiar, no me resulta desagradable: de nuevo Raúl está durmiendo en mi cama, invariablemente desnudo, y boca abajo. A pesar de tener la cara medio enterrada bajo la almohada, consigo ver una amplia sonrisa.

Daría lo que tengo por saber en qué está pensando, o si está soñando conmigo. Aquí, y a pesar de los radiadores, hace un frío que pela; yo llevo puesto un recatado pijama de franela, y casi estoy tiritando. Él, en cambio, está muy a gusto sin nada. ¡Aún pillará una pulmonía! Cuestión verdaderamente inconveniente ahora que ha empezado a trabajar en serio.

Pero es más que eso: me preocupa mucho que pueda enfermar o que le suceda algo malo. Estoy muy enamorada de él, ¿Qué pasa? Aunque la noche del viernes al sábado durmió en la cama de Azu… y lo de dormir es un decir.

Hoy está conmigo. Esta noche la ha pasado conmigo. Vino después de cenar; no dijo absolutamente nada, solamente me besó (sabe demasiado bien que a mí eso me descoloca), y se metió en mi cama sin más ni más. Para él eso significaba la reconciliación, para mí: mucha caradura. Pero con Raúl es inútil el diálogo adulto y maduro que establecen dos personas civilizadas. Él todavía funciona por instinto, como los animales; siguiendo los mismos procedimientos que sigue el león cuando va a buscar a la leona para aparearse con ella. Sin palabras, sin gestos: puro instinto animal.

Pone pasión entre las sábanas, pero no es capaz de disculparse por haberse comportado como un energúmeno solamente porque se me ocurrió cambiar de look, ¡que ya era hora! Lo cierto es que el sábado a la madrugada (porque volvimos de madrugada) estaba sola en mi habitación, y muy cabreada. El cabreo inicial dio paso a un principio de depresión pre-menstrual, y luego cogí el sueño y no me acordé más de ninguno de los dos.

Al menos me queda el consuelo de que Azu me apoyó. Que sí, que ya lo sé: me apoya mucho, pero después se lleva a Raúl a la cama, ¡y en mi casa! ¿Y que cómo lo aguanto? Recordad siempre que éstas son las reglas del juego, no las hemos cambiado; quien no quiera jugar, que se retire. Nosotras queríamos jugar con él, repartírnoslo como un muñeco de trapo; y ahora es él quien juega con nosotras. Cuando le apetece montárselo con Azucena, va corriendo a su habitación; y cuando le viene en gana estar conmigo, llega y me desbarata con un beso. A veces ni siquiera le hace falta tocarme, le basta con atravesarme el alma con sus ojos.

Se mueve, está empezando a despertar; bosteza, se despereza y se incorpora de golpe y porrazo con brusquedad.

Me mira y grita:

—¡Joder, voy a llamar a la vieja!

—¿Y eso?

Le recuerdo que el viernes no quería cuentos con ella.

—Es que hoy cumple años, ¡pobre!, y le dolería mucho si no la felicito.

—¡Ya! ¿De veras sólo quieres felicitarla? ¿No llamas para chismorrear?

No creo en la falsa cortesía de este jovencito; busca algo, y quiero saber qué es.

—¿Chismorrear? —Se cabrea—. ¿Me has tomado por un mariquita?

No sé por qué se toma las cosas por la tangente; tiene muchos más prejuicios de lo que creía. ¡A ver por qué un tío no puede ser chafardero!

—Sí, chismorrear. No es pecado, y aunque lo fuera, a ti lo mismo te iba a dar —le susurro al oído, y le doy un mordisquito en la oreja de paso—. Te mueres por tener noticias «frescas» de Izaskun y del bebé… ¿cómo dijiste que se llamaba?

En realidad, me importa muy poco saber el nombre de la cría; es más: me mortifica mucho. Pero a él también le mortifica admitir que está preocupado, y por eso lo hago. Disfruto muchísimo haciéndole caer, víctima de sus propias contradicciones.

—Ainhoa, se llama Ainhoa —me contesta medio enfadado, medio riendo—. Y sí, ¡qué leches!, quiero saber cómo está; no olvides que es mi hija. Nunca olvides que es mi hija —ahora su tono es mucho más serio y pomposo. ¿Pretende darme celos? ¡Es la leche!

Me lo quedo mirando mientras salta de la cama y agarra el teléfono de mi mesita. Sonríe y murmura:

—Es una conversación privada, ya sabes qué quiero decir. Anda, ve a tomarte un café y hazme a mí otro.

¡Es impresionante el morro que tiene este tío! Oyéndole, cualquiera podría jurar que la realquilada soy yo y no él.

 

 

 

 

Marcó el número de Etxe Handia con más rapidez de la que hubiera empleado para hacer cualquier otra cosa. Él hubiese jurado ante el mismísimo Dios que no estaba impaciente, que las obligaciones tienen que cumplirse cuanto antes, y que eso era precisamente la llamada: una obligación, un compromiso; algo que él creía deberle a su abuela después de tantos años conviviendo con ella, y en su casa.

Sonaron dos tonos antes de oír una voz masculina demasiado familiar para su gusto. Se quedó asombrado y tanteó, ya medio espantado:

—¿Juanjo?

—¡Caramba! —Silbó su primo—. ¿Eres tú, Raúl, en serio? —no se molestó en bajar la voz, al contrario, quería que Izaskun supiera que Raúl estaba al otro lado del auricular, y quería que oyera como él le anunciaba el próximo enlace. Ésa sería la definitiva prueba de fuego, quería que ella corroborase el anuncio.

—Sí, soy yo. ¿Se puede saber qué haces ahí? No me digas que te has pegado el viaje sólo para felicitar a la vieja. ¡Yo no me trago ese cuento! —le advirtió a grito pelado.  

Presentía que había ido buscando otra cosa, y no le gustaba, no importaba lo que fuere. La camaradería que había entre ellos ya había desaparecido, y los juegos que se traía con su hermanita le parecían sencillamente repugnantes; estaba muy al tanto de lo que buscaba en Izaskun, y seguía sin gustarle ni pizca.

—He venido para felicitar a la abuela —replicó Juanjo en tono meloso, a pesar de saber mejor que nadie que no podía engañar a su primo—; estoy aquí por el mismo motivo por el cual has llamado tú —insistió—. No te hubiera supuesto tanto esfuerzo volver aquí y hacer feliz a la abuela, aunque sólo fuera por este día. Menos mal —continuó— que nosotros ya le hemos alegrado el día. Le ha hecho muy feliz saber la noticia, y no es para menos; yo también me volví loco de la alegría cuando me lo dijo.

—¿Qué noticia? ¿Feliz por qué? ¿Quién te ha dicho qué?

—Ay, Raúl, pensábamos decírtelo cuando estuviésemos de vuelta en Barcelona… pero comprendo que sería una crueldad imperdonable dejarte en vilo ahora… Y puesto que te has molestado en telefonear, mejor aprovechamos y te lo decimos ya… Aunque siempre he dicho que esta clase de anuncios no deben hacerse si no es personalmente. En definitiva, Raúl… —Juanjo suspiró hondo para dar mayor dramatismo a la escena— Izaskun y yo nos casamos. El enlace tendrá lugar el cuatro de enero en la iglesia del pueblo; puedes venir con Irene y Azucena. Izaskun estará encantada de saludarlas, le cayeron muy bien cuando las conoció… ¡Te lo digo en serio!

Al otro lado del hilo, un silencio denso como un mar de niebla se instalaba en torno a Raúl, tan noqueado y confuso que necesitaba inhalar todo el aire que le rodeaba, y aun así sentía que se ahogaba. Hasta ese instante nunca consideró en serio la posibilidad de que Izaskun fuera de otro. La tenía por suya, era su propiedad, a pesar de vientos y mareas; el solo pensamiento de verla unida a alguien que no fuera él era más de lo que podía humanamente soportar. La necesitaba para poder seguir viviendo, la necesitaba para él; mas no la quería a su lado, exigiéndole un amor que no podía ofrecerle. No podía, empero, consentir que otro hombre la tocara; desde luego, no su primo. Era más que la fuerza de la costumbre de sentirse amado por ella; era una necesidad constante, diaria, de saber que, dondequiera que estuviese, continuaría amándole. Por completo inconsciente del horrible egoísmo de esa necesidad, se veía a sí mismo como la víctima de un engaño, un fraude, una desilusión amorosa. Convencido de estar en su pleno derecho a quejarse ante el nuevo rumbo que habían tomado los acontecimientos, todavía tuvo fuerzas para gritarle a Juanjo:

—¡Bromeas!

Era lo único que se le ocurrió decir en el estado de shock en que se encontraba.

—En absoluto, Raúl —Juanjo se divertía a su costa—. Para demostrártelo, voy a pedirle a Izaskun que te lo confirme personalmente. Se muere de ganas de hacerlo; de hecho, estoy seguro de que esperaba tu llamada —añadió en tono festivo; después tapó el auricular con una mano y llamó a Izaskun, gritando impaciente—: ¡Amor, ven aquí, Raúl quiere charlar contigo! No se fía de mis palabras, prefiere que se lo digas tú.

—No tengo el menor interés en cruzar una sola palabra con él —protestó ella mientras avanzaba hacia Juanjo—. Si no te cree, es problema suyo; yo no tengo por qué darle explicaciones de nada. 

—Pero amor —objetó Juanjo—, si no se lo explicas, vas a dejarle en la duda, e incluso es posible que piense que todo esto no es más que un burdo montaje para darle celos. ¿De veras quieres que piense eso?

—Francamente, Juanjo, me importa una leche lo que crea, piense o imagine —le increpó malhumorada—; él también va a casarse, ¿no? Y  yo no le he pedido explicaciones de nada. En el futuro, cada cual va a vivir su vida —continuó—, y yo quiero vivir la mía en paz.

—Que sí, mujer, que tienes toda la razón —la calmó Juanjo—; pero entonces sería mucho mejor que dejaras las cosas claras con él. Hazlo por mí —le pidió—. No quiero que luego se entrometa en nuestra vida, ya te lo avisé ayer.

—Está bien, tú ganas —se resignó agarrando el auricular—. ¿Estás ahí, Raúl? —tanteó insegura; no se oía nada, y pensó que tal vez él ya había desistido de hablar con ella.

—¡Dime que está bromeando! —Gritó Raúl nada más oír la voz de Izaskun—. ¿Cómo es posible que te hayas liado con semejante crápula? —prorrumpió en el mismo tono exaltado que gastaba siempre que peleaba con ella. Hizo una breve pausa,  respiró hondo, y reanudó la batalla—. ¡Tú no puedes hacerme esto a mí!

—¿Qué —a Izaskun le pareció oír mal, ¿le estaba diciendo lo que podía o no podía hacer?—, estás tonto o qué? —Estaba en un tris de colgar el teléfono, y si no lo hacía era simplemente porque ése no era su teléfono, ni ésa era su casa, pero la tentación era grande después de escuchar tales barbaridades—. ¿Se te han cruzado los cables o realmente estás hablando en serio? —Lejos de sentirse halagada por sus celos, estaba furiosa e impaciente por colgar—. ¿Cómo te atreves a decirme qué tengo que hacer y qué no, cómo tienes la desfachatez de prohibirme nada? Dejaste de existir para Ainhoa y para mí antes de ayer, que lo sepas —le gritó ya medio histérica—. De modo que deja de darme la brasa con tu jodida actitud de perro del hortelano, porque estoy hasta el mismísimo coño de tanta gilipollez junta.

»¿Te has fijado en que, últimamente, cada vez que hablamos es para pelearnos? Menos mal que ya no hablamos muy a menudo, y lo que es a partir de hoy: nada. ¿Me has oído? Nada.

—Te recuerdo que Ainhoa también es mi hija —continuó gritando Raúl—; estoy en mi derecho de decidir qué es lo mejor para ella. Y Juanjo no es lo mejor para ninguna de vosotras.

—¿Derechos? —Izaskun se carcajeó—. ¿Bromeas? Tú no tienes ni un jodido derecho sobre nosotras —le corrigió—; los perdiste todos antes de ayer, cuando te pedimos que vinieras y te negaste. Parecías estar más a gusto con ellas que con nosotras, ¿no? De manera que ahora no me vengas con paternalismos gilipollas que, además, no te cuadran. Yo sé lo que le conviene a mi hija; las dos hemos decidido que no queremos saber nada de ti —dijo con rotundidad, y con eso dio por concluida la discusión.

Pero Raúl no estaba en absoluto de acuerdo, y añadió:

—¿Decidido? ¿Desde cuándo eres tan déspota, Izaskun? Es un bebé; todavía no tiene juicio para decidir nada, y no vas a prohibirme que la vea, ¿entendido? De modo que vete haciendo a la idea de que esa niña es de los dos.

—Muy bien, si así lo quieres: yo he decidido que ella ha decidido que no le interesas; no quiere reconocerte como a su padre, prefiere a Juanjo.

—Eso ya lo veremos en los tribunales —amenazó él, más frenético que nunca. Estaba agotando sus recursos para detenerla, y no lo conseguía. Se despidió de ella—. Dile a mi abuela que se ponga al teléfono; después de todo, sólo llamaba para felicitarla.

—Por mí, encantada de que esta conversación haya terminado. Siempre acabamos cabreados. Antes no éramos así.

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