Carnaval

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TREINTA Y SIETE

 

 

 

 

Raúl abrió fuego tan pronto oyó a su abuela al otro lado del hilo, pidiéndole o más bien exigiéndole:

—¡Has de detener esta locura! No permitas que se vaya con él. ¡Debes ayudarme! Él no es bueno para ella, no es bueno para nadie.

—¿Quieres dejar de hacer el imbécil, hijito o es demasiado pedir? —se burló Graciela. Estaba algo inquieta por Raúl; se estaba comportando de forma tan absurda e irracional que asustaba. Y todavía le quedaba mucho más por escuchar.

—¡Por favor, abuela, ella no puede casarse con él! No consientas que él se la lleve. Es un pervertido.

—Por el amor de Dios, Raúl, ¿quieres dejar de decir bobadas? Tu primo tiene sus defectos, nadie lo niega —admitió Graciela—, pero querido mío, tú le superas, ¡tú te llevas la palma! ¿De qué te quejas? —le reprochó—. Prácticamente la has arrojado a sus brazos, y ya conoces el dicho: «Santa Rita, Rita, Rita… Lo que se da no se quita». Sé un hombre y reconoce tu derrota —le recomendó ahora con pesar—; tal vez así ella pueda guardar un buen recuerdo de ti y del tiempo que pasasteis juntos.

—¡Te lo digo en serio, abuela, él no se la merece! —seguía gritando su nieto. A ese paso iba a quedarse afónico; y además parecía que no había escuchado nada de lo que le había dicho—. Inés y él son amantes; llevan años follando juntos, desde que eran unos críos. Tus queridísimos nietos son amantes.

Raúl lo escupió con inmensa satisfacción, como el que se quita un peso de encima, y continuó:

—¿Todavía piensas que él es el novio ideal y que alguien puede bendecir semejante unión?

Al otro lado del aparato, Graciela sujetaba el auricular con tanta fuerza que todas y cada una de las venas de su mano resaltaban a través de la tersa piel. Había quedado conmocionada y muy asustada. ¿Acaso había criado a un monstruo? ¿Cómo se atrevía Raúl a decir tal barbaridad? Su corazón iba a mil por hora y de ser menos resistente habría sucumbido a un infarto. Pero a ella todavía le quedaban fuerzas para recriminarle a Raúl su atroz e innombrable conducta. Con voz grave declaró:

—Te has vuelto loco. —No era una exclamación, tampoco una pregunta. Era simplemente una sentencia firme y severa—. ¡El Señor nos guarde! —Ahora sí fue una súplica desde lo más hondo de su alma—. ¿Hasta dónde eres capaz de llegar, empujado por el resentimiento y la culpa? ¡Hasta decir tales atrocidades, una monstruosidad como esa! Me duele creer que algo así haya podido salir de tu boca. ¿Acaso he de pensar que tienes el alma y la mente tan atormentadas como para inventar algo semejante? ¡Y por teléfono! Ni siquiera tienes cojones para venir y decírmelo a la cara —le acusó—. Temías que te soltara un sopapo, ¿no? Razón no me iba a faltar; pero por respeto a tu madre, que en paz descanse, no voy a considerar más tus palabras. Prefiero pensar que no estabas en tus cabales, que no eras tú quien las decía. Prefiero olvidar que las oí alguna vez. Eres un mal perdedor, Raúl, ¡muy mal perdedor! —al final suspiró y no dijo nada más.

—Debes creerme —le suplicó Raúl—. No son atrocidades, o quizá sí lo son; yo mismo lo pensé cuando les vi besándose, pero en cualquier caso yo no me lo he inventado. Es algo real, abuela, jodidamente real. ¡Por favor, créeme!

—Imaginaba que llamabas para otra cosa —de nuevo Graciela tomó la palabra; su voz estaba llena de desilusión y desconfianza—. Si solamente te proponías amargarme el día y quitarme el sueño y la paz, lo has conseguido, ¡enhorabuena!

—Lo siento, abuela —se disculpó—. No era mi intención revelarte esto, mucho menos hoy; pero ellos han encendido mi ira. Lo lamento —repitió—. ¡Felicidades, abuela! Te quiero mucho —concluyó con la voz quebrada por la emoción.

Le dolía, sin embargo, que no creyera en sus palabras. Bien increíble le pareció a él en su día, cuando lo descubrió, y entendía que ella, a bote pronto, le tomara por loco.

—De acuerdo, Raúl —le disculpó—; intentaré olvidar ese momentáneo ataque de locura, pero procura que no se repita. Ves demasiada televisión, Raúl. Lo he dicho siempre: la juventud de hoy veis demasiada televisión y demasiado cine obsceno. En mi época, y aun en la de tu madre, nadie veía tales guarrerías. Debes controlar esa imaginación o mirar de canalizarla mejor y utilizarla para algo provechoso, ¿me oyes? ¿Trabajas? Tienes que sentar la cabeza, Raúl —fue el último consejo que le dio.

—Sí, trabajo, abuela —contestó él, compungido. Le estaba tratando como a un loco. Como a un niño de tres años.

—¿De veras? —la pregunta revelaba su asombro. No esperaba una respuesta positiva, al menos no tan pronto—. Eso está bien —le animó—; y más te vale que sea un trabajo más decente y limpio que esas ideas tuyas, Raúl. Te quiero mucho, ¡no me hagas sufrir más! —le rogó y colgó el aparato.

Sus pasos la condujeron de nuevo al saloncito donde la esperaban los jóvenes; Raúl la había dejado perturbada y muy, muy preocupada. Los chicos estaban tan a gusto juntos, entre arrumacos, tejiendo miles de fantásticos proyectos, que apenas si se habían enterado de las palabras que ella y su nieto habían intercambiado. Sonreían y le contagiaron a ella su sonrisa. ¡Dichoso Raúl, casi la había asustado, casi la convence! Pero cuando les miraba concluía que el pobre Raúl deliraba de celos, y que solamente estos podían justificar su proceder… hasta cierto punto.

Les invitó a quedarse a comer con ella, invitación que Izaskun tuvo que rehusar muy a su pesar, porque Ainhoa debía mamar regularmente y a sus horas. Graciela propuso entonces un aperitivo y un brindis. Sonriendo a la joven, replicó:

—Un brindis no me lo negarás, ¿verdad?

—Por supuesto que no —Izaskun sonreía y su belleza resplandecía al hacerlo—; me tomaré una copa de champán con mucho gusto. Ya no estoy embarazada.

—¡Así se habla! —declaró Juanjo entusiasmado—. Aprovechemos y brindemos por nuestro compromiso.

—Muy bien —aceptó Graciela, besándoles a ambos—, voy al frigorífico a buscar una botella; compré algunas la semana pasada, de cara a Navidad.

Viéndola sonreír y reír abiertamente ante los comentarios de Juanjo, cualquiera hubiera dicho que Izaskun se hallaba en el colmo de la dicha, pero la máscara ocultaba algo bien distinto: un corazón desgarrado que palpitaba furiosamente, trastornado después de las palabras de Raúl.

¿Dónde quedaron aquellas tardes en la ribera del río? ¿Adónde fue a parar el cariño y la simpatía que les unió? Ahora cada mirada era un reproche; cada palabra, un insulto; cada gesto: una burla y un desprecio. ¿Dónde quedó el amor, dónde las caricias?

 

 

Mientras me tomo el cuarto café de la mañana (por no decir del mediodía) espero que se calme y venga a explicarme qué ha ocurrido, por qué se ha comportado de ese modo, y por qué leches ha tenido que decirle a su abuela lo de Inés y Juanjo. Considero (en mi humilde opinión) que no era necesario darle ese disgusto a la pobre mujer.

Es increíble el poco tacto que llega a tener Raúl algunas veces.

Estoy sola; Azu está en la cama, durmiendo a pierna suelta, aunque supongo que ya se habrá despabilado después de todo el vocerío de Raulito.

Por fin aparece: lívido, casi descompuesto, y con cara de querer asesinar a alguien. Se acerca, me arrebata la taza de café (frío) de las manos y bebe un sorbo; lo escupe con cara de asco, me devuelve la taza, me mira y gimotea:

—No te lo vas a creer: va a casarse con el cretino de Juanjo. —Añade—: De nada me ha servido todo lo que le he dicho; me siento como un estúpido —da un puñetazo en la mesa—, estúpido e impotente —repite.

—¿Por qué?

Por supuesto sé por qué, pero quiero oírselo de sus propios labios. Quiero que me explique (si puede) por qué quiere impedir que ella rehaga su vida, cuando todo el santo día nos está diciendo que ella ya no le importa nada, que es agua pasada, que entre ellos ya no hay nada…

—¿Por qué qué? —me mira como si me hubiera trastocado cuando en realidad quien está fuera de sí es él.

—¿Por qué te sientes como un estúpido?

—¿No te das cuenta?

Escandalizado ante mi (aparente) poca percepción de la situación, da otro puñetazo en la mesa y continúa:

—Va a hacer una locura de la que se arrepentirá antes incluso de su noche de bodas. Él no la ama; ella sólo le pone cachondo, nada más. ¡Parece idiota! —la insulta.

—¿Y…? —no entiendo su reacción, es superior a mí; demasiado para mi (escasa) inteligencia.

—¿Cómo que y…?

—Pues sí, que no lo entiendo. ¿Qué viene ahora? ¿Vas a lamentar que se vaya con él, estás celoso? ¡Es el colmo! —Ha conseguido hacerme perder la paciencia—. Y hablando del otro asunto —continúo—, ¿de veras era necesario explicarle a tu abuela el lío entre Inés y Juanjo? ¡Ellos son sus nietos también! Le has hecho daño deliberadamente sabiendo como sabes, porque lo sabes, que ella no puede hacer nada por ti. ¡De poco no la matas!

—Bah, no digas tonterías, Pelirroja —se ríe mientras saca de mi nevera un quinto de cerveza—. Hace falta mucho más para matar a la vieja. ¿Y qué, de todos modos? No ha creído ni una sola palabra de lo que le he dicho. Lo mismo envía para acá a un par de loqueros con una camisa de fuerza —me grita, abre la cerveza, y de un trago se echa al coleto la mitad del botellín.

—¿Sabes que no es mala idea? —digo jocosa—. No te estás comportando de manera muy racional que digamos. ¿Qué esperabas que hiciera tu abuelita, sacarte las castañas del fuego otra vez? —Ahora mi tono no tiene nada de gracioso—. Sobrestimas a la buena señora; Izaskun y él ya son mayorcitos, y entre adultos no hay coacción posible en ningún sentido. Eres tú quien debe mover el culo si realmente quieres algo con ella… y yo diría que sí.

—Yo no quiero volver con ella —me mira a los ojos, y en su mirada veo una lucecita que (como de costumbre) contradice sus palabras—; simplemente me irrita que le haya escogido a él, que es de la peor especie. No soy un santo, Irene, pero ella merece algo muchísimo mejor… algo que nosotros no podemos ofrecerle —me lo dice con mucha seguridad, y yo me pregunto a quién de los dos está intentando convencer.

—Tú podrías intentarlo.

—¿Intentar qué?

—Intentar ofrecerle lo que ella merece —le insisto, y añado—: Y además sé que, en el fondo, quieres intentarlo.

—Cualquiera diría que estás harta de mí y buscas un pretexto para echarme. ¿En serio quieres que vuelva al lado de Izaskun?

—Ella por lo visto sí, pero yo no estoy dispuesta a regalarte a nadie.

Son palabras de Azucena, quien acaba de irrumpir en la cocina, ya bien despierta (y no me extraña, porque son las dos del mediodía), y ha oído parte (no sé cuánta) de nuestra conversación. A mí ya se me hacía raro que con los gritos que ha pegado Raúl pudiera seguir durmiendo como si tal cosa…

Raúl la mira, conmovido. Nada le deleita más que saberse imprescindible y que le echen de menos y que le necesiten con desesperación. Hay dulzura en su voz cuando replica:

—No voy a largarme a ninguna parte, al menos no hoy. Ahora mismo estoy hecho un lío y necesito reflexionar. Respeto vuestros sentimientos pero no soy un muñeco hinchable.  Tú no tienes ningún derecho a echarme —me atraviesa con la mirada—, ni tú a retenerme —eso va para Azu—. Soy yo quien decide con quién se va, cuándo y cómo. Y ahora no puedo tomar ninguna decisión. Lo que sí os digo —nos mira a los ojos sin titubear— es que voy a quedarme en Barcelona; por si no lo recordáis, yo trabajo en esta ciudad. Me ha costado un huevo conseguir este jodido curro, y no voy a dejarlo por ninguna tía… por muy buenas que estéis todas, ¿ha quedado claro?

Para Azucena no podía quedar más claro; sin pronunciar una palabra más, da media vuelta y se marcha a su dormitorio. Probablemente se siente ofendida, pero ha ganado una batalla: él no va a volver al pueblo para quedarse allí. Yo quedo más tranquila al verle un pelín más maduro. Porque eso de no querer dejar el trabajo no parece muy propio de él; vaya, yo no le hubiera imaginado diciendo eso hace seis meses.

Raúl me besa, sonríe y suspira. Propone:

—Vamos a dar un garbeo y a comer algo por ahí, estoy aburrido. Hoy es domingo y quiero distraerme. Entre mi primo, la vieja y ella han conseguido marearme. Y luego tú, y después Azu… ¡Las tías sois una plaga! —protesta al fin, y me da otro beso.

 

 

 

La celebración fue breve pero animada. Todos estaban de un humor excelente. Graciela estaba incluso feliz; desde los días de recién casada, cuando su marido la colmaba de atenciones y regalos, no había vuelto a cumplir años de tan buena gana.

Primero nació Inmaculada, y Graciela tuvo demasiados quehaceres para celebrar aquel día; después llegó Itziar, y entonces se dijo que los buenos tiempos se habían acabado. Todo eran obligaciones y compromisos. Y cuando murió Jon, ya murió la alegría en Etxe Handia, y unos meses más tarde empezaron los problemas que acabaron por quitarle el sosiego y las ganas de vivir.

Pero el nacimiento de Ainhoa y el enlace de su nieto le habían devuelto la ilusión a su espíritu. Gorka no había llegado aún, pero Graciela sabía que llegaría tarde o temprano, y se sorprendió al descubrir que le esperaba impaciente. Juanjo e Izaskun se despidieron de ella con besos y abrazos. Izaskun le hizo prometer que iría a visitarlas a ella y a Ainhoa, y también le propuso ser la madrina de la pequeña, cuyo bautizo habían previsto para el día seis de diciembre. Graciela, conmovida, aceptó encantada, aunque le preocupaba cómo podía reaccionar India cuando se enterara. Pero, después de todo, Izaskun ya era grandecita para decidir quiénes tenían que ser los padrinos.

Juanjo acompañó a Izaskun a su casa; abrazaditos recorrían el camino que separaba ambas casonas. Parecía que las aguas volvían nuevamente a su cauce normal después de tantos años. Los Ondaerrea y los Goikoetxea podrían acabar uniendo sus destinos. Tal vez aquel matrimonio terminaría por desterrar las rencillas entre ambas familias, sobre todo si India se marchaba finalmente del pueblo.

 

 

Gorka llegó a la mansión pasadas las siete de la tarde, ya entrada la noche; llevaba las manos vacías pero el corazón lleno, y un ansia terrible de verla y tenerla en sus brazos, y demostrarle, de una vez por todas, su amor. No sabía que aquel día fuera más o menos importante, ni nadie le dijo nunca (mucho menos Itziar) que aquel diecisiete de noviembre fuera su aniversario. De haberlo sabido…

Ella ya le esperaba y, por primera vez desde que enviudara, se sentía como una chiquilla ante su primera cita. Se había cambiado de ropa; llevaba ahora un vestido de seda blanca sin mangas, con escote palabra de honor, largo hasta los pies; por detrás, la falda se abría en dos estolas de encaje a partir de la cintura. Era un capricho maravilloso que había costado una fortuna, estaba harta de gastar sus rentas en la hacienda y en su nieto. Eso se había acabado; a partir de hoy derrocharía más y se daría algunos lujos, que bien se los merecía. Llevaba viviendo por los otros tanto tiempo que ya no recordaba lo que era ir de compras y verse hermosa. Tampoco era tan mayor, y el vestido le quedaba sensacional cuando se lo probó en la tienda. Un chal de muselina blanca le cubría los hombros y la espalda, ¡condenada espalda! Calzaba zapatos de tacón blancos, a los que no estaba acostumbrada después de tantos años de andar por la hacienda en alpargatas, y se había dejado suelto el negro cabello que le llegaba hasta la cintura.

Estaba preciosa y había rejuvenecido veinte años, o al menos ésa fue la impresión que tuvo Gorka cuando la vio. La encontró, además, sonriente y de muy buen humor, ¡de poco no se cae del susto al verla tan elegante!

Le hizo entrar sin hacerle preguntas, reproches ni comentarios sarcásticos, y poco le importó que no hubiera traído, como otras veces, algún detalle; estaba él, y eso ya le bastaba. Cuando le miró notó de nuevo aquella palpitación, aquel nerviosismo, y algo de timidez. Algo insólito tratándose de ella.

Gorka estaba desconcertado; el buen humor y la alegría que demostró al verle le desarmaron. Venía dispuesto a discutir y forcejear, como tantas otras veces lo había hecho; ya estaba acostumbrado a que se le resistiese, y ahora su actual comportamiento le dejaba boquiabierto. Eso por no hablar de lo hermosísima que estaba; le sacudió una oleada de deseo que apenas sí pudo controlar.

Pasaron al saloncito cálido y acogedor donde antes había charlado y celebrado con sus nietos; otra botella de Moët&Chandon estaba abierta y reposaba entre montones de hielo picado. Dos copas largas todavía vacías les esperaban. Le invitó a tomar asiento; él lo hizo con timidez, sin saber muy bien a qué venían aquella amabilidad y sonrisa tan repentinas. Se preguntó si no sería una trampa, si no se proponía ponerle la zancadilla en el momento más inesperado. Por primera vez desde que la conoció no sólo sonreían sus labios, sino también sus ojos. Parecía tan sincera que no pudo resistirlo más.

—¿Te ha tocado la lotería? ¿Has ido de compras, a la peluquería? —su voz era suave pero firme. Las preguntas eran estúpidas, pero necesitaba  encontrar una razón  a semejante cambio de actitud—. Hoy te encuentro muy simpática y alegre, y eso en ti es… bastante… raro —continuó sin esperar respuesta de ella.

—Es mi aniversario—contestó Graciela con timidez pueril—. Sesenta y uno —su voz tenía un dejo de coquetería—. Lo digo porque aún estás a tiempo de echarte para atrás, a mi edad ya no está una para que la cortejen —le avisó, mas sus ojos chispeaban como los de cualquier jovencita a punto de hacer una travesura.

¡Quién le hubiera dicho que iba a ser Gorka el hombre que le devolviera las ilusiones perdidas de la juventud! Estaba entusiasmada cual colegiala, como si el chico más guapo del instituto le hubiera pedido que le acompañara al baile de fin de curso. Jon, Itziar, Raúl… estaban muy escondidos en un rincón de su memoria y por el momento, por ese día, ahí iban a quedarse.  No permitiría que su recuerdo la hiciera sentirse culpable de amar de verdad.

—¡Vaaaaya! —silbó admirado—. Estás muchísimo más hermosa que cuando te vi por primera vez. No te veo una sola cana, y tampoco has engordado un kilo en todos estos años. ¿He de agradecérselo a Raúl? —Aun cuando no estaba dispuesto a agradecerle nada a aquel majadero consentido, imaginaba que de chiquillo debió de ser una buena pieza—. ¿Corriste mucho detrás de él? El ejercicio es bueno, y tú no debiste de tener mucho tiempo para repantigarte en el sillón, ¿me equivoco?

—No te he esperado todo el día para hablar de Raúl. Eso lo podemos dejar para cuando nos aburramos mutuamente, y ya no nos queden temas de conversación ni nada mejor que hacer. Hoy me he vestido para ti, para que me desnudes. Quiero sentirme otra vez una mujer. Ya sabes que yo no me ando por las ramas, ni me gustan las sutilezas; son una pérdida de tiempo, y a mi edad ya no tengo tiempo que perder.

»Cuando te creí un cabrón y un hijoputa, bien claro te lo dije, y con todas sus letras. Sé que me equivoqué mucho, y bien caro lo he estado pagando todos estos años —le dijo sin rodeos—. Pero si el tiempo y tus atenciones han cambiado la opinión que tenía de ti, no veo por qué hemos de desperdiciar este momento. Quiero amarte y dejarme amar… ¡Y pobre de ti como no pongas más pasión que la que pusiste en el lecho conyugal! Itziar siempre fue un lánguido trozo de hielo, pero yo no. Más te vale comportarte como un hombre —le advirtió, y rió coqueta mientras le empujaba escaleras arriba, a su dormitorio.

 

 

Juanjo volvió al ático a las once de la noche. Inés, con cara de no sentirse muy bien, haraganeaba en el sofá y jugaba con el mando a distancia del vídeo. A ratos miraba Seven, la película que había comprado aquella tarde en el videoclub. Estaba entretenida, aunque no tanto como para que la sorprendiera su llegada.

Él la miró, y ella vio tal expresión de éxtasis en su semblante y en sus ojos, sonreía de tal manera que Inés supo enseguida que no iba a darle buenas noticias. No buenas para ella, desde luego.

—¿La has comprado? —Juanjo examinaba el estuche de la cinta.

—Sí —asintió con cara de pocos amigos—, quería darme un capricho y hoy me siento especialmente macabra. Gracias por despedirte —le obsequió con una burlona mueca—. Eres un mal educado —le acusó y en tono de chanza prosiguió—: ¿Cómo te ha ido con Barbie Superstar? ¿Otra vez calabazas?

—Pues… no —acercó mucho su rostro al de ella para decírselo—: Nos casamos, hermanita; el cuatro de enero. Ésa es la mala noticia; la buena es que a partir del uno de enero este piso es todo tuyo. Y además, ya tienes una buena excusa para ir de tiendas y mirar trapitos, a cual más caro; si fuera tú, escogería lo mejor. Le he propuesto a Raúl que venga con Irene y Azucena. No querrás desentonar, ¿eh?

—¿De veras?

Inés torció el gesto, asqueada.

—Llama a Izaskun y pregúntaselo —le propuso—. Si no tuvo inconveniente en decírselo a Raúl, menos aún va a tenerlo para darte a ti esa alegría.

—¿Bromeas?

—No —Juanjo insistió, hastiado—, mira que eres plomo. Hazte a la idea y alégrate, ahora vas a tener a Raulito para ti solita… en teoría, porque lo que es en la práctica, alguien te lo birló. Tu problema, Inesita de mi corasón, es que eres demasiado lista y demasiado franca para nuestro primito y le asustas. A Raúl le gustan tontitas para poder someterlas (con todos mis respetos por Irene y la morenita). Lo poco que has conseguido de él ha sido por la fuerza, ¿o no? Eso a él no le gusta, y por ello huyó de ti… Lo de Izaskun es distinto. Ella también es lista, por supuesto, pero además es «la conciencia» de Raúl.

Le conoce como si le hubiera parido, y a los tíos no nos va eso; más bien nos espanta. Por eso se largó de su lado, porque le tenía miedo. Así que deja en paz a Izaskun; si trataras más con ella, te encantaría —aseguró, convencido de que su amor por la joven pamplonesa era contagioso.

—No la soporto —masculló Inés entre dientes—; sus poses de niña remilgada y sus aires de heroína de culebrón barato me revuelven el estómago.

—Envidia cochina, hermanita, envidia cochina. Mira, tu tez comienza a adquirir un ligero color verdoso, ¡deberías mirarte al espejo! No, si no te censuro —la disculpó—, motivos no te faltan porque, además de ser preciosa, es una fiera en la cama, ¡grrr! —rugió divertido—. Mucho mejor que tú, querida. Si te le acercaras, lo mismo aprendías algo.

—¡Ya basta! —Aulló ella, saltando del sofá—. Estoy harta de oír elogios de esa puta.

Antes de que pudiera poner los pies en el suelo, Juanjo le dio una bofetada que la arrojó de nuevo al sofá.

—¡Deja de insultarla! —la amenazó. La paciencia se le estaba agotando; ella se comportaba como una cría, mucho peor que Raúl, y cada día que pasaba lamentaba más y más el pasado. Inés se estaba convirtiendo en una pesada losa que arrastrar a sus espaldas, y no veía cómo sacársela de encima.

—Me las pagarás.  ¡Esto no se va a quedar así! —amenazó ella también—. ¡Juro por mi vida que me las vas a pagar!

Juanjo suspiró; le quedaba todavía mucho por aguantar, exactamente cuarenta y cinco días. Y pedía paciencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TREINTA Y OCHO

 

Castillo de Arga, Navarra

Después de una noche agitada y revuelta, en la cual Raúl había estado omnipresente, atormentándola con culpas y reproches, y preguntándole constantemente por qué le abandonaba, Izaskun despertó esa mañana con un único propósito en mente: ir a la peluquería.

Fernando había madrugado y se había marchado a Pamplona a resolver de una buena vez el asunto del Registro Civil. Izaskun no había querido acompañarle. Bajo su punto de vista no había que cambiar nada de lo que él le había comprado a Ainhoa; todo le parecía perfecto, y además se encontraba muy cansada. El día anterior quizá se había excedido; todo en conjunto había sido de lo más emocionante, y ella, después del parto, todavía estaba algo debilucha.

Aparte, esperaba visita; la noche pasada, tras despedir a Juanjo, Olatz la había telefoneado para interesarse por su estado. Ya se había corrido la voz por todo el pueblo de que había tenido el bebé. Izaskun le pidió que fuera a visitarla, y habían quedado en que su amiga pasaría a verla ese mediodía, cuando acabara su turno en la panadería.

Tenía por delante toda la mañana para pasarla en la peluquería. Y no era costumbre suya tal frivolidad; siempre había sido muy sencilla, detestaba la sofisticación y los perifollos —al contrario que su madre—, y hasta el día en que decidió cortarse el pelo por primera vez, podía decirse que apenas había pisado un salón de belleza. Ahora su vida y sus prioridades habían cambiado; tal y como le había prometido a su futuro marido (aún le sonaba muy raro lo de «marido», mucho más al relacionarlo con Juanjo), iba a teñirse el pelo; si él pensaba que esa imagen podía favorecerla de cara a la gente y a la cámara, ella no tenía nada que objetar. Le gustaban los cambios; prueba de eso era que últimamente había hecho unos cuantos, para bien o para mal.

Desayunó con mucho apetito; desde el nacimiento de Ainhoa, cada día que pasaba tenía más hambre y cualquier cosa le apetecía. Cuando se zampó lo que Emilia (muy generosamente) había puesto en la bandeja, fue a despertar a su chiquitina; ahora era su turno. Rebosante de amor, le dio a Ainhoa su alimento; la criatura continuaba con el mismo insaciable apetito del día anterior, se agarraba al pecho de su madre con avidez, dispuesta a agotar todas sus reservas. Luego soltaba el pezón, la miraba con sus inmensos ojos de selva y de océano, y sonreía. En apenas unas horas, Ainhoa ya había aprendido a repartir sus sonrisas, y naturalmente su madre se llevaba la mayor parte. Izaskun le devolvió la sonrisa, la apoyó amorosamente en su hombro y le dio una palmadita en la espalda; era importante que expulsara el aire después de cada toma. Después de arrullarla un buen rato, la dejó en la cuna y empezó a vestirse. Nada especial: sólo un jersey y unos tejanos; los combinó con unos zapatos y una chaqueta de piel marrón, y un bolso pequeño del mismo color.

Pulsó el timbre junto a la cama para llamar a Emilia y que se hiciera cargo de la niña mientras ella estaba con Paula. No era su gusto; prefería quedarse con su bebé, aunque no siempre era posible. Podía parecer algo banal, pero ese cambio formaba parte de su nuevo trabajo: un trabajo del que esperaba mucho y en el que iba a dar lo mejor de sí misma, como había hecho todos esos años en la panadería. Ella no podía evitar entregarse en cuerpo y alma a todo lo que hacía.

Quería darle lo mejor a Ainhoa, y eso sólo lo podría hacer desde una posición privilegiada. Como modelo no sólo ganaría lo bastante como para costearle la mejor educación, sino que además las cuantiosas ganancias que Juanjo le había augurado le abrirían las puertas a proyectos de más envergadura: quizá una empresa propia… tal vez una agencia de modelos… incluso podría abrir uno de esos nuevos restaurantes de moda.

Izaskun confiaba en su belleza. Mirándose en el espejo redescubría su figura: tan voluptuosa y a la vez tan esbelta, como si jamás hubiese estado embarazada. Sólo muy de vez en cuando echaba de menos su larga cabellera; ese corte de pelo le sentaba mejor de lo que imaginó nunca, aunque había crecido y Paula tendría que cortárselo un poco. Se parecía a la cantante de aquel grupo irlandés, The Cranberries, aunque ella era muchísimo más alta, por supuesto.

Emilia llegó a la buhardilla al cabo de quince minutos, Izaskun salió tranquilamente. En una semana no había visto a su madre, ni tampoco la vio al salir. No importaba, ya no tenían nada que decirse. Su madre le había dado la espalda; alguna sangre era más espesa que otra, y parecía que el odio a Raúl había podido más que el amor de madre. Izaskun nunca lo comprendería. Ya fuera por las circunstancias, ya por su propio carácter, ella nunca le daría la espalda a Ainhoa.

Llegó a la peluquería a las once de la mañana. Paula no tenía mucha clientela ese día, y lo achacaba al frío y a la pereza de la gente. Se alegró de verla, aunque la temía porque cada vez que Izaskun asomaba la cabeza por allí era para pedirle que hiciera un sacrilegio con su melena. Esta vez era aún peor: el sacrilegio ya estaba hecho, y ella no tenía nada que ver.

La miró con los ojos entornados, medio enfadada, y arrugó el entrecejo.

—¿Qué nueva locura se te ha ocurrido ahora…, o sólo vienes a pedirme que arregle los desastres que haces por tu cuenta y riesgo?

—No te enfades, Paula —Izaskun adoptó un tono mimoso—; no es nada personal. Aprecio tu trabajo, ya lo sabes; pero esto —señaló sus cortos cabellos— tenía que hacerlo yo sola. Era algo muy personal.

—Ya veo… Mmm… Muy bien, de acuerdo; de todos modos, no hubiera sido capaz de hacer algo así con tu pelo aunque me lo hubieses pedido de rodillas. Dime, ¿qué quieres ahora? ¡Me niego rotundamente a teñirte de morena, así que olvídalo! —su mirada de enojo se trocó en una amenaza.

—Entonces no tengo de qué preocuparme —contestó la joven, sonriente—; he venido a repasarme el corte y aclarar dos o tres tonos el color; quiero un rubio platino. Mi vida ha cambiado, Paula; todo mi mundo ha cambiado. Voy a largarme de aquí, voy a ser modelo y voy a casarme. Quiero ser otra Izaskun, y no aquella chiquilla estúpida y romántica que andaba tras Raúl todo el santo día… A partir de hoy sólo vamos a contar mi hija y yo.

—¿No vas a casarte con Raúl?

En el pueblo nadie esperaba otra cosa. Ese matrimonio se daba por hecho y era el tema preferido de todos los chismorreos.

—Pues no —la desilusionó—, no voy a casarme con él. Me he enamorado de otro.

—¿Tan rápido?

—No tanto —quiso quitarle importancia—; ocurre desde… febrero, pero hasta ayer no tenía decidido lo del matrimonio. Se llama Juanjo y es, mira tú por dónde, el primo de Raúl. Es fotógrafo; ha sido él quien me ha aconsejado que me aclare el color del pelo. Dice que este tono es muy apagado y no le hace justicia a mi belleza y, ¿sabes?, comienzo a pensar que tiene razón.  ¿Tú qué opinas?

—No quieras saber lo que yo opino. Anda, ven, vamos a lavar esa «apagada melena rubia». ¿De veras quieres cortártelo otra vez? Pensé que te lo dejarías largo. Te quedaba precioso y lo sabes.

—Pues a partir de ahora prefiero llevarlo muy corto. Con mi pelo largo parecía La Bella Durmiente; quiero una imagen real para mi vida. Me harté de creer en los cuentos de hadas, Paula; desde que se fue Raúl ya no creo en príncipes ni en princesas. Solamente creo en mí, y me veo más sexy con el pelo corto. Además —le susurró con picardía—, he descubierto que me excitan mucho las caricias en el cuello. Y lo he descubierto ahora.

—Ah, es eso. Si es así, la cosa cambia. Como tú quieras. A fin de cuentas, el pelo crece, y cuando recuperes el sentido común podrás volver a llevarlo largo, tan largo como cuando eras pequeña. ¿Recuerdas aquella vez que te hice los tirabuzones? Tú no los soportabas, protestabas, decías que eran cursis, y rezabas para que lloviese el día de tu Primera Comunión y se te deshicieran todos. Yo no sé aún por qué tu madre se empeñó en que te los hiciera. Te hubiera quedado muchísimo mejor la melena lisa y suelta enmarcando esa carita de ángel que Dios te dio.

—¿Cómo demonios piensas que puedo olvidarme de ese funesto día? ¡Para colmo, Raúl y yo recibimos la Comunión juntos, y yo creí que me moría de vergüenza al entrar en la iglesia con aquella pinta de niña boba! Anda que no se rió poco a mi costa… ¡Horrible, no me lo recuerdes más, por favor!

—¿Te ha visto Raúl con el pelo corto?

—No, así no —reconoció de mala gana; no le apetecía hablar de Raúl. ¿Por qué todo el mundo se empeñaba en hablar de él justo cuando ella había decidido desterrarle de sus pensamientos?—. Tampoco importa. —Sus decisiones, las que fueran, ya nunca más dependerían de él—. Sé que se cabrearía como una mona si me viera ahora, aborrece que las chicas lleven el pelo corto; dice que parecen marimachos, y él se siente menos hombre a su lado. ¡Está cargado de puñetas!

—Pero todavía le amas —replicó la peluquera.

—Que no, que te he dicho que voy a casarme con su primo —repitió la otra, testaruda. 

—Pero todavía amas a Raúl —insistió la peluquera.

—¡Oh, Paula! Dedícate a lo tuyo y a mí déjame tranquila, ¿sí? —se enojó Izaskun al fin.

—Perfecto —replicó Paula mientras le lavaba el pelo.

Si Izaskun quería engañarse, era su problema. A ella no la engañaba después de tantos años, ¡faltaría más! Pero no dijo ni mu. Le cortó el pelo hasta dejárselo como quería la muchacha, si bien a ella le parecía demasiado corto, aunque tampoco opinó más sobre eso. Ni sobre el tono de rubio que ella había elegido, y que era sorprendentemente claro. Ahora era una rubia platino al más puro estilo Gwen Stefani: sexy y sofisticada. Y su mirada felina refulgía con renovada luz. Izaskun se encontraba guapísima; le dio un beso al espejo y otro a Paula para agradecerle el trabajo, y también la inmensa paciencia que tenía con ella. En el fondo, Paula la comprendía, por mucho que protestara por lo bajini. Sonrió; era una mujer nueva, y ante todo era una mujer feliz.

 

 

Inés se levantó ese lunes sin la menor gana de hacer nada, mucho menos buscar trabajo. No tenía prisa; el cheque mensual llegaba ininterrumpidamente a través de su caja de ahorros, al igual que el de Juanjo, aunque él no hiciera apenas caso de él, pues le pagaban muy bien.

En realidad ocurría que estaba enfadada con el mundo entero, empezando por su hermano mellizo, y no sabía qué hacer. Raúl ya estaba al tanto de los planes de boda; ahora recordó que Juanjo no le había comentado la reacción de su primito, y estaba como loca por saber qué tenía que decir de todo aquello.

Pero cuando le llamó comprendió que no había tomado ninguna decisión y que, en cualquier caso, no pensaba en absoluto discutirla con ella. Sus palabras evasivas y corteses la enfurecieron. ¿Cómo era posible que tuviera tan pocas agallas? ¿No quería recuperarla?

Le azuzó en su inigualable estilo.

—Raulito, las cosas han llegado demasiado lejos. Tenemos que hacer algo, ¿entiendes? A ver qué se te ocurre.

—Inés, déjame en paz, ¿sí? No tengo la cabeza para planes truculentos. No sé, quizá sea mejor dejar las cosas como están. Yo he hecho cuanto ha estado en mi mano, pero esta batalla está perdida.

—No digas gilipolleces, Raulito. Ve pensando algo porque si tengo que arreglarlo yo, va a ser mucho peor —le amenazó—; ya sabes que no me ando con chiquitas.

—Déjalo, Inés, no vale la pena. Déjales que hagan su vida, yo hago aquí la mía, ya te lo dije este verano. Nada ha cambiado.

—Muy bien —Inés sonrió de oreja a oreja—, eso quiere decir que lo dejas en mis manos. Luego no digas que no te avisé.

Cuando colgó el teléfono supo con absoluta certeza que si quería sacar a esa mala puta de sus vidas, tendría que actuar ella solita, y según sus propios métodos. Únicamente le quedaba un as por jugar, y lamentaba no poder echar mano de algo más original; pero si le salía bien la apuesta, cuanto menos la alejaría de los brazos impetuosos de Juanjo para siempre, y luego ya vería qué hacer. Separarla de Raúl (si acaso volvía con él) sería como un juego de niños, ¡eran tan bobos los dos!

 

 

Ya han pasado dos largas semanas en las cuales me ha sido imposible concentrarme en otra cosa que no fuera Raúl y sus problemas. Azu no me habla apenas; come y cena fuera de casa, y solamente se deja caer por aquí para dormir. He dicho bien: dormir. Eso es lo que hacemos todos desde la bendita charla de Raúl con sus parientes del pueblo.

Game over.

El juego se ha acabado, y veo difícil que alguno de nosotros se anime a iniciar otra partida. Raúl ya no nos ama físicamente, y yo me pregunto si todavía lo hace de alguna otra forma. No tengo, por eso, derecho a quejarme de su abstinencia sexual, pues fui yo quien la provocó; yo abrí la caja de Pandora. Le abrí los ojos a Raúl, le invité a mirar dentro de su corazón y lo que ha visto en estos últimos días le ha quitado las ganas de hacernos el amor. He tirado piedras a mi propio tejado; le he regalado, le he perdido. Azu no parece en absoluto dispuesta a perdonarme. Y no sé si yo podré perdonármelo algún día. Pero ¿qué otra cosa podía hacer si se le notaba a la legua que estaba más pendiente de ella que de nada?

Lo dije y lo repito: no voy a compartir mi vida con un hombre si sé de sobras que anhela otro cuerpo, otros brazos, otras tetas y otro coño. Además, el piso es mío, exijo un poco de respeto a mi persona y a mi personalidad.

Cuando él llegó aquí, me pareció bien disfrutarlo sexualmente; pero ahora que sé que Izaskun está todavía presente, ni mi cuerpo ni mi alma reaccionan igual. Ignoro qué decidirá él; parecía resuelto a conservar el empleo (a mí también me parece increíble) y quedarse en Barcelona. Tal vez vaya a verlas sólo para ver cómo están, aunque está emperrado en decir que al lado de Juanjo no van a ser felices.

Yo, por mi parte, me voy a tomar unos cuantos días de relax en Terrassa; veré a mi padre (¡pobrecito!) y reorganizaré mi vida. Azu se marchará tarde o temprano de aquí… por su propio pie; yo no voy a echarla, pero si Raúl se va, y ella me considera culpable, nada la retiene en este piso ni conmigo.

 

 

Ainhoa fue bautizada la segunda semana de diciembre en la parroquia del pueblo; le echó el agua bendita el padre Severiano, quien continuaba siendo el fiel pastor de la comunidad —ya bastante reducida— de feligreses que asistían cada domingo a misa de doce.

India acudía con una regularidad y puntualidad ejemplares a todo el ceremonial religioso, participando del sacramento de la eucaristía de modo devocional; y aunque no tenía fe en ningún santo en particular, sí creía en todos ellos. Esa mañana, sin embargo, fue la gran ausente. Con una terquedad rayana en la obsesión, seguía negándose a reconocer a esa niña como algo suyo. Con todo y ello, se sintió gravemente ofendida y casi insultada cuando supo quiénes iban a ser los padrinos de la mocosa. ¡Graciela y Gorka! ¡Por Dios, eso sí era el colmo del mal gusto! ¿Qué demonios tenían ellos que ver con su hija? ¿Y a qué rediantre había vuelto Gorka al pueblo?, se preguntaba con desconcierto y una creciente sensación de alarma. Ya lo averiguaría, ya; más le valía estar al tanto, no fuera a ser que ese mal nacido echara por tierra sus planes.

La decisión había sido de Izaskun, y ya hacía semanas que la había tomado. Con Graciela no hubo problemas, pero Gorka ya era otra cosa. No le había dicho nada en verano, y no sabía si volvería a verle. Gorka no había aparecido por el pueblo desde su última charla. Cuando ya desesperaba de encontrarle se sorprendió al oírle una noche al teléfono. Había telefoneado a Graciela a Etxe Handia para consultarle una pequeñez sobre el cuidado de la niña; lo que menos esperaba esa noche era hablar con él. Después del primer instante de sorpresa y natural curiosidad, fue al grano de manera alegre y desapasionada como de costumbre. Gorka no se lo pensó dos veces, y ahora allí estaban.

Otra ausencia notable era la de Raúl. Para sustituirlo estaba Juanjo, quien ya comenzaba a permitirse atribuciones como padre de la chiquilla, y con la esperanza de tener uno propio más temprano que tarde. Se le veía de veras enamorado, y el sentimiento le había aportado una tardía ingenuidad. Todo lo veía de color de rosa, y creía ciegamente que todo el mundo debía ser feliz sólo porque él lo era. Tenía fe en que Inés, al fin, recuperaría el sentido común, maduraría y se uniría a la celebración. Miraba a Izaskun embobado, admirándose de esa idea tan acertada que tuvo al recomendarle que se tiñera el pelo; estaba más preciosa que nunca, a pesar de su sencillo traje gris y de no llevar ninguna joya.

La celebración fue íntima en casa de Fernando; no había muchos invitados, sólo Juanjo, Graciela, Gorka, y las compañeras de trabajo de Izaskun; la apreciaban mucho, se alegraban sinceramente por su enlace y le deseaban toda la suerte que merecía.

Olatz no apartaba la vista de Juanjo; a Raúl no había llegado a conocerle, y aunque Izaskun le describió como «el perfecto Príncipe Azul», a ella le gustaba mucho más este otro chico.

India no salió de su dormitorio, lo cual sin lugar a dudas salvó la recién estrenada relación de Graciela y Gorka; la fiesta la ofendía como un insulto, pero a fin de cuentas ésa nunca fue su casa. De todos modos se quedaría hasta fin de año, solamente para fastidiar a Fernando. Su marido le debía unas cuantas, y ya era hora de ir pasando factura.

Abajo, en el salón, Izaskun y Juanjo hablaban tranquilamente; de tanto en tanto él tomaba fotos aquí y allá. De repente se quedó estupefacto. Sin apartar la vista de la pareja que se besaba con una pasión envidiable, le dio un codazo a Izaskun.

—Mira eso.

—¿Qué? —Izaskun siguió con la vista la mano de Juanjo, que gesticulaba con disimulo, pero señalaba de modo inequívoco a los amantes.

—Eso —insistió Juanjo.

—¡Ajá! —Izaskun parecía muy satisfecha de sí misma—. Te lo dije, ya te lo dije. No vino a buscar a Raúl, vino a buscar a Graciela.

—¿Cómo lo sabes, cómo puedes estar tan segura?

—Raúl no vale la pena, Graciela sí. —Juanjo sonrió, muy satisfecho también—. ¡Y qué guapísima está! —La ensalzó Izaskun—. Ese traje es sensacional y le queda como un guante. ¡Jamás me la había imaginado así!

Graciela vestía ese día un traje pantalón de color blanco: un modelo de Victorio&Lucchino; debajo lucía con desenfado una camisa negra con el cuello desabrochado, lo cual permitía admirar una gargantilla de diamantes más deslumbrantes que el sol. La larga y sedosa melena negra le caía suelta una vez más, rejuveneciéndola más que cualquier otra cosa.

—Ni yo tampoco, ni yo tampoco. ¡Jooodeeer! Esto bien merece una foto —declaró Juanjo entusiasmado.

—Quita —le palmeó la mano—, no seas indiscreto —le regañó—, déjalos tranquilos.

Juanjo no hizo caso; tiró esa foto y unas cuantas más.

—Tienes un morro que te lo pisas.

—Esta foto vale un imperio, cariño. Es para la posteridad: la abuela locamente enamorada y ataviada como una estrella de cine. Y él, que se la come con los ojos. Ah, por cierto, la cara de tu viejo también se merece una foto.

Fernando mantenía la mirada fija en la parejita; estaba boquiabierto. ¿Qué diablos significaba aquello? Fue a buscar a su hija.

—Tú lo sabías —la acusó furibundo—, por eso los invitaste a los dos.

—No, papá —le corrigió—, yo no sabía absolutamente nada. Invité a Gorka porque me cayó bien nada más conocerle. Y Graciela fue la comadrona, ¡qué menos! Si son pareja, pues muy bien. No montes el numerito, papá, por favor.

Izaskun agarró a su padre por la manga de la chaqueta; Fernando parecía dispuesto a lanzarse a la yugular de ese par. Ella quería tener la fiesta en paz.

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