Carnaval

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DOS

 

Navarra. 1996

En una improvisada cama hecha con cazadoras, camisetas y pantalones, sobre montones de balas de heno tiradas allí descuidadamente, en los viejos establos, ellos se amaban sin inhibición alguna; se entregaban a la pasión del momento, de ese instante fugaz que está, pasa y se desvanece, y ni tan sólo queda en el recuerdo de sus protagonistas. Para ellos es sólo un polvo, una forma de comunicarse, de pasar el rato. Un rato divertido.

Y sin embargo, no es todo; para ella, esto es mucho más que un juego. Tuvo un principio y ha de tener un final feliz. Pero no puede hablar de ello, no con él; no lo entendería.

La pasión de los cuerpos es menos comprometedora que todas y cualquier palabra que puedan decir, cualquiera que pueda escapar de esos labios que permanecen sellados como si ese fuese su destino o su condena.

Izaskun se apartó de él, sus labios se apartaron de los suyos con impaciencia. Comenzó a hablar: un intento de conversación entre dos personas que ya no tienen, según Raúl, nada que decirse fuera de la cama.

—¡Estoy harta de tomar las iniciativas de nuestra relación! ¡Harta! ¿Me has oído?

—¿Qué relación? —él se quedó atónito—. ¿A qué le llamas tú relación? Un polvo es un polvo y ya está.

Hasta ahora se lo habían pasado muy bien juntos. ¿Por qué siempre se empeñaba en complicarlo todo?

—No te entusiasmes, no tenemos ninguna relación —la desanimó cruelmente—. ¿Para qué coño quieres una relación? ¿Y por qué conmigo?

—No te pongas así, joder; cualquiera pensaría que he dicho algo formal. Ya sé que tú no quieres relaciones, tienes miedo de formar una pareja, te aterran las consecuencias, los convencionalismos… los compromisos en general. Nunca me has hecho una promesa —le reclamó de pronto, enfadada.

—¿Una qué? ¿Para qué quieres que te haga promesas que no pienso cumplir? Y mira, francamente, tampoco quiero una familia. La mía apestaba, y todas son iguales; la tuya también, nena. Estás tan acostumbrada a toda esa mierda que ya ni la hueles, por eso te enrollaste conmigo.

—¡Uy, amor, vas muy mal por ahí! Me lié —ella dudaba que el verbo liar fuera el adecuado para describir su relación (ella nunca vio su amor por Raúl como un lío)— contigo porque me diste pena. No eras más que el hijo de un borracho; no sé ni cómo tu madre le aguantaba. Y aún gracias que no tuvo que aguantarle mucho tiempo. Ni a él, ni a su mal aliento de vino barato. Sí, ¡qué leches!, me diste lástima. Pensé que no tenías por qué pagar por los errores de tu padre, del bueno de Gorka: el borracho del pueblo.

—¡Maldita seas, Izaskun, joder! ¿Sabes qué hago con tu puta lástima? ¿Lo sabes, nena? Pues me la paso por el forro de los cojones y me quedo tan ancho, ¿me oyes? Tampoco hace falta que me restriegues por la cara todo el jodido día que mi padre bebía —le recriminó—, que esa historia ya me la sé de memoria. Deberías ocuparte en acallar las habladurías de la gente.

—¿De qué demonios estás hablando ahora? —estaban jugando al juego de las verdades, y ella estaba saliendo muy mal parada, lo sabía; mas también sabía que debía llegar al final.

—Nuestro alcalde tiene una nueva amiguita. Todo el mundo lo sabe —decía Raúl riendo—. ¡Y a ver cuánto le dura esta vez! Mientras, la frígida de su mujercita y la ninfómana de su hijita se hacen las tontas, aguardando con infinita paciencia a que la ovejita negra vuelva al redil. Eres patética, nena, asquerosamente patética. ¡Deja de lado el sarcasmo y la compasión por la gente como yo, y ponte en tu lugar, joder!

—Eres un mentiroso hijoputa. Mi padre no tiene ninguna «amiguita», y la culpa es de tu madre, que le volvió loco. Si no se hubiera pasado media vida encoñado con ella, ahora seríamos una familia normal como las demás. La gente de este pueblucho de mierda debería lavarse la boca con lejía después de todo lo que ha hecho mi padre por ellos, porque no van a tener otro alcalde mejor. Alguien tendría que venir a recordarles que fueron ellos quienes suplicaron, casi les faltó ponerse de rodillas, que se presentara a la alcaldía; el mismísimo don Severiano vino a hablarle de la necesidad que tenía el pueblo de un hombre como él. Y hablando de frigidez, ¿qué me dices de mamaíta? ¿Cuándo fue la última vez que un hombre la tocó antes de que la pobre infeliz se ahorcara en la plaza del pueblo? ¡Bonito gesto! Había oído hablar de ejecuciones públicas en las plazas, pero no de suicidios; esperemos que no acabe, con el tiempo, convirtiéndose en una costumbre. Una moda semejante no honraría mucho la memoria de tu mami.

—¡Maldita zorra! —dijo entre dientes—. ¡Eres una maldita y jodida zorra de mierda! —estaba muy exaltado. Ya no controlaba el tono de su voz; le estaba gritando y se veía muy capaz de golpearla si seguía en ese plan borde, solamente porque se habían provocado mutuamente.

—Sí —dijo Izaskun, socarrona, sonriéndole—, pero mira cómo te gusta cuando te la chupo, y lo dura que se te pone. Eres como todos; sin mí no eres nada.

—¿Qué? —Raúl puso ahora los ojos en blanco—. ¿De qué vas? Putas como tú las tengo con sólo chasquear los dedos, ¿te enteras? Mañana me largo a Barcelona, y cuando llegue van a montarme una orgía como regalo de bienvenida, ¿me oyes, nena? Qué pena que no estés invitada, pero el mundo está lleno de zorras como tú.

—Volverás a mí, ¡y a la palma de mi mano! —Izaskun estaba más convencida que nunca—. Sé lo que quieres y sé lo que necesitas, y a mí no me hace falta mover un solo dedo. Con desearlo me basta.

Raúl ya estaba harto de un intercambio absurdo de insultos. ¡Por Dios! No era esa la manera como él había querido despedirse de su gatita; en el fondo la quería. Pero o se largaba o acabarían haciéndose más daño. Un daño irreparable.

—Me abro  —dijo  finalmente,  queriendo sacársela  de encima—, todavía me toca liar los bártulos y apechugar con la última bronca de la vieja. Lo siento, nena, fue bonito mientras duró. Eres jodidamente buena en la cama, pero fuera de ella ya no tenemos nada que hacer ni qué decirnos.

 

 

 

 

 

—¿Dónde diablos has estado metido toda la santa tarde? —su voz sonaba dura; sus ojos negros, siempre inquisitivos, la mirada, inquietante. El cuerpo robusto pero lozano aún, estaba rígido, preparado para mostrarse desagradable y cruel. Pero no tenía más remedio, era su abuela, su madre y su padre a la vez; todo lo que el chico tenía en el mundo (aparte de sus primos y de unos tíos de quienes nadie sabía nada desde hacía demasiado tiempo). Le había educado como había sabido, mas no había sido suficiente.

«Los chicos de hoy día crecen salvajes. Inútil la disciplina que se les impone, inútiles las broncas y los sermones. Siempre traen disgustos, uno detrás de otro, y a una se le vuelve el pelo cano antes de hora.» Sabía dónde había estado, y con quién. Izaskun no era mala chica, pero Raúl debía sentar la cabeza, y ella era demasiado guapa.

Graciela quería otro futuro para Raúl: alguien con un mínimo de sentido común para empezar; decente y fuerte, pero hogareña al mismo tiempo; trabajadora, aunque no una de aquellas feministas hombrunas y marranas que andaban siempre con pantalones, y además con unos horribles y bastos. La quería femenina y maternal; educada y buena moza, pero sin exagerar. Nada de las desvergonzadas que hacían… ¿cómo era aquello?... Bah, daba igual… las que se exhibían medio desnudas en las playas. Aquello era un asco.

Izaskun era demasiado llamativa y provocativa para su nieto, y tal y como era él, no tendrían más que problemas: uno detrás de otro. No, Izaskun no era buena para su Raulito.

—Estaba con Izaskun —ya iba preparado para el interrogatorio, y dispuesto a soportarlo siquiera por un rato. Al fin y al cabo, era el último.

Sintió (aunque muy brevemente) que, a pesar de todo, echaría algo de menos a la vieja. Eran muchos años y, tanto si le gustaba como si no, le debía a ella todo… Menos sus conquistas amorosas y sexuales, claro está. Aquello era lo único suyo. Real y verdaderamente suyo.

—No te he preguntado con quién, sino dónde. Pero ya a propósito de eso, no me gusta que salgas con ella; se dicen muchas cosas de ella y de su padre…, demasiadas.

Se lo temía y no se había equivocado. De nuevo andaba con ella.

—Ya no salgo con ella. Follaba con ella —una sonrisita maliciosa asomó a sus labios. A Raúl le divertía pinchar a su abuela, y poner a prueba su hipocresía; según la vieja, esas cosas se hacían, resultaba evidente, pero nunca se hablaba de ello.

—Te he dicho una y mil veces que te laves la boca con jabón, ¿es eso lo que te enseñaron los curas? ¿Y por qué hablas en pasado, a ver? De todas maneras, no sé por qué me molesto en reprenderte si nunca me haces caso.   

La voz de Graciela sonaba cansada, harta de tantos años diciendo lo mismo. Día a día, mes tras mes. Pero solamente le quedaba Raúl, y debía velar por él.

—Está bien, abuela, está bien. —Raúl también tenía ganas de acabar con aquello—. No te voy a hacer más caso, puesto que no voy a estar más aquí. Mañana me marcho… ¡Hasta nunca!

—¿Y de qué vas a vivir? ¿De las mujeres? Eres un bala perdida, como tu padre. ¡Yo no sé qué va a ser de ti! ¿Y dónde vas a vivir, en casa de tus primos?

—Sí.

—Al menos ya es algo —contestó más conformada, pero con la misma preocupación; lejos y sin nadie que le cuidara… ¿Qué pasaría si enfermaba?

Raúl no compartía las preocupaciones de su abuela; es más, de haberlas conocido, se hubiera reído mucho de ellas. Para Raúl solamente existía un pequeño problema: ¿de dónde iba a sacar dinero para sus juergas sin hacer ningún esfuerzo? Lejos del apoyo económico de su abuela, las cosas ya no iban a ser tan fáciles; tendría que hacer algo. No es que no estuviera preparado para luchar en la vida, simplemente no le venía en gana trabajar. Eso era todo. Y ese problema le puso de muy mala leche. Fue algo repentino que le hizo saltar, poniéndole a la defensiva, como si luchara con su abuela y con todo el que quisiera mantenerle atado a aquella vida vacía de alicientes, y marcada por un pasado que él no escogió.

—¿Qué coño es esto, un interrogatorio policial o qué? Pues vomita todo lo que quieras, porque ésta es la última vez que vas a poder darte el gusto. Después de mañana no me vuelves a ver el pelo, ¿entendido?

—¡Eres un sinvergüenza y un desagradecido! —Graciela pasó de la preocupación a la furia—. Mucho insultar, pero aquí yo te he puesto cada día las habichuelas en la mesa, y el pan, y la cerveza, y he pagado tus juergas y tus estudios, y tu carnet de conducir y tu coche. ¿Sigo? Así que me respetas, aunque sólo sean las pocas horas que te quedan por pasar en esta casa. Que aún puedo cruzarte la cara como cuando eras un crío y no estaba tu padre para hacerlo, aunque dudo mucho que te la hubiera visto, de lo ebrio que volvía siempre. Y en lo que concierne a tu madre… Eligió el camino más fácil: va y se ahorca. ¡Bonita manera de resolver sus problemas y encarar la vida! No le gustaba la mierda que le tocó vivir después de que tu padre se largó con viento fresco, y ¡hala, me mato y listo! ¡Cobarde! Nunca esperé mucho de ella, bien es cierto, pero tampoco que me saliera con aquello. ¡Menuda idea genial! Y luego yo, a cargar con el crío.

»Anda, lárgate, lárgate, que ya va siendo hora, de verdad. Así ya no nos haremos más mala sangre, que ya estoy harta de hacer de criada para «el señorito». Y a ver si no habrás dejado preñada a alguna moza. Te aseguras bien de eso antes de poner tu culo en tu descapotable. ¡Bastantes problemas tengo yo para que me vengan con los de los demás! No estoy tan vieja como para que me regales un bisnieto. Y para quebradero de cabeza, contigo me basta y me sobra.

—Vaya, vaya… conque eso he sido para ti: un dolor de cabeza. Pues no sabes cómo lo lamento. Pero alégrate, mujer; ya te he dicho que mañana me largo y desaparezco de tu vista. Ya no tendrás más quebraderos de cabeza.

—¡Vete! ¡Fuera! No quiero verte más. Y cuida no ocasionarme más problemas, que aquí sigo mandando yo, ¿está claro? —Era su nieto, sí, pero había acabado por colmarle la paciencia—. No te atrevas a manchar la memoria de esta familia más de lo que ya lo hizo el inútil de tu padre.

—Yo no soy mi padre.

—No —Graciela frunció los labios en una mueca divertida—, tienes toda la razón. El problema de tu padre era la bebida, y el tuyo: ese pingajo que te cuelga entre pierna y pierna. ¡Por Dios, sin pito tendrías que haber nacido, y la de preocupaciones que me hubiera ahorrado! ¿Qué día será, Señor, qué día, el que te hagas responsable de la polla que Dios te dio por equivocación?

Ya no le gritaba. Ni siquiera estaba furiosa, solamente derrotada. Ese nieto suyo no tenía remedio.

—¿Has acabado?

Él sonreía, esa irresistible sonrisa heredada de sólo Dios sabía quién. Quería mucho a su abuela, a pesar de las peleas, ¿y cómo no iba a ser así? Ella era la única que le había criado y la única que le había regañado…

Pero el amor…, el amor siempre fue cosa de Izaskun.

—Sí, Raulito, ya he acabado —contestó Graciela.   

 

 

Caminaba por la carretera, a la salida del pueblo. Sus pechos sobresalían con generosidad del escote del vestido estampado que apenas le cubría lo necesario, y que le llegaba a medio muslo si lo estiraba mucho. Las piernas largas y morenas se movían con gracia al contoneo suave y algo provocador de sus caderas.

Nadie la miraba ni nadie la veía, pero su ego, aquella pequeña dosis de vanidad femenina —que en ella era algo insólito, puesto que apenas sí tenía en cuenta su propio cuerpo o su belleza— la impulsaba a presumir aquella tarde. Necesitaba con desespero sentirse bella y deseada. Sus cabellos estaban sueltos, caían graciosamente hasta la cintura, y el sol, en su crepúsculo, los volvía de color miel. Los ojos verdes, cual bellos estanques, remanso de paz, se contradecían con la tormenta de sentimientos y razones que luchaban en su interior.

La tarde caía; el sol iniciaba su lenta despedida de cada día. Nubes de color azul, luego malva, iban deslizándose por el vasto cielo, ensombreciendo al astro rey. A Izaskun la fascinaban esas horas del atardecer y la ayudaban a meditar. Por mucho que Raúl la menospreciara, tratándola como a una muñeca o una cabeza de chorlito, Izaskun no era tonta. Su única debilidad, su única obsesión en la existencia era él, porque le amaba, y mucho. Quizá demasiado.

¡Cuántas veces esa realidad se había puesto delante de sus ojos, invitándola a reflexionar! Si continuaba con ese amor obsesivo y enfermizo, acabaría con ella.

Raúl no la merecía; era un monstruo de egoísmo, y su única preocupación en la vida era su extensa lista de conquistas sexuales. Para él las mujeres eran kleenexs de usar y tirar. Las utilizaba para saciar su placer, y luego, una vez exprimidas hasta la última gota, como las naranjas, las tiraba a la basura sin pedir ni dar explicaciones. Él no tenía por qué dar cuentas a nadie, y lo que pensara el resto de la gente le importaba menos que nada.

Ella no quería ser una naranja o un kleenex más. Tampoco pensaba en una boda como las de los cuentos de hadas. Raúl se lo había dejado bien claro: no se le pasaban por la cabeza esas historias. Había llegado a entenderle. Al comienzo, cuando eran niños, ella albergaba en su cabecita las más fantásticas historias de amor. Inocente, creyó poder cambiarle. Ahora ni lo intentaba. Raúl no abrigaba la menor intención de cambiar por sí mismo, mucho menos permitiría que ella siquiera lo intentara.

Y se marchaba al día siguiente. ¡Dios! Casi lo había olvidado. Pero volvería a ella; si todo salía bien, regresaría a su lado. Lo que no tenía tan claro era si, después de todo, merecería la pena tenerle nuevamente. Tendría que merecer la pena, porque ella no renunciaría jamás a él.

Se quitó los zapatos y empezó a andar descalza. Hacía frío, a fin de cuentas sólo estaban en febrero. Y en Navarra los fríos eran intensos hasta pasado abril, casi mayo. Ella, en cambio, no sentía frío ni calor; tenía las mejillas sonrosadas por el airecillo fresco que soplaba, pero se encontraba a las mil maravillas.

Se apartó del caminito y arribó a una explanada de un verdor intenso. Se sentó y, poco a poco, fue dejándose caer hasta quedar cabeza y pies sobre aquella mullida alfombra natural de húmeda hierba, con aquel olor a tierra mojada, tan dulce y silvestre a la vez, que embriagaba los sentidos.

Raúl siempre quería hacerlo en los establos, o en el coche, o en su propia habitación de niño pijo cuando la abuela Graciela iba al pueblo. Gracias a Dios, esa vieja iba tan atareada, con unas cosas y otras, que tardaba horas en regresar.

Izaskun hubiera preferido hacerlo en ese campo verde, lleno de luces: miles de matices que dibujaba el sol caprichoso sobre todo lo que tocaba. Sus cuerpos desnudos y libres, bañados por la luz, como si fueran de oro puro. Los dos eran rubios; ella tenía el pelo algo más oscuro que el suyo; largo y liso, era el juguete preferido de él. Se obligó a recordar que esa etapa había pasado y ya no volvería. Si volvían a encontrarse, sería bajo otro sol, y en otras circunstancias. No quería pensar en eso, pero el realismo se impuso en su cabecita y la forzó a reconocerlo: tal vez no habría segunda oportunidad. Pero ella no había fallado; no en la cama, desde luego.

Como que fuera de ella, a él le importaba un bledo lo que hiciera, más le valía llenar su vida con otras cosas. ¡Tenía tanto por delante! Ahora, sin nada que hacer aparte del trabajo, ya era hora de recuperar el tiempo perdido. De volver a empezar. El principio de una nueva vida, alejada de los brazos de Raúl. Sonaba realmente aterrador a sus oídos, mas era algo a lo que debería acostumbrarse. ¡Su madre lo iba a celebrar!

 

 

Empezó a sacarlo todo de los armarios; estaba muy cabreado. Entre todos habían terminado por colmarle la paciencia, y no le sobraba precisamente.

Quería libertad. ¡Estaba tan harto del pueblo, de la gente y sus eternos chismes, de la vieja, de Izaskun, de su padre! No iba a echar de menos nada de lo que dejaba atrás. ¡Ni una sola cosa! El maldito pueblucho le había puesto una soga al cuello durante todos aquellos años, y no la había escogido él a su gusto como hizo su madre. Pero al final había salido ileso de todo; había conseguido todo lo que quería de la vieja. La pobre siempre se había considerado en deuda con él, y por ende no le había regateado nada. Estaba muy satisfecho. Su vida sexual era más que envidiable, y sus exámenes habían sido aprobados con notas sobresalientes, aunque finalmente los hubiera colgado al acabar el bachiller. Tenía el coche que siempre soñó. Definitivamente, y sin lugar a dudas, era un ganador.

La vida en Barcelona prometía ser tan excitante como el mejor sueño erótico; el verano anterior, cuando Juanjo vino al pueblo, le invitó a ir a vivir con ellos. Juanjo compartía el piso con Inés, su hermana melliza, y eran los únicos primos que conocía.

Juanjo frecuentaba el pueblo más que Inés; ella solamente había ido alguno que otro verano, cuando eran más pequeños. Ahora pasaban de los veinticinco y vivían solos, sin sus padres. Raúl siempre había oído hablar de lo mal que se llevaban los hermanos, en general. Él era hijo único, y de eso no podía decir mucho, pero se alegraba de que sus primos convivieran tan a gusto, sobre todo porque había aceptado (y de mil amores) la invitación de Juanjo. Iban a disfrutar mucho de la vida; y lo  más importante: vivir sin las reglas de los viejos; vivir según sus propias reglas, según sus leyes, con su propia conciencia y sus principios. Raúl ignoraba que sus primos no tenían conciencia ni principios, ni ley ni moral, y no era la única cosa que ignoraba; le aguardaban muchas sorpresas.

Juanjo había hecho una escapada al pueblo dos semanas antes para verle y darle una copia de las llaves del piso. Estaba situado en Mayor de Gracia, y a pocos pasos del Metro. Habían hablado de mujeres, motos, juergas, fútbol (aunque Raúl no era aficionado a ningún equipo en particular)… Además, le había comentado algo referente a una macro fiesta de carnaval en Sitges; Inés la organizaba todos los años, y se había convertido en todo un acontecimiento social entre la multitud de amigos que les rodeaban allá donde fueran. Un fin de semana de locura total. Le había convencido para adelantar el viaje, y así poder participar en la orgía.

Por supuesto, encontraría a faltar a Izaskun…, al menos los primeros días. Izaskun era un monumento, aunque un pelín infantil y demasiado romántica: de las que todavía lloraban con los finales felices de las películas. Con ella no llegaba a ninguna parte. Además, estaba muy apegada a su familia; y lo que era aún peor: quería formar una… ¡con él!

Más que a su persona y, desde luego, más que a su personalidad, echaría en falta el cuerpo espigado y hermoso, sensual y exquisito, en cuyas curvas él se había abandonado al placer. Lo mejor de Izaskun había sido, sin duda, su más que buena disposición para experimentar nuevas sensaciones, posturitas innovadoras, fantasías sexuales y sueños eróticos, casi perversos, que no dudaba en trasladar a la realidad que ambos vivían.

Izaskun se alimentaba de él tanto como él de ella.

Era una simbiosis perfecta, el acoplamiento total; sus cuerpos se unían con tal intensidad en aquel frenesí de placer, que era difícil ver dónde acababa uno y empezaba el otro.

Con Izaskun descubrió el sexo oral y lo que éste le ofrecía. Era curioso, él nunca se habría atrevido a pedírselo; la iniciativa, como todas las demás, había partido de ella, y él la acogió con sorpresa y deleite mayúsculos.

Su boca, como fresa madura en su pene, lo invitaba a pecar, le llevaba al éxtasis total; las sensaciones eran infinitas. Se lo metía entero como si quisiera devorarlo, pero no; lo chupaba como un caramelo con aquella lengua voraz durante varios minutos, hasta que él ya no resistía más y eyaculaba, y entonces ella, ronroneando como una gatita mimosa, succionaba el semen como un bebé mama la leche materna, cual si fuese un afrodisíaco para su exquisito paladar.

Desde el principio, y sobre todo al principio, habían tomado precauciones, pero en los últimos días él se había confiado. Ella le explicó que había empezado a tomar anticonceptivos y él la creyó. Ahora ya no estaba tan convencido; no había sido una idea muy brillante el haber confiado en ella tan a ciegas.

¿No quería cazarle? ¿Cuál era el truco más viejo del mundo? La preñez. ¿Y si Izaskun se quedaba embarazada? Él sabía que el niño sería suyo, ¿y de quién más podría ser? A pesar de la retahíla de insultos que se habían intercambiado hacía apenas una hora, ella le amaba y él lo sabía de sobras.

No amaba a Izaskun, ¡claro que no!, sólo la quería un poquito. Era una buena chica. No quería putearla, pero ella le conocía y no debía ilusionarse. Se lo había repetido miles de veces: él necesitaba variedad: una especie de zapping sexual: ir cambiando cada día, a fin de no caer en la monotonía y el aburrimiento.

Si llevaba una vida sexual plena, no tendría por qué refugiarse en la bebida como hizo su padre.

 

 

 

 

 

Tambaleante, sus piernas apenas sí le sostenían, y la cabeza le estallaba. Todo lo que veía a su alrededor daba vueltas como en una noria asesina. Era uno más, uno de esos seres indeseables para consigo mismo y para con los demás. Un perdedor. Gorka, el perdedor.

En una anónima avenida de Bilbao, y bajo una lluvia torrencial, sus pies dibujaban eses en el mojado asfalto. No tenía ni una botella, y ni una puta moneda para comprarla, y lo peor de todo: ya ni siquiera tenía ganas de comprarla, ya ni le daba gusto emborracharse como tantas otras veces, hasta perder el sentido.

No tenía excusas para aquel comportamiento, ni para aquel camino que estaba siguiendo; no era ningún viudo desolado. Él no había agarrado la botella después que Itziar se matara. No, Itziar se ahorcó porque ya hacía demasiado tiempo que él se había agarrado a la botella, y la amaba más que a ella y al crío.

Ya ni recordaba qué fue lo que le movió a desear casi de manera obscena la botella. Primero fue un trago al levantarse, para empezar mejor el día; luego media; más tarde ya no se conformó, la quería y la necesitaba entera; y a medida que las semanas y los meses iban pasando, el número de botellas aumentaba y su deseo sexual disminuía poco a poco.

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