Carnaval

Carnaval


* ABANDONO * » TRES

Página 6 de 48

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TRES

 

París. 1996

El avión va a llegar con una hora de retraso, y yo me pongo a temblar solamente de pensar en ello. ¡He sido una estúpida! Me he dejado convencer por François de que sería una experiencia agradable. No, no y no. El avión es mi peor enemigo, diga lo que diga el imbécil de François.

¿Quién se cree que es para darme consejos que no le pido? ¿Y qué clase de idiota soy yo para seguirlos, para dejarme engatusar? Si sé de sobras que me pongo fatal con sólo subirme a una escalera de cuatro escaloncitos de nada. ¡Tengo un vértigo de cojones!

Me pongo tan blanca como una hoja de papel; a veces, en semejante estado, ni siquiera se me ven las pecas, ¡y tengo la cara y el cuerpo llenos! Me invaden, acampan en mi piel, y deben de estar de coña, porque se resisten fieramente a desaparecer. Todo el santo día poniéndome cremas y potingues con la vana ilusión de disimularlas siquiera por veinticuatro horas, pero no hay manera… No, no quiero mirar por la ventanilla; no, no lo haré. ¡Oh, no! ¡Mierda! Necesito ir al lavabo, ¡es urgente! Pero no; si me levanto me caigo, seguro, y si no, vomito, que aún es peor.

El miedo me paraliza. ¿Qué hago ahora? ¿Cómo se desabrocha este maldito cinturón? ¿Y dónde leches está la dichosa azafata? Se pasa una hora dando el coñazo: que si quiere esto, que si quiere lo otro y lo de más allá… y cuando la necesitas de verdad, ¡desaparece! Todo el mundo sonríe, feliz, pero yo de esta no salgo. ¡Fijo! Siento como si me ahogara… ¡Por fin! Ya he descubierto el mecanismo de este condenado cacharro. Ya está… ¡Libre! Y ahora, ¿qué puñetas hago? ¿Le pido a mi (anciana y oronda) compañera que me deje pasar?

Me atreveré. Mejor eso que vomitarle encima.

—Por favor, ¿sería tan amable…? —me mira con maternal preocupación, ¡debo de hacer una cara…!

—Claro, cariño —me dice en un exquisito francés que afortunadamente entiendo a la primera—, haces mala cara —añade con una sonrisa, y me aconseja—: Deberías tomar agua con azúcar, un caramelo o una chocolatina, algo dulce que te dé energía. Pareces mareada, ¿quieres que llame a la chica? —se ofrece cariñosamente en tanto se levanta y se hace a un lado para dejarme salir con comodidad.

—No, gracias —le respondo—, ya la avisaré cuando vuelva del lavabo… si es que vuelvo.

Este pasillo parece no tener fin. ¿Había tantos pasajeros cuando subí a bordo? No, es que veo doble. La cabeza me da vueltas como una loca peonza. Debo de tener la presión por los suelos. ¿No va a acabar nunca este pasillo? Y yo aquí estoy: aferrada a cada respaldo de cada asiento, mirando de llegar a la toilette por este camino largo y tortuoso. Uff, al fin llego… ¡y qué pequeño resulta ser! Menos mal que no abulto mucho, aunque voy con la cabeza gacha porque si no, me topo con el techo.

Apenas sí hay espacio para mirarse al espejo. Pues no, no estoy tan mal; mi rostro no refleja ni la mitad de la ansiedad que me consume por dentro. Lo reconozco: soy una criatura delicada con vocación de enferma.

Más vale que me refresque un poco; el agua de este grifo cae helada. ¡Magnífico, ahora moriré de frío! Pues mejor, porque si nos estrellamos no sentiré nada. Ya estaré muerta. Pero… ¿Qué estoy diciendo? ¡Yo no quiero morir!

Si muero, no podré matar a François, y es lo que más deseo en estos momentos; luego llamaré a su mujer y saldremos a celebrar el habernos librado de semejante cretino. Ya me siento mil veces mejor; el placer de la venganza nos reanima a las mujeres en un santiamén. Incluso puedo regresar a mi asiento, y así evitar una lipotimia.

Me siento y… ¿me atreveré? Sí, me atrevo a mirar por la ventanilla. ¡Maldito atrevimiento! Algo sube de mi estómago (¡pobrecito él!) a mi garganta; contengo las ganas de vomitar, que ahora son más intensas, y tomo una determinante resolución: Nunca NADIE volverá a meterme en un avión, ¡jamás! Lo juro, ni aunque me vaya la vida en ello.

Prefiero morir en el suelo a pasar un minuto más en un trasto del demonio como este. ¡A la mierda con los consejos de François! Él es él, y yo soy yo; somos personas muy diferentes. Vivimos un ligero romance en París, pero sólo fue eso: un ligero romance. Todo acabó. Vuelvo a Barcelona, a mi Barcelona querida.

Me asalta un repentino pensamiento: ¿Habrá telefoneado mucha gente en respuesta al anuncio del alquiler del piso? No sé si os lo he dicho, pero hace unas semanas, antes de irme a París, puse un anuncio en algunos diarios y revistas especializadas para compartir mi piso. Lo heredé de mis abuelos, y está situado en la calle Aragón esquina Muntaner; es viejo, pero yo lo reformé con mucho amor, y lo transformé en algo moderno, acogedor y coqueto.

El problema de los pisos antiguos del ensanche es que, a menudo, son muy grandes para una persona sola; sobre todo para una como yo, que no soporta la soledad. Así que me decidí a compartirlo. Necesito el cariño de gente amiga con la que reír y llorar, discutir y enfadarme, compartir el baño y el microondas…

Prefiero a las chicas, con franqueza. No tengo nada en contra de los tíos… Sirven para tener la máquina calibrada de tanto en tanto, pero son la mar de irresponsables, y traen consigo muchos follones.

Yo lo sé bien; no es que haya cola para disputarse mis favores, pero he tenido muchos ligues (uno o dos cada verano) y algunos rollos más serios. A decir verdad, uno de los más serios ha sido con François. Ahora estoy más tranquila y os voy a hablar de él.

Hoy sé, que ayer no sabía, que los amores que una considera eternos pasan con el cambio de estación, cuando no antes, que nada dura para siempre, y que aferrarse a cualquier tipo de pasión es inútil además de estúpido.

Yo soy estúpida. Me aferré, y por eso puedo contároslo. Ante todo está (y es lo único que te queda cuando él se va) la dignidad y el amor propio que todos tenemos, con los cuales nacemos… aunque algunos los pierdan por el largo camino de esta vida. Yo estuve a punto de perderlos, pero me salvé a tiempo.

Mi historia fue la historia de un desamor, la de un sueño ricamente vestido del que desperté desnuda un buen día, la de una venda que yo misma me puse en los ojos y yo misma me quité, la de una aventura más o menos emocionante que yo quise estirar como un chicle y que, al final, me petó en los morros.

Porque cuando los sueños se quieren vivir demasiado intensamente, acaban por convertirse en pesadillas. ¿Sabéis? Un día leí en algún lugar (o quizá lo oí de pasada) que hay más lágrimas por peticiones atendidas que por aquéllas que no lo fueron, de modo que cuidadito con lo que deseáis porque se os puede volver en vuestra contra en el momento más inesperado.

Estoy de un filosófico que aburre, y todavía no os he dicho quién coño es François. Le conocí en Francia, en París concretamente, como bien habréis supuesto a tenor de todo lo que os he contado hasta ahora. Pero es mejor que os explique por qué fui a París. Es mejor que empiece desde el comienzo; tiendo a irme por las ramas, y no os quiero liar mucho.

Acababa de finalizar mis estudios de secundaria en un instituto de Terrassa, y con muy buenas notas (¿para qué ser modesta?). Vivía con mi padre, ya muy viejecito y solo. Mamá nos abandonó pronto; se nos fue en dolor y rabia, en una oscura carretera que prefiero no recordar. Se nos fue sin un adiós, y nosotros, presas de la impotencia y la frustración, aún esperábamos mientras se oficiaba el funeral una palabra de ánimo o alguna señal: algo que nos ayudara a vivir sin ella. Fue un adiós tan silencioso como el saludo tímido que le dirigió a mi padre cuando le conoció.

Si os cuento todo esto ahora es para que sepáis cuál era mi estado de ánimo en aquellos días. Había tocado fondo. Tenía una necesidad desesperada de escapar y conocer gente sana y feliz; de enamorarme, de perder mi tan sobrevalorada virginidad, de vivir una PASIÓN con mayúsculas.

Como ya he dicho, había terminado mis clases y exámenes, y pasaba mucho de meterme en el caos de la universidad. Me parecía un rollo, y aparte, no tenía ni pajolera idea de qué carrera quería hacer. Aquel verano, sin ningún plan de futuro muy claro, cogí una cámara de fotos que había permanecido medio escondida desde hacía años en un rincón de un armario lleno de trastos inútiles, le metí un rollo de treinta y seis y comencé, entusiasmada, a fotografiar todo lo que se ponía por delante de mis narices y del objetivo. A finales de julio ya le había cogido el tranquillo a la maquinita, pero estaba harta de fotografiar las mismas cosas y a la misma gente de siempre, que, dicho sea de paso, también estaba hartándose; de modo que agarré mis bártulos y mis ahorros (siempre he sido una hormiguita para esto del dinero) y me fui a París. Viajé en tren, por supuesto.

Tan pronto llegué, supe que acabaría enamorada de la ciudad: de sus calles, sus pequeños cafés, sus gentes, el aire (incluso el contaminado) que respiraba, el Sena: su majestuoso curso: suave y ondulante… Me albergué en una pensión de mala muerte (en esos días me dio por ir en plan grunge), y dediqué la primera semana a patear la ciudad y hacerla víctima del despiadado y siempre despierto objetivo de mi cámara.

En la segunda semana, juraría que fue un martes, cuando mis pies ya hervían de agotamiento en mis zapatos de cinco mil pesetas (¡y comprados en rebajas!) le conocí. Tal y como ocurre con la mayoría de romances que no perduran pero son intensos, François y yo nos conocimos en el cruce de una calle (de la que ya ni recuerdo el nombre), dándonos de narices, y de un patoso tal que acabamos los dos por el suelo. Después de hacer mutuo intercambio de nuestros respectivos arsenales de insultos e injurias, nos echamos a reír.

Como yo estaba de muy buen humor, a pesar de mis doloridos piececitos, tomé la iniciativa de invitarle a un trago, por las molestias (¿quién había molestado a quién?). Y él, ya sonriente, sin apenas acordarse de todo lo que nos habíamos dicho unos segundos antes, aceptó con un gracioso gesto de cabeza.

Anochecía y una copa nos vendría muy bien; hacía frío repentinamente, a pesar del caluroso día que habíamos disfrutado. Acabamos en Montmartre, en un café antiguo de aquellos que a mí me recordaban todo lo que había visto o leído acerca de los «felices años 20». A él, en cambio, le parecía decadente pero romántico, y como fuera que parecíamos una pareja feliz (él me había cogido la mano y a mí ni se me había pasado por la mente retirarla), estábamos a conjunto con el ambiente que respirábamos. Después de innumerables pastís que no tardaron en subírseme a la cabeza, y de otros tantos cafés, llegamos a su casa… que no era «propiamente» su casa, sino un estudio viejo y destartalado, con lo indispensable para no morir de hambre o frío…, o del más absoluto aburrimiento.

De súbito, una extraña sensación se apoderó de mí. Estaba excitada. Aunque iba más alegre que momentos antes del encontronazo, con toda mi alegría aún tenía las ideas claras, y una la tenía muy clara: íbamos a acabar en su cama. No es que yo no lo quisiera (en el fondo de mi alma lo estaba pidiendo a gritos), pero me lo había imaginado de tantas y tan diversas maneras que aquella no acababa de convencerme; tampoco me dio mucho tiempo para mis luchas internas… Antes de darme cuenta, ya me había quitado el vestido y jugueteaba con el cierre de mi sostén: «Suéltate, bonito; anda, rico…».

Yo estaba embobada o al menos lo parecía, o al menos decía François que lo parecía. Sus manos bajaron sin prisa, acariciando mis pechos; caminaron con lenta seducción sobre mi vientre, y llegaron a las caderas, rozando mis blancas y delicadas braguitas de encaje. Las arrancaron con gesto ansioso, y siguieron su sinuoso curso por mis piernas y, entrando suavemente a mis rincones más íntimos, recorriendo la cara interna de mis muslos, se cerraron en torno a mi sexo, acariciándolo… Y de pronto me cogió en brazos y me tiró sobre el colchón. Con besos húmedos y rápidos me adentró en el placer, se adentró él en mí, y sucumbimos a nuestro propio frenesí sexual que duró toda aquella tarde, toda aquella noche, la mañana del día siguiente y el resto de mis (abortadas) vacaciones en la ciudad del amor.

Quisiera poder explicaros algo más concreto o más práctico en cuanto a François, pero no sé mucho más que vosotros, de veras; lo único que sí sé con seguridad porque la vi, la toqué y la probé, es que tenía (y todavía debería tener) una polla espléndida, magnífica… ¡Vamos, de concurso! Mmm… se me hace la boca agua sólo de recordarla. Aquellas vacaciones fueron mágicas, aunque nos pasáramos la última semana haciendo el amor exclusivamente.

Yo creía haber encontrado lo que buscaba: al hombre de mis sueños, el HOMBRE con mayúsculas. Después de nuestros juegos sexuales confundí la velocidad con el tocino, y lo llamé Amor. Por si eso fuera poca estupidez por mi parte, lo creí correspondido, y ya me veía yo paseando por las calles de París con él, como uno de tantos matrimonios; porque yo todavía tengo fe en la Sacrosanta Institución del Matrimonio… Él también se veía paseando por esas mismas calles, acompañado. Pero ella no era yo. Ella era otra.

François estaba casado. No es muy difícil entrever que de aquel ínfimo detalle no me enteré hasta el verano siguiente, y ni siquiera entonces me quedé a gusto. No, quería sufrir más. No me importaba ser solamente un pasatiempo. Quería una relación de siete a nueve; martes y jueves, y vísperas de festivo. Quería que me prometiera mentiras, que jurase en vano, que me secuestrara y se olvidara de la otra. ¡Uy, qué despiste! Casi se me pasa por alto: la otra era yo.

El verano de 1990 fue intenso, pero me dejó mal sabor de boca: de algo corrompido, putrefacto. Decidí no volver a ver a François. Ignoraba que él me buscaría, así tuviera que remover cielo y tierra porque (no os vayáis a imaginar algo romántico) según me comentaría después, con nadie alcanzaba el éxtasis en la cama, sólo conmigo; el muy cabrón solamente quería follarme, joderme hasta reventar. Yo tan sólo era un puto cuerpo en el cual vomitar sus fantasías y complejos sexuales. Las mujeres, en estados febriles de enamoramiento, podemos ser realmente estúpidas. Una mujer puede ser jodidamente tonta y, además, asquerosamente masoquista. Y cuando eso sucede, cerdos como François ven el cielo de sus perversiones abierto… y de par en par.

¡Ja! Ya no estoy mareada. Con tanto rollo, no recordaba que estaba en un avión. El colmo ha sido dejarme convencer por François para hacer algo que odio: permitir que me lleven por los aires. Se acabó. Después de casi siete años (me estremezco al pensarlo) de un sinsentido, me entusiasma la idea de volver a mi casa, ponerme las zapatillas de felpa, mi bata enguatada de color rosa, poner la televisión y conectar el contestador para ver si me han dejado muchos mensajes durante mi corta ausencia. Cuando me largué a París a pasar las Navidades (nunca más las he pasado en casa desde la muerte de mamá) dejé una Barcelona fría, con temperaturas muy desagradables, si bien es verdad que yo siempre he sido muy friolera. Ahora espero días soleados, y que la inspiración me ilumine como cada año, y me ayude a decidir qué ponerme para la fiesta de Inés. Todos los años la fiesta de máscaras que organiza en Sitges es espectacular, escandalosa, irreverente; reúne a un buen puñado de locos y estrafalarios personajes, pero tan adorables y cómicos como Inés, ¡y casi tan desvergonzados! No ha de nacer aún el que se aburra en una de sus fiestas. Esos Carnavales empiezan siendo un desorden y acaban degenerando hasta convertirse en desenfrenadas orgías.

Con más pena que gloria el avión está aterrizando. ¡Ya era hora! A mí ya no me duele nada. He superado otra prueba más en mi vida, o por lo menos así lo siento. Y repito: lo único que quiero es llegar a mi casa y ponerme mis zapatillas, la bata rosa, ver la tele…

Ir a la siguiente página

Report Page