Carnaval

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CUATRO

 

Barcelona

Allí estaban las dos: sentadas en el sofá, con los pies cruzados y comiendo palomitas. Afuera anochecía poco a poco, pero ellas no lo  veían, de tan absortas como estaban en su parloteo; si hubieran sonado truenos, quién sabe si se hubiesen enterado. Pero no; la noche, aunque fría, se presentaba serena.

Habían comido algo que pillaron por la cocina. La maleta de Azucena estaba en un rincón, aún sin abrir. Mercè no recibía apenas visitas en su casa, sobre todo porque casi nunca paraba en ella más de media hora. De hecho, si Azucena hubiera tardado un cuarto de hora más en llegar no la habría encontrado. A su amiga le gustaba bien poco la casa; decía que tenía malas vibraciones, y que eso asustaba a los habitantes (aunque en los últimos años sólo estaban ella y su hermano) y a las visitas. Claro está que había habido temporadas en que la casa se había llenado de gente, pero eso fue en vida de su madre, y ya casi nadie se acordaba de aquellos días.

Tiempo atrás Mercè y algunos compañeros del instituto se habían reunido para hacer espiritismo y consultar la Ouija, mas esas experiencias no resultaron muy estimulantes, sino más bien pavorosas, y se restringieron al cabo de unas semanas.

A pesar de eso, la muchacha creía ciegamente en los espíritus del más allá, y tenía por costumbre hablar con ellos, aunque nadie sabe si recibía o no respuesta por su parte. Esas creencias eran la única herencia de su madre, que, de joven, había hecho magia blanca, conjuros, hechizos y sortilegios. De recién casada acostumbraba a leer las cartas del Tarot de forma más o menos profesional, y como medio para ganarse un (innecesario) sobresueldo.

Así pues, no era nada extraordinario que Mercè creyera entre espíritus y voces del más allá, lo cual no le permitía aburrirse, y aunque no tuvo muchos amigos mientras fue creciendo, los pocos que la rodeaban eran tan pintorescos como ella y como la clase de vida que llevaba.

Solamente entre toda esa gente estrafalaria había alguien totalmente cuerda y razonable; alguien que no se asustaba de los espíritus, pero tampoco les hacía el menor caso: Azu. En realidad, y como todos ya sabemos, se llamaba Azucena; sin embargo, a Mercè siempre le pareció demasiado largo y se lo acortó por su cuenta. La conoció durante el primer verano que pasó en Dos Hermanas. Ella estaba en casa de sus tíos; vivían en La Motilla, y eran vecinos de los Lorca. El matrimonio tenía dos niños de poco más de seis meses, y Azu tenía once años por aquel entonces. Ella, por su parte, contaba ya trece, se sentía algo desplazada y no conocía a nadie en el vecindario. Estaba en una edad difícil; además, la muerte de su madre era aún reciente y su padre había pensado que debía distraerse.

Andreu estaba ya en la universidad, en su segundo año de Filología Alemana, y se quedaría en Barcelona; pero la niña necesitaba otros aires. Aquel verano, en aquel pueblo, y empujada por su tía y sus abuelos, conoció a su primera amiga verdadera, y hoy, tras tantos años, continuaban teniendo mil cosas que contarse.

De golpe se le ocurrió una idea: si Azu había acabado con Nacho, lo que le convenía era divertirse. ¿Y qué mejor diversión que el carnaval anual de Inés?

—¿Por qué no te vienes al carnaval de Inés con nosotros este sábado? —le propuso con una sonrisa de oreja a oreja—. Será un fin de semana de locura, todos los años lo es. Pero eso sí, tienes que buscarte a un tío que te acompañe; Inés no te dejará entrar sin un hombre.

—¿Quién es esa tía? Bah, da igual. Iré de todos modos. No con Nacho, desde luego; prácticamente he huido de él, así que tendré conseguirme otro. Tampoco sé qué disfraz ponerme.

—No pienses en eso ahora —le dijo Mercè, aún con la sonrisa en los labios—, me refiero al disfraz. De eso me encargo yo; confía en mí. Eso sí, lo del tío es cosa tuya. En cuanto a Inés, es una compañera de la facultad. Está completamente zumbada, pero adorable si no le llevas la contraria; es una ninfómana declarada, y le encanta montar juergas y bacanales. Tiene una casa en Sitges, a diez minutos de la playa, ¡una gozada! Allí siempre ha organizado sus carnavales, verbenas, despedidas de año y otras fiestas menos decorosas. Ahora te debo advertir: ¿tienes pudor?, ¿te asustan los tíos colgados hasta las cejas?, ¿no acabas de reconciliarte con alguna parte de tu cuerpo? ¡Pues no vengas! Vas a terminar como mamaíta te trajo al mundo. Es el ritual de la casa, te lo digo yo; aunque Inés te leerá el reglamento tan pronto como entres por la puerta: qué hacer y qué no, para pasar un weekend memorable. ¡Dios, si incluso tiene una máquina expendedora de condones! Ya sabes, tú echas las moneditas, creo que son cien durillos, y te sale la caja de condoncitos; y hay de varias clases… La instaló el año pasado, para más seguridad.

Según la franca opinión de Inés, quien pillaba una venérea o el sida era porque se masturbaba haciendo mal las cosas.

—¡Joder! Piensa en todo, ¿eh?

Azucena deseaba ya que llegara el próximo fin de semana. ¡A la mierda con Nacho! Se le despertó un tremendo resentimiento contra él, sólo de pensar la de diversiones que se había perdido por estar todo el santo día en la cama con el muy imbécil. Pero eso se había acabado; ahora iba a vivir.

—Se me acaba de ocurrir algo. —Mercè la miró con picardía y continuó—: ¿Por qué no «contratas» a un tipo para que te acompañe? Acuérdate de Richard Gere, ¿por qué han de ser siempre ellos los que paguen a una puta?

Mercè creía en la igualdad de sexos, de derechos y oportunidades. Si Richard había pagado a Julia por una semana… ¿por qué leches no podía Azucena pagar a un tío por un fin de semana, dos días de nada?, ¿qué pasaba, acaso no era lo mismo?

—A ver si lo entiendo —Azucena contuvo una carcajada—, me estás hablando de pagar a un gigoló, ¿no? No creo que sea capaz, la verdad, y no es que no me guste la idea. Me da mucho corte.

—Sí, sí, un puto, ¿por qué no? —A Mercè le parecía de lo más natural—. Un tío macizo que te acompañe para que no entres sola, y que no se ponga a gimotear como un crío si te ve follando con otro. Tienes que ir con pareja… pero no hace falta que te lleves a tu marido. Sólo son dos días; puede que no pase nada, puede que pase todo.

—¿Y de dónde lo saco?, ¿y cuánto me va a costar? Porque… no, no tengo dinero para pagar a nadie. No sé ni de qué voy a vivir. Sólo tengo mil duros, y no son de goma.

—Está bien, está bien, ¡qué le vamos a hacer! —Mercè pensaba ahora en una solución más económica—. Ya lo tengo: te prestaré a mi hermano; siempre ha ido de culo por ti, ¡no me digas que no lo sabías!, así que estará encantado. Pero reconoce que lo del puto no era mala idea.

—¿Tu hermano? —Azucena se quedó boquiabierta. Nunca pareció darse cuenta de cómo la miraba él, ni se le pasó por la cabeza que pudiera gustarle. Andreu era uno de los tíos más atractivos que conocía,  aunque no fuera su tipo—. No sabía que todavía estaba libre, pensé que ya se habría casado.

—¿Estás de coña? ¿Andreu, casarse? Si era misógino…, hasta que un buen día (o un mal día) te conoció a ti y le robaste el corazón. Si no te ha pedido que se lo devuelvas, por algo será. Veo que vas muy despistada; tanto tiempo jodiendo a ese imbécil te ha atrofiado la memoria. Y como hace tanto que no nos vemos, tendré que ponerte al corriente de todo. ¿Qué es eso que veo ahí? Parece una maleta. ¿Es una maleta, tu maleta? —preguntó mientras señalaba con el dedo su nuevo descubrimiento—. Eso significa que te quedas a vivir aquí, ¿no? ¡Maravilloso! ¡Fantástico! Pues ahora llamamos a los de Pizza Hut y encargamos una pizza enorme. ¡Me muero de hambre! Con el estómago lleno pensaré mejor qué alquilo para ti. Me refiero al disfraz, ¡y la máscara! Se me olvidaba, y es lo esencial. La máscara es lo único que te va a quedar a medianoche. Ha de ser la mejor —la miró fijamente—. No pongas esa cara. Te gustará, ya lo verás. Buscaré algo con lo que te sientas a gusto, si no, aún pondrás cara de mala leche y nos amargarás el rollo a todos. Voy a llamar al pizzero, ¿cómo la quieres? Mi preferida debe llevar anchoas y muchas olivas negras.

—Ok, por mí perfecto, a mí me gustan todas —Azucena empezaba a sentir el gusanillo del hambre recorriéndole el estómago—. Y yo no pongo cara de mala leche, ¿qué es eso? Acabo de pasar un mal trago —se justificó—, aunque ha valido la pena, claro. Me he largado del piso de un tío con el que he estado viviendo (y jodiendo) durante dos años, que no son dos días. Paso de rollos; quiero olvidar esas historias, desconectar, vivir de otra forma. No sé si me explico…

—Claro que sí, reina; si yo te entiendo. A medias, pero te entiendo. Nos traen la superpizza en diez minutos —anunció Mercè, aún con el teléfono en la mano.  Lo colgó, se levantó, se acuclilló frente a su amiga y continuó hablando—: Voy a buscar una copa. ¿Quieres un Martini?, ¿blanco o negro? 

—Es muy fuerte para mí, prefiero una cerveza, sin alcohol si puede ser —le pidió por favor mientras le sonreía.

—Eres una floja —la acusó y ladeó la cabeza con aire resignado—. Pues como no quieras agua en la fiesta, porque es lo único que Inés tiene sin alcohol. Todo lo demás es vodka, ron, cava, whisky, ginebra y licor de lagarto, porque dice que es afrodisíaco. A mí no me mires porque en mi vida lo he probado, ¡ni ganas! ¡Uy! No te lo he dicho, y más vale que te lo diga ahora: Inés tiene un hermano mellizo. Se llama Juanjo, y es rematadamente sexy; pero habíamos quedado en que tú ya tenías pareja para ese carnaval. Y me contó Inés que también vendrá un primo suyo de Navarra; es de tu edad… más o menos. Va a vivir con ellos, ¡menuda leonera!

Tal y como Mercè le había anunciado, trajeron la pizza y dieron cuenta de ella en un pispás; continuaron hablando toda la noche. Al rayar la madrugada, cerca de las cinco, Mercè le indicó dónde podía dormir. La instaló en el dormitorio de Andreu, que no pasaría la noche en casa porque estaba en Andorra, aprendiendo a esquiar.

Las dos se durmieron tan pronto cayeron en sus respectivas camas. Mercè ya no estaría sola, y Azucena no tendría que padecer al ver menguados sus ya exiguos ahorros. Teniendo en cuenta cómo era Azucena, no se quedaría a vivir mucho tiempo. Para Azucena una cama individual no era una cama completa, era sólo media cama. Tarde o temprano buscaría un hombre. Mercè esperaba que esta vez eligiera mejor. Andreu estaba muy bien para una noche, no más. Seguro que ella podía conseguirse algo de más calidad. Y más le valía, porque a la buena de Azucena le gustaban los rollos largos y con vistas a compromiso.

 

Llegó a las once de la mañana de un domingo soleado, y comenzó a dar vueltas con el coche, preguntando aquí y allá (cosa difícil porque las calles estaban prácticamente desiertas a esas horas) hasta encontrar la calle donde vivían sus primos. ¡Joder, era muy estrecha, y para colmo de males, pasaban autobuses! Tuvo que subir varias calles donde era imposible estacionar, pero ¡por fin, ahí estaba: un hueco para su fabuloso descapotable!

Adoraba ese coche. ¡Aquello sí fue amor a primera vista! Era grande, de línea deportiva y de un amarillo radiante. Impresionaría a muchas chicas. A Izaskun le había apasionado el color… y el asiento de atrás.

Estacionó y bajó del auto; sacó del maletero una mochila y una maleta más grande. Bajó andando por Mayor de Gracia mientras sonreía, satisfecho. Había merecido la pena el madrugón. No había despertado a su abuela; había abierto con sigilo la puerta de su dormitorio, se había acercado a la cama  y le había dado un beso en el largo cabello negro, con cuidado, despacio, muy suavemente. Ella ni se había inmutado. Él no quería otra clase de despedida.

Ahora se enfrentaba a una ciudad que le recibía con los brazos abiertos. Era uno más, ¡un ser anónimo! Allí nadie le conocía. Ya no era «el hijo del borracho» ni tampoco «el hijo de la que se ahorcó». Ya nadie más le señalaría con el dedo; nunca más. Podía desligarse de su sórdido pasado y disfrutar de cada minuto desde ese mismo instante, con la cabeza muy alta, sin tener de qué avergonzarse, ni por qué disculparse.

Entró en el edificio: una moderna construcción de los años ochenta, de portal grande y bien iluminado. Ellos vivían en el ático; ¡caray, la vista debía de ser fantástica desde la azotea!

Buscó en uno de los bolsillos de su cazadora tejana las llaves del piso y abrió. El ascensor le subió en volandas hasta el último rellano. Abrió la puerta y entró; el más absoluto desorden le salió al paso para recibirle. En el suelo, decenas de cómics y revistas de todo tipo se desparramaban sin ton ni son, así como calzoncillos, sujetadores, cintas de vídeo y de audio, el mando a distancia de la televisión, un cenicero lleno de colillas del tabaco rubio que fumaba Inés… Y un penetrante olor a incienso y lavanda mezclados inundaba la estancia. A pesar de lo estrambótico de la combinación, aquel olor no ofendía su delicado olfato. Dejó la mochila y la maleta en el suelo (total, un trasto más ya no iba a importar) y empezó a recoger cosas. Mientras iba amontonando los cómics oyó algo.

Una voz dulce, melodiosa, tarareando una cancioncilla pegadiza, aunque no podía recordar cuál era, ni tampoco acertaba a descubrir de dónde salía la vocecita. Se irguió y caminó por el piso, inspeccionando, intentando averiguar dónde estaba su prima. Porque seguro que era su prima. De pronto topó con la puerta del baño; estaba abierta de par en par, y la figura de una mujer desnuda en la ducha le daba la espalda. Todo en ella parecía hermoso. Hermoso y generoso; tenía un cuerpo algo regordete, bien es cierto, pero tenía también mucho de sensual. Sus cabellos, del color de la arena, los llevaba graciosamente recogidos sobre la nuca con una pinza de concha.

Como si la joven presintiera la presencia de alguien detrás de él se volvió bruscamente pero no hizo ningún gesto de cubrirse. Así Raúl pudo contemplar un rostro de facciones y sonrisa atractivas, con una expresión divertida en aquel momento, mas también con una gran determinación si la ocasión lo requería. Adivinó en ella un carácter fuerte.

El cuello largo acababa en unos hombros redondos, bellamente moldeados; un limpio escote sin granitos ni manchas, y unos pechos altos y firmes, rebeldes, desafiantes. Debajo: una cintura ancha, y más abajo: unas caderas algo estrechas y unas piernas bien torneadas. Ni de lejos era tan alta como Izaskun; sin embargo, sus piernas eran muy bonitas. El punto final lo ponían unos pies delgados y no muy grandes, muy bien cuidados, con las uñas pintadas de rojo carmesí. Ese detalle le movió a fijar la vista en las manos, manos apoyadas en las caderas con un mudo gesto de: ¿se puede saber qué estás mirando? Tal y como suponía, las uñas de sus manos estaban igualmente cuidadas y pintadas de rojo.

Ella permanecía expectante; deseaba que él le dijera algo, o que simplemente se marchara. Sabía quién era: su primo. Lo que no esperaba era que fuera tan alto y estuviese tan imponente. Hacía años que no le veía; ella no iba por el pueblo cada año, como Juanjo. Se quedaba en Sitges con su gente. Allá en el pueblo nada la atraía; Raúl era seis años más joven que ellos. Tal vez, de haber sabido que Raúl estaba «tan bueno» habría hecho alguna escapada. Ahora la miraba con deseo, totalmente embobado, sin decir ni mu. ¡Ni que no hubiera visto nunca a una tía en cueros!

Se secó una mano con la toalla y se la alargó con la intención de estrechársela, él respondió con la suya, y ambos se relajaron y sonrieron.

—Anda, ayúdame a salir de aquí —le pidió, poniéndole las manos en los hombros y acercándosele mucho, mucho.

Él la ayudó; ya en el suelo los dos, de pie, ella se le acercó más todavía, y con los ojos recorrió en una mirada rápida su cuerpo; alzó la vista a los labios como si quisiera besarle, los rozó con las yemas de sus dedos, pero se retiró y dijo en son de broma:

—¡Vaya, vaya, cuánto hemos crecido, eh, primito! Voy a matar a Juanjo por mentirme. Me dijo que estabas como siempre, y eso no es verdad. Yo te recordaba como a un renacuajo, y ya no eres un renacuajo.

Se relamió, pasando la lengua por los labios como quien saborea por anticipado un manjar delicioso. Le besó, ahora sí, con ímpetu y con desenfreno, poniendo toda la pasión de que era capaz. Después de satisfecho ese pequeño placer, se apartó de él sin miramientos.

—Ya está bien por ahora. ¡Venga, lárgate! Déjame vestirme en paz —le dijo con nerviosismo y algo de mal humor—. ¡Hala, hala, vete! —gesticuló con la mano para despedirle.

Raúl retrocedió hasta donde estaban sus cosas, las recogió y se dirigió a la habitación que le correspondía, tal y como se la había descrito Juanjo. Estaba confuso; el beso de Inés le había impactado y, por si fuera poco, se había acordado de Izaskun.

La habitación no estaba nada mal. Por aquí y por allá había libros y coches de carreras en miniatura; pósters del Barça, de Madonna y de Cindy Crawford; y una senyera catalana en la pared, encima de la cama. Detrás de la puerta había una diana blanca y negra, de medio metro de diámetro, con diez dardos clavados a escasos milímetros del mismísimo centro. ¿Se lo parecía o esa era la habitación de Juanjo? Pero no; según las indicaciones que le había dado, era la suya. ¿Dónde demonios dormía, pues, su primo?

Un golpe en el hombro le asustó y le hizo volverse. Como aparecido de la nada, ahí estaba Juanjo. Unos brazos le abrazaron con cariñosa fuerza; Raúl no estaba acostumbrado a esas demostraciones de cariño fraternal… No por parte de su primo, desde luego.

—Ei, tío, ¿qué pasa, te mola? Cuídamela bien, ¿eh?

—Sí —contestó Raúl, perplejo y algo turbado—. No está nada mal, pero ¿no es la tuya?

—No, hombre. La nuestra es la otra, la que da al patio de luces —se volvió en un ángulo de cuarenta y cinco grados y la señaló con el dedo. 

—¿La nuestra? ¿Qué quieres decir con eso de la nuestra? —ahora sí estaba confundido y un pelín asustado. ¿Qué quería decir todo aquello?, ¿qué trataba de decirle Juanjo?

—Inés y yo nos acostamos juntos. Siempre ha sido así; estamos muy unidos. Cosas de gemelos, ya sabes. —No, Raúl no lo sabía; no sabía una palabra de hasta dónde podía llegar el cariño fraternal entre gemelos. Le miraba, estupefacto, mientras Juanjo continuaba explicándose—: Y es genial en la cama, tío; una fiera, en serio; la diversión en casa. ¡Cojonudo! ¿Para qué andar por esos mundos de Dios cuando puedes conseguir un buen polvo sin salir de casita? ¡No hay nada como el hogar!

—¿Te estás follando a tu hermana? ¿Te he entendido bien? —Raúl se sentía desbordado ante la despreocupación de su primo. Hasta ese momento no comprendió bien lo que el bueno de Juanjo quería decir con aquello de que «siempre sería un pueblerino».

—Yo no lo llamaría así, de ese modo. Es muy vulgar. Suscita la idea de una relación cualquiera, esporádica; un momento fugaz en el espacio y en el tiempo. Lo nuestro es mucho más intenso, más duradero y mucho más serio.

Raúl iba asustándose cada vez más; jamás hubiera imaginado aquello. Sí sabía que había hermanos que hacían el amor (si se le podía llamar así); conocía casos de incesto. Era tan antiguo como el mismo mundo. Pero era algo muy escondido que quizá, sólo quizá, se revelase al final, cual una verdad apocalíptica, con caras de horror y asco como espectadoras mudas.

¡Lo de Juanjo era increíble! Oyéndole, cualquiera podría jurar que el incesto era algo tan natural como comerse una hamburguesa doble con queso, sentado frente al televisor. ¡Y el tono! Tan alegre como cuando le anunció que había aprobado el bachiller o el examen de la autoescuela. No estaba en absoluto violento o siquiera incómodo al explicarle aquello. ¡Era sencillamente increíble!

Inés apareció de repente delante de ellos. Llevaba puesto un salto de cama de gasa negra, casi transparente, atado a la cintura. Modelaba su cuerpo generoso, y afirmaba aún más sus pechos. Sonrió a ambos, y besó a Juanjo en la boca apasionadamente, una y otra vez, devorándola lentamente.

Raúl respiró hondo mientras trataba de retener la bilis que amenazaba con brotar de su garganta; se excusó rápidamente y entró en el baño a trompicones; se arrodilló frente al inodoro y vomitó con espasmos, entre arcadas y náuseas.

Ellos le oían desde el corredor. Inés sonreía con malicia.

—¡Pobrecito, qué golpe tan duro, ¿verdad?! Tiene mucho que aprender todavía, aunque no sé, no sé… Es que… ¡Joder, tiene menos seso que un mosquito, y es más pueblerino que una oveja! Espero que la tenga bien grande y sabrosa, y que al menos para eso valga la pena.

—¿Por qué no le bajas los pantalones y lo compruebas? —la alentó Juanjo, a medias divertido, a medias enfadado.

—Lo haré, descuida. Y no necesito tu permiso. Tú y yo tenemos un pacto: nos lo montaremos juntos hasta que uno de los dos encuentre algo mejor, ¿te has olvidado de eso, Juanjo? —le recordó Inés con una mueca divertida.

—¿Y él es algo mejor? Si te lo quieres tirar, hazlo. Y que yo no te vea, ¿de acuerdo? Aquí no.

Juanjo estaba perdiendo el buen humor; se estaba poniendo celoso, estaba haciendo un papelón y se sentía ridículo. De todos modos, sabía que, si no era hoy, aprovecharía el Carnaval para llevárselo a la cama.

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