Carnaval

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* ABANDONO * » CINCO

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CINCO

 

Castillo de Arga, Navarra. 1970

Bajo un sol de justicia el pueblo se vestía de luto para dar el último adiós a Jon Goikoetxea: el gran amo de aquellas tierras, y el último descendiente de su estirpe. Los Goikoetxea habían sido los dueños de unas tierras fértiles y prósperas del medio sur de la región.

El pueblo y las tierras estaban al sudoeste de Pamplona, y eran regados por el río Arga. El cultivo y la explotación de los espárragos, tan populares dentro y fuera de Navarra, eran lo que había dado a la familia el dinero y el poder del que ahora gozarían la viuda joven y sus dos hijas adolescentes. No hubo heredero varón. Nunca más habría un Goikoetxea; sólo quedaban Inmaculada e Itziar.

Ironías de la vida: en aquellos momentos de duelo, ni a Graciela ni a Inma, ni muchísimo menos a la jovencita Itziar les importaba un comino el dinero. La muerte de Jon había ahogado a Graciela en un mar de problemas; Inma estaba angustiada porque llevaba dos faltas en el periodo, y sospechaba que podía tratarse de un embarazo no deseado; todavía no había dicho ni una palabra del asunto, primero quería hablar con su novio. Y en cuanto a Itziar, aunque sólo era apenas una niña, ya vislumbraba el alcance de las consecuencias que iba a traer la ausencia de su padre.

Las tres mujeres, frente a sus respectivos armarios, decidían qué ponerse para el funeral. No era cualquier funeral, ni ellas eran unas mujeres cualesquiera. Todo el pueblo iba a estar pendiente de sus caras, de sus gestos, de sus vestidos. En cierto modo, todo se reducía a una suerte de desfile: expuestas a las ávidas miradas de los curiosos. Eran famosas; las más ricas, jóvenes y bellas, en un pueblo cuya población no superaba el centenar de habitantes.

Inma era la más disgustada, nada había en su guardarropa que pudiera llevar con un mínimo de estilo. ¡Deplorable! Todo era viejo y pasado de moda. Y lo más fashion que tenía, y más le gustaba, era una minifalda de un rojo chillón. ¿Por qué el luto debía ser negro? ¿Por qué no podía ponerse lo que le viniera en gana? Porque su madre le cruzaría la cara con una bofetada si la veía vestida de esa guisa. Acabó por ponerse el conjunto negro que estrenó las pasadas navidades. Al menos el pantalón era de pata de elefante y estaba de rabiosa actualidad. Se conformó al fin; mirándose en el espejo vio que no estaba del todo mal, y la barriga seguía en su sitio. Temía empezar a engordar.

Aquel mes se presentaba con un calor seco que anunciaba el insoportable verano que les esperaba. Y a pesar de eso, Graciela escogió un modelo severo y austero en crepe negro; un vestido que le llegaba a los tobillos, con el cuello a caja, y los puños cubriéndole las muñecas. Todo un luto para alguien que no creía en ellos. Contaba solamente treinta y cuatro años, y ante ella tenía una serie de cargas y responsabilidades que la sobrepasaban. No sólo debía ocuparse de sus hijas y de la hacienda, sino de todos los negocios de su difunto marido, que, para colmo, se habían multiplicado en los últimos diez años. Era una mujer fuerte, pero ¿hasta qué punto?, ¿cuánto más podría resistir?

En una habitación de la planta baja, insólitamente pequeña, Itziar, ya vestida, lloraba desconsolada, importándole muy poco si el vestido era el adecuado o no, o la regañina que le podía caer, caso de que no fuera ataviada de luto riguroso. Lo único que ella sabía, y le importaba, era que su único amigo y aliado se había marchado, dejándola sola frente a esas dos mujeres que la detestaban sin ningún disimulo.

Inmaculada e Itziar eran tan diferentes como la noche y el día, y lo más lamentable era que no se compenetraban. Inma era la mayor y tenía muy asumido su rol; para colmo, el natural carácter apocado de Itziar no hacía sino alimentar su propia superioridad. Se mostraba dominante a ratos, y a ratos arrogante.

Podría haber sido el modelo de Itziar, esa hermana mayor a la cual los hermanos pequeños acostumbran a admirar. Pero Inma solía ser cruel, e Itziar era a menudo el blanco preferido de sus burlas. Nunca la defendió en la escuela, y procuraba alejarse de ella tanto como le era posible, pues «cuidar niños» nunca fue una de sus vocaciones.

Sólo con el tiempo las unió el fracaso: el de sus vidas personales. Ninguna eligió al hombre adecuado, y ambas acabaron pagándolo muy caro. Y no sólo ellas, también sus hijos.

 

Raúl se recompuso un poco, lo bastante como para volver a su habitación  y deshacer su equipaje. Esa tarea le llevó aproximadamente una media hora. Luego se cambió de ropa: una camiseta sin mangas y unos tejanos deshilachados que le quedaban por las rodillas. Después de pensárselo mucho, se animó a salir de la habitación; no iba a dejarse atemorizar por sus primos. A fin de cuentas, ¿qué podían hacerle a él, y qué le importaba a él lo que hicieran ellos? Llegó a la sala multiuso donde, por lo visto, se entretenían cuando no hacían el amor. Se sentó desmañadamente en el sofá de dos plazas y buscó con la mirada el mando de la televisión. La conectó y empezó la aventura del zapping. No había nada que valiera la pena en ningún canal, y ya empezaba a aburrirse cuando la vio.

Inés apareció de improviso y se acomodó frente a él, en otro sofá más grande que hacía esquina, y estaba situado delante de las puertas correderas que daban acceso a la inmensa y soleada terraza con vistas al Tibidabo.

Raúl volvió a concentrarse en la televisión, esta vez obsesivamente, rehuyendo deliberadamente las miradas lascivas que le echaba ella con toda intención. Era evidente que la había impresionado.

Era más que eso, mucho más que eso. Inés le había elegido como un capricho se elige al verlo en el escaparate de una tienda. Tenía que ser para ella, como un trofeo. Y ella, como una perra en celo, no pararía hasta tener a su presa entre los dientes. Egoísta y consentida, mimada hasta la saciedad por un padre que (siempre en la sombra) le daba todo, Inés creció sin saber aceptar un no, ni uno solo, ¡y mucho menos de parte de aquel mocoso!

—¡Mírame, joder! —Inés estaba exasperada; parecía que Raúl le tenía miedo—. ¿Qué coño te pasa? Estoy limpia, ¿ok? Ni sífilis, ni herpes, ni sida. ¡Deja de tratarme como si fuera una leprosa! Si vives con nosotros, por lo menos mírame a la cara, ¿está claro? Y apaga la puta televisión, la usas como excusa para no enfrentarme. ¿Qué te asquea tanto? Que nos acostemos juntos y follemos, ¿no? ¡Hipócrita! Si tuvieras una hermana la mitad de guapa que tú, también te la tirarías. Todos sois iguales. ¿Con cuántas te has acostado ya? ¿O aún eres virgen? —Inés empezó a reír a carcajadas al considerar esa posibilidad—. De ti me lo creo. Eres tan inocente como un niño de pecho, y tan cobardica como tu madre. ¿Por qué se nos ahorcó la querida tía Itziar? ¿Se hartó de jugar a las casitas con su niño bonito?

Inés se divertía de lo lindo a costa de su primo, cuya cara pasaba del blanco lívido al rojo encarnado, y de ahí al púrpura.

A Raúl le habría encantado matarla. Ya había oído bastante de todo aquello a Izaskun, y a ella se lo perdonaba porque, en algún rincón de su ser, había un amor intenso hacia ella; un amor tierno y puro que ya venía de los días en que los dos niños salían de la escuela cogidos de la manita.

—Todavía no has contestado, y a mí no me gusta esperar —dijo Inés, interrumpiendo los pensamientos de él, que, nuevamente, como una maldición, volaban hacia Izaskun—. ¿Qué pasa, no lo sabes? —continuó pinchándole porque disfrutaba con ello.

Metió una mano en el bolsillo del batín y sacó un paquete de Camel. Cogió un pitillo y se lo mostró como una invitación, para luego ponérselo entre los labios y encendérselo. Dio una calada y le preguntó:

—¿No fumas? ¿Quieres uno?

Raúl se había levantado y se acercaba a ella lentamente pero con decisión.

«Buen chico —pensó ella—, ahora se sentará a mi lado y me pedirá que se la chupe. Todos piden lo mismo».

Pero no; Raúl se acercaba más y más, y de pronto le agarró el cuello con las manos: un contacto suave al principio, con más fuerza después, y casi un estrangulamiento al final. Su voz destilaba un desprecio infinito cuando le dijo en un susurro venenoso:

—Si vuelves a hablar de mi madre, de su vida o su muerte, y en ese tono… te mato, perra asquerosa. ¿Lo has entendido? No eres más que una puta cualquiera, y el nombre de mi madre te viene demasiado grande para pronunciarlo siquiera.

La soltó y se frotó las manos vigorosamente, como si el simple roce con la piel de ella le resultase sucio y repugnante. Inés volvió a respirar, primero con dificultad; tosió. Después respiró hondo y se relajó. Estaba asombrada pero contenta; había poca gente capaz de sorprenderla. Su primito tenía cojones, al menos para enfrentarla a ella. Se preguntó si hubiera hecho tal alarde de valentía de haber estado presente Juanjo. Y por cierto, ¿dónde diablos se había metido su hermanito?

Miró a Raúl, aún blanco como el papel, y comenzó a aplaudir.

—¡Bravo, Raulito! Es gratificante comprobar que tienes algo de sangre en las venas, casi me convences de que sólo tienes horchata. Anda, bájate los pantalones, tengo ganas de verla. Tal vez podamos hacer algo con ella; quiero jugar y ya empiezo a cansarme de Juanjo, ahora me apetece probar la tuya.

—No me he equivocado —Raúl la miró con más asco y desprecio que nunca antes—. Eres una furcia, pero no voy a seguirte el juego. Me largo, necesito AIRE; aquí el ambiente está viciado.

 

 

 

 

En un tiempo que a Raúl le parecía tan lejano como de aquí a Plutón, en aquellos años en que Izaskun no era más que la hija de un funcionario del ayuntamiento y de una maestra de la escuela, ellos se habían conocido el primer día de clase.

Para ambos era su primer día en el colegio, y una corriente de irresistible y mutua simpatía les unió desde la primera mirada. Parecían una pintura: una parejita de novios en miniatura, como los muñequitos de las tartas nupciales; los dos tan rubios, con las caras redondas y rellenitas; él con los ojos azules, tan puros como el cielo, y ella con sus ojos verdes de esmeralda: dulces y llenos de chispa. Sus sonrisas y sus vocecitas infantiles llenaban las calles por donde pasaban corriendo.

En el pueblo, Raúl fue siempre una atracción de feria; era señalado continuamente por las faltas de sus padres. Dondequiera que fuese, el chiquillo encontraba siempre el rechazo y la lástima; esta última la compartía con su abuela. Cuando se cansaban de compadecerle a él por la madre que había tenido, comenzaban a compadecer a Graciela por la hija que se le había matado.

Un peso demasiado grande para un niño demasiado pequeño. Y a pesar de eso, cuando estaba con su amiguita Izaskun, jugando o hablando en la ribera del río, lo olvidaba todo. Ella era tan mimosa como una gatita; sabía cómo hacerle reír y hacerle olvidar todo lo malo que le rodeaba, cómo darle lo que nadie le daba: amor.

Y ya más mayorcitos, allá por el tímido despertar a la pubertad, Izaskun, poco mayor que él, empezó su cruzada particular, defendiendo a Raúl de todo y todos los que pudieran o quisieran hacerle siquiera un rasguñito de nada, con una pasión que tenía mucho de maternal y otro tanto de romántico.

En los veranos solían pasar el día entero junto al río, descubriéndose el uno al otro. Cada cuerpecito era inquisitivamente observado por la mirada curiosa del amiguito. Y cuando Izaskun fue ya mujer, se le entregó con todo su ser. Tenían doce años entonces, pero se sentían tan libres como si toda la vida la hubieran pasado juntos. Ella cogió un par o tres de condones de la caja que guardaba (¡a saber para qué!) su padre en su dormitorio. ¡Era tan despistado! Nunca se enteraba de nada de lo que ocurría a su alrededor. Pero ella decidió ser cauta; no podían pillarla. Ya les resultaba imperdonable que anduviera todo el día con él; si descubrían que sus juegos ya no eran los de niños, la mandarían a estudiar a Pamplona, y ella no iba a poder resistirlo. Raúl era el aire que respiraba. Ya a aquella tierna edad se sentía su mujer. Su única mujer.

Con los años, sin embargo, Raúl necesitó de otras hembras para aliviarse, especialmente en Pamplona, a donde le mandó su abuela a estudiar. Fueron los años del bachiller, y los pasó en un colegio de curas, interno, y sin compañía femenina. Desconectó de todo lo que había significado el pueblo para él, rodeado de chicos de su edad que acababan de conocerle, y para quienes él no era más que otro rubio, guapo y simpático con quien pasárselo bien. Al principio se comportaba con bastante desenfreno; no estaba acostumbrado a la disciplina de los curas, más severa aún que la de su abuela. En realidad, nadie lo estaba: ni acostumbrados ni a gusto.

Pero lo soportó, y tan bien que, cuando llegaron las primeras vacaciones, no volvió al pueblo ni a la hacienda, ni a los brazos de Izaskun, quien se quedó compuesta y esperándole. Pasó aquella Navidad en casa de un amigo: Joseba; y más tarde, también la Pascua. Sólo volvía al pueblo en verano. Y regresaba para ver a Izaskun. No por amor, sino por sexo. Cuestión de calidad.   

Izaskun se lo perdonaba todo una y mil veces; hacía ver como que no se enteraba, y se repetía a sí misma que era normal, que el hombre necesita más sexo que la mujer. Y en Pamplona ella no estaba (¿por qué no, si había nacido allí?); era lógico que tuviera que conformarse con otras. Al fin y al cabo, él siempre regresaba al pueblo en julio, ¿o no? Y ella sabía cómo hacerle volver cada verano, sabía qué ración exacta debía darle para utilizarla como reclamo.

Acabado el último curso, en el tórrido verano de 1993, Raúl volvió con dieciséis años al pueblo, sin una idea clara de qué hacer con su futuro. Se tomó un año de descanso que él consideró merecido, debido a sus inmejorables notas. Izaskun se las prometía muy felices al pensar que iba a poder disfrutar de su compañía un año entero. ¡Le había echado tanto de menos! Nadie podía imaginar el ansia con que le esperó.

Todo fue bien las primeras semanas; él también estaba esperándola, también la deseaba, también la había echado de menos. Pero al comenzar el nuevo año, Raúl empezó a mostrar síntomas de hastío; se estaba agobiando, había cumplido ya los diecisiete, estaba a las puertas de la mayoría de edad —lo que equivalía a la libertad—, y el pueblo se le estaba quedando pequeño. Y ella también.

No obstante, como estaba a cuerpo de rey en su casa y no daba golpe, dejó que el tiempo pasara y se dedicó a disfrutar de la consabida postura de víctima: «Pobre niño que lo ha pasado muy mal y hay que mimarle».

Ella también se estaba cansando de sus poses y del primito que venía a visitarle últimamente. Izaskun nunca le había visto, ni Raúl le había hablado jamás de él. Sin embargo, Juanjo sí la vio a ella; fue sólo un breve instante, y aunque Izaskun no lo supiera, él ya le había echado el ojo. Aquel ojo experto en mujeres hermosas.

Le pareció una aparición, y se preguntaba quién era esa putita, y si tenía algo que ver con Raúl. Si era así, no tenía por qué preocuparse; la muy zorra aparecería por su casa tarde o temprano, y él jugaría con ella un ratito. Solamente para divertirse. Intentó tirarle de la lengua a su primo, pero éste no soltó prenda; quizá porque no le importaba, quizá porque le importaba demasiado. Porque Izaskun era algo muy suyo, y no quería compartirla con nadie. Porque Juanjo era muy tarambana y, sencillamente, Raúl no estaba dispuesto a consentir que le hiciera daño. No a ella. No la quería cerca de él.

Juanjo estaba intrigado porque lo único que sabía era lo que había visto, y lo que había visto lo había deslumbrado. ¡Era una mujer increíble! Lo más apetitoso que vio nunca. ¡Qué cuerpo, qué cara, qué pelo, qué ojos! Y qué escondidita la había tenido Raúl, sin decirle ni una palabra. Suerte que, pese a todo, él había acabado por conocerla. «Maravillosa —pensó con deleite—. Jodidamente perfecta. Y has de ser para mí, toda para mí».

Izaskun permanecía ajena a todos aquellos pensamientos e intenciones sobre su persona; lo único que sabía era que el primito de marras estaba embaucando a Raúl para que fuera a vivir a Barcelona. Le estaba ofreciendo un caramelo; Raúl era como un niño. ¿Y qué niño se resiste a un dulce? Ella no quería que él se marchara, bastante duro fue cuando se marchó a estudiar a Pamplona. ¿Por qué todo el mundo se empeñaba en separarle de ella?

Sus peores temores se hicieron realidad la Nochevieja de 1995, cuando ambos, algo achispados ya, se preparaban para celebrar el tradicional ritual de las uvas de la suerte para darle la bienvenida a 1996. Una vez sonaron las campanadas, y después de besarse… vino la mala noticia. El adiós. No era un adiós de un día para otro, pero Raúl le había dejado muy claro que el siguiente verano no lo iban a pasar juntos. Había caído en la tentación del gamberro de su primo y se iba. Aquella noche le aseguró que esperaría al verano, pero después lo adelantó y decidió irse para los Carnavales.

Los últimos meses estuvieron marcados por un desasosiego y una tensión constantes. Ella tenía los nervios a flor de piel; no lo hacía a propósito, pero le estaba presionando, y él, que odiaba que le presionaran, reaccionaba fatal. No hacían más que discutir, y sus relaciones se habían limitado al sexo puro y duro.

Fue entonces cuando se le ocurrió. No lo hacía sólo por él, sino por ella misma. Lo necesitaba y lo quería, pero iba a ser difícil conseguirlo. Tendría que mentirle. No le gustaba mentirle, mas no había otro camino.

 

Raúl sospechaba ya de esa mentira mientras paseaba arriba y abajo, tratando de calmar su ánimo. No le quedaba más remedio que creer en ella hasta que se demostrara lo contrario, y, en el fondo, no imaginaba que pudiera ser tan rastrera como para hacer algo semejante; mas también sabía que por amor se habían hecho las más grandes barbaridades. Y la preñez era la menor de todas ellas.

La rabia y la furia que sentía contra Inés le habían abierto el apetito. No deseaba por nada del mundo volver a casa de sus primos. No quería ver de nuevo a su prima, ni caer en su juego de seducción obsesiva. Miró el bolsillo de los pantalones: llevaba bastante dinero. Decidió entrar en McDonalds; hacía años que no comía una hamburguesa como Dios manda: con mucha lechuga, muchos pepinillos, mucho queso, y chorreando ketchup por todas partes. Una de las muchas satisfacciones de vivir independiente era poder comer lo que quisiera cuando le saliera de los cojones.

Las comidas de la vieja eran peores que las del colegio de curas, y las del colegio de curas, peores que las de la vieja. Ya era hora de empezar a comer bien; no le extrañaba estar tan delgado, siempre comiendo verduras. Era un milagro no haber acabado con complejo de rumiante.

Pidió su Big Mac, una cerveza grande, y montones de patatas fritas. ¡Cielos, cómo las había echado de menos! Allí, tranquilamente sentado a solas, comiendo sin parar, pensaba que la convivencia con sus primos, especialmente con Inés, iba a convertirse en un problema. Le había provocado demasiado, y lo que parecía peor: quería algo de él, algo que no estaba dispuesto a darle. Él no era Juanjo; para él la sangre sí contaba. Y la verdad: le daba asco la idea de follársela, sobre todo sabiendo que antes lo había hecho con su propio hermano. ¿Anticuado? Tal vez. No lo negaba, pero él era así. Y además, ¿qué iba a pensar Izaskun si llegaba a enterarse? Él sabía lo que pasaría: jamás volvería a mirarle a la cara.

De repente sintió deseos de escapar de aquel lío que recién acababa de comenzar, y regresar al pueblo, y correr a los brazos de Izaskun como cuando eran niños y ella le acariciaba y le besaba en el pelo mientras le susurraba que todo estaba bien. «Yo te cuidaré. Nadie va a hacerte daño, yo te protegeré».

 

 

 

 

Izaskun se levantó al mediodía. ¿Y por qué tendría que hacerlo antes? Era domingo; los domingos eran para descansar. Se sentía tan sola y vacía como si le hubiesen extirpado un órgano vital. En realidad, ¿para qué levantarse? Raúl ya no estaba. Pero, gracias a Dios, ella tenía algo: la dirección del condenado primito. La había cogido de la chaqueta de Raúl durante un momento en que se paró a poner gasolina, un día de aquellos en que salían a hacer excursiones. Ella garabateó la dirección en la esquina de una página muy manoseada de su agenda; tuvo que ser rápida porque apenas sí habían coches delante del Volkswagen, y aunque Raúl se había apeado del coche, no hacía más que mirar a todos lados, incluido a donde estaba ella. Si sospechó algo raro, nunca lo dijo, y la excursión transcurrió tranquilamente. Esto había ocurrido un mes antes de su partida, más o menos; habían ido a Roncesvalles. Él le explicó muy brevemente que su padre era de allí.

Se le veía tan indefenso cuando hablaba de su padre, y no es que hablara mucho, más bien casi nada en todos aquellos años. Y cuando lo hacía, su voz expresaba dolor antes que odio. Ella sabía que Raúl le echaba de menos, fuera lo que fuere, daba igual lo que dijera la gente. Quizá un día aparecería por el pueblo, de nuevo, y ella le ayudaría a reencontrarse con su hijo. Ambos merecían una segunda oportunidad. Los hijos debían conocer a sus padres. Izaskun se tocó con la punta de los dedos su vientre; allí había alguien, y ella lo presentía.

«Nos veremos muy pronto, mi amor —pensó—;  mucho antes de lo que tú crees. Tengo grandes noticias para ti».

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