Carnaval

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SIETE

 

Castillo de Arga, Navarra. 1970

En aquellos días de verano, Fernando Ondaerrea se preparaba con afán y entusiasmo para su primer viaje. Hijo único de una de las familias más notables del pueblo, había pasado sus veinte años de vida entre los cerrados límites de éste; cuidado y sobreprotegido por una madre absorbente que apenas le dejaba un minuto a solas, y que velaba por él como una gallina con un solo polluelo.

De esta suerte, Fernando únicamente había podido conocer las cuatro casas del pueblo y las cuatro familias que las habitaban… y Etxe Handia.

Para un joven atractivo e inteligente, y en una edad de rebeldía y búsqueda de la propia identidad, aquel aislamiento le resultaba poco menos que insoportable. Ahora sabía que debía liberarse del opresivo abrazo de su madre. O lo hacía ahora o no lo iba a hacer nunca.

Y ese era el momento más oportuno para marcharse, porque no podía permanecer en el pueblo ni un día más; no soportaría verla caminar por las calles del brazo de otro. Amaba a Itziar desesperadamente. La conocía desde siempre, desde que iban a la escuela; aunque él iba unos cursos por delante. También se veían los domingos, en la iglesia; desde lejos él la contemplaba embelesado. Ella era todavía una niña: la más hermosa de cuantas había visto. Sólo ver los profundos ojos negros le alegraba el día; y cuando ella sonreía… Ah, entonces el corazón de Fernando se derretía a fuego lento.

La adoró y la deseó en silencio durante sus años de adolescente, y cuando al fin había encontrado el valor para enfrentarlo todo, incluso su timidez, para declararle su amor… llegó él. Aquel intruso, aquel maldito indeseable. Llegó con su avasalladora presencia y con su prepotencia de chulo callejero, creyéndose irresistible. Itziar cayó de cuatro patas y fue el acabose. Ya nunca más podría tenerla en sus brazos, ya nunca podría mirarse en esos ojos de noche serena.

La única salida honrosa que se le ofrecía a Fernando en aquellos momentos era desaparecer. Desaparecer y olvidar. Olvidar su derrota: derrota cobarde, derrota sin lucha.

No era Gorka mejor ni más apuesto que Fernando, pero derrochaba aquel carisma y aquella cara dura que cautivaba a las mujeres, y que el bueno de Fernando, a pesar de su dinero y su buena posición, nunca tuvo. Itziar se embobó con el recién llegado nada más verle; ya nada contaba más en este mundo para ella.

Desolado, Fernando aún tuvo que enfrentarse a una madre furiosa, que no comprendía el dolor de un rechazo como el que él había sufrido, una madre que no le permitía crecer y madurar por sí solo; que se resistía a dejarle marchar del nido confortable que se había empeñado en hacerle con sus brazos y su actitud posesiva. Por fortuna, Fernando todavía podía contar con el apoyo de su padre. Aquél conocía los devastadores estragos de un desengaño amoroso, por haberlo conocido también en sus años de mozalbete. Fernando no le había contado nada nunca. Tampoco hacía falta, conocía muy bien a su hijo y era más transparente de lo que él mismo creía. Bastaba con mirarle a la cara para saber que estaba sufriendo penas de amor.

Era un joven bastante reservado y tímido; su padre no imaginaba qué muchachita podía haberle robado el sosiego y el sueño. Pero sí sabía, en cambio, lo importante que era alejarse de la tentación de volver a torturarse por algo ya perdido. Por eso se mantuvo de parte del joven en su empeño de imponer su voluntad, a pesar de los deseos de la madre.

Ella, vencida, sin más recurso ni excusa que objetar, tuvo que acceder y resignarse a verle partir, no sin antes advertirle muy en serio:

—Solamente un verano, Fernando; recuérdalo: sólo un verano. En septiembre te quiero aquí para las fiestas.

La idea de ver marchar a su hijo ponía enferma a doña Augusta. La buena señora no tenía más hijos; Fernando era el niño adorado, un niño largo tiempo deseado. Un regalo del Señor.

Y ahora quería irse, ¡sólo Dios sabía a dónde!

¿Qué pasaría si enfermaba?

¿Y si tenía un accidente, quién le iba a cuidar con la misma devoción y dedicación que ella?

Independientemente de los miedos y vacilaciones de doña Augusta, la decisión de Fernando estaba ya tomada, y no estaba, en absoluto, dispuesto a echarse atrás.

El pueblo era un lugar tranquilo, casi hasta el aburrimiento. Poca gente y poco ambiente festivo, si exceptuamos las fiestas que se celebraban la primera semana de septiembre, y el Día de Navarra, cuando también era fiesta mayor, si bien esta tenía más marcado carácter cultural y no era tan popular. En Semana Santa desfilaba la procesión del Santo Cristo, y todo el pueblo se echaba a la calle con velas y cruces. Los veranos empezaban a atraer a algunos turistas: madrileños y andaluces en gran mayoría, ávidos de los aires más frescos del norte; y que venían a ver, en particular, la iglesia románica del siglo XI y el castillo, que no era más que unas ruinas, pero que tenía un no sé qué romántico que invitaba a las parejas a esconderse por entre sus muros ya casi derruidos. Y Etxe Handia: la heredad de los Goikoetxea.

El amo había muerto tan sólo hacía un mes, y la mansión aparecía fría y vacía, pero también fascinante a los ojos de los forasteros. Los Goikoetxea reinaban en la región con una dominación absoluta, transmitida de generación en generación.

Únicamente la alegre aunque superficial charla de Inma, y la belleza sin par de Itziar alimentaban las esperanzas de Fernando de llegar algún día a disfrutar del lugar. Acostumbraba a relacionarse con ambas porque, aunque había más gente joven, era más humilde. Ellos eran los más ricos del pueblo, y de algún modo, en algún momento, se dieron cuenta de la discriminación que les impedía relacionarse con el resto de la gente. Aunque Fernando hubiera querido hacer migas con los otros jóvenes, éstos le rehuían y no le aceptaban en sus círculos. Él era el niño rico que se relacionaba con las niñas del amo, y ellos no querían problemas con esa gente. Tampoco las niñas del amo se relacionaban con el resto del pueblo.

Inma los consideraba la chusma; gente vulgar, sin educación apenas (aunque la mayoría habían compartido estudios con ella); la gente pobre sería siempre pobre, y ella no podía perder su precioso tiempo con ellos. Itziar hizo algún intento (más bien tímido) por ganarse la simpatía de alguna de las niñas de su edad, mas su apellido y la actitud de su hermana mayor hicieron imposible una relación natural, ni hablar siquiera de una amistad. Así se formó un triángulo entre los jóvenes ricos; un mundo aparte del pueblo, del mundo en general. Su propio mundo.

La casa de los Ondaerrea se alzaba hermosa, pero discreta y sobria, a la entrada del pueblo. Su fachada de piedra gris, pulida y muy bien cuidada; sus ventanales amplios como espejos llenos de sol; sus jardines inmensos, rebosantes de olorosas y coloridas flores que se extendían en un verdor intenso alrededor de la casa, ofrecían una extraña bienvenida a un interior demasiado severo, con muebles antiguos y pesados, trabajados con maderas de haya y caoba en un estilo barroco, pero sin tanta ostentación.

Los cuatro cuartos dedicados al baño, todos en el piso superior, eran de un blanco inmaculado, espaciosos y muy soleados; había además una sauna recién construida en la planta baja: una excentricidad del señor de la casa. También en la planta baja se encontraba la cocina grande y rústica que todavía funcionaba con carbón. Adosada a ella, una gran despensa con armarios y alacenas en los cuatro costados, y una gran mesa en el centro para las matanzas de gallinas, pavos y cochinillos que se criaban en los corrales y estercoleros que se encontraban a veinte metros de la casa principal, y a los que se llegaba por un caminito polvoriento que salía de la cocina.

En la planta superior había diez aposentos, repartidos en siete dormitorios, dos salas de recreo y la biblioteca. Más arriba, justo debajo del tejado, podían verse tres buhardillas: dos para las criadas, y la sala de lectura y estudio del niño Fernando. Bajando de nuevo a la planta inferior, se accedía al inmenso comedor, a un salón para reuniones (de caballeros), y a otro para bailes y fiestas de sociedad.

Con todo su esplendor, no poseía ni huertos ni árboles vistosos; tan sólo unos cuantos arbustos y setos de poca altura en los jardines. Hermosas enredaderas trepaban por la fachada en formas extravagantes, siempre imprevisibles, hasta un tejado de tejas gruesas y grandes de color terroso; un tejado fuerte y recio con tres chimeneas que correspondían al comedor y a los dos salones.

A la postre, un pequeño sendero de arena, bordeado de malvarrosas, y que salía de los corrales, llevaba directamente al río. Camino nunca recorrido, ni siquiera explorado por Fernando, pero reseguido día tras día (después de muchos años) por Izaskun.

Ni la casa ni el pueblo le importaron nunca mucho a Fernando, y menos le habrían de importar después de su desengaño amoroso. Lo que a él le convenía era distraerse día y noche, para no pensar en ella. Y lo que deseaba más que nada eran unas vacaciones fuera del pueblo, mejor fuera de Navarra, y a ser posible, ¿por qué no?, fuera de España también.

Había soñado con París durante años, como un maravilloso destino para sus primeras vacaciones; sin embargo, ahora no podría soportar su romanticismo. París era para las parejas, y él ya no la tendría jamás. Roma era también muy hermosa, pero ¡tan aburrida! Berlín sería demasiado frío, aun en verano. Londres parecía interesante: húmeda pero no fría, con museos repletos de historia y cosas fascinantes que ver; y con pubs y tabernas para emborracharse hasta bien entrada la madrugada. El viaje no le aportó ninguna novedad, ninguna sensación más placentera que otra, sino al contrario: le resultó mortalmente aburrido; y en ese estado cayó en la tentación de rememorar pasajes del pasado que le causaron dolor. La memoria le traicionó durante el todo el transcurso del camino, que se eternizó.

 

 

No obstante, la vida sigue; un clavo saca otro clavo, y la juventud olvida con más o menos facilidad. Ocurrió en el lujoso vestíbulo del hotel Savoy, y no fue nada intencionado. Él estaba registrándose simplemente, y ella andaba por allí, sola, como una turista más, pero en su propia tierra.

Fernando hubiera jurado que era sueca, noruega o alemana. ¿Los ingleses eran tan altos y tan rubios? Tal vez sólo llevara tacones altísimos, como zancos, debajo de aquella falda que parecía no acabarse nunca. Se la quedó mirando; era lo menos parecido a su reina Itziar, pero le gustó; le gustó mucho. No hubiese pasado nada, dada la extrema timidez de él, sino fuera porque a ella él también le gustaba. Era guapo, y parecía muy perdido; desde luego, no era de Londres. Era alguien muy interesante, sí señor. Le guiñó uno de sus ojos turquesa con picardía. Viendo que él no se movía ni hacía gesto alguno por acercársele, fue a su encuentro. Le preguntó su nombre y de dónde venía. Tampoco Fernando respondía al tipo latino, ni al españolito de a pie.

La muchachita se llamaba India. El nombre le encantó; evocaba perfumes exóticos, playas lejanas, culturas ancestrales… Sin embargo, era tan británica como el té de las cinco, un bombín o el mismísimo palacio de Buckingham. Tenía una tez casi cristalina, y una sonrisa radiante que enseguida mostró al dirigirse a él para formularle una nueva pregunta:

—What are you doing here?(¿Qué haces aquí?)

Sabía español mejor que cualquiera de sus compatriotas, pero quería ver si él entendía su lengua.

—On holidays (De vacaciones) —respondió él, también con una sonrisa en los labios (no esperaba ligar tan pronto). Conocía el idioma; aunque no lo dominaba a la perfección, sí podía captar lo que ella le decía.

—Are you having a good time?(¿Lo estás pasando bien?)

—It’s fine, thanks you (Estupendamente, gracias).

—First time? Have you ever been in the USA? —se refería a si era la primera vez que estaba allí, y si había aprendido inglés allá, o en América.

—No he estado nunca en los Estados Unidos, y es la primera vez que salgo de España; ni siquiera había salido del pueblo hasta que cogí el avión y aterricé aquí.

—O sea que no conoces Londres, ¿cierto?

—Pues no —contestó él con voz turbadora.

—Eso está muy mal. Suerte que me tienes a mí para guiarte. Esto no es tu pueblo —le advirtió haciéndole otro guiño—. Sólo en el metro ya puedes perderte por una buena semanita.

—Lo imagino. Gracias por acompañarme.

—De nada. No te preocupes —otra sonrisa radiante y pícara salió de los labios de la joven inglesa—; mientras estés aquí, voy a cuidarte muy bien.

—¡Qué afortunado soy!

—No lo sabes bien. Conmigo vas a pasar unos días muy entretenido.

Y realmente lo pasaron de fábula. Ella le guio por todo Londres, desde Hampstead —en el norte— hasta Greenwich y Blackheath en el sur. Le acompañó a la National Gallery y al Museo Británico; le mostró los edificios y monumentos más emblemáticos; le relató retazos de su historia: de los druidas y la conquista de Julio César al controvertido affaire del duque de Windsor y aquella divorciada americana, la tal Wallis Simpson. Le habló de Smithfield, donde habían vivido generaciones de su familia desde el reinado del último monarca Plantagenet.

Fueron dos meses de ensueño; los jóvenes eran inseparables. El primer beso se lo robó ella a él en los jardines de Kensington; la declaración de amor tuvo lugar bajo la cúpula de la catedral de Saint Paul, y la propuesta de matrimonio en un romántico y solitario banco de Regent’s Park. Él no resistió la idea de dejarla allí. De sobras sabía Fernando que su madre no consentiría esa relación; no podía dejar que ella escogiera. Estaba lo bastante entusiasmado como para hacer cualquier locura y saltarse las normas. Se casaron la segunda semana de agosto; la ceremonia tuvo lugar en la catedral de Westminster. El lugar era idílico, pero la boda fue muy sencilla y sólo asistieron dos amigos de India (que se encontraban afortunadamente en la ciudad) en calidad de testigos.

A finales de mes volvieron al pueblo, dispuestos a aguantar el chaparrón. Lo que quiera que fuese que movió a Fernando (que tanto podía ser cariño o amor, como auténtico despecho) a casarse con India, no se podía negar que la joven tenía notables cualidades de toda índole para merecer el amor de un hombre como él. A primera vista, su conversación, tan animada como erudita, la gracia de sus modales y su exquisita educación británica —dejó «suspendido» un futuro prometedor en Oxford— resultaban deliciosos.

Con los años y la convivencia, Fernando descubriría el verdadero carácter de su mujercita, y hasta dónde era capaz de llegar el odio que almacenaba como una pócima venenosa en su pecho. Un día llegó a convencerse de que en aquel pecho no había un corazón. Y le dolió, ¡vaya si le dolió! Pero mientras viajaban a España, de vuelta, sólo veía un rostro bello, joven, animoso y simpático, y una manita blanca y delicada que estrechaba la suya con apasionada fuerza.

 

 

En Etxe Handia las luces permanecían encendidas en uno de los gabinetes, ya entrada la medianoche. Una noche calurosa de mediados de agosto: tal vez el dieciséis, o quizá el dieciocho. No habría diferencia con otra cualquiera, de no ser porque lo que había ocurrido había alterado notablemente a Graciela y a sus suegros, que pasaban el verano con ella y sus hijas. O su hija.

Porque la mayor, Inmaculada, se había marchado de casa y del pueblo.

Presumiblemente, había dirigido sus pasos hacia Barcelona, donde vivía el que era su novio por aquel entonces. Algo habitual en la juventud de hoy día, también en aquellos días. Lo peligroso era que la joven estaba ya por cumplir; llevaba una barriga de siete meses, y el embarazo había sido cualquier cosa menos tranquilo. Como si eso no bastara, el médico le había anunciado que venían por partida doble, y eso significaba (en teoría) el doble de cuidados.

Pero, ¿quién le hablaba a Inma de cuidados? ¿Quién era lo bastante ingenuo como para pensar que Inma haría caso del médico o de cualquier otra persona? Inma no admitía más ley que la suya, ni consejos de nadie. Ella hacía lo que le venía en gana, que para obedecer ya estaba la boba de su hermana.

Graciela estaba furiosa; daba gritos y culpaba a todos (menos a sí misma) de lo sucedido. Itziar se sentía aliviada y acobardada a la vez. Aliviada por no tener a su hermana cerca, por no sentir la desigualdad entre ambas, por no sentir la capacidad de Inma y su propia incapacidad. Acobardada porque su madre estaba convencida de que sabía más de lo que decía, y se estaba comportando como una verdadera nazi interrogándola.

¿Qué sabía ella de Inma? ¡Como si su hermana le hubiera hecho alguna vez una confidencia! Parecía mentira que su madre las conociera tan poco a las dos. Y aparte, en el fondo, a Itziar le importaba un rábano lo que le pasara a Inma. Estaba hasta la coronilla de la arrogante conducta de su hermanita, ¡que se las arreglara como pudiese! Ella no había llorado sobre su hombro cuando se largó Gorka, se lo había tenido que tragar solita, ¡y bien duro que fue!

Y aún Inma tenía suerte, una suerte bárbara porque David no la había dejado colgada con su barriga; y a los padres de él se les caía la baba sólo de pensar en sus futuros nietecitos.

La única persona que no parecía estar a gusto era su madre; pero a Itziar no le extrañaba en absoluto, ¿qué podían esperar de ella, salvo reproches y órdenes? La mayoría de los jóvenes tenían padre o madre, o generalmente a los dos. Ellas no; ellas habían tenido un padre más o menos complaciente y compasivo, y ahora lo que les quedaba era un sargento de infantería y unos abuelos caducos y boquiabiertos ante lo que iba a ser el mayor escándalo en la historia del pueblo.

¿Y si querían un poco de amor, unos cuantos mimos? ¿Adónde podían ir a buscarlos? No había mucho donde elegir, para empezar; y para colmo, paradójicamente, ellas eran las últimas en poder escoger. Curiosamente, ser las hijas «del amo» siempre las había marginado.

Gorka le había dado algún que otro beso furtivo ese verano, solamente porque ella se entusiasmó con él y casi le persiguió. Él aceptó y dio pie a sus ilusiones adolescentes, para después marcharse cobardemente en las sombras, sin una palabra de despedida. Fernando era el único que trataba con ellas; no había nadie igual en el pueblo. ¡Era tan cariñoso, tan amable y simpático! Fue a verle después de la partida de Gorka, pero no le encontró.

La criada le dijo que el niño Fernando estaba de vacaciones; no supo o no quiso decirle a dónde había ido, y la despidió deprisa y con muy malos modos. Se quedó un poco desconcertada; él nunca le dijo que pensara marcharse del pueblo. Le echó de menos y esperó su regreso, ¡tenía tanto que contarle!

 

 

Ignoraban los recién casados lo que les aguardaba en el pueblo: un rostro rubicundo de furia. ¿Qué era aquello? ¿Quién acompañaba a Fernando y se atrevía a agarrarle de un brazo? ¿Qué desvergüenza era aquélla?

Conforme se iban acercando a doña Augusta, ésta se ponía más  y más roja; la furia y el horror se pintaban en su faz. Besó a su hijo: un beso seco en la mejilla. A ella ni la miró. ¿Para qué? No merecía la pena. No permitiría que aquella intrusa le hablara o la tocara siquiera.

Habló a Fernando con palabras desprovistas del calor y la humanidad que cualquier hijo espera de su madre.

—Supongo que no imaginarás, ni por un momento, que tu bisabuelo construyó con sus manos esta casa para que vengas tú, y te creas con el derecho a mancillarla trayendo a una cualquiera: una hospiciana o una ramera sacada de cualquier burdel. —Doña Augusta justo había reparado en las sencillas alianzas de oro que llevaban los jóvenes en su dedo anular—. Veo que te has tomado muchas libertades; el dinero que te dio tu padre para tu dichoso viajecito se te ha subido a la cabeza y crees que puedes hacer lo que te venga en gana, ¿no? Pues no te equivoques conmigo; puesto que te sientes tan independiente, no es menester que continúes viviendo aquí con nosotros. Si tan fácil te resultó encontrar con quien vivir el resto de tu vida —era de suponer que los chicos se habían casado—, no te costará más encontrar dónde vivir. Recoge tus cosas; no quiero volver a verte. ¡Fuera!

Fue de este modo como el recién estrenado matrimonio, y en particular Fernando, se vio despojado de todo lo que le pertenecía hasta aquel día. Aunque su padre intentó poner paz entre madre e hijo, no lo consiguió. Al final, convencido por el mismo Fernando de que era innecesario intervenir o preocuparse, acabó por desistir del empeño, a favor de la paz de su propio matrimonio.

Fernando y su mujer se alojaron aquel primer día (y los siguientes) en la pensión del pueblo: pequeña pero muy limpia, tal y como pregonaba Edurne, la patrona. Y barata, sobre todo para el niño Fernando, a quien, desde niño, había profesado un gran cariño. Se indignó al saber que habían sido echados de su casa con cajas destempladas. Era inaudito, ¿cómo se había atrevido doña Augusta? Sonrió y prometió a los jóvenes toda suerte de ayudas. Allí estarían tranquilos y muy bien alimentados.

Les enseñó la pequeña pero acogedora habitación que les había preparado. Fernando ya se sentía a gusto; allí tendrían la intimidad y libertad que les hubiera faltado en casa de sus padres. Pero India no se encontraba tan a gusto; no había dejado Inglaterra ni sus estudios de Filología Hispánica en la universidad para venir a parar a esa mísera habitación. ¿Por qué se casó con él?

Porque le había asegurado que era rico, que era el único heredero de una gran familia, que su padre era un eminente abogado de la región, y que su madre era de muy buena familia también. Mas no le habló de su cobardía ni de que era incapaz de ponerse en su lugar. Que no era más que un niño de mamá, débil y consentido. Y ahora, ahí estaban, y apenas si podían meterse en esa destartalada y cochambrosa cama.

Aguardaba con impaciencia mal disimulada la muerte de la vieja; a él ya lo tenían de su lado, no suponía ningún problema. Pero aquella bruja, ¿qué se había creído? Y Fernando no la había defendido. Ni una sola palabra; ésa sí se la guardaba. Se prometió a sí misma tener paciencia; pronto estarían en el lugar que les correspondía y serían los dueños de él.

Les esperaba, entretanto, una vida de carencias y ajustes. Y aún no les fue tan mal como presagiaba India, pues a petición de Itziar, Fernando había conseguido un empleo como jardinero en Etxe Handia. Graciela había hecho, conmovida a medias por las súplicas de su hija menor, una excepción al admitir a Fernando, pues, aparte los jornaleros de las tierras, no le gustaba tener criados vagando por los alrededores. Odiaba tener a gente extraña cerca. Y eso incluía a Fernando. Sabía que esa excepción le iba a traer problemas. Sin embargo conocía tan bien como los demás las circunstancias que habían empujado al joven a pedir ese trabajo, y no estaba menos indignada que la patrona Edurne.

Durante muchos años, entre los Ondaerrea y los Goikoetxea había existido una relación de odios y rencillas, debidas en buena parte a doña Augusta, quien jamás tuvo en mucha estima a Graciela.

 

 

 

 

Después de una semana en el pueblo, el joven matrimonio comenzó a dar que hablar entre el comadreo que se juntaba en el mercado y en la plaza.

Cansadas ya del tema de la fuga de la primogénita de los Goikoetxea, especulaban ahora sobre las razones y sinrazones de doña Augusta para despojar a su único hijo de lo que había poseído y estaba destinado a heredar. No podían creer que fuera sólo el casamiento con esa extranjera la causa de todo. Bien sabían las comadres que doña Augusta tuvo planes de casar a Fernando con Inmaculada Goikoetxea… hasta que supo del embarazo de la joven, y ésta cayó en desgracia a los ojos de la beata señora.

Pero un hijo es un hijo, razonaban, y la nueva chica no parecía de mala casta; un poquito rarita sí era, pero venía de Inglaterra, ¿no?, y ya se sabe que esa gente es muy estirada.

India parecía querer dar la razón a quienes la criticaban, y permanecía silenciosa y reservada allá donde iba. No era problema del idioma, que entendía y hablaba con un acento tan bueno como el de ellas, es que no se sentía integrada allí. Ni un gesto, ni una sonrisa; fría como el mármol. La pura verdad era que India nunca hizo nada por ganarse el cariño de esa gente, y ni en mil años haría el mínimo esfuerzo por atraer su atención.

Tras unas semanas trabajando en los jardines de Etxe Handia, Fernando se animó a intercambiar unas palabras con Itziar, a lo que ella se mostró encantada. Desde su regreso al pueblo le había notado muy distante; por supuesto, sabía de su matrimonio, pero que la condenaran a los infiernos si entendía por qué se había casado con aquella inglesa altiva y arrogante que nada tenía que ver con él.

Él disfrazaba de preocupación lo que siempre había sido y sería amor, y aunque Inma fue el centro de la conversación, sus miradas ya no podían engañar a nadie. Se prometió a sí mismo no delatarse nunca, y en cambio brindarle toda la ayuda y protección que necesitase. Si no podían compartir besos, al menos les quedaban los secretos y las confidencias.

En los años siguientes se le vio más a menudo junto a Itziar que junto a su esposa. En algún momento de esos dos años que pasaron juntos y agarraditos de la mano, India comenzó a inquietarse por su matrimonio; sospechaba que Fernando se estaba aburriendo de ella y, muy particularmente, de la depresión que la aquejaba después de la pérdida de su primer bebé.

La desgracia les había hundido y no los unió como a otras parejas en situaciones parecidas. Sucedió el verano siguiente al de su llegada. Aquella primavera India estaba muy ilusionada, ¡por fin un hogar, una familia de verdad! Fernando ya no trabajaba para las Goikoetxea (aunque siguiera dejándose ver por allí), sino que trabajaba en el Ayuntamiento como un funcionario más. Ella había perfeccionado el español que ya estudió en la escuela y en la universidad, y había ocupado una vacante como profesora de matemáticas y lengua castellana y lengua inglesa en la única escuela del pueblo. De toda la vecindad, era la más capacitada y la que más estudios tenía.

Doña Augusta ya había muerto, y ellos volvieron a casa de Fernando a vivir con el padre de él. Todo estaba bien, menos el niño que se había perdido irremediablemente; y a pesar de que el médico la había animado asegurándole que tendría más hijos, nada consiguió aplacar su dolor.

Y para colmo, él se veía con otra; sus ropas olían a otro perfume, en los cuellos de sus camisas había marcas de unos labios que no eran los suyos. Su dolor era muy grande, pero no iba a permitir que ninguna ramera le robara a su marido. Iba a averiguar de quién se trataba, ¡y ay de ella si volvía a verla rondando a Fernando!

Su rabia e indignación no conocieron límites cuando descubrió que era Itziar la mujercita que estaba alejando a Fernando de su casa y de su cama, la Lolita que le estaba camelando con sus ojitos de cordero degollado.

Decidió darle un escarmiento a esa putita.

¡Con que se estaba cobrando el favor que les hizo ofreciéndole a Fernando aquel (miserable) empleo cuando la vieja les echó de casa sin contemplaciones! ¿Quién se creía que era? Iba a pagar muy cara su aventurita con él.

Lo que India no sabía era que Fernando llevaba años enamorado de la jovencita. No era Itziar quien le perseguía, sino él a ella. Ignorante, India trazaba el mejor plan para descubrirles. Después de darle un sinfín de vueltas al asunto, concluyó que la frialdad, la indiferencia y el disimulo eran mucho más efectivos (a la larga) que decirle abiertamente a Fernando que sabía quién era su amante. Él lo negaría, y ella quedaría como una estúpida.

Mejor era pillarles en falta, dónde y cuándo no pudieran negar nada. Se dispuso a vigilarle muy discretamente, para seguirle los pasos sin dejarle ni a sol ni a sombra. Ahora que ya sabía quién era ella, todo sería más fácil.

La oportunidad le llegó con las fiestas del pueblo, que se celebraban, como todos los años, la primera semana de septiembre. Era una semana de actos festivos, discursos elocuentes, concursos entre amas de casa, bailes y fuegos artificiales. Una semana en la que los jóvenes, y algunos de más edad, no dormían, sino que el sol les descubría bailando, riendo o simplemente charlando y contando chistes o anécdotas diversas.

Fernando quedó gratamente sorprendido ante la decisión de su mujer de participar en las fiestas; por lo general era muy reservada y no le gustaban las fiestas «de pueblo». Fernando la creyó recuperada de su depresión, y aquello mitigó su sentimiento de culpa por andar con Itziar arriba y abajo a todas horas, pero ¿qué otra cosa podía hacer si ella era su vida? La necesitaba cada día, con desesperación; sólo verla, sólo hablar con ella, para volver a casa sin aquella sensación de asfixia que le provocaba pensar en su matrimonio.

La primera noche, la del pregón, no ocurrió nada fuera de lo normal; al contrario: Fernando estuvo pegado a ella todo el tiempo. India sabía que estaba disimulando; hacía muy bien su papel, pero en cualquier momento, cuando estuviera más distraída, se escabulliría para ir a verla. Si no esa noche, la siguiente. Ella le dejó hacer. Era lo que deseaba: pillarles con las manos en la masa, para decirles todo lo que pensaba de ellos.

El segundo día fue algo más movido; había llegado más gente, algunos venían de Pamplona y de los pueblos vecinos. Inma apareció por allí de improviso, sin su marido y sin los niños. Graciela se sorprendió de verla allá, y más todavía de verla sola. No era eso lo que correspondía a una madre de familia. Le preguntó dónde estaban Juan José e Inés, e Inma le respondió en tono evasivo que se habían quedado en Barcelona con su padre. Eso era a medias cierto. Inma no pensaba contarle la verdad. Había venido a las fiestas a divertirse, no a que le dijeran cómo tenía que vivir su vida, ni estaba dispuesta a aguantar broncas de nadie.

Fernando e India se arreglaron mucho para la cena y para el baile que vendría inmediatamente después. Ella tenía cierto aire intrigante, como de quien se trae algo entre manos y espera con ansiedad que ocurra algo. Fernando notó que estaba más distante y reservada que el día anterior, pero muy bella. No supo adivinar de qué se trataba, y ni por un momento pasó por su imaginación que estuviera al tanto de lo que sentía por Itziar. Era por ella que estaba preocupado; no la había visto la noche anterior por ningún lado, y temía que estuviera enferma.

Cuando vio a Inma en el baile se le abrió el cielo, se acercó a ella y al grupo de jóvenes que la rodeaban para preguntarle:

—¿Dónde se ha metido tu hermana? Ayer no la vi, y hoy todavía no la veo. ¿Pasa algo?

—¡Y yo qué sé! —exclamó furiosa por aquella estúpida interrupción—. No tengo idea de dónde está. No la he visto desde que llegué, y la verdad: me importa un bledo lo que haga.

Inma se quedó un minuto contemplándole, y pensando qué puñetas le pasaba; al fin creyó saber la causa de su desasosiego y se echó a reír a carcajadas.

Todavía riendo le preguntó:

—¿Qué, poniéndole los cuernos a tu mujercita?

Fernando se sonrojó violentamente y le suplicó un poco de discreción.

—Toda la que quieras, amorcito —dijo ella, pellizcándole la barbilla y mirándole con picardía—. ¿Ya la has desvirgado? —le susurró al oído, curiosa.

Itziar sólo tenía dieciséis años, y lo que menos le convenía era liarse con un hombre casado, por mucho que ese hombre fuera Fernando y la quisiera. Porque saltaba a la vista que iba detrás de ella. Inma no podía entenderlo; lo que Fernando necesitaba era una mujer de carácter, y su hermanita era aún más pusilánime que él. ¡Por Dios, qué horror! Eso sin contar que Itziar no sabía cómo manejar esa clase de situaciones, y les iba a conducir a todos al escándalo.

—¡Cuidadito con ella! —le avisó—. Si no puedes darle nada por escrito y rubricado, ¡ni te le acerques! Es una sensiblera, y no quiero que le hagas daño.

—No sabía yo que te importara tanto, creí que sólo pensabas en ti misma y que tú eras el centro de tu mundo. ¿A qué viene ahora esa preocupación? —ironizó y continuó explicándose—: De todos modos, únicamente quiero hablar con ella —no quería que Inma le mal interpretara.

—Pues es un desperdicio, Fernando, créeme. Mi hermana tiene los pechos más grandes y hermosos de todas las del pueblo. Y el culo más redondito. ¿De veras no te mueres por tocárselos, por follártela? Si yo fuera hombre, me iría con ella derechito a la cama.

Inma rió y marchó corriendo a buscar otras compañías mejores con quienes pasar el resto de la noche. Fernando la vio alejarse; movió la cabeza con resignación. Inma solamente era una jovencita de diecinueve años, demasiado espabilada para su edad, mas no lo bastante responsable. Suspiró y se encaminó con paso ligero hacia Etxe Handia, mirando a diestro y siniestro por ver si le observaban, pero ya no quedaba nadie por allí. Una vez pasada la iglesia, el camino se volvía solitario a medida que avanzaba hacia la carretera.

Etxe Handia se encontraba a medio camino entre el pueblo y Pamplona; a tres kilómetros de uno, y a treinta y dos de la otra. Sus campos de labranza se extendían más allá del caserón, y ocupaban quinientas hectáreas de tierras fértiles y bien abonadas. Las luces estaban apagadas en la planta superior de la mansión, y en la planta baja sólo una luz permanecía encendida: la de la habitación de Itziar.

Tiró a la ventana medio abierta algunas de las piedras de la gravilla que había en el suelo. Ninguna respuesta. Lo intentó de nuevo; de pronto una sombra: una figura recortándose en la oscuridad, y un instante después una voz susurrando:

—Ya salgo, ya salgo, ssshh. No tires más piedras o les despertarás —murmuraba Itziar, refiriéndose a su madre y sus abuelos.

Pasaron unos minutos, los que empleó ella en recogerse el lustroso cabello negro en una cola de caballo, hasta que el portalón de la entrada se entreabrió y dejó ver un figurín delgado y pálido. Llevaba una linterna en la mano. Cerró el portalón con cuidado, y sonrió al decirle:

—No deberías haber venido, te arriesgas mucho. ¿Dónde está India? Si alguien nos ve, estamos apañados. Ven, vamos a pasear; si no, aún parecerá lo que no es. ¿Le has dicho a alguien que venías aquí?

—Sólo he hablado con Inma, pero por supuesto no le he dicho que venía a verte.

—Menos mal que Inma sólo piensa en sí misma.

Itziar prendió la linterna para alumbrar el pedregoso y algo polvoriento sendero,  y caminaron hasta el río con paso rápido.  A lo lejos,  en el cielo, se veían los dibujos surrealistas que los fuegos artificiales proyectaban en miles de colores. Ya era medianoche.

Cuando llegaron a la ribera, junto a los juncos que crecían salvajes e inhiestos, se sentaron uno al lado del otro, como tantas veces durante tantos años. Sus palabras dulces sólo las oía la luna. Una brisa ligera y muy fresca hacía revolotear un mechón del cabello negro de Itziar; negro como la noche y como sus ojos; realmente estaba preciosa, y así era como a él le gustaba verla, y como la vería siempre… aun después de muchos años de su muerte.

India, mientras tanto, había abandonado la fiesta y el pueblo, y seguía el camino del río; una voz le repetía que ellos estaban allá, toqueteándose como dos puercos. En un abrir y cerrar de ojos se plantó frente a ellos. La cabeza de ella estaba apoyada en el pecho de él. Reían. India estaba convencida de ser el blanco de sus risas.

Se levantaron sobresaltados al verla ahí delante. Su cara era una máscara blanca; los ojos que antaño fascinaron a Fernando, hogaño se fijaban en los de Itziar con manifiesto odio. Con los dientes apretados le espetó apenas un insulto, casi ininteligible, pero que se adivinaba muy grosero.

Fernando se acercó a ella para tranquilizarla.

—No es lo que piensas, India, te lo juro. Tan sólo estábamos charlando —lo dijo despacito, en un tono sedante que no hizo sino molestarla más aún.

—¿Antes o después de follar? ¿Quieres que me largue para continuar con tu fiestecita particular? —ironizó intentando contener un histérico río de lágrimas.

—No, no es ninguna fiestecita particular —contestó él, molesto—. Vete a casa, yo iré en un rato; comprenderás que no puedo dejar a Itziar aquí sola. He de acompañarla a su casa.

—Ah, y a mí sí me puedes dejar aquí tirada, ¿no?  ¡A mí que me parta un rayo! Eres un hijo de puta, pero me vas a acompañar, ¡ya lo digo que sí! Y esta perra se vuelve a casa solita y sin ayuda. No es culpa mía si sale por ahí a estas horas de la noche. Tú y yo hemos salido de casa juntos, y regresaremos juntos. ¡Y a ti, desvergonzada, no quiero volver a verte cerca de mi marido! Si quieres una polla, la buscas bien lejos de mi casa, ¿entendido?

Fernando estaba entre la espada y la pared, o lo que era casi peor: entre dos mujeres por quienes sentía muchísimo cariño. Le dolía mucho la actitud de India, aunque podía entenderla mejor de lo que ella misma creía. Pero no podía dejar a Itziar sola allá. Sencillamente, no podía hacerlo.

—Tranquilizaos las dos. Haremos una cosa: acompañaremos a Itziar a Etxe Handia, y luego tú y yo —dijo dirigiéndose a su esposa— volveremos a casa. Así te convencerás, amor, de que Itziar y yo no estábamos haciendo nada malo ni nada que tú no puedas ver u oír.

Fernando sonreía creyendo, inocentemente, haber encontrado la solución a su molesto dilema.

—De eso, ni hablar. Ni lo sueñes; si te vas con ella, no te molestes en volver a casa, porque no voy a estar esperándote. Ve eligiendo: o ella o yo, y rápido porque tengo sueño. Quiero irme a dormir —India parecía más exaltada que nunca; resultaba evidente que la solución propuesta por su marido no le había parecido la más ideal.

—No puedo; entiende que no puedo dejarla aquí, y sola. Apenas es una niña, India; podría ocurrirle algo malo. Hoy algunos están más bebidos de la cuenta después de la fiesta, y está todo muy oscuro; ni siquiera hay luna ya. Soy un hombre responsable; yo fui a buscarla y yo la llevaré. Y si no quieres esperarme, no lo hagas. Adiós y buena suerte.

—No es necesario, gracias —intervino de repente Itziar, disgustada y terriblemente dolida—. Deja de tratarme como a una mascota. Estoy aquí presente, por si no lo recuerdas; puedo oír, hablar y dar mi opinión. Puedes irte a casa con tu celosa mujercita, que yo me las sé arreglar muy bien sin ti. Gracias, pero no te necesito. Eres tú quien me necesita a mí.

—Ya la has oído. ¡Vámonos! No perdamos más tiempo con ésta —le gritó India a su marido; luego, volviéndose hacia ella, la amenazó—: Espero no volverte a ver nunca más, jovencita —ahora su mirada iba del uno a la otra—. Se acabaron los paseítos a escondidas. ¡Vámonos ya, por favor! —le tironeó de la manga, apartándole de Itziar.

Así fue cómo, momentáneamente, acabaron las relaciones entre ellos dos. Fernando regresó a su casa con su mujer, y pasarían al menos tres años hasta que volviera a charlar con ella. Itziar sería siempre la primera y la única mujer en su vida. Pero entretanto no la vio, hubo paz en su casa y descanso en su espíritu.

En aquel dulce tiempo de armonía conyugal India volvió a quedar embarazada.

«Esta vez —se decía— todo saldrá bien.» El embarazo fue bueno, tanto que nada hacía presagiar un desenlace tan doloroso. Parecía que todo iba sobre ruedas, que no existía el menor problema. Sabían ya que era un niño, y todo seguía su curso normal. La mamá se alimentaba bien, el peso era el adecuado, y había un aura de felicidad, conforme iban pasando las semanas, que la volvía más y más hermosa. Fernando la amó mucho en aquel tiempo. Era como la primera vez que la vio, sentía la misma pasión ciega. ¿Cómo era posible que les ocurriese aquello?

Nuevamente el destino se ensañó con ellos, abortando su felicidad: aquélla que creían tan segura. Inesperadamente, el parto se presentó largo y difícil; hubo complicaciones y el niño nació muerto. Inexpresables el dolor de Fernando y la pena de India, quien veía otra vez sus deseos truncados.

¿Habría próxima vez?, se preguntaban desesperados.

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