Carnaval

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NUEVE

 

—¿Quieres café, sí o no? —la voz de Inés sonaba muy impaciente esa mañana.

Iba a llegar tarde a la facultad; le tocaba ir hasta el campus de Bellaterra, y había una buena tirada. Ese año era el último de su carrera de Periodismo; no podía permitirse faltar a las clases, y además le gustaban; y más le valía seguir motivada si quería aprobar en julio. No quería perderse ni una.

Lo que sí estaba perdiendo lastimosamente era el tiempo, tratando de dialogar con Raúl, quien parecía sufrir un inesperado ataque de autismo.

Volvió a repetírselo:

—¿Qué quieres? ¿Café o té, zumo, leche, o una copa como papaíto?

—¡Déjame en paz! Me voy a desayunar fuera. ¡Adiós! —contestó malhumorado, y se largó de la cocina dando un portazo.

Era un mal educado. ¿Qué había hecho ella para merecer eso? Encima que le estaban manteniendo, ¡y a cuerpo de rey! Desagradecido. Le estaba aguantando mucho porque lo quería, porque estaba buenísimo el muy cabrón, y porque le gustaba cuando él se enfadaba: ponía unos morritos para comérselos.

Inés comenzaba a inquietarse porque veía que, después de aquella madrugada, no se había operado ningún cambio positivo en su primo; más bien al contrario: parecía más harto de ella que en los días anteriores. Pero a ella nadie la iba a hacer cambiar de objetivo. Atraparía a Raúl, cayera quien cayera por el camino.

Con el ánimo más decidido se fue al parking, sacó el BMW y emprendió camino hacia la Avenida Meridiana hasta coger la autopista a Bellaterra. Tamborileaba con los dedos sobre el volante, medio divertida, medio nerviosa porque iba justa de tiempo. Podría haber acabado la carrera si hubiera empezado antes; se retrasó porque se metió en Empresariales cuando aprobó la selectividad, animada por Juanjo. «El dinero crea dinero —le había dicho—. Si lo manejas se te multiplicará, a ti sobre todo, que no tienes un pelo de tonta.»

Pero ya el primer año no se sintió a gusto en el ambiente, y acabó por dejarlo después de Navidad. A pesar de lo que dijera su hermano, el dinero no le interesaba; nunca le faltó, carecía de esa ansia que tienen algunos por conseguirlo, por amasarlo…

Se tomó un año sabático durante el cual trabajó para Greenpeace en Barcelona, gastándose su dinero en la causa, y las suelas de sus zapatos en manifestaciones y actos solidarios. Los dos primeros meses bastaron para concienciarla; se convirtió en una ecologista convencida. Había visto escenas terribles: desastres de magnitudes aterradoras; había tomado fotos de mil y un lugares que antes fueron bellos y ricos, convertidos ahora en vertederos municipales. Toneladas de residuos tóxicos llegaban al Mediterráneo a diario, y a nadie parecía preocuparle.

Se indignaba al ver el curso que tomaban las cosas, y que cada día parecía tener peor cariz. Escribió mucho acerca de ello; hizo encuestas a la gente de la calle: en los colegios y en los institutos de secundaria, en su propia facultad de Empresariales y en la de Biología. Probó con las dos que le parecieron, a priori, más opuestas, y acertó. Mientras que la gente de Empresariales se mostraba bastante indiferente, en general, a todo lo que no fuera dinero contante y sonante, en la otra encontró sin dificultad más eco a sus inquietudes medioambientales. Dos opiniones muy contrapuestas era lo que había estado buscando.

También preparó estadísticas, e incluso se atrevió a entrevistar a un par de concejales para comparar opiniones. Aunque sabía de antemano que las opiniones de la gente «de a pie» eran más sinceras, ¡tenían tan poco que perder al decir lo que realmente pensaban! Lo guardó todo como un tesoro valioso, y como una práctica de sus estudios de Periodismo, en los que ya se había matriculado para el otoño próximo. Durante todos esos años su conciencia «verde» no había descansado ni un mes, ni una semana; seguía trabajando para ellos, escribiendo acerca de aquello que había visto una vez y que tal vez nunca volvería a ver: parajes hermosos de verdor espléndido, ahora calcinados por fuegos devastadores; ríos de aguas que un día fueron cristalinas, y hoy estaban infestadas de petróleo (de ese que utilizaba para hacer arrancar su magnífico coche).

Trabajaba para el periódico de su facultad, en la pequeña pero eficiente sección de Medio Ambiente, como redactora adjunta en lo que era su última etapa allí.

Aunque en esos momentos en que el BMW de Juanjo (que ella había cogido prestado) se deslizaba por el asfalto de la autopista, ya a punto de llegar al desvío hacia el campus, su postura era algo más relajada en general; ni sentía tantas inquietudes medioambientales, ni estaba tan nerviosa por lo de Raúl. Su cabeza estaba ocupada en algo nuevo y excitante: el carnaval anual. Todavía debía atender a mil preparativos, y solamente faltaban cuatro días.

Había contratado a un par de tipos: diseñadores de interiores, especializados en decorados para macro-fiestas como la suya, que conseguirían —o eso le habían prometido— convertir la casa de Sitges en todo un monumento a Roma y sus dioses.

Y lo había resuelto con una simple llamada; por supuesto, faltaría a un par de clases (asignaturas optativas, nada importante); le dolía, pero debía supervisarlo todo. No quería dar las llaves de esa casa a nadie; hoy día no se pueden hacer las cosas a ciegas, y la buena intención no existe.

No se puede uno fiar de nadie. Ella, en particular, no se fiaba ni de su sombra. Tendría que vigilar mucho en la fiesta, sobre todo a Irene, ahora que sabía que buscaba compañeras para compartir su piso; bien sabía ella que su primito Raúl buscaba una excusa como esa para saltar del piso y librarse de ella. 

Irene no era precisamente un adefesio, y encima tampoco era tonta… Y para colmo, tenía muy buen gusto para elegir a los hombres. ¿La edad? Si a ella no le había importado, ¿por qué le iba a importar a Irene? En cuanto le viese, lo que menos iba a tener en cuenta serían sus diecinueve años. Pero Raúl no tenía suficiente dinero para pagar el alquiler durante mucho tiempo, ni siquiera el que le ofreciera Irene, por muy compartido que fuese, de modo que no tenía muchas opciones donde escoger: o volvería a ellos, o a las faldas de la vieja, o se buscaría la vida… Pero ¿cómo?, ¿para qué servía su primito, aparte de para follar?

Con tanta reflexión inútil, casi se pasa el desvío; tuvo que echar marcha atrás unos pocos metros, sin más problemas que unos cuantos bocinazos y algún que otro taco. Llegó con el tiempo justo de aparcar el coche de cualquier manera, y entrar corriendo, abriéndose paso a codazos, en el aula que le tocaba a esa hora.

 

 

 

A sus veinticinco años, con su metro setenta y cinco, sus expresivos ojos negros y su cuerpo atlético, Juanjo era el sueño de todas las que le conocían. Y así había sido toda la vida: desde la guardería hasta alguna que otra modelo que se dejaba mimar por él y por su cámara, pasando por el colegio, el instituto, el club de montañismo donde estuvo dos años, el pueblo de Navarra y las discotecas y bares de copas de Sitges.

Su sensualidad era legendaria; su sibaritismo, bien conocido; y su amor por los placeres terrenales, ampliamente secundado. Juanjo amaba a las mujeres, y ellas le amaban a él. Ninguna podía resistirse a su encanto; incluso las escarmentadas volvían a tropezar con la misma piedra. ¿El secreto? Una sonrisa seductora, y tan cálida que era capaz de derretir hielo a diez metros de distancia; su naturalidad ante todo, y su infinita condescendencia con las debilidades del prójimo y, ¡cómo no!, con las propias… Cualquier placer que le dejara satisfecho era bueno. Daba igual lo que pensara el resto del mundo.

A él y a su hermana no les educó nadie; nadie les señaló la frontera que separa el bien del mal, ni tampoco les explicaron que el amor entre hermanos, y entre padres e hijos, no podía demostrarse más allá de un beso en la mejilla o en la frente, o un abrazo más o menos cálido.

Fue en el colegio donde descubrieron que los otros hermanitos no se demostraban el mismo apego que ellos, sino que se peleaban por las cosas más estúpidas. Ellos nunca habían peleado por nada; cada uno tenía muy claro cuáles eran sus cosas. Además, como mellizos, tenían un carácter muy parecido, un montón de gustos en común y un respeto mutuo inmenso e inigualable al del resto de sus compañeros.

Ahora, sin embargo, ya no había aquella dependencia; ya no les interesaban las mismas cosas. En el sexo, la rutina ocupaba el lugar donde un día reinó la fantasía. Es más, no solamente estaban cansados de aquellos, sino que empezaban, y él en particular, a pensar en los perjuicios que semejante conducta podría acarrearle en un futuro próximo si se animaba a seducir y conquistar a aquella preciosidad que le volvía loco día y noche.

Ya estaba decidido: desaparecería de la fiesta el sábado después de la comida, y se marcharía a Navarra: al pueblo, dispuesto a verla de nuevo, a mirar de averiguar todo lo posible acerca de ella, empezando por su nombre, y acabando por descubrir qué clase de relación había mantenido con Raúl, si acaso había mantenido alguna.

Le preguntaría a su abuela; ella tenía que saber algo, no en balde seguía siendo la Señora del pueblo… Y no cualquier señora, sino una de armas tomar. Su abuela siempre tuvo una opinión de todo. ¡Cómo no iba a tenerla en cuanto a la mujer más hermosa de Castillo de Arga! Su preciosa musa rubia debía de levantar, por fuerza, pasiones y comentarios diversos. Alguien tan excepcional no podía pasar por sus vidas como si nada. El muy cochino de Raúl nunca le dijo nada, ¡a saber por qué! Pero él había sido más espabilado. Tal vez se estaba enamorando. Juanjo no conocía los síntomas de tal enfermedad; para él el sexo había ocupado siempre el primer lugar, importándole muy poco lo que sintiera su pareja en aquellos instantes de lujuria y pasión desenfrenada. Tal actitud le llevó a alternar con profesionales que, si bien representaban un gasto mayor, al menos no le causaban grandes trastornos.

Había roto unas cuantas docenas de corazones en sus años de estudiante, y las consecuencias habían sido fatales: la gran mayoría eran terriblemente escandalosas, y le montaron unos numeritos de mucho cuidado. Después de tanto fracaso junto, decidió pagar por el sexo. Aquellos contactos ya estaban predestinados: follabas, pagabas… y si te he visto no me acuerdo; no había sorpresas ni escenas lacrimógenas, nada le comprometía a nada.

El amor era otra cosa, pero ¿qué cosa? Quizá aquel ángel acabara por descubrirle el misterio de las cosas humanas, el eterno misterio de la vida. ¡Ángel! ¡Exacto! Esa era la palabra que mejor la definía. ¡Dios, era tan perfecta que no podía ser de este mundo!

¿Y qué coño hacía en ese pueblucho y en esa tienda donde, se suponía, trabajaba cuando él la descubrió? ¡Dios, si él se lo podía dar todo! Era demasiado grande para esconderse en un rincón. Él era fotógrafo, ¿no? Podía hacer de ella una estrella en menos tiempo del que se tarda en decirlo. Adiós a Michelle Pfeiffer y a Uma Thurman; adiós a Kim Basinger y a Cameron Diaz. Ella era una mezcla de todas ellas, pero mil veces más hermosa. Era una injusticia, casi un crimen, abandonarla en aquel rincón perdido en el mapa.

Alguien debía rescatarla, ¿y quién mejor que él? Él la haría importante, más aún que a Naomi Campbell y Claudia Schiffer, a quienes había inmortalizado en las pasarelas de París y Milán.

«Preciosa —le dijo con el pensamiento—, el tiempo de tu buena estrella está cercano, mucho más de lo que imaginas, mucho más de lo que nunca has imaginado. ¡Aguanta un poco más, muñeca! Tus días como una vulgar dependienta están contados, ya lo vas a ver».

 

 

Raúl pasó toda la mañana fuera, y toda la tarde. Y si hubiera llevado más dinero encima, también habría pasado toda la noche. Como no tenía suficiente, no le quedó más alternativa que volver a casa de sus primos, bastante asqueado. ¡Si todo fuera tan fácil y cómodo como años atrás!

Él nunca se había sentido tan libre como en aquel verano de 1991, como en todos esos veranos pasados en el pueblo. Cuanto más lo pensaba, más arrepentido estaba de haber dejado el pueblo. Ok, era mortalmente aburrido, pero estaba Izaskun.

Era curioso que la echara tanto de menos tan enseguida, y cuando estaba a su lado, no sabía bien por qué, le aburría. No al primer momento, claro, sino con el pasar de los días y las semanas… Tal vez fuera porque llevaban juntos demasiado tiempo, porque habían crecido uno al lado del otro: noche y día, día y noche. Contaban doce años y ya parecían un matrimonio, de tantos años como hacía que se conocían. La mejor época había sido sin duda aquel primer verano, cuando regresó de Pamplona…

 

 

Había acabado harto de sermones y exámenes, harto del colegio de curas; necesitaba desmadrarse entre los brazos de Izaskun, descargar toda su furia, la energía contenida, transformarla en pasión y llenarla con ella.

Volvía más delgado, un poco más crecido, no mucho, y con la cabeza todavía rapada porque así la había llevado durante todo el curso por obligación. Una de las muchas normas que tuvo que acatar sin rechistar, ¡y lo que le quedaba! Parecía más hombre quizá, pero él se encontraba la mar de raro.   

Y a pesar de todo, estaba ilusionado, ¡si incluso le había comprado una chuchería a Izaskun!

Se había sentido tan ridículo en aquella tienda, con aquella dependienta mirándole, sonriente, divertida más bien, mientras le enseñaba sujetadores, braguitas, bodies, camisones semitransparentes, picardías… en fin, todas esas cosas que les chiflaban tanto a las chicas. Más incómodo se sintió cuando la chica le preguntó por la talla después de que él hubo elegido un body negro, todo de encaje. ¿Cómo iba a saber él la talla? Calculó mentalmente, acariciando con la memoria sus pechos. No lo sabía con certeza, dijo; ¿una noventa… quizá?

La chica lo miró, comprensiva.

—Sí, puedes escoger la noventa; estas prendas se adaptan como un guante —le propuso, sonriendo. ¿Cuánto cobraría sólo por sonreír de esa forma? Añadió—: Además, siempre queda más sexy si va un pelín ajustado.

Lo compró. No sabía si era muy caro o no, porque nunca en su vida había comprado nada como aquello, y no quería ni pensar en volver a hacerlo.

Todo había sido por los consejos de Joseba; según él, a las chicas había que mimarlas con palabritas dulces y regalos… si uno quería que se le abrieran de piernas. Había que prometerles la luna, aunque al final no les dieras ni la hora.

«Dile que la amas —le aleccionó—, aunque sea de mentirijillas. Hasta que descubra la verdad, será feliz creyéndose esa trola». Él no estaba muy convencido; las palabritas dulces significaban «compromiso», y él sufría de compromisofobia, ¡solamente tenía catorce años! Pero decidió hacerle caso al colega, y de paso a ella… de momento; además, Izaskun se merecía un poco de teatro. ¿Por qué no?

Dispuesto a hacer algo memorable de aquellas vacaciones, tomó el autobús de línea hasta el pueblo sin imaginar, ni remotamente, la sorpresa que le esperaba.

 

 

Fue aquél un verano tórrido; las aguas de su río, silenciosas testigos de sus amoríos, se habían estancado; el calor era seco, la tierra se resquebrajaba, y el sol caía sin piedad sobre la rubia cabeza de Izaskun, camino de la única peluquería del pueblo.

Los padres de la joven se habían marchado a un congreso en Pamplona, y luego a Madrid. Una semana de vacaciones. Ni siquiera le habían propuesto que les acompañara. Sabían con cuánta ilusión aguardaba la llegada de Raúl, y que no se iría ni a rastras del pueblo.

Izaskun sabía que su madre iba a enojarse muchísimo cuando viera lo que había hecho…, lo que iba a hacer, pero que ya estaría irremediablemente hecho cuando volviera. La tentación era irresistible; se moría de ganas de darle una sorpresa a Raúl. Estaba HARTA de su melena eternamente larga, y más en aquellos días con aquel horroroso calor; iba a cortársela: un corte recto a la altura de la barbilla, y sin el también sempiterno flequillo; de esta forma dejaría su espalda desnuda, lo cual le parecía mucho más sexy y atractivo, casi tanto como la novedad que suponía aquel cambio radical. Quería una imagen nueva y joven, pero no aniñada, ¡que ya tenía quince años! Y lo que era aún peor: ¡un metro ochenta y cinco de estatura! ¡Ja!, era más alta que Raúl. Al menos en eso le había ganado. Y no era solo eso; hacía tres años que había hecho el cambio, desarrollándose en plenitud, y aparentaba por lo menos diez años más de los que tenía.

Paula, la peluquera, refunfuñaría un poco al principio, pero se lo cortaría. Sabía que era una locura, pero el cuerpo le pedía hacer cosas así: cambios radicales. ¡Adiós a la monotonía! Si el pueblo no cambiaba, ella sí lo haría. ¿Por qué habría de estancarse sólo porque el pueblo se había estancado casi tanto como el río?

Tal y como había pensado, Paula no quería hacer algo semejante; sin embargo, acabó convenciéndola. Al fin y al cabo, el pelo era suyo. Después de dos horas salió totalmente cambiada, pero no menos hermosa; simplemente diferente.

Con el ánimo bien dispuesto y la mirada traviesa, Izaskun caminaba hacia la terminal de autobuses. Eran las doce del mediodía, y el autobús de Pamplona estaba por llegar; según le había explicado Raúl, llegaría alrededor de las doce y media. Tenía el tiempo justo. En la terminal había una docena de personas. Algunas subirían; otras estaban, como ella, esperando a un ser querido. De pronto asomó un autocar rojo de dos pisos, repleto de gente. Casi todos miraban por las ventanillas, tratando de distinguir algún rostro familiar. Paró justo frente a ella. Las puertas se abrieron y comenzó a salir la gente. Bajaron diez personas antes que Raúl, y al final salió él. Solamente necesitaba volverle a ver para saber que jamás habría otro ¡ni en mil años que viviera!

Agitó los brazos en el aire, y le envió media docena de besos; Raúl la vio y se quedó paralizado. Ella avanzó hacia él, lo abrazó con cariñosa fuerza y le cubrió el rostro de besos, sin importarle un pimiento qué pensarían quienes les estaban observando. Él la detuvo con la mano, la miró boquiabierto y soltó:

—¿Qué demonios has hecho con tu pelo?

—Pero ¿no lo ves, tonto? Me lo acaban de cortar —dijo Izaskun, moviendo la cabeza de un lado a otro y mostrando su recién estrenado corte—. ¡Estaba harta de llevarlo largo! Y me gusta mucho cómo me queda. Podría dejármelo así por una larga temporada.

—¿Cuánto tiempo significa una larga temporada? ¿Un mes, dos meses?

—No, unos… cuarenta años, más o menos —respondió, riéndose de él y su cara de pasmo.

—¿Te has vuelto loca? —Raúl se negaba a tomarla en serio.

—¡Venga, no seas borde! ¿Qué importa eso? ¡No me irás a decir ahora que lo único que te gusta de mí es la longitud de mi pelo! Porque si es así, ¡te mato! —Le tiró las manos al cuello, amenazándole en broma—. Además —añadió todavía en son de chanza—, ¡mira quién habló! Pareces un skin.

—¿Me estás llamando racista?

—Nooo. Mira que llegas a ser bobo; lo único que he dicho es que con la cabeza rapada pareces uno de esos skins. ¡Déjalo, aún acabaremos enfadados! Vamos a casa. Tienes suerte, Raúl; mi madre está de viaje.

—¿Y tu padre?

—También. Están en Pamplona, ya te lo dije por teléfono.

—Sí, ya recuerdo.

—Anda, vamos… —le tiró suavemente de la manga.

—No me parece una buena idea.

—¡Oh, vamos! Por una vez que consigo convencerla para que se largue, y en un momento como este: tan oportuno… Ya sabes lo que opina de ti.

—No, no lo sé, Izaskun. ¿Te importaría decírmelo?

—No seas cínico, Raúl —le reprendió—; lo sabes muy bien. Los dos lo sabemos; lo que no sabemos es por qué. Yo quiero desvelar el misterio, y no hay manera. Debe de ser secreto de confesión; quizás con el padre Severiano tendríamos más suerte. Pero, ¿qué nos importa eso? Anda, ven —le insistió mimosa.

—¿Y la criada? Si se entera se lo chivará a tu madre, y ella te dará una zurra por haberme llevado.

—Emilia no dirá ni una palabra. Me quiere demasiado para hacerme una trastada así… y aunque lo hiciera, bueno, pues aguantaré la zurra. Esta vez quiero hacerlo en mi habitación, para variar un poco el escenario. ¿Algún otro inconveniente? —se estaba poniendo nerviosa. ¿Por qué siempre le ponía tantas pegas a todo?

—Está bien, está bien, tú ganas. Al menos deja que recoja las maletas, ¿sí? Te he comprado un regalo —anunció mientras se dirigía, con la cabeza vuelta hacia ella, al maletero. Le sonrió con calor mientras agarraba las maletas. Eran las últimas que quedaban.

—¿A mí? ¿Por qué? —preguntó ella, sorprendida—. Tú no acostumbras a hacer regalos. Nunca me has regalado nada.

—Pues hoy sí. A ver si ahora me vas a decir que no lo quieres.

—No, yo no he dicho eso. Me muero por ver qué es.

—Cuando estemos en tu dormitorio te lo mostraré.

Siguieron caminando unos cuantos metros, hasta la casa del alcalde. Raúl había rondado alguna vez por los alrededores, mas no pasó de ahí.

—Ya verás cómo te va a gustar la casa, ¡es inmensa! Ejem…, no tanto como la vuestra, pero no está nada mal. Yo ahora duermo en la buhardilla que utilizaba mi padre para estudiar. Es un lugar muy acogedor y ahora lo transformaremos en nuestro nidito de amor —explicaba Izaskun, entusiasmada.

—Me encuentro incómodo aquí —ya habían subido a la alcoba—. Si tu madre nos pilla se armará un revuelo —la advirtió Raúl.

—¿Ah, sí? Pues muy bien, ¿sabes qué te digo? Que si dice algo, va a tener que explicarnos a ti y a mí el porqué de su absurdo comportamiento. Ya estoy HARTA de esconderme cada vez que salgo contigo. No estamos haciendo nada malo. Nos amamos; ella va a tener que tragárselo. Yo no voy a cambiar lo que sentimos, lo que yo siento por ti, solamente para no incomodarla. Creo que tiene celos. Celos de tu madre, y perdona que te lo diga. Por lo que sé, tu madre fue una mujer muy hermosa, y mi padre estuvo perdidamente enamorado de ella antes de casarse. No me extrañaría que ese sentimiento continuara latente después de tantos años. Él siempre me ha hablado de ella con elogios.

—Te agradecería que dejaras a mi madre al margen de esto.

Y no vuelvas a nombrarla, no quiero saber nada de ella. ¿Estás insinuando que tuvieron un lío? ¿Sabes, acaso, lo que eso podría significar?

—No, no lo sé. No puede ser lo que estás pensando. Él se refería a un amor platónico. Dejémoslo, ¿vale?

Se sentaron en la cama. Izaskun se volvió de espaldas a él, y le dijo en susurros:

—Bájame la cremallera del vestido, anda. Hace demasiado calor, y el único calor que quiero sentir es el de tu torso, tus brazos, tus labios…

Raúl bajó lenta y pausadamente la cremallera mientras descubría su hermosísima espalda. Pensándolo mejor, no era tan mala idea que se hubiera cortado el pelo. Todo lo que ocultara la belleza de su cuerpo sobraba. El vestido se deslizó hasta el suelo y quedó allá olvidado. Cayeron después las braguitas, luego el minúsculo sostén, y al fin se le apareció el cuerpo: desnudo y puro; la piel dorada por el sol. La miró boquiabierto.

—¡Dios —enterró la cabeza entre sus pechos—, estás fantástica! El verano pasado no estabas tan… tan… Bueno, tan… así.

—Y tanto que sí, tonto. He crecido un poco, pero solamente un par o tres de centímetros. Nada más.

—¿Y te parece poco? A ver si paras ya, al ritmo que vas no te voy a alcanzar nunca —se quejó Raúl, pero al verla tan preciosa dejó de discutir y la besó, y la volvió a besar; y de nuevo, como tantas otras veces, la poseyó con ganas, ardor y furia contenida… dejándola sin aliento, mientras revolvía lo que quedaba de la dorada cabellera que tanto amaba.

—Venga ya, quiero ver ese regalo —Izaskun habló al final, jadeando en un breve respiro entre beso y beso (¡sí que estaba hoy apasionado!)—. Me muero de curiosidad por saber qué habrás comprado. Conociéndote… Miedo me das… Eres capaz de comprarme un videojuego de Rambo o una película de Bruce Lee de artes marciales. ¡Cómo si pudiera hacer algo con eso! A ver, a ver…

—Pues no, te equivocas —la interrumpió—. No soy tan insensible. Sé lo que os gusta a las mujeres. Anda, toma —le entregó el paquete—; espero que te guste y te quede bien. No voy a ir a descambiarlo a Pamplona.

—¡Oooh, vaaaya! Esto está muy, pero que muy bien —exclamó Izaskun, sujetando la prenda frente a sí—. No parece muy propio de ti; sin embargo, no te pondré en evidencia preguntándote quién te ha dado la idea. No sé si me vendrá un pelín justo, pero casi es mejor. Quedará más sexy. Me lo pondré cada día. Será como llevarte conmigo allá donde vaya. ¡Ay! Casi lo olvido, yo he guardado algo también para ti.

Saltó de la cama, abrió el armario y sacó una foto enmarcada. Ahí estaba ella: con un minúsculo bikini blanco, la piel ya bronceada, y el cabello liso y rubio recogido en un moño despeinado. La foto había sido tomada en la playa de La Concha, en Donostia, en junio de ese año.

—Toma —le dio el marco—. Me la hice especialmente para ti, porque sé cuánto te gusta verme así. No la vayas a perder, ¿eh? Supongo que podrás llevártela a Pamplona, ¿o no? 

—Sí, supongo.

Él estaba azorado. La verdad era que se veía muy linda en la foto; pero si se la llevaba, pensaba, sus compañeros harían muchas preguntas y comentarios subidos de tono. Y él no quería eso. La guardaría en su habitación y punto.

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