Carnaval

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ONCE

 

 

Es difícil precisar en qué instante Inmaculada Goikoetxea se cansó de su marido, o en qué momento decidió que no era bastante para ella; en qué minuto exacto se hartó de su papel de esposa y de su reciente maternidad. Una mañana soleada de mayo de 1971 cogió sus maletas y se fue, dejando atrás a dos pequeñines y un matrimonio del que esperó más de lo que obtuvo.

A partir de aquel día, uno podría temer que los niños quedaran desamparados a su suerte, sin la presencia de un padre siempre ausente; pero no quiso Dios que fuera así. Quedaron al cuidado amoroso de unos abuelos que querían con locura a sus nietos, y de los criados de la casa de la Avenida de Sarriá.

Inma dejó a dos bebés de siete meses; dos hijos a los que no volvería a ver juntos.

Durante el tiempo de los abuelos, todo estuvo en orden; los niños empezaron a gatear, les salieron los primeros dientes, comenzaron a balbucear, y poco después, las primeras palabras.

Desgraciadamente, aquel paréntesis de bienestar no duró más allá de unos pocos años. La abuela enfermó de cáncer y murió cuando los chicos tenían cuatro años; el abuelo la siguió dos años después.

Así, con seis años recién cumplidos, aquellos niños se quedaron solos, con la única presencia y compañía de dos criadas fieles y honradas, y el chófer. El dinero para el mantenimiento de la casa, y de todo lo que a ella concernía, llegaba misteriosa pero puntualmente. Nunca le faltó nada a nadie.

Los niños estudiaban en las Escuelas Pías; pasaban las navidades en Navarra, con Graciela; y los veranos transcurrían apaciblemente en la casa de Sitges.

Cuando llegaban a Etxe Handia, su abuela siempre les hacía la misma pregunta: «¿Dónde está vuestra madre?» Los niños encogían los hombros en señal de ignorancia tanto como de indiferencia, y no decían nada. Al cabo del día era el chófer quien la avisaba de que la señora estaba de viaje; durante los siguientes ocho años, Inma siempre estuvo de viaje por Navidad. Si al principio extrañó a Graciela la ausencia continuada de su hija, no lo expresó delante de sus nietos, y después de algunos años se olvidó de ella. A Inmaculada nunca le había gustado el pueblo; no era de esperar que regresara.

La primera Navidad que los mellizos pasaron en Navarra fue también la primera que vieron a su primo. Corría el año 1976, y Raulito estaba todavía en pañales. También, aunque apenas se acuerden ya, fue la primera y última vez que vieron a su tía Itziar. Fueron unas navidades alegres; Itziar estaba feliz de ver a sus sobrinos, les regaló muchos juguetes, jugó con ellos a mil y un juegos; y les permitió acunar a Raúl, advirtiéndoles, eso sí, que lo hicieran con mucho cuidado, pues aún era muy chiquitín. Además hicieron excursiones y recogieron musgo, ramitas y hojas chiquitas, y muérdago para el pesebre. Los niños fueron el último consuelo de Itziar. Gorka ya no estuvo esa Navidad, y nadie sabía cuando pensaría en volver (si lo hacía algún día). Se había marchado a finales de noviembre, tan pronto como Raúl fue bautizado.

Los pequeños mellizos crecieron y continuaron viviendo solos; alguna vez, la privilegiada pero fugaz visita de su padre: un par de besos, algunas chucherías, y de nuevo solos. Dormían en la misma habitación; en las noches de tormenta o mucho frío, en la misma cama.

A los ocho años iniciaron el descubrimiento de sus cuerpos; aprendieron las diferencias de sus respectivos sexos. Comenzaron a tocarse y a acariciarse en lugares más íntimos que la cara o los brazos. Un año después llegó el primer beso en la boca.

Tres años más tarde, jugar desnudos ya era de lo más natural; sus caricias eran más seguras, ya no había ni rastro de timidez. Los besos eran más profundos, y la sexualidad de ambos más manifiesta: sin pudores ni escondites.

Inés hizo el cambio a los trece años; se le desarrollaron los pechos, la cintura se estilizó, y una incipiente sensualidad envolvió su precoz madurez. Consciente de ello, la jovencita comenzó a probar el poder de su sexualidad entre sus anteriormente ignorados compañeros de estudios. Los resultados fueron más que buenos: los chicos acudían a ella como moscas a la miel, atraídos más por su actitud franca y desinhibida que por su belleza.

Tenían quince años cuando empezaron el Bachiller; a esta edad comenzaron también las fiestas en Sitges; se acabaron las navidades en Navarra. No acabó su relación por eso. Al contrario, se afianzó entre sábanas de satén rubí.

Hacían el amor cada noche como si se tratara de un experimento: un modo como otro cualquiera de aprender de la vida y conocerse mutuamente. Un método inequívoco de conocer los gustos de cada cual, las fantasías más escondidas, los límites… en total confianza. Fuera de casa cada uno continuaba con sus ligues y amoríos, poniendo en práctica lo ensayado.

Dos años después se proclamaron oficialmente amantes. Les venció la pereza; ya no buscaban fuera lo que podían conseguir sin moverse de casa. También se tornaron caprichosos y libertinos; sus fiestas inocentes en la casa de Sitges acabaron convirtiéndose en orgías desenfrenadas donde todo estaba permitido. De día en día mostraban menos pudor, menos conciencia del bien y el mal.

A los diecinueve años, Juanjo volvió al pueblo en verano para cambiar de aires y ver algo distinto. Ya conducía un Audi, su primer coche, aunque no habría de tardar en cambiarlo por un BMW, más potente y de línea más deportiva. Cuando llegó y vio a su primo, apenas le reconoció. ¡Estaba muy crecido y sólo tenía trece años! A Juanjo le pareció que era demasiado alto, únicamente porque los dos tenían la misma estatura, y la diferencia en años sí era notable. Además, Raúl era más delgado, y rubio; y sus ojos azules eran un imán poderoso que atraía a todas las chicas. Raulito las miraba como si quisiera robarles el alma, y ellas caían hechizadas en su trampa. ¡Quién se lo iba a decir! Si él le había visto en pañales.

Aquel verano lo pasaron juntos, aunque no en el pueblo; no durante el día al menos. Cogían el coche y se largaban a Pamplona. Algunas noches, no todas, regresaban a Etxe Handia a dormir.

En 1991 Juanjo ya estaba trabajando para un periódico como fotógrafo de crónicas deportivas; después de seis meses cambió, y empezó a trabajar como free lance para revistas de alta costura. Comenzó a fotografiar a las modelos. Primero en un estudio alquilado, luego en el de un amigo, y en las pasarelas y actos sociales y benéficos… Simplemente publicidad y más publicidad. Acabó resultando ser un trabajo de lo más gratificante: rodeado de mujeres hermosas dieciséis horas al día. Mientras, Inés ya se había matriculado en Periodismo, después de pasar por las aulas de Empresariales con más pena que gloria.

Cumplidos los veinticuatro años, cuando sus vidas estaban ya definitivamente encarriladas, una mañana cualquiera de aquel verano se llevaron una sorpresa; llevaba matasellos de El Cairo, y era una carta de ¡su madre!, invitándoles a pasar unos días con ella, y añadiendo que sería muy grato volverles a ver después de tantos años.

La reacción de los jóvenes no se hizo esperar, en especial la de Inés. Tuvieron una charla más o menos en estos términos:

 

                       Ella: No pensarás que yo voy a ir!

Él: No, no pienso nada en concreto; simplemente podríamos considerarlo.

Ella: ¿Por qué? Ella nos abandonó cuando éramos un estorbo para cualesquiera que fueran sus planes y ambiciones. Y ahora ¿qué? Ahora somos adultos pero jóvenes; guapos, educados, inteligentes… Ahora puede presumir de sus hijos; ya no lloriqueamos ni nos cagamos encima, ni hacemos alboroto, ni les pedimos juguetes a los Reyes.  Ahora nos puede enseñar al mundo y a sus amigos ricos. Ahora sí le servimos para algo. Y el colmo es confiar que nuestra madurez nos mueva a perdonarla. ¡Pues va lista conmigo!

Él: Podríamos darle una oportunidad. No sabemos sus motivos; tal vez no tuvo elección.

Ella: ¡Uy, sí! Menudo melodrama, ¿y qué más? ¿Ahora vas a decir que papá la echó de casa o algo por el estilo?

Él: No, yo no sé nada. Por eso quiero ir y averiguarlo.

Ella: Pues muy bien. ¡Buen viaje!

Él: No seas así, mujer; yo no quiero ir solo.

Ella: ¿Y qué leches hago yo en El Cairo, me lo quieres decir?

Él: Podemos hacer turismo, entre otras cosas.

Ella: No. Yo tengo mucho trabajo; no voy a arruinar mi curso por ir a ver a mamaíta. Si quiere amor filial, ¡que tenga otro crío! Sólo tiene cuarenta años. Pero ¿qué digo? A lo mejor tiene ya familia numerosa. En veintitrés años se pueden parir unos cuantos mocosos.

Él: No vas a ir, ¿verdad?

Ella: Ni lo sueñes.

Él: En fin, yo tampoco; no sabría qué decirle, ni siquiera cómo llamarla.

Ella: Zorra, puta, mala pécora, ramera, monstruo, perra… A mí se me ocurren muchos adjetivos.

Él: Ya sabes a qué me refiero. No sabría si llamarla mamá, madre, Inma, señora…

Ella: Lo de mamá le viene muy grande, no tiene alma ni corazón donde guardar esas tiernas emociones; lo de Inma suena demasiado cordial para alguien a quien no has visto en tu vida; y en cuanto a señora o madre, considero que no se lo merece en absoluto.

Él: Está bien. Tú ganas.

 

Nunca fueron a Egipto; Juanjo, más respetuoso que Inés, le escribió una breve carta a su madre, agradeciendo la invitación, pero dejándole muy claro que no veían la necesidad de encontrarse al cabo de tanto tiempo. Y al final, como despedida, le deseó suerte.

Después de aquel episodio melodramático, como lo llamaba Inés, sus relaciones fueron más intensas y apasionadas: una burla a aquella madre que había aparecido en sus vidas pretendiendo que no había pasado nada, como si simplemente se hubiera tomado unas vacaciones.

Su madre desapareció de sus vidas cuando les abandonó, y luego de la breve y cortés misiva de Juanjo, para siempre. Eso había que celebrarlo.

 

 

Cuando Juanjo regresó de Navarra ese domingo, después de ver a su abuela y a Izaskun, se encontró con una Inés furiosa; más que furiosa: histérica, que se encaró con él tan pronto abrió la puerta.

—¿Se puede saber qué coño has estado haciendo todo el jodido fin de semana? ¿Por qué te largaste de la casa sin avisar? —le increpó a voz en grito. Pagaba con él su furia con Raúl. Era el único con quien podía pagarla.

—¿Qué demonios ocurre, tanto me has echado de menos? —No era eso lo que Juanjo esperaba al volver a Barcelona; ojalá hubiera podido quedarse más tiempo en Navarra. No recordaba la mala leche que gastaba Inés cuando las cosas se le torcían inesperadamente. Pero estaba demasiado entusiasmado para permitir que el cabreo de su hermana le afectase. Estaba claro que algo había salido mal en la fiesta. Esperó que ella se calmara y se lo explicase. Intentó interesarse por ella—. Creí que estarías demasiado ocupada con Raúl para notar mi ausencia.

—Sí, claro —contestó ella con una mueca burlona—. Raúl también se largó, ¿os pusisteis de acuerdo o qué? —preguntó, todavía muy enojada.

—¿Cómo que se largó? ¿Por qué? —Juanjo estaba estupefacto. ¿Qué diantres le pasaba a su primo? ¿Estaban todos locos de atar o qué?

—¿Cómo coño quieres que lo sepa? Se fue con Irene.

—¿Les viste?

—¡Qué va! ¿Crees que les habría dejado marchar así como así? No, no les vi; pero si Raúl no estaba, su coche tampoco, tú te habías ido con el BMW, e Irene también había desaparecido, ¿qué querías que pensara? Irene fue contigo a Sitges, pero tú te marchaste solo, ¿no? De modo que sólo pudo haberse largado con Raúl.

—Elemental, Mrs. Watson. —Juanjo rió, y preguntó a continuación—: ¿Y Raúl, dónde está ahora?

—¡Y yo qué sé! Se ha marchado del piso también.

—¿En serio? —el asombro de Juanjo era cada vez mayor.

—¿Te parece que tengo ganas de bromear?

—Lo siento, hermanita —intentó consolarla; se la veía muy frustrada—. Sé cuánto deseabas follar con él, pero no te ha salido por dónde esperabas. No te preocupes, ya lo conseguirás.

—¿Y tú dónde has estado? —le preguntó. Él todavía no le había contestado a eso, y ella empezó a sospechar que había algo nuevo en la vida de su hermano—. ¿Por qué no me avisaste al menos? —protestó quedamente; ya parecía más calmada y dispuesta a escuchar.

—Tenía que resolver algunos asuntos —replicó él en un tono de lo más evasivo.

—Eso significa que no me lo vas a decir. ¡Vaya, que no es asunto mío!

—¡Exacto! —chasqueó los dedos—. Bueno, en parte —tosió—. Tengo una idea. Y una información muy interesante que nos beneficia a los dos en la consecución de nuestros objetivos. Cuando consiga lo que quiero, te diré cómo conseguir a Raúl. Porque es eso lo que quieres conseguir, ¿no?

—Sí, por supuesto; ya lo sabes.

—Y bien, ¿a dónde ha ido nuestro primito si se ha largado de aquí?

—¡Y yo qué sé! —exclamó ella, de nuevo furiosa al recordarlo—. Probablemente, a casa de Irene.

—¿La has telefoneado?

—Sí, pero estaba conectado el contestador. O no están o están muy ocupados. ¡Ya imaginarás en qué! ¡La muy traidora! Se cansará de él antes de lo que él se ha cansado de mí, eso sí te lo puedo garantizar —dijo convencida y con cara de pocos amigos.

—¡Déjales, mujer! No les durará mucho la fiesta.

—¿Qué te traes entre manos?

—Ya lo sabrás; una idea, sólo eso.

—De veras que no te entiendo, pero más te vale que sea una buena idea.

Fue así como acabó aquel fin de semana de carnaval; se agrió un poco, y no salió como Inés había deseado. El fracaso era algo a lo que Inés nunca se acostumbró; no era buena perdedora, y en eso había salido a su madre. Tampoco Inma supo encajar bien los reveses que le dio la vida. En aquel invierno, o en lo que quedaba de este, Inés habría de afilar bien sus armas para el segundo round.

 

 

Marzo pasó como un vendaval, y con él el vigésimo cumpleaños de Izaskun, quien, aunque no fue a Barcelona, ni mucho menos a ver a Raúl, tampoco se quedó plantada y aburrida en el pueblo. Se fue de excursión con Olatz, una de sus compañeras, a Pamplona.  

Llegaron a las once de la mañana; Izaskun consultó su reloj de pulsera, tenían tiempo de sobras para hacer una completa visita turística y cultural. Ella conocía la capital como la palma de su mano; en cambio Olatz, que había llegado al pueblo desde Guipúzcoa, era la primera vez que ponía los pies en esa ciudad. Guio a su compañera a través de las calles más famosas y concurridas, sin olvidar la famosa Calle Estafeta, por donde cada año pasaba el célebre encierro de San Fermín. Lo que más les interesaba y llamaba su atención era el Planetario: fascinante para todos los amantes de la astronomía, entre quienes se contaban. Los Jardines de la Taconera, Las Murallas y La Ciudadela eran también lugares a destacar en el itinerario. Después de comer en McDonalds, fueron de tiendas, cenaron en Hartza y remataron la noche en una discoteca del centro, bailando, bebiendo y ligando hasta las seis de la mañana.

A esa hora caminaban vacilantes (no borrachas, pero sí soñolientas) hasta la cafetería más cercana; un café bien cargado las espabiló y las animó a continuar divirtiéndose y celebrando los veinte años de la rubita.

Después de comer en el mismo restaurante donde ya habían parado la noche anterior, cogieron entradas para ver Braveheart, y disfrutaron mucho de la premiada película. Aún les sobraron un par de horas para visitar la catedral y algunas iglesias antiguas antes de volver al pueblo. El Twingo corría bastante, y el pueblo quedaba relativamente cerca. Iban confiadas por la ciudad, deleitándose en cada lugar donde ponían sus pies y dejaban su corazón al marchar. Despacio.

La bonita hija del alcalde nunca había tenido una amiga de esas de «toda la vida» ni tan sólo una relación, por superficial que fuera, con alguna de sus compañeras del colegio. Había vivido todos esos años tan consagrada a Raúl, que no había visto más allá. Ahora ya era demasiado tarde para arrepentirse o mirar atrás, pero no para empezar desde cero.

Olatz le parecía a Izaskun un regalo inmerecido, un don del cielo: una compañera alegre, y una oyente atenta. Izaskun era, según la opinión de Olatz, una chica inigualable, y su historia con Raúl la conmovía. Ella era tan romántica como la otra. Olatz había llegado al pueblo a principios de ese año, y por tanto no estaba todavía muy al corriente de las archiconocidas historias de comadres.

Fue entonces que empezó una nueva etapa para Izaskun; un tiempo en el que conoció el valor de algo tan sencillo como una taza de café compartida en una noche fría, en el cual descubrió el auténtico valor de las cosas y las personas. Ella era un alma sensible y en extremo perceptiva, y muy a menudo, a causa de su extraordinario aspecto, subestimada.

A Izaskun la preocupaban un sinfín de cuestiones: el medio ambiente, las guerras, el gobierno, la política; la sanidad, la cultura, la lucha contra las enfermedades, la educación, el desempleo… Sí, también el desempleo; aunque, por ahora, tenía un buen trabajo y unas condiciones más que favorables, los tiempos eran imprevisibles: hoy estabas dentro, y mañana podrías quedarte en la calle. Ahora ella debía velar más que nunca por su futuro.

La primera falta la había notado dos días después de su aniversario. La segunda, hacía ya tres semanas. Y hoy, a uno de mayo, creía estar ya preparada para confirmar sus esperanzas. El sueño hecho realidad. Su vida, en lo que ella la valoraba, dependía de un simple test de embarazo.

 

 

Azucena se trasladó al piso de Irene a finales de marzo. Su sorpresa fue mayúscula al descubrir a aquel chico allá. Era el chico rubio de la fiesta. Ella se fijó en él, por supuesto, todas lo habían hecho; pero nadie les presentó y, después de la comida, el chico había desaparecido. Tampoco Irene estaba ya en la fiesta, pero ella no relacionó ambas ausencias.

Fue Irene quien les presentó; Azucena se llevó una grata impresión del chico, y decidió quedarse.

Raúl había suavizado un tanto su arisco carácter, se mostraba más simpático, e incluso hacía progresos como amito de casa; claro está que la práctica conllevó algún que otro desastre doméstico fruto del aprendizaje: una pequeña inundación en el baño, una pequeña e improvisada fogata en la cocina, y la pérdida de buena parte de la ropa interior de Irene, que se cayó mientras la extendía en el tenderete de alambres dispuesto para ese uso. Eso, en particular, le supuso a Raúl un gasto considerable de alrededor de cincuenta mil pesetas en lencería nueva para su compañera de piso. Porque Irene se mantuvo firme desde el primer día. Eso sí, cuando le hablaba, jamás le miraba a los ojos. No, no era cobardía ni falsedad; ocurría simplemente que ella sabía que si le miraba, si él la hipnotizaba (como ya hizo en la fiesta) con esos ojos, estaría todo perdido. Sería una esclava de los deseos de él, y eso era lo último que quería.

La relación entre los tres funcionó bien desde el principio, aunque la convivencia era un vaivén continuo de entradas y salidas a cualquier hora del día. Rara vez comían juntos, sus horarios eran dispares; Raúl era el único que no trabajaba, pero no le gustaba quedarse solo en casa, y salía a dar algún que otro garbeo, mirar tiendas o meterse en un parque recreativo. Por la noche sí acostumbraban a estar juntos: cenando, charlando o viendo la tele. Si algo tenían que agradecerle las chicas a Raúl era que no era, ¡para nada!, fanático del fútbol. Ni siquiera le gustaba un poquito, ¡sí que era raro! Irene era culé de toda la vida, y Azucena era del Betis. No iban locas por ver todos los partidos, pero si se animaban de tanto en tanto, y además eran adictas al Força Barça.

Un día que se lo propusieron, fueron juntos al cine; eligieron Tesis, de Alejandro Amenábar. A Irene le gustó mucho; Azucena quedó muy impresionada, algo asustada incluso; y Raúl se aburrió como una ostra. De ahí concluyeron que cada uno tenía sus gustos y que, en adelante, era mejor que cada cual fuera por su cuenta. Aunque a las chicas les encantaban las comedias románticas, y ya hablaban de ir a ver Poderosa Afrodita.

Lo que sí frecuentaban los tres, sin discriminaciones, eran las discotecas y garitos de moda de la ciudad; ahí se les podía ver hasta altas horas de la madrugada; después salían para ver el sol y tomar chocolate con churros. Volvían a casa y dormían hasta las cinco de la tarde. Comían algo, volvían a salir de marcha, cenaban en cualquier bar o burger, y de nuevo al piso y a dormir.

Así transcurrió todo el mes de abril. Era la amistad lo que les hermanaba en esos días; pero al llegar mayo, las reglas del juego cambiaron.

 

 

Inés no se acostumbró a la ausencia de Raúl, y por consiguiente estuvo de un humor de perros durante aquel mes que marcó el cambio de estación. A primeros de mayo todavía estaba cabreada; ya sabía dónde estaba su primo, y sin embargo seguía esperando un regreso que nunca llegaba.

«¿Por qué no vuelve?», se preguntaba a diario. No entendía que había sido ella, con sus absurdos propósitos y su constante presión, quien le había empujado a los brazos de Irene. A medida que fueron pasando las semanas, desde el mismo instante de su «fuga», a Inés se le fue agriando el carácter.

No se hablaba con su hermano; ya no dormían juntos ni hacían el amor. Ninguno lo echaba de menos. A pesar de las explicaciones de Juanjo, se impacientaba al ver que pasaban los días y no ocurría nada positivo. Se sobresaltaba al oír el timbre del teléfono, esperando cualquier cosa. Su obsesión crecía como un feto maligno dentro de ella, empujándola a la venganza al precio que fuera.

Todos merecían un escarmiento, y ella se lo iba a dar. Encontraría la forma de darle a cada uno su merecido, y ya no le importaba lo que pensara Juanjo. En dos meses no había dicho nada, no había hecho nada; y ella no tenía tiempo que perder. Cada día que Raúl pasaba con Irene era peligroso y lo alejaba de ella.

Necesitaría un poderoso motivo para atraerle como un imán. Tendría que descubrir una debilidad en Raúl, una mayor que la que suponía su madre.

La tía Itziar ya estaba muerta; no podía hacer más que echar por tierra su memoria, y eso era todo: palabras hirientes, pero sólo palabras al fin y al cabo.

Ella necesitaba encontrar a alguien más importante en la vida de Raúl, para hacerle sufrir a través de esa persona. Pero, ¿quién?

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