Carnaval

Carnaval


** DESEO ** » DIECISÉIS

Página 21 de 48

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DIECISÉIS

 

Barcelona

De regreso al hotel, en otro taxi, los pensamientos de Izaskun no paraban quietos un momento. Había improvisado continuamente porque lo ocurrido no estaba en el guion que ella se había imaginado. Todo había sucedido muy deprisa, y ahora ya volvía a estar como al principio: sin Raúl. La pelirroja se había llevado un buen chasco, pero el suyo no había sido menor. Le había encontrado viviendo a costa de dos mujeres.

¿Era ese, realmente, el padre que ella quería para su bebé? ¿Cómo había podido degenerarse tanto? Claro que si había estado viviendo con el primito, siquiera por un día, era comprensible. El tal Juanjo era un hijo de puta y lo más peligroso era que pensaba como su madre: las mismas barbaridades. Y sin embargo, Raúl seguía sin estar enterado de nada (o lo parecía). ¡Pues mucho mejor!

Ahora sólo le quedaba un día para ver la ciudad, si le apetecía. Y después, horas de camino de regreso al pueblo; y a cuidar su embarazo. Esperaba que todo aquel maremágnum de acontecimientos y tensiones diversas no afectara a su pequeñín (o pequeñina). Lo que no estaba dispuesta a hacer, era viajar otra vez a Barcelona; al menos no hasta que el bebé naciera. Raúl sabía de sobras dónde encontrarla si recuperaba el sentido común y buscaba una reconciliación. Ella ya no pensaba mover ni un solo dedo por él.

Se moría de ganas de ver cómo resolvía el muy gamberro el lío que ella le había montado con las chicas, pero… ya no era asunto suyo. «¡Que se las arregle como pueda!»

 

 

Estaba solo; solo y desconcertado. Como si tuviese la cabeza embotada o como si alguien le hubiese golpeado en ella con un bate de béisbol. No entendía nada. Pero tampoco era ninguna sorpresa; él se lo había temido desde que la dejó allá, en el pueblo.

Le asombraba, no obstante, la actitud que había tomado Izaskun: tan fría, tan desapasionada, tan racional; de repente no la había reconocido. Se comportaba como si él no le importara un bledo.

Pero le había puteado, y bien puteado. ¿Cómo demonios iba él ahora a explicarles a ese par lo que realmente ocurría? Tendría que currarse la página con Irene si no quería que le pusiera de patitas en la calle. Él ya no creía en lo que decía Izaskun, aunque ella le había dicho que Irene estaba colada por él, ¿qué sabría ella? Dudaba que Irene se lo hubiera dicho, aunque las había visto hablando con tal familiaridad a las tres, que todo era posible. Y tampoco sabía a ciencia cierta cuánto tiempo llevaban hablando… y podía ser desde las diez de la mañana, ¡a saber!

Y en cuanto al crío, ¿qué?

Le había dejado aturdido la autosuficiencia de Izaskun; con que no quería nada de él, ni siquiera su apellido. Pues mucho mejor, ¡de coña, vamos! ¡Sólo le faltaba a él un mocoso llorica! Que Izaskun quisiera complicarse la vida no implicaba complicársela a él. Menos mal que no le había pedido ninguna manutención económica ni nada de eso. Tampoco tenía derecho a hacerlo; se había quedado preñada con tretas y engaños. No, señor, no había sido nada honesta con él.

 

 

—Ya estamos aquí —saludo desde la puerta—. Hemos traído unas pizzas para cenar. ¡Raúl! —le llamo, pero como de costumbre no contesta.

Miro a Azucena y le digo mientras le paso las pizzas:

—Llévalas a la cocina, anda. Voy a ver dónde se ha metido ese impresentable.

Camino pasillo adelante, llamándole: ¡Raúl!

Sigue sin responder nadie. ¡Es capaz de haberse largado para no dar la cara!

Miro en el salón; no está. Miro en su dormitorio, tampoco. Y ahora en el de Azucena; pues no aparece. Al final, ya harta, miro en el mío y… ¡Bingo! Le encontré. Está sentado en mi cama y, no sé por qué, da la impresión de estar esperándome.

—¿Ya se fue tu amiguita?

—Sí, ya se marchó —me tranquiliza en un murmullo—. Lo que no me explico todavía es cómo llegó hasta aquí.

—Por la cara que pusiste cuando nos viste a las tres, ya se ve que no le diste tú la dirección. ¿No te ha dicho ella de dónde la sacó?

—Sí —suelta una seca carcajada—, me dijo que la había sacado de la guía, pero se estaba cachondeando de mí.

—¿Y qué esperabas? Ha llevado todo este asunto con mucho sarcasmo, al menos por lo que yo he visto.

—No se lo tengas en cuenta, está dolida —la disculpa—; no se esperaba lo que ha encontrado.

—Nosotras tampoco, ¡no te jode! —replico, enfadada—. ¿Durante cuánto tiempo pensabas mantener vuestras relaciones en secreto, por cuánto tiempo más pensabas seguir engañándonos, qué te hemos hecho para que nos trates así?

—Vamos, Irene —se queja—, ¡no me hagas un melodrama de esto! Lo mío con Izaskun ya pertenece al pasado —eso no se lo cree ni él—; si no os lo conté fue porque no tenía ninguna importancia para mí. ¿Por qué habría de importaros a vosotras? —protesta con inquietud.

—No sé qué importancia pueda tener para Azu que vayas a tener un hijo, pero lo que sí es indiscutible es que se siente tan traicionada como yo. Lo que nos duele a nosotras, Raúl, es que te hayas aprovechado de nuestra confianza y nos hayas mentido, no la mentira en sí. Por mí, ya puedes tener todas las novias o ex novias que te dé la gana, pero ten la decencia de avisarme. Porque Izaskun ha resultado ser buena gente: sólo me ha vomitado a la cara vuestras intimidades; pero imagínate si viene una histérica o una psicópata y me pega un tiro creyéndose yo qué sé qué. ¡Y no me digas que veo demasiadas películas!

—¡Eres una exagerada! —me acusa, y añade en tono prepotente—: Lo que tú tienes son celos. Las dos tenéis celos de ella; os comportáis como criaturas. Yo no he tenido nunca celos de vuestros ex novios o ex amantes, y no me vayas a decir que no los habéis tenido.

—Lamento decepcionarte respecto a Azu. No sé dónde se ha metido ni por qué no está aquí con nosotros, pero te puedo decir, de parte de ella, que lo único que le interesa de ti es tu polla; lo demás la trae sin cuidado. Siempre que tengas el condón a mano, será incondicional tuya. En cuanto a mí… reconozco que sí, he tenido celos. ¿Y qué? Por cierto —continúo aguijoneándole cual avispa—, ¿a cuántas más has dejado preñadas por esos caminos de Dios?

—A tres docenas y media —me informa—, pero ninguna es tan testaruda como Izaskun. ¿Y a ti qué te importa? De lo único que tienes que preocuparte es de no quedarte preñada tú —me recomienda en un tono ufano que me saca de quicio.

—¡Aaaaaaaarggggh! ¿Cómo se puede ser tan egoísta? Lo que no me explico es por qué no te he echado de aquí a patadas.

—¿Quieres echarme, en serio, Pelirroja?

Se ha acojonado, y yo me alegro.

—Mmm, no sé; Azu y yo haremos Consejo de Guerra mañana en el desayuno. Ya te comunicaremos el veredicto y la sentencia en el momento oportuno.

Entra Azucena, sonriendo, y se despide de nosotros; a mí me lanza un beso, a él lo fulmina con esa mirada de: «Has sido un niño malo, Raúl, no sé qué vamos a hacer contigo». Y se larga, demostrando lo poco que le importa.

—Yo que tú, me prepararía para lo peor —le aviso—; no confíes mucho en nosotras. Nosotras ya hemos confiado demasiado en ti, y mira cómo nos ha ido.

—¡Basta ya —protesta exasperado, llevándose las manos a la cabeza—, para de darme el coñazo! Cualquiera diría que he cometido un delito. Solamente he sido discreto con mi pasado. ¿Cómo iba a saber yo que te interesaría tanto? Y no es que no me halague tu interés… Supongo —me mira ahora, esperanzado— que esto no afecta a nuestra relación.

—No, Raúl, no te pases de listo. Si lo que buscas es un coño, hoy tendrás que pagarlo porque Azu ha salido, y yo me tomo la noche libre. Adiós, Raúl —me despido mientras abro la puerta y le invito a marcharse de mi habitación.

Practica conmigo una tierna mirada de disculpa, a ver si cuela y dejo que pase la noche conmigo. Me niego rotundamente; muevo la cabeza a un lado y a otro, estiro el brazo con ímpetu, y otra vez le despido, esta vez con más énfasis y mucho más cabreada.

—¡¡¡Fuera!!!

Por fin he conseguido que se largue; con el cabreo que llevo hoy, no estoy para pamplinas, y mucho menos para las suyas. Pasaré la noche sola, sí, pero no me vuelve a tomar el pelo, ¡lo juro! La de hoy me la paga; a cuentagotas, pero me la paga.

Por lo pronto, el polvo de esta noche le va a salir más caro… A menos que se conforme con hacerse unas pajas antes de irse a dormir. Claro que yo no lo voy a pasar mejor; entre el disgusto de esta tarde y la soledad de este cuarto, voy camino de una depresión otoñal adelantada. Lo peor es que llevo una mala leche encima muy poco conveniente para mi trabajo. En la agencia no hace falta mucho para que a una le dé una crisis nerviosa; no te cuento nada si ya llevas la crisis nerviosa desde casa y desde el sábado. ¡Vaya, que como alguno se me ponga borde, le tiro la cámara por la cabeza!

Azucena ha sido más lista y se ha largado; lo que yo no sabía es que tuviera una cita esta noche. Para ser exactos: ella fue lista desde el primer día, y no se tomó muy en serio a Raúl; le utilizó, y eso es lo que él se merecía. Así, esto no la ha afectado tanto como a mí. Porque a mí me ha afectado, y bastante más de lo que le he dicho a él. Porque yo nunca aprenderé a insensibilizarme y a resguardarme de tipos como Raúl, y así me van luego las cosas: de mal en peor.

Porque aquí la que va a sufrir hoy más soy yo. Raúl tal vez esté encoñado conmigo, pero lo mío no es precisamente mejor. Yo no anhelo su polla sino más bien sus besos, sus caricias, su voz, sus inmensos ojos azules… Todo más romántico, más cursi; me he vuelto rematadamente cursi desde que vivo con él. Me desconozco; yo nunca había sido así.

Imaginaos que el otro día, antes de que viniera ésa, yo planeaba un viaje con él a Italia, y me había provisto de un buen montón de folletos de varias agencias de viajes… ¡Incluso eso había hecho: ir a varias agencias de viajes! ¿Y para qué? Para que venga de sopetón una extraña más guapa y más «todo» que yo, y me escupa a la cara que es la madre de un hijo de Raúl antes de que yo (¡pobre de mí!) haya podido reponerme de la sorpresa. ¿Qué habré hecho yo para merecer esto?

¿Es que nunca encontraré a un hombre que me ame sólo a mí? Me miro de arriba abajo sin encontrarlo. ¿Qué?, me preguntaréis. Pues eso: el imán para atraer a hombres comprometidos. ¡Con la cantidad de tíos que no se han comido una rosca y que alucinarían saliendo conmigo! Y no todos son feos. A veces pienso que estoy en el mundo para que todos los tíos, ¡todos!, se aprovechen de mí; y no lo digo por François, o por el inútil de Raúl; siempre me ha pasado esto, desde mis días de colegio. Es una maldición como otra cualquiera.

Las pizzas que hemos comprado esta tarde se van a poner duras como una piedra, porque yo esta noche ya no ceno; no sé si Azu ha comido algo antes de irse, y Raúl debe de estar hoy muy emocionado como para probar bocado, ¡digo yo!

Me voy a dormir; es un decir, eh, porque el cabreo me desvela siempre.

Me pongo más cómoda; un gusanillo me corroe y me susurra al oído una tentación: «Ve a ver si Raúl se ha ido o no», pero la resisto con  valentía. ¡Ni hablar de preocuparse por él… al menos hoy! En cambio, me meto en la cama y empiezo a contar ovejitas para distraerme: una ovejita, dos ovejitas, tres ovejitas, cuatro ovejitas, cinco ovejitas, seis ovejitas…

 

 

Raúl no se fue de putas, pero tampoco se dio al intento de convencer a Irene para que reconsiderara su injusta postura. No, no y no; lo que menos deseaba esa noche era una mujer: una criatura exigente, egoísta, caprichosa y esquizofrénica. Mejor solo que mal acompañado. Hoy no podía satisfacer a nadie, ni nadie podía satisfacerle a él. Se quedó en su minúsculo dormitorio; sin dormir, eso sí. La puñetera Izaskun y la histérica Irene le habían desvelado por completo.

¿Por qué leches Izaskun le puteaba de esa manera, por qué, a ver? No tenía bastante, no, con lo que le había dicho; tenía que poner, además, a Irene en contra suya. ¡Y luego iba diciendo que él no le importaba nada! ¡Ja! Celosa, eso estaba: celosa de ellas dos. Pero anda que Irene no le iba muy a la zaga. Lo increíble era que no se hubieran agarrado del moño nada más verse.

Ahora dependía de aquel absurdo… ¿Cómo lo había llamado Irene? ¿Consejo de… qué? Bah, lo que fuera que hicieran las dos. Ya no se hacía ilusiones. No es que fuera a hacer el equipaje de inmediato, pero si no se obraba un milagro, sus días en el piso de Irene estaban contados. ¿Sus días? ¡Sus horas!

Se metió en la cama, necesitaba descansar. Todo el día había sido un trastorno. Se había marchado a las ocho de la mañana de casa, no sabía bien por qué; de repente había sentido claustrofobia, como le pasaba a Irene de vez en cuando, y tuvo prisa por escapar de allí. No había ido a ningún sitio en especial, solamente a respirar aire fresco de primavera, eso era todo.

Y si le echaban, ¿a dónde podría ir a parar? Los ahorros de su libreta estaban completamente extinguidos, ¡incluso la gasolina del VW la pagaba Irene! No pensaba volver con Inés y Juanjo. ¡Ni hablar! Antes regresaba al lado de su embarazada Izaskun, ¡y eso ya era mucho decir! Con su abuela tampoco quería vivir; no más sermones.

Por primera vez en su vida pensó en serio buscar algún trabajo, pero no esa guarrada que le sugirió Irene cuando se conocieron. Él era un hombre. Por supuesto que podía satisfacer a las mujeres, pero todo en privado, de manera discreta, tal y como lo había hecho hasta ese momento.

De alguna forma, acabó conciliando el sueño; le costó, sí, pero lo consiguió al fin. En su mundo onírico veía ahora a las cuatro: Izaskun, Irene, Azucena e Inés; todas con un bebé en los brazos, sonriéndole.

 

 

A las diez de la mañana del domingo, Izaskun se puso de nuevo al volante del Twingo para volver a Navarra. El día era tan soleado y esperanzador como el anterior.

No obstante eso, ella iba mucho más inquieta, e incluso nerviosa. Se repetía a sí misma que había sido una imprudente. No tendría que haber hecho ese viaje en coche; sencillamente, no tendría que haber hecho ese viaje.

Había expuesto, y estaba exponiendo en ese momento a su hijito a graves peligros. ¡Si al menos hubiera servido para algo! Porque si el corazón de Raúl se hubiese ablandado un poquito así, ella le hubiera perdonado todo. Porque aunque ese niño no necesitaba más que a su madre, no estaría mal que tuviera un padre; o tal vez porque, inconscientemente, ella necesitaba a Raúl más de lo que pudiera necesitarle el niño.

Una vez el bebé naciera, habría que plantearse la idea de irse del pueblo. Allí una madre soltera, aunque fuera la hija del alcalde, no podría salir adelante por mucho tiempo. Y ella necesitaba un buen trabajo; le había ido muy bien hasta ahora en la panadería, pero ahora quería ampliar sus horizontes y, sobre todo, independizarse. Una casita para ella y el bebé. No quería seguir viviendo con sus padres; allá se vivía en una tensión tan constante como malsana.

El camino se le hizo muy largo y monótono, ¿acaso había el doble de kilómetros? Realmente, había sido una auténtica locura hacer tantos kilómetros, y en coche además. Tenía mucho sueño, y ni pizca de hambre; y el médico le había dicho que comiera. Y bien. Al día siguiente tenía concertada hora para la primera ecografía. ¡Por fin vería a su pequeñín! Se moría de ganas de ver cómo se desarrollaba.

¡Bien sabía ella que si perdía ese niño, difícilmente habría otro!

Fuera pesimismos; eso era lo peor que podía hacer: mostrarse pesimista, angustiada o deprimida.

 

 

El domingo, durante la cena, Irene y Azucena le comunicaron a Raúl la decisión que habían tomado en su deliberación sobre si podía o no quedarse allá después de lo ocurrido.

No puede negarse que Raúl tenía mucha suerte o un ángel de la guarda que venía a auxiliarle en las situaciones más desesperadas. Le salvaron dos cosas por un igual: el amor sincero de Irene y el buen humor del que siempre hacía gala Azucena. Por supuesto que hubo penitencia para el pecador, y una muy dura teniendo en cuenta sus necesidades: celibato durante una semana de siete días, y trabajos de ama de casa.

La tortilla estaba del otro lado; ahora ellas se dedicarían a embellecerse más, descansar y relajarse, en tanto que Raúl fregaría, cocinaría, limpiaría, haría la compra… Y todo a la perfección. O de lo contrario, ya podía despedirse. Confiaban en que la sentencia y su cumplimiento estricto y constante disuadirían a ese semental de volver a engañarlas.

Sería digna de ver la dedicación exclusiva que dispensaría Raúl a las chicas durante toda esa semana; y cómo, después de la cena, se retiraría a su dormitorio cual un niño castigado sin postre.

Lo aguantaría con muchas dosis de humor, convencido de que podría haber sido mucho peor. Aunque en realidad, él no se sentía culpable de nada… solamente que, en su precaria economía, no estaba en condiciones de protestar. Pasada esa semana, volverían las aguas a su cauce; ellas disfrutarían de nuevo del sexo con Raúl, y él se perdería una vez más en el universo de sus divinos cuerpos. Formarían otra vez el triángulo sexual al que estaban tan acostumbrados: uno para todos, y todos para uno…, como los tres mosqueteros.

 

 

Cuando Izaskun aparcó el coche frente a la casa, su padre estaba esperándola. La saludó; ella respondió al saludo como si no le conociera. Se había convertido en un extraño para ella; de pronto, ya no podía confiar en él. ¿Cómo podría abrirle su corazón si él había ocultado tantas cosas acerca de su pasado?

Bajó del coche y lo cerró; caminó sin hacer caso de él, como si fuera un fantasma. Él la detuvo, la sujetó por un brazo y la obligó a pararse mientras le preguntaba:

—¿Qué es lo que nos ha pasado, hijita, por qué no me hablas? —En su tono había consternación, angustia e incluso miedo—. ¿Qué es lo que nos ha sucedido?

—No tenemos mucho que decirnos —replicó ella en un amargo reproche—; prefieres tener otros confidentes. Todo el pueblo lo sabe —se quejó—, todo el mundo sabe lo que yo ahora sé. A todo el mundo le has contado las verdades menos a mí. ¡Y era yo —le reclamó con dureza— quien más necesitaba saberlas! Pero a su tiempo; ahora las explicaciones sobran. Nada de lo que digas puedo ya creer. Seguiré viviendo aquí porque esta también es mi casa, pero de aquí en adelante prefiero estar sola.

—Ha sido tu madre la que te ha puesto contra mí, ¿verdad? —protestó como un chiquillo—. No parará hasta hacernos todo el daño que quiera, y mucho más si se lo permitimos.

—Nadie me ha puesto contra nadie —mintió—. No puedo confiar más que en mí misma, eso es todo. Y no intentes engatusarme para que aborte —le advirtió adivinando sus intenciones—; antes échame de casa si lo prefieres, y reniega de mí si eso ha de hacer más feliz a mi madre, pero no pretendas ni por un momento que yo repare tus errores y tus deslices con la madre de Raúl.  Si no querías vernos juntos y enamorados, tendrías que habérmelo explicado todo con pelos y señales cuando tenía seis años. Fue en esos días cuando comenzamos a andar de la mano, y hasta hoy. Y no por ti. Afortunadamente, Raúl no sabe ni una palabra de esto.

—¿Te lo ha dicho él? —A Fernando le aterrorizaba que Raúl llegara a descubrir la verdad—. Y por otro lado —intentó justificarse—, ¿cómo querías que te explicara algo tan complicado cuando no eras más que una niña? Luego, cada día fue más y más difícil. Pero —le suplicó— déjame que te diga algo: las cosas no son como tu madre te las ha pintado. No negaré que hay, y siempre la ha habido, una posibilidad de que Raúl sea hijo mío. La misma que hay de que sea hijo de Gorka. Y al fin y al cabo, él le dio su apellido. ¿Por qué remover tanto en el pasado? ¿Por qué no podemos olvidarlo? ¡Yo quiero olvidarlo de una maldita vez!

Ir a la siguiente página

Report Page