Carnaval

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DIECISIETE

 

 

Barcelona

Inés regresó a casa el domingo, pasadas las once de la noche; había pasado casi todo el fin de semana en la calle. Empezó el sábado, a las diez de la mañana, en la biblioteca de la facultad, consultando unos textos (estaba ya en período de exámenes), y acabó el domingo en un restaurante chino con un nuevo amigo al que había conocido apenas unas horas antes en la Filmoteca mientras veían a oscuras, y entre risas, El Apartamento, de Billy Wilder.

El tipo se había enrollado la mar de bien, y la había invitado a cenar. Pudieron haber pasado la noche juntos, pero Inés tenía todavía mucho por hacer y pocas ganas de sexo esa noche; abrió la puerta del piso muerta de sueño y sin muchas ganas de conversación.

Encontró a Juanjo despierto, bastante animado, y parecía feliz (si acaso semejante adjetivo se les podía aplicar a ellos); le saludó sin disimular su curiosidad.

—¿A qué viene tu buen humor? Si se debe a mi llegada, olvídate. Hoy no me apetece; vengo muerta de cansancio, y aún tengo que repasar una montaña de papeles hasta el techo.

Juanjo la interrumpió contundentemente, agarrándola por un brazo y obligándola a sentarse a su lado en el borde de la cama.

—Tenemos que hablar. Ha ocurrido algo sensacional y ya puedo revelarte mis planes. Para empezar: olvida que algún día fuimos amantes. Eso se acabó. Es un episodio que hemos de borrar de nuestra memoria.

—¿Y por qué, si se puede saber?

Inés se mostraba muy contrariada.

—Me he enamorado —contestó él, sonriendo—, he conocido a la mujer de mis sueños y la quiero para mí.

—¿Eeeeh? ¿A qué viene esa cursilada? Más te vale que me lo cuentes todo desde el principio —le exigió—, porque creo que me he perdido algo este fin de semana, ¿o no? —intuyó certeramente.

—En efecto, hermanita —estaba a punto de reírse de pura satisfacción; las cosas no podían haberle ido mejor—. Ha estado aquí —acarició las sábanas— la noviecita de Raúl. No me mires de ese modo —ahora sí soltó la carcajada; la cara de Inés era un chiste—, ya sé que te asombra. ¿No la viste cuando te marchaste el sábado después de comer? Debiste de tropezarte con ella porque llamó al timbre minutos después de que tú cerraras la puerta.

—No —meneó la cabeza, aún estupefacta—, no vi a nadie, o no me fijé. ¡Qué sé yo! ¿En serio es su novia? —chilló—. ¿Cómo es? ¿Qué vino a hacer aquí?

—¿No lo adivinas? —Juanjo le guiñó un ojo a su hermanita; le hacía gracia, a veces podía ser muy tonta—. Vino a hablar con Raúl.

—¿Y…?

—Le dije que Raúl ya no vive aquí. Claro que ella ya estaba sentada en el sofá; si se lo hubiese dicho nada más abrir la puerta, se habría largado de inmediato. Y no estaba dispuesto a dejarla escapar. Para mí no fue ninguna sorpresa; ya la esperaba desde hacía tiempo.

—¿La conocías y no me dijiste nada? —Inés estaba muy enfadada y medio asustada. No le gustaba que Juanjo actuara a sus espaldas; mucho menos si tenía que ver con Raúl—. ¿Le diste la dirección de Irene?

—No tuve más remedio —respondió él con aire de falso arrepentimiento.

—¿Cómo pudiste ser tan imbécil? —le recriminó—. ¿Por qué la arrojaste a sus brazos?

—Tranquila, Inesita —la calmó—, vayamos por partes. Uno: quería tirármela. Lo entiendes, ¿no? Ella necesitaba desesperadamente esa dirección, y yo necesitaba desesperadamente su cuerpo. Un sencillo intercambio. Dos: le dejé muy claro que ella ya no le importaba nada a Raúl; le pinté un cuadro realista de lo que iba a ver allí. A ninguna novia romántica le gustaría ver lo que ella vio: que su adorado Raúl es un prostituto que vive a expensas de dos mujeres. Tres, y ésta es sin duda la mejor: ellos no podrán casarse ni formar una familia nunca, ¡son hermanos! Raúl y la divina criatura que vino a visitarle ayer son hermanos.

—¿Qué has dicho? —la cabeza de Inés daba vueltas vertiginosamente mientras parpadeaba sin cesar—. Deja que me reponga y lo asimile. Veamos —trató de organizar toda la información—, una chica, ¿cómo dijiste que se llamaba?, vino a buscar a Raulito y dijo que era su novia. Tú le dijiste que él ya no vive aquí, le diste la dirección de Irene después de follártela, la desilusionaste… Y resulta que es la hermana de él. ¿Lo he entendido bien? ¿Le dijiste que eran hermanos, lo sabía ella ya? ¿Sabe Raulito algo de esto?  

—No te alteres —le recomendó—. Te contestaré poco a poco, pregunta por pregunta. A la primera: la chica se llama Izaskun. A la segunda: sí, por lo visto, lo vas entendiendo. A la tercera: sí, se lo dije; sin embargo… juraría que alguien se me adelantó. Y por último: no tengo ni repajolera idea de qué puede saber Raúl de todo esto. ¿Contenta? —le preguntó y continuó—: Ahora escúchame bien: no hagas tonterías ni digas nada a nadie de todo esto. Yo sé cómo llevarlo; no voy a permitir que estropees mi relación con Izaskun. Raúl ya no va a volver con ella, así que déjala en paz. Si tienes ganas de hacer la puñeta, te aconsejo que pienses en Irene y Azucena. No me irás a decir ahora que la amistad de Irene te importa mucho.

—En absoluto —negó categóricamente—. Pero, ¿no sabes para qué quería esa zorra ver a Raulito? Yo no me confiaría demasiado.

—No la insultes —la regañó—, ella ya no tiene por qué importarte. Y más te vale que vayas aprendiendo a respetarla porque va a ser tu cuñada. No sé cuándo, pero lo será.

—¿Se puede saber qué demonios te pasa? —Inés echaba chispas; ella siempre había establecido las reglas en aquel juego que jugaban desde hacía quince años. No imaginó nunca que fuera él quien quisiera retirarse antes de hora—. Te desconozco; está medio bien que te la hayas follado, incluso acepto que estás encoñado y quieres repetir… pero ¿casarte? —Aulló, atónita—; ¡júrame que no lo dices en serio! Yo también me he acostado con un montón de tíos —le recordó—, y algunos se lo montaban genial, pero NUNCA pensé en esa chorrada.

—Sabía que en algún momento de nuestra vida nuestros caminos se separarían y ya no pensaríamos igual ni tendríamos el mismo punto de vista. Yo respeto tu postura, pero estoy enamorado y quiero a esa mujer. No quiero que mis relaciones pasadas se interpongan entre ella y yo. Entiéndeme —le pidió.

—¿Tan mal lo pasaste, tan mal recuerdo te queda de lo nuestro y de mí? —protestó Inés, enfadada.

—No es eso, no seas boba. Tienes que admitir, y a tu pesar, que la gente normal aborrece el incesto porque, cultural y religiosamente, es una abominación. Y un pecado. ¿Cómo crees que se lo tomaría Izaskun?

—Ella y Raúl son los menos indicados para criticarnos, me parece a mí.

—Es un poco diferente, Inés —Juanjo quería ser objetivo con ambas partes—. Ellos no eran conscientes del parentesco que les unía. Al principio, puede que nosotros tampoco tuviéramos consciencia de lo aberrante de nuestras relaciones, pero a los diez años ya lo sabíamos, y aun así seguimos adelante.

—¡Oh —se exasperó ella—, deja de justificarles! No son mucho mejores que nosotros.

—Yo no he dicho que sean mejores que nosotros, mujer. Sólo digo que no aceptan ciertas cosas, y los entiendo. Yo ahora me arrepiento de lo que hicimos. Sí, fue placentero en su día, pero, si no te importa, prefiero olvidarlo.

—Pues sí —replicó Inés, perdida la paciencia; como broma no estaba mal, pero ya veía que su hermanito hablaba demasiado en serio—, sí me importa. Y me parece repugnante tu cambio de actitud. ¿Y qué planes tienes para conquistarla? —se interesó ahora, divertida a más no poder. Intentaba no reírse; de veras que Juanjo estaba la mar de ridículo diciendo esas bobadas. ¡Sólo le faltaba ponerse a escribirle poemas a su amada!

—La separaré de Raúl, quédate tranquila  —le aseguró él con tono grave—. Es una mujer preciosa, y esto te lo digo como profesional, no como hermano ni como amante. Es sensacional, ¡perfecta! Voy a convertirla en la más prestigiosa y cotizada modelo del mundo. ¿Puedes creer que se ha pasado toda la vida en ese pueblucho de mierda, trabajando como una vulgar dependienta? —se escandalizó al recordarlo—. Es un crimen.  ¡Qué desperdicio, por Dios!  Dentro de seis meses, tal vez antes, aparecerá en todas las portadas de las más importantes revistas de moda, y en las pasarelas. Es muy alta, más incluso que Irene, ¡imagínate!

—¿Y vas a casarte con ella cuando sea modelo, o antes?

Inés empezó a reírse; ya no podía aguantarse más.

—Deja de reírte, mujer —se sonrojó—; lo digo muy en serio. Deberías agradecérmelo, te la voy a quitar de encima.

—Confías mucho en tu atractivo, ¿no? ¿Y qué pasa si ella pasa de ti? Que se haya acostado contigo a cambio de una dirección no significa que vaya a seguirte al fin del mundo. Y aún no me has dicho cómo es, solamente que es muy alta, ¿y qué más?  —le reclamó.

—¿De veras quieres que te la describa? Mira que vas a salir perdiendo.

—¡Ya será menos!

—Muy bien. Tú lo has querido. Es rubia; sus ojos son verdes; la piel es tan lisa y suave como la porcelana; la nariz es pequeña pero muy recta; y la boca está muy bien dibujada, tiene el color vivo de una fresa silvestre, no necesita maquillaje alguno… como otras. La frente es ancha, y los pómulos sobresalen un poco. Tiene ascendencia extranjera porque la madre tiene un nombre muy poco convencional, algo como Italia… Irlanda… o… o… ¡Ya lo tengo! India. Sí, se llama India y es inglesa, ahora me acuerdo. Yo diría que ha salido más a ella que al padre. En cuanto a la figura, lo clásico: 90-60-95; las piernas y los brazos son largos y flexibles como los de una bailarina; y, cosa curiosa, no tiene los pies exageradamente grandes como otras modelos, a lo sumo calzará un treinta y ocho, no más. De cualquier modo, es una criatura sobresaliente en todas partes. De veras, no puedo creer que no te llamara la atención si la viste ayer.

—Ya te he dicho que no me fijé; además, no tengo por costumbre fijarme en las tías. Todavía no he llegado a eso… Pero, ¿quién sabe? Con hombres como tú… a lo mejor un día de estos me decido —Inés dejó escapar la posibilidad mientras sonreía con burla.

—Ya se lo dije a Izaskun, digo, que contigo le hubiera ido mucho peor, ¡si lo sabré yo! No hubieras movido un dedo, ni el meñique, por ayudarla. Yo sí, interesadamente, pero la ayudé. Podría haberle ido infinitamente peor, y lo sabía. Por eso, al final, se rindió a mí.

—¿Cuándo la conociste? —insistió ella—. No me lo has dicho todavía.

—Uno de los fines de semana que fui a ver a Raúl. Ella no me vio a mí; nadie nos presentó ni nada de eso. El día de la fiesta me largué para ir a verla y saberlo todo de ella. Tuve suerte porque ese día la abuela estaba con muchas ganas de charla.

—Fue la vieja quien te dijo todo eso de ellos, ¿no?

—Sí —asintió—. Lo divertido es que me hizo jurar que el secreto no saldría de allí. Lo había descubierto pocos días antes de mi visita; en ese pueblo todo el mundo lo sabe todo. Después de que Raúl se vino para acá, empezaron a correr de nuevo las habladurías sobre la tía Itziar y el padre de Izaskun. ¿Y te extraña que Raúl sea tan rubio? Yo vi al padre de Izaskun, Inés; te juro que no cabe la menor duda. Son hermanos. Dijo la abuela que también se parecía a Gorka, pero admitió que ni siquiera ella estaba tan segura como veinte años atrás. Al principio no quería soltar prenda, no se fiaba de mí; pero «la amenacé» con indagar entre las comadres, y prefirió explicarme lo que ella llamó «su versión».

»Se empeña en decir que no es más que una posibilidad, pero ni ella misma puede seguir engañándose más. Si yo le vi de refilón y lo supe inmediatamente, ¿no lo va a saber ella? Y a nosotros nos conviene que sean hermanos, ¿o no?

—Por supuesto —coincidió entusiasmada—, ¡qué pregunta! ¿Me permitirás el placer —le suplicó como una niña buena— de ser yo, en persona, quien se lo comunique a Raúl? Quiero que se arrepienta todos y cada uno de los días de su puta vida por habernos tratado con repugnancia por hacer algo que él también hacía y, si no me equivoco, con mucho gusto. ¡Jodido hipócrita! Quiero verle arrodillado pidiéndome, suplicándome perdón.

—No descansarás hasta verle a tus pies, ¿eh?

—No, no descansaré —sonrió perversamente—, porque mi mayor placer es verle arruinado, destruido. Quiero que lamente haber nacido.

—Mmm —Juanjo frunció el ceño—, ¿no exageras un poquito? Creía que le querías como yo quiero a Izaskun.

—¿Estás de coña? —se guaseó ella—. Que tú te hayas vuelto  cursi y estúpido no quiere decir que yo lo sea. Claro que si se contagia… ¡Aléjate de mí!

—No es posible que seas tan insensible —creía conocerla bien; eran mellizos, debían sentir igual ¿o no?—; en algún lugar remoto de tu interior late un deseo de amar y ser amada, sólo que con tus obsesiones y tus pataletas de niña mal criada te niegas esa oportunidad. Quieres aquello que, sabes de sobras, no puedes conseguir. Así nunca vas a ser feliz.

—¡Para! —le detuvo—. Me estoy mareando. Si no quieres que te vomite encima, lárgate de mi vista.

Juanjo se largó a la cocina a por una Coca Cola Light; Inés, en cambio, fue a acostarse. ¡Vaya un fin de semana más extraño! No sabía si sentirse satisfecha o deprimida. Bah, al día siguiente llamaría a Irene a primera hora para saber qué había ocurrido allá y qué buscaba la tal novia de Raúl. «¡Novia no! Hermana. No confundamos los términos», pensó mientras se relamía como un enorme gato satisfecho.

 

 

Raúl ha madrugado hoy mucho porque, según le explicamos anoche, su castigo consiste en hacer todo lo que las mujeres hemos hecho durante siglos y siglos, y que él aborrece: el desagradecido, penoso y en absoluto remunerado trabajo del ama de casa…, y sin ningún tipo de recompensa al final del día.

O sea: una semana entera de abstinencia sexual; por supuesto, siempre le queda el recurso de masturbarse por las noches. Pero de compañía: nada. Es un castigo severo, teniendo en cuenta sus debilidades; pero su falta fue grave y tiene que purgarla. Sólo espero que no sea peor el remedio que la enfermedad.  

Suena el teléfono; estoy vistiéndome pero lo cojo porque lo tengo a mano. La voz de Inés me sorprende y alegra a la vez; ya pensaba que no iba a volver a hablarme en la vida. Desde que supo que Raúl está aquí conmigo había dejado de hablarme de tú a tú.

Le respondo en voz baja a su «¿está Irene?»

—Sí, soy yo. ¡Cuánto tiempo sin escucharte! He pensado mil veces que ya no querías saber nada conmigo. ¿A qué se debe tu interés?

—Perdona, Irene, lamento no haberte llamado en tanto tiempo. La culpa no es tuya, no tenía por qué haberme cabreado contigo. Tú hiciste lo mismo que las demás: caer de cuatro patas cuando él te miró con sus ojitos tiernos. A todas les debe de pasar lo mismo, incluyendo a su novia.

—¿Qué sabes tú de Izaskun? —pregunto en susurros—. Mira —me disculpo—, ahora no puedo hablar contigo de esto. Raúl anda por la cocina, preparándonos el desayuno, y en cualquier momento le da por entrar a preguntarme cualquier chorrada y nos oye. Mejor quedamos en el bar, frente a la agencia, y charlamos de todo con calma, ¿vale? —le propongo, de nuevo en susurros.

—¿Qué es eso de que os prepara el desayuno? Cuando vivía aquí no hacía ni el suyo. ¿Cómo demonios lo habéis conseguido?

—Ya te lo explicaré, no seas impaciente. Nos vemos a las diez y media, y no llegues con una hora de retraso, que a las doce del mediodía tengo una sesión de fotos y andan un tanto mosqueados porque dicen que últimamente no me tomo la faena muy en serio.

—Muy bien, por mí es igual; tampoco quiero que Juanjo oiga lo que voy a decirte. Desde ayer o anteayer que vive en una nube, ¡está como un cencerro!

—Hasta luego —me despido de Inés y cuelgo el teléfono.

Termino de vestirme y voy a ver qué ha hecho Raúl en la cocina; no sé si atreverme a tomar el café que habrá hecho, ¡es todo un riesgo! Entro en la cocina, y ya está Azucena cogiendo el bolso para marcharse; esta chica siempre va con prisas a todas partes, ¿o será que prefiere dejarnos a solas? Mala cosa; cuando Raúl y yo estamos a solas, mi voluntad flaquea de un modo realmente peligroso. Para colmo de males, me sonríe nada más verme.

—Aquí tienes el café y las tostadas, Pelirroja. No están quemadas, están en su punto. No lo he hecho mal, ¿eh?

—Pues no. Podría haber sido peor… y también muchísimo mejor. Pero por ser el primer día, no te regañaré demasiado.

En realidad el café está exquisito y las tostadas también, aunque antes me hago el harakiri que reconocerlo.

—¡Qué compasiva! —se burla él.

—Más de lo que mereces, te lo aseguro.

Hay que mantenerse firmes a toda costa y fingir no ver ni su sonrisa de enfant terrible ni su mirada de corderito degollado.

Se acerca a mí lentamente, quiere hacerme mimitos. Le detengo.

—¡Alto ahí! Ni lo intentes, Raúl; una semana, dijimos una semana, y no te atrevas a engatusarme con caricias y tonterías. Un castigo es un castigo.

—¡Joder, Pelirroja, que ya no soy un crío!

—Pues te comportas como tal. —Cambio de tema—. Hoy me apetecen espaguetis. Si no hay, vas al supermercado y los compras; eso y los demás ingredientes para cocinar un plato delicioso a nuestro gusto. Y compra salsa Carbonara y Boloñesa, sabes que me pirro por las salsas. Toma, aquí tienes mil pesetas —le pongo el billete en la palma de la mano—; y no te hagas el vivo, que yo lo controlo todo, ¿entendido?

—¡Sí, mi Sargento! —exclama a la vez que se cuadra y me hace el saludo militar. Siempre será un payaso. No me fío de él ni un pelo; no sé al final quién acabará sufriendo más este castigo, si él o yo.

—Me voy, Raúl; voy a poner el contestador en marcha antes de irme, así nadie te distraerá de tu trabajo.

—¡Dictadora! —gimotea—. Y después dices de mí, ¡sólo te falta usar el látigo!

—Raúl, no me des ideas… Hasta luego.

Salgo de la cocina, voy a mi dormitorio, cojo el bolso, las gafas de sol (al fin las encontré ¡en el baño!), y me largo a la cita con Inés. Ojalá Raúl no haya oído ni una palabra de nuestra conversación.

 

 

Llego al bar a las diez en punto, y pido un café solo para matar el tiempo mientras llega Inés. Me siento con toda tranquilidad a la mesa más cercana a la puerta, y pegada al ventanal para verla tan pronto aparezca.

Llega cinco minutos más tarde que yo, ¡increíble! ¿Es ella realmente? Pues sí, hay que reconocer que cuando algo le interesa en serio pone el turbo en sus pies y se presenta con una rapidez pasmosa. Toma asiento frente a mí, me mira con pupilas inquisitivas y pregunta a bocajarro:

—¿Qué fue a hacer Izaskun a tu casa? ¿Para qué quería a Raúl?

—¿Tú conoces a la novia de Raúl? —me asombro—. ¿Fuiste tú quien le dio mi dirección?

—¿Yo? ¿Tú me ves cara de gilipollas?

—No,  mujer —miro de aplacarla porque ya se está excitando—, pero como parece ser que la conoces tanto… ¿Estuvo en tu casa?

—Sí —me confirma mucho más tranquila—, estuvo en casita, pero la recibió Juanjo. ¡Pobrecito —exclama y se muerde el labio—, desde entonces está idiota perdido! Fue él quien le dio la dirección… después de tirársela, ya sabes  —no, no lo sé, pero me lo imagino y no me gusta nada—. La muy zorra se vendió para conseguir encontrar a su adorado Raúl. Juanjo está encoñado con ella. ¡Fíjate —exclama maravillada— que anoche me dijo que se había enamorado! ¡Enamorado! ¿Te imaginas semejante gilipollez? —Yo debo de ser gilipollas porque también estoy enamorada—. ¡Y que iba a casarse con ella porque era la mujer de sus sueños! Muy mal —suspira resignadamente—, te lo digo yo, está muy mal.

—¿Enamorado de Izaskun? ¿Desde cuándo la conoce? —Aquí hay algo que se me escapa y me muero por saber qué es—. Con razón ella no le dijo ni a la de tres a Raúl cómo había conseguido encontrarle. ¡Pobre! —me compadezco, aunque de repente recuerdo que la sílfide que se presentó en mi casa estaba más contenta que unas pascuas y no parecía, en absoluto, la víctima de una violación—. ¿Por qué le hizo esa putada tu hermano? —Nunca hubiera imaginado algo así viniendo de Juanjo—. Te aseguro que así no le va a ir nada bien con ella. Ninguna mujer en su sano juicio olvida esas cosas.

—Sí, él me dijo que estaba «enamorado» —Inés me mira con fastidio—; y no dramatices tanto, no la violó ni nada de eso. Cada cual tenía lo que el otro necesitaba y ahí se acabó todo. Simplemente un intercambio; así me lo hizo ver a mí, y así se lo hizo ver a ella. Él no la forzó —le defiende—; ella podría haberse ido si hubiese querido, él no la habría retenido. De un tiempo acá, se está portando muy decentemente.

—¡Ya era hora! Pero todavía no me has dicho cómo la conoció —insisto impaciente—. Raúl no debió de presentársela; a nosotras no nos dijo ni mu de ella.

—No, Raúl no le dijo ni una palabra. Él la conoció «a escondidas»; le pareció la séptima… no, ¡la primera maravilla del mundo mundial! Incluso la quiere convertir en modelo. Parece un colegial. ¡Increíble! —el fastidio de Inés va in crescendo.

—Mujer, la chica lo vale —coincido con Juanjo; otra cosa no, pero guapa lo es un rato largo. Y para colmo, a su manera, también es simpática—. ¿La has visto? Yo, en cuanto la vi frente a mí, me quedé de piedra. Pensé que como la vieran los de la agencia… ¡les daba un ataque al corazón, en serio! Es una aberración que existan mujeres así. ¡Es perfecta! Raúl no se la merece; no sé siquiera cómo pudo fijarse en él. Aunque, por lo que me contó, se conocen mucho y desde hace mucho: ¡desde los seis años!

—¿Hablaste mucho con ella, qué más te dijo?

Busca respuestas, pero yo no tengo muchas que digamos; le iría mejor si hablara con Raúl. Rectifico: si Raúl se animara a hablar con ella, cosa muy improbable.

—No sé si debería decírtelo. —¿Se lo digo o no se lo digo?—. Raúl se pondría como un basilisco si supiera que te lo he dicho… Claro que…, por otra parte…, ella parece ansiosa por decírselo a todo el mundo.

—¿Decir qué, de qué me estás hablando, tiene que ver con Raúl? —Inés me acribilla sin parar.

Se lo voy a decir porque igualmente se va a enterar tarde o temprano.

—La chica está embarazada. Va a tener un hijo de él. Comprenderás que para nosotras fue un shock, y Raúl lo ha admitido; apenas sí daba crédito cuando me lo dijo, pero es un hecho. Yo me enfadé mucho con él por ocultarnos algo así; es por eso que le hemos castigado, y si quiere seguir viviendo con nosotras debe cumplir su penitencia. Nos engañó, Inés. No con lo del embarazo, claro; él tampoco lo sabía. Pero nunca nos habló de ella, y no era «cualquiera» en su vida. Eso fue lo que más nos dolió: su falta de confianza en nosotras.

—¡Flipante! —silba admirada—. ¡Va a parir un crío suyo! Y Raúl no lo ha negado, lo cual significa que le importa. ¡Si Juanjo supiera esto! —sonríe ahora maliciosamente—. ¿Te ha dicho Raúl qué piensa hacer al respecto?

—No, no me ha dicho nada. Lo que sí sé es que ella no quiere saber nada de él. Quiere a ese niño, pero de Raúl no quiere saber nada más. No obstante, yo no le creo una palabra; no, ¡qué va! Volverá a buscarle; si no antes, en cuanto nazca el crío. Lo que hay entre ellos es mucho más serio de lo que se molestan en fingir. Él volverá con ella, le conozco; cuando vea al bebé se le caerá la baba. Y la indiferencia de Izaskun es sólo una máscara, ahora lo veo claro. Si realmente no le importaba Raúl, ¿por qué estaba tan desesperada por dar con él, tanto como para venderse como tú dices? Puede que se marchara desanimada, entre lo que vio y lo que le debió de decir él…, pero sólo ha perdido una batalla. Con una mano atada a la espalda nos da a todas mil vueltas, te lo digo yo.

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