Carnaval

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VEINTITRÉS

 

 

 

 

 

 

Así había quedado la charla entre ellos; ella le prometió que lo pensaría, le rogó que le diera unos días para reorganizar su vida, que «ya le llamaría» cuando tuviera una respuesta, la que fuera, y se despidió de él.

Fernando tuvo que conformarse con aquella promesa: un asomo de esperanza para los dos. Lo lamentaba, y mucho, por su hija sobre todo. Por India no sentía tanta compasión y, por descontado, no iba a hipotecar su felicidad por un mal entendido sentido del deber para con su familia.

Algún día Izaskun entendería, cuando fuera adulta, que era preferible tener a un padre lejos pero feliz, a tenerlo en casa arrastrándose como un fantasma encadenado, ahogado en un mar de complejos, dudas y culpas; maldiciéndolas a ella y a su madre por haberle retenido contra su voluntad.

No confiaba en que India entendiera nada… ni que le comprendiera, ni que le perdonara. Y realmente no le importaba. Ya sabía que no merecía el perdón de su esposa; no se puede esperar tanto de la naturaleza humana. Sabía asimismo que corría un gran riesgo al abandonarlas; India llenaría la cabeza de la niña de ideas malévolas en contra de él y de Itziar, la envenenaría con mezquindades e insultos, y le amargaría la vida con su propia amargura. Pero él no era tan cruel como para llevarse a Izaskun consigo. Bien era cierto que no quería a su mujer, pero ¿matarla? Eso sí que no. Bastante dolor le iba a causar si se marchaba; no podía quitarle también a su hija, a la que tanto quería. Izaskun entendería; cuando creciera entendería y le perdonaría.

Llegó a su casa para la cena. India ya le esperaba sentada a la mesa, muy disgustada y cansada de esperar. Estaba además de ánimo pendenciero, y no perdió ni un instante a fin de demostrárselo.

—¿Qué has estado haciendo tanto rato con ella? ¡A ver si ahora me vas a decir que os habéis pasado la tarde embelesados, mirando a vuestro bastardito! —chilló enfurecida.

—No es asunto tuyo —respondió él—. No me hagas hablar, India; no me obligues a decir cosas que no quiero, y son una ofensa para ti.

—No sé qué más puede ofenderme después de todo lo que me has hecho ya —replicó ella—. No deberías acosarla tanto y tan a destiempo. ¿No te parece ya un poco tarde para ir detrás de ella como un perrito faldero?

—Nunca es tarde para perseguir lo que uno quiere. ¿Ves cómo me obligas a hacerte daño? —le increpó exasperado—. No dejas de hacerme preguntas cuyas respuestas no son agradables. Tú te buscas todo el daño que te hago. No sé si esperas que te mienta piadosamente o qué; no te conformas con lo que tienes, sino que te pasas el día pidiendo guerra.

—Tú preferirías que me quedara calladita, claro. Ciega, sorda y muda, poco más o menos. Pero conmigo te va a ir muy mal, querido, porque mientras me quede un aliento de vida, siga siendo tu esposa y me des motivos, voy a hacerte todos los interrogatorios que me dé la gana, y voy a atormentarte como me atormentas tú día y noche —le aseguró.

—Estás sacando las cosas de quicio, y me estás hartando. Te recuerdo que Gorka ya desapareció del mapa; mi Itziar es libre de irse con quien quiera, y tal vez quiera irse conmigo, ¿qué te parece? —preguntó con ánimo de chanza; si tanto le gustaba que la torturara, ¿por qué no hacerlo?

—Me parece —respondió ella esbozando una amplia sonrisa— que si esa ramera de tres al cuarto quisiera largarse contigo, ya se te habría insinuado. No te engañes, corazón, no va a ir a ningún lado contigo, no tiene valor para eso. Sí es posible que se vaya con el crío lejos, donde nadie les conozca… Pero ¿contigo? ¡No me hagas reír! Le faltan arrestos para destrozar nuestro matrimonio, ¡antes se nos muere!

—¡Cuánto te gustaría verla muerta, eh! Llevas muchos años esperándolo; muerto el perro, se acabó la rabia, ¿no es eso? Pues no te engañes, corazón, te digo yo ahora. Si a mi Itziar le llegara a pasar algo…, si llegaran a cumplirse tus anhelos, todo, absolutamente todo el amor que sentí alguna vez por ti moriría con ella. Más te vale que viva muchos años, por el bien tuyo… y el de nuestro matrimonio.

Fernando se marchó a la habitación sin tocar el plato de la cena; las peleas con su esposa le quitaban el apetito. Sentado en el diván, mirando a través del ventanal abierto, pensaba cuán diferente iba a ser la vida con Itziar y el niño. Tendría que pedir el traslado; como funcionario, no le resultaría muy difícil. Y si se ponían mal las cosas, pues buscaría otro empleo donde fuera y santas pascuas; nunca le había tenido miedo al trabajo. Más miedo le daba pasar el resto de su vida lejos de Itziar.

Ahora sólo quedaba esperar su respuesta. Habría que ser paciente.

 

 

Itziar estaba sola, con Raúl por única compañía aquella noche. Ignoraba a dónde podía haber ido su madre, pero más valía que estuviese muy lejos. Un huracán de dudas y temores la arrastraba a un precipicio emocional. ¿Marcharse con Fernando, dejar atrás todo, renunciar a esperar a Gorka? ¿Y qué iba a pasar con la esposa y la hija de él?

India no le importaba un rábano, pero la pequeñina sí. ¿Qué culpa tenía la chiquilla de los errores garrafales de los mayores? ¿Por qué, qué derecho tenía ella a dejarla sin padre? ¿Era Raúl hijo de Fernando… o de Gorka? ¿Quién podía adentrarse en lo más profundo de su cuerpo y averiguar qué espermatozoide llegó y cuál no, cuál fue más rápido en llegar y fecundar el óvulo? ¿Sabría Dios eso, Él, que todo lo sabía, según le enseñaron a ella en la catequesis?

No, ella no podía, no se marcharía con Fernando. La respuesta a sus plegarias era NO. Pero ¿y si ella se marchara para siempre, para no volver?

Un viaje largo; muy, muy largo.

Toda su vida había sido un cúmulo de errores, uno detrás de otro; pero todavía estaba a tiempo de expiarlos. ¿Podría ella sentarse a la diestra de Dios padre? Itziar presentía que llegaba la hora de rendirle cuentas al Señor. Le parecía oír cómo la llamaba, cómo la invitaba a morar con los ángeles.

Suicidio, ¡ésa era la solución!

Fernando acabaría por olvidarla; incluso era posible que el amor renaciera entre marido y mujer. Izaskun crecería al lado de sus papás, arropada por su amor, como debía ser. En cuanto a Raúl…, su abuela podría cuidarle mejor que ella; con Graciela se haría un hombre de provecho. Su madre sabía cómo tratar a los niños. Le enseñaría a ser fuerte y valiente.

Ella ya no veía la manera de seguir adelante en aquella carrera de obstáculos. Lo único que quería era huir de sí misma y de todos los que «querían» ayudarla. Lo de Fernando sólo habían sido palabras bonitas, dichas en un momento de apasionamiento después de alguno de sus numerosos altercados con India. Él debía de saber tan bien como ella que juntos no llegaban a ninguna parte.

Que sí, que le agradecía la ayuda, y la intención era de lo mejor; sucedía simplemente que ella no le amaba y no se atrevía a decírselo por temor a herir sus sentimientos. Sabía que nadie, jamás, la amaría como la amaba él, pero no podría vivir con la culpa de haberse «robado» a un hombre por el que no sentía más que puro cariño fraternal.

Le dolía despedirse de Raúl, sabiendo que ya no le vería más. Tampoco estaba preparada (y no creía llegar a estarlo nunca) para contestar a las preguntas que el niño le haría tarde o temprano. Él no la entendería; ni siquiera ella misma se entendía. No soportaba vivir más en aquel caos. Estaba decidida. No sabía cómo ni dónde. Esa noche, sí. Cuanto antes acabara, antes vendría el olvido.

Se arrimó en silencio a la cuna de Raúl y le cogió en brazos. Estaba dormido como un lirón, ¡tan lindo! No quería dejar nada escrito, ni culpar a nadie de una decisión libremente tomada. Pero sí quería, y además necesitaba, decirle a su hijo unas últimas palabras. No era una justificación ni nada por el estilo, sólo unas palabritas para que él supiera y sintiera que ella le quería a pesar de todo.

Fue un susurro, como una canción de cuna.

 

Amor, mamá te quiere; no pienses nunca que mamá dejó de quererte. Me voy porque no puedo hacerte feliz como tú te mereces, porque no puedo hacer feliz a nadie. Pero no quedarás abandonado; contigo, cuidándote, mimándote, se queda la abuelita. Porque eres carne de su carne y sangre de su sangre, velará por ti mejor que yo misma. Te enseñará los mismos regios valores que me enseñó a mí: a creer en ti, y a no rendirte ante las adversidades. Te dará todo lo que cualquier niño puede desear, porque mal nos habrá ido a las mujeres Goikoetxea en el amor, pero dinero nunca nos ha faltado, ¡qué va! De eso siempre anduvimos bien sobradas. Ay, mi niño, ¿qué puedes saber tú de todo eso, mi pequeñín?

»Te basta con saber que mamita te cuidará mejor en el cielo de lo que pudiera hacerlo aquí, en la tierra. Y cuando oigas hablar del ángel de la guarda, piensa en mí. Lo creas o no, eres lo mejor que me pasó nunca; no puedo continuar a tu lado, y tampoco puedo llevarte conmigo. Tú aún tienes mucho por disfrutar.

»Pronto andarás correteando por ahí con Izaskun. Ya la viste esta primavera pasada, ¿no es preciosa? Haréis una parejita monísima, por mucho que rezongue India. Y tendrás que cuidarte mucho de ella, porque no te quiere bien, ni a mí tampoco. De alguna manera, hago esto por salvarte a ti. Confío en que mi partida alivie la ira que guarda India contra ti.

»Una vez me haya ido, quizá ella recobre el juicio y olvide las amenazas que nos hizo un día. Sí, ahora sé que lo hago para salvarte.

»No me olvides nunca, porque yo te llevo conmigo en el corazón; sé que la abuelita sabrá disculparme, y hará arraigar en ti buenos sentimientos y dulces recuerdos de mamita. Me voy tranquila porque sé que te dejo con la mejor persona del mundo; sí, claro, algunas veces te parecerá marimandona, regañona y decididamente antipática. Pero solamente si tú se lo permites, si no sabes estar a su altura. Tienes que ser fuerte y enfrentarla tantas veces como haga falta, con una mezcla de descaro, firmeza y dulzura. Eso la desarmará y la enseñará a respetarte.

»Yo no lo hice, amor, y así me ha ido en la vida. En cambio tú, mi niño, estás hecho de otra pasta, y saldrás adelante sin nosotros. Adiós, Raúl.

 

Dichas tan tiernas palabras, Itziar devolvió el niño a la cuna, y dio comienzo a los preparativos para «su partida». Consideró todos los métodos habidos y por haber. Y eligió la soga como instrumento de su máxima liberación. Parecía lo menos doloroso, lo más limpio (aparte de los somníferos que no veía cómo podía conseguir), y bastante rápido. No le apetecía alargar su agonía. Era, además, muy cobarde para el dolor físico. Y la horrorizaba ver una minúscula gota de sangre.

El cómo ya estaba resuelto; ahora le quedaba decidir dónde. No deseaba comprometer el nombre de su madre, que suficiente carga tendría con educar a Raulito; ni quería montar un circo en Etxe Handia, donde viviría Raúl, dormiría, jugaría, y algún día heredaría a fin de cuentas.

Nadie supo nunca qué la impulsó esa noche a escoger la plaza del pueblo, y más en concreto el roble centenario para su sacrificio de expiación. Si Etxe  Handia no era una opción muy acertada, menos podía serlo un lugar tan público y frecuentado por todo el mundo mayor de un año y menor de cien.

Realmente, ¿era discreción lo que buscaba Itziar? Resulta inverosímil. Sin embargo, la joven estaba de lo más decidida, y sin el menor asomo de duda marchó a buscar la soga y le hizo dos nudos corredizos: la lazada pequeña iría atada a la rama más alta del roble, y la más grande se la colocaría ella alrededor de su esbelto y pálido cuello en el momento preciso. Con una presencia de ánimo increíble y mucha sangre fría fue ahora en busca de una banqueta o una escalera pequeña. Lo había visto en un sinfín de películas del Oeste. Sabía cada uno de los pasos que debía dar.

No estaba nerviosa; ni dudó un momento, ni reconsideró su decisión. Era importante mantenerse firme y sin titubeos si quería llegar al final de aquello. Y además, ya no podía dejar las cosas a medias.

Metió la soga y la pequeña escalera de metal plegable en una bolsa de lona, y colocó esta en un rincón de su dormitorio, medio escondida. Después cogió la cuna de Raúl, con el bebé dentro, y la arrastró hasta la habitación de su madre. Confiaba en que Graciela, dondequiera que estuviera, no tardara mucho en regresar. Cada minuto que pasaba lo temía; ciertas cosas había que hacerlas sin mayor dilación.

Bajó al salón a esperar a su madre. Graciela llegó al cabo de quince minutos. Había ido a confesarse y a hablar con don Severiano. Se sorprendió al encontrar a Itziar allá abajo, sola y con los brazos cruzados. La miró en silencio, aguardando a que fuera ella quien dijera o preguntara algo, que para eso debía de estar ahí parada. Su rostro reflejaba una insólita ansiedad.

Como veía que su hija no abría la boca, le preguntó en el mismo tono áspero de siempre:

—¿Qué haces ahí parada y muda, te comió la lengua el gato? ¿Y Raúl, está ya durmiendo?

—Sí, el niño ya duerme —contestó Itziar—; está en tu habitación.      

—¿Y se puede saber qué hace allí, pretendes que me dé la noche? —protestó Graciela, enojada como de costumbre; se habían acabado las vacaciones: se había acabado el buen humor.

—Pensé que te gustaría tenerle contigo —replicó Itziar—; en Galicia andabas quejándote todo el día de que no te dejaba estar con él.

—Pero ahora ya no estamos en Galicia ni de vacaciones —le recordó Graciela—. Yo tengo que madrugar mañana; no estoy de humor para pasar la noche en vela, oyendo berrear al crío.

—Raúl no va a llorar. Está ya más tranquilo; tomó su biberón y le cambié los pañales hace media hora. Muy malito tiene que ponerse para despertarse y darte la lata. Son los dientes, ya lo sabes; le están saliendo y lo pasa muy mal. Voy a dar un paseo, necesito un poco de aire fresco —se despidió—. Hace un calor espantoso. ¡Cómo echo de menos las lluvias y la brisa fresca de la playa!

—Yo también lo echo de menos. —Graciela sonrió inesperadamente—. ¿Ya has cenado? —Itziar asintió ahora, distraída—. Vete, anda, vete. Pero no tardes en regresar, que no son horas para ir paseando por ahí, ¿me oyes?

—Sí —musitó Itziar, harta de tanto interrogatorio. Y sabía que era el último, que ya no habría más preguntas ni sermones ni reproches. Todo eso quedaría atrás.

Regresó a su habitación; después de su breve paréntesis como mujer casada, había vuelto a ocupar su habitación de soltera en la planta baja. Se cambió de ropa: un vestido negro que había comprado en Galicia y que nadie había visto aún ni podría reconocer. Era fresco y cómodo. Cogió la bolsa de lona y la tiró por la ventana; hizo un ruido seco al caer, pero no asustó ni despertó a Raúl. Esperó unos instantes hasta sentir las pesadas pisadas de su madre  subiendo las escaleras: sesenta y dos había, nada más y nada menos. Ya se iba a dormir; en realidad, a su madre le importaba muy poco lo que ella hiciera o dejara de hacer. Siempre había sido así. Suspiró al pensarlo mientras salía del dormitorio sin hacer apenas ruido, andando descalza; se dirigió a las cocinas y salió por una pequeña puerta trasera. Afuera, entre los matorrales, la aguardaba la bolsa; la agarró y caminó a oscuras, dando un pequeño rodeo, hasta el pueblo. Evitó deliberadamente pasar por la calle Divina Misericordia, donde se encontraba la residencia de los Ondaerrea. Si Fernando la descubría se acabó todo: adiós a su plan. Miró su reloj de pulsera: era medianoche. Todo descansaba en un silencio sepulcral; no se oía ni el vuelo de un abejorro. Nada.

Al fin lo avistó. Se erguía soberano y dominante contra el cielo tachonado de estrellas; la luna de agosto ponía en él algún que otro reflejo plateado. Aparecía realmente tentador; una suave brisa se levantó en aquel instante, y el millar de hojas se movió susurrante, invitándola a pasar allí la noche. No era necesario mucho más para convencer a Itziar de aceptar la siniestra invitación, ni siquiera la necesitaba. Ella ya había llegado hasta allá con ese propósito.

Colocó la escalera debajo de una rama fuerte y recia, confiando en que aguantaría su peso. No era lo que se dice una chica gorda, ¡nada de eso! El calor era sofocante cuando no soplaba aquella ligera brisa. Se quitó el vestido y lo tiró al suelo. Las ramas estaban bastante altas, como a unos  dos metros del suelo. «Perfecto —pensó—, la altura ideal». La noche permanecía silenciosa. Era muy arriesgado hacerlo en aquel lugar: una docena de casas rodeaban la plaza. Por fortuna, todas las luces estaban ya apagadas.

Se subió en el escalón más alto, y con maña y rapidez colocó la soga en la rama, deslizando el nudo hasta dejarlo bien prieto; tenía que soportar su peso. Después deslizó el otro trozo de cuerda alrededor de su cuello hasta sentir el tacto áspero del esparto en su garganta. Los pies apenas tocaban el suelo del escalón.

Suspiró, tosió un poco, y finalmente dio un puntapié a la escalera y ésta empujó a su vez la bolsa de lona y el vestido.

Transcurrieron diez minutos angustiosos antes de que la cabeza se inclinara hacia el cuerpo desnudo sin ningún signo de vida. Todo acabado. Misión cumplida. El alma de Itziar Goikoetxea Martínez ya descansaba con el Señor.

Horas después la gente descubriría su cuerpo inerte; la enterrarían en algún lugar de los alrededores del pueblo, o en un rincón de Etxe Handia lo bastante escondido como para evitar las miradas de los curiosos. Aquellas gentes nunca verían con buenos ojos que una suicida fuese sepultada en campo santo. Su madre y Fernando la llorarían por algunos días (el luto de rigor) y la vida continuaría.

 

 

Graciela miró al niño dormido en la cuna antes de acostarse. Se preguntaba qué diablos estaría haciendo su hija; la había notado más silenciosa y cavilosa que de costumbre; ansiosa y a la vez distraída. Rara.          

Ésa era la palabra: rara.

Parecía esconder un gran secreto o alguna honda preocupación. No por el niño; le había dejado claro que el niño estaba perfectamente. Pero algo malo sucedía. No supo bien qué, de modo que resolvió averiguarlo a la mañana siguiente. Ya iba siendo hora de comenzar a comportarse como la verdadera madre que era.

 

 

—Fernando —murmuró India, tocándole en un hombro—. Fernando, las campanas están doblando.

Estaban todavía en la cama; solamente eran las ocho de la mañana. A India la había despertado el tañido grave del redoble de campanas. Y eso era un decir, pues no había pegado ojo en toda la noche. Inquieta, se había pasado las horas dando vueltas en la cama; levantándose y volviéndose a acostar.

Su maridito dormía como un lirón, a buen seguro soñando con esa puta, más feliz que unas pascuas, a juzgar por la libidinosa sonrisita dibujada en su cara.

Él se volvió un poco hacia ella para preguntar, medio dormido:

—¿Qué dices, qué pasa, qué campanas?

—Las de la iglesia, bobo —se impacientó su mujer—, ¿cuáles van a ser si no? ¿No es eso que alguien ha muerto? —susurró con vivo interés.

—Supongo —musitó él, todavía soñoliento—. Será algún viejecito octogenario. Ya nos enteraremos más tarde.

India se levantó y se asomó al ventanal. Lo que veía a lo lejos, en la plaza, era espectacular. Podría jurar que todo el pueblo en pleno estaba allá. Llamó a Fernando, ahora con más insistencia y premura.

—¡Fernando, levántate y ven acá! Un viejecito no arma el revuelo que hay hoy en la plaza —le miró a los ojos y gesticuló con la mano, indicándole que se acercara al ventanal—. Todo el mundo está en la plaza menos tú, yo y la niña. Emilia también debe de estar ahí, ¡por Dios, que a esa chiquilla le entusiasman los chismes! ¡Y sólo son las ocho! Debe de ser algo muy gordo para que todo el mundo se haya revolucionado tan temprano. Fernando, ¿me escuchas?

—Sí, mujer, ya voy —respondió él a la vez que se incorporaba despacio y se restregaba los ojos. Se sentó, se puso las zapatillas y se levantó para ir, sin prisa alguna, al encuentro de su esposa, quien no apartaba la vista, excitada y curiosa.

Fernando vio lo mismo que ella, pero no con los mismos ojos ni con igual curiosidad. Su expresión era de susto; aquel suceso le afectaba muy directamente, lo presentía. Desde su puesto sólo podía ver una plaza cualquiera llena de gente, nada más. Pero de pronto sintió la urgencia de ir a ver qué era aquello. Fue a afeitarse y a vestirse.

—¡Vaya por Dios! —exclamó India medio asombrada, medio fastidiada—. ¿Y ahora a qué vienen las prisas? Hace sólo diez minutos estabas durmiendo a pierna suelta y, ¡mírate!, ya estás vestido y arreglado.

Fernando le dirigió apenas una mirada rápida, y salió corriendo. Conforme iba aproximándose a la plaza, los murmullos de los vecinos subían de tono. Él sólo oía palabras sueltas:

—Esta mañana…

—No, anoche…

—La escalera…

—La soga…

—Pobre chiquillo…

—Mira a Graciela…

—¡Quién nos lo iba a decir!...

—Nadie se lo esperaba de ella…

—¡Pobre Itziar, tan joven!

Por un breve instante se le paró el corazón. Comprendió.

A codazos fue abriéndose paso hasta la primera fila.

¡Malditos cerdos! ¿Cómo se atrevían a montar un circo a su costa?

Vio el cuerpo tendido en el suelo, con una manta cubriéndolo, de la que escapaba un brazo desnudo. Al girar la cabeza vio la escalera apoyada en el nudoso tronco del roble; sobre ella, con descuido, estaba tirada la soga, y bajo ella: el vestido negro, arrugado encima de la bolsa de lona.

Fernando luchaba entre el miedo a levantar la manta y el deseo de descubrir el cuerpo. Aquello era una pesadilla, tenía que ser una pesadilla. ¿Cómo podía ser todo tan sórdido?

Se acuclilló junto al cadáver y, lentamente, con manos temblorosas, levantó una esquina de la manta para ver la cabeza, sólo la cabeza.

El rostro demudado, enmarcado por la sedosa y brillante melena negra, apareció ante sus ojos, haciéndole retroceder bruscamente. Sí, los sueños…, sus sueños habían terminado; y al despertar, era aquello lo que había estado esperándole.

Tambaleándose, corrió entre la multitud, alejándose de allí como alma que persigue el diablo. No vio a Emilia ni a Graciela, ni a nadie. El dolor, la rabia, la ira, la pérdida, le mantenían obcecado.

¿Qué le quedaba? ¿Un funeral, un matrimonio ya definitivamente roto? Se lo había advertido a India la tarde anterior: con la muerte de Itziar moría su corazón y la pasión por la vida y la gente que le rodeaba. Ni odio siquiera. Nada. Dentro de él ya no quedaba nada.

 

 

 

Graciela miraba la escena como quien ve una obra de teatro: algo muy visto, muy conocido y vagamente familiar. No podía creerlo; no estaba todavía preparada para creer que la mujer desnuda que descansaba en el suelo era su hija menor.

Corrió hacia Etxe Handia, hasta el dormitorio de su hija, para despertarla y contarle qué susto se había llevado. Para abrazarla y sentirla viva. Pero la habitación estaba vacía y ya olía a un cierto abandono.

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