Carnaval

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VEINTICUATRO

 

Barcelona. 1996

—¿Adónde vas tan rápido? No, mejor debería preguntarte cuándo piensas volver. Sé a dónde vas y sé para qué.

Inés estaba apoyada en el quicio de la puerta de la habitación de Juanjo; lamentablemente, ya no compartían el lecho. Llevaba un sencillo albornoz de toalla de color blanco; tenía el cabello aún mojado después de la ducha, y andaba descalza. Había adelgazado cuatro kilos desde la última vez que se acostaron juntos. Le miró, sonriente. Juanjo se afanaba mucho haciendo el equipaje, y rebosaba impaciencia.

Él la miró, también sonriendo, y contestó:

—¡Qué lista! Así que sabes a dónde voy, ¿eh?

—No es ningún secreto para nadie que esa estúpida te tiene sorbido el seso. ¿Vas de incógnito o has avisado a la vieja? —se interesó Inés—. Te recuerdo que nosotros tenemos una abuela; no estaría mal que te quedaras en la mansión, al menos si vas a pasar mucho tiempo allá. Esa casa también nos pertenece, por más que Raulito haya crecido en ella. Tenemos el mismo derecho que él, no lo olvides. Y no olvides tampoco el poema.

—¿Qué poema? —se sorprendió Juanjo con un leve sonrojo.

—¿Te crees que no sé que le has escrito poemas a esa pueblerina? Pierdes el tiempo, hermanito, y me duele que te desengañen tan cruelmente. Sean hermanos o no, Raúl te ha ganado la partida desde el principio. Ella moriría por él. A ti no quiere ni verte.

—¡Qué sabrás tú!

—Más de lo que imaginas.

—¿Has ido a verla, has hablado con ella?

—No pude resistir la tentación. Compréndeme, tenía curiosidad por saber qué tenía ella que te hubiera cambiado la vida, y a mí de paso. Estoy pasando por una crisis; estoy entrando en una fase depresiva, y la culpa es suya. Desde que tú y yo no follamos, ya no soy la misma. Nunca creí que me pudiera afectar tanto.

—Ea, ea, no me seas exagerada, que ya nos conocemos. No me gusta que hagas este tipo de cosas sin consultarme; en fin, lo hecho, hecho está. ¿Qué le dijiste exactamente? —Juanjo arrugó el ceño, inquieto.

—No puedo decírtelo; fue una charla de mujer a mujer, y por lo tanto: confidencial. Solidaridad femenina.

—Ja, ja, ja —se carcajeó él al escucharla—. No me hagas reír. Tú no tienes solidaridad para con nadie que no seas tú misma.

—Creí que me conocías mejor. Yo tengo algunas virtudes muy buenas; no son muchas, pero me siento orgullosa de ellas.

—¡Venga ya, te conozco demasiado bien! ¿Y qué te pareció ella?

—Algo boba, la verdad; igual que las protagonistas de esos tontos culebrones. Fiel defensora de Raúl. Si vas a verla, más vale que lo primero que hagas sea arrodillarte y pedirle perdón por haber abusado de su honor. Raúl debe de haberlo hecho un millar de veces; pero, claro, que él lo haga y que lo hagas tú son dos cosas muy distintas.

—¿Y guapa, te pareció guapa? ¿No es perfecta?

—Supongo —respondió Inés, encogiéndose de hombros.

—¿Cómo que supones, sólo lo supones? ¿No me has dicho que la has visto?

Algo no cuadraba ahí.

—Siií, es mona —reconoció de mala gana—; no está mal. Pero vas a tener que armarte de paciencia.

—¿Por…?

—Porque hasta dentro de cinco meses no podrá posar para ti… Eso, suponiendo que quiera hacerlo.

—¿Cinco meses? ¿Por qué tanto tiempo? Ya la convenceré yo para que se decida cuanto antes.

—Mmm… No, no voy por ahí. Tu problema es otro. Pero quizá haya suerte y sea sietemesino.

—¿Siete qué?

Juanjo la miró sin comprender muy bien a qué se refería.

—Tu Barbie está preñada. Vino a casita en ese estado; ni sueñes que el chico sea obra tuya. Por supuesto, no tengo ni que decirte quién le ha hecho la barriga.

—¿Raúl?

—¿Y quién podría ser más estúpido? Ahora debe de estar revolcándose de la rabia, el asco y la culpa.

—No, mujer —la desanimó él—. Ya han pasado dos meses; ya se le habrá olvidado todo. Nunca me ha parecido un tipo rencoroso para con nadie, ni siquiera para contigo, que tantas molestias te has tomado buscándole las cosquillas. Además, si se siente mal, ya tiene quien le alivie.

Juanjo cerró la bolsa; solamente se iba para un fin de semana y no llevaba gran cosa dentro. Cogió, eso sí, las tarjetas de crédito y bastante dinero en efectivo para gastar lo que hiciera falta. Quería poner el mundo a los pies de Izaskun; nada era demasiado caro para ella.

Miró de reojo la foto que le robó a Raúl; ahora reposaba descaradamente encima de la lisa superficie del mueble donde estaba instalado el equipo de Hi-Fi comprado la semana anterior. Se veía tan bella ahí; era tal y como soñó siempre a la mujer ideal: la que llenaría sus días y serenaría sus noches. Ya no tenía por qué esconderla, pero tampoco iba a dejarla allá. En el último momento decidió llevársela consigo. La agarró y la puso dentro de la bolsa; conocía la impetuosidad de su hermana: era capaz de arrojar la foto por la ventana en un ataque de celos rabiosos.

Inés lo miraba todo, divertida; era muy cómico, y casi ridículo, ver a Juanjo tan y tan desesperado, al encuentro de alguien que lo primero que haría nada más verle sería escupirle a la cara y darle la espalda. Si esas eran las consecuencias del amor, no quería vivir lo suficiente como para sufrirlas; ella no deseaba ver su inteligencia y su astucia ultrajadas y naufragando en las aguas pantanosas del enamoramiento más estúpido.

Le despidió con palabras de profética recomendación:

—Recuerda, hermanito, que si yo no consigo a Raúl, tú no eres más que yo para conseguir a esa furcia; si caigo en este camino, te arrastraré conmigo. No me pediste opinión antes de decirle a Raulito que nos acostábamos juntos; prácticamente destrozaste cualquier posibilidad de que él y yo acabáramos en la cama, y eso no me gustó nada. Cualquier día de estos… ella podría enterarse de nuestro pacto. Y aún es más boba y sensiblera que Raúl. Y todo eso sin contar que empezaste muy mal con ella. Violaste a una mujer embarazada, eso es muy grave, hermanito, es delito (y si no lo es, debería serlo). Pero ¿de qué me sorprendo? Todos sois igualitos: os funciona mejor la polla que el cerebro.

—¡Yo no la violé! —se defendió Juanjo en un repentino ataque de furia—. Le propuse un trato razonable, y su actitud fue muy positiva: le faltó tiempo para preguntarme por dónde se iba a la cama. ¿Fue ella quien te dijo que yo la violé? ¡Bonito cuento!

—Más o menos. En cuanto me vio, creyó que había ido a disculparme por la guarrada que le habías hecho. Lo definió como guarrada, ni más ni menos.

—Tan guarro es el que hace como el que se deja hacer… —siguió defendiéndose él—. Bajo un nuevo punto de vista, no soy yo quien debe pedirle mil perdones, sino ella, por haberme decepcionado como mujer íntegra. Si realmente amaba tanto a Raúl, debería haber dado media vuelta, largarse y buscarle por su cuenta, no someterse a mi juego, por muy cómodo que fuera. Yo no la hubiera detenido; no soy el cerdo que ella cree. Nada es verdad ni es mentira, todo es del color del cristal con que se mira…

—A mí no me sueltes el rollo —protestó ella—, eso díselo a Izaskun. Es ella quien te acusa, no yo.

—Por supuesto que se lo voy a decir, ni lo dudes —le aseguró él, cogiendo la bolsa y pasando junto a ella. Se despidió—: Adiós, Inesita, hasta el lunes. ¿Vas a ver a Raúl? No le digas que voy a Navarra.

—No sé si le veré, pero intentaré sujetarme la lengua y no delatarte.

—Muy agradecido. Adiós.

Se fue, cerrando la puerta sonoramente. Bajó al parking a buscar el BMW. Hacía un año que había comprado la plaza; no fue ninguna ganga, pero le había ahorrado muchos dolores de cabeza.

Quizás ahora que su vida había dado un giro de ciento ochenta grados, debería buscarse otro piso donde vivir solo, hasta que su diosa cayera rendida a sus pies. Podría dejarle aquel a Inés. Lo habían comprado a finales de 1994 porque su hermana no quería más cartas conmovedoras de su madre. Para Inés, Inma estaba muerta y bien muerta. Y debía seguir así, por el bien de todos. Vendieron el piso de la Avenida de Sarriá a un precio astronómico, lo cual les permitió no sólo comprar el ático en Mayor de Gracia, sino vivir desahogadamente durante casi un año (y eso sin contar con las reformas y la decoración nueva).

Su padre, el ser más anónimo que conocieron nunca, continuaba pasándoles una mensualidad; pago que era transferido a una cuenta corriente. De esa mensualidad (nada despreciable) cogían Inés y él una mitad escrupulosa, y cada uno ingresaba su parte en su propia cuenta en bancos diferentes.

Habían vivido toda la vida juntos, y habían sido mucho más que hermanos; pero de la misma forma que su primo había necesitado salir del pueblo y dejar allá su pasado, él necesitaba cambiar de compañías también. Sentía un intenso anhelo de romper con todo lo anterior y comenzar desde cero. Su amor por Izaskun y ese viaje a Navarra eran dos pasos de gigante que aceleraban la ruptura.

El BMW corría desesperado por la Nacional II, y de nuevo Queen componía la banda sonora de aquel trayecto; cogió camino a Lérida, de ahí a Zaragoza, después Logroño, y por último Navarra y el pueblo.

 

 

 

Se presentó en la hacienda alrededor de las ocho de la tarde; el sol lucía destellante como para no quitarse las gafas, y hacía un calor espantoso: seco, casi desértico; el mismo de siempre en el pueblo. No había avisado a su abuela, pero a esas horas debía de estar más que despierta. No estaría esperándole, pero cuando le viera se alegraría mucho.

Frente a la entrada de la mansión había un automóvil aparcado, matrícula de Navarra; un Mercedes de un color rojo oscuro, que parecía recién salido de fábrica. Su abuela no estaba sola; tenía visita. A pesar de todo, él estacionó delante del Mercedes y se apeó del coche. Miró de atisbar por las ventanas: no se veía nada. Estaba decidido a golpear la puerta con los nudillos, pero se contuvo a tiempo. Se oían voces en el interior: alguna discusión acalorada entre su abuela y otra mujer cuya voz no reconoció. Hablaban de Raúl e Izaskun; él podía oír perfectamente la conversación sin llamar la atención. No le convenía darse a conocer; le interesaba muchísimo más saber qué tenía que decir esa desconocida. Oyó cómo se despedía.

—Adiós, Graciela, y recuerda que no quiero ver a tu nieto merodeando por mi casa, y mucho menos cerca de mi hija; debiste prohibírselo hace catorce años, y ahora no estaríamos en esta situación tan bochornosa.

—¿Por qué no se lo prohibiste tú a ella? Siempre ha sido Izaskun quien ha ido detrás de Raúl. Y nadie aquí le pidió que se quedara en estado, mucho menos mi nieto. Además, tu hija y él ya son bastante mayorcitos para decidir cómo y con quién vivir sus vidas.

—Desde luego él es lo bastante mayor como para arruinársela. Izaskun es muy joven todavía para tomar esas responsabilidades, ¡y ahora, para colmo, va a tener que arreglárselas sola!

—¿Sola? ¿Acaso tú no vas a estar ahí? Y Fernando, ¿no va a ayudarla tampoco?

—Mi hija no quiere mi ayuda, ni la de su padre tampoco. En estos últimos meses se ha distanciado mucho de nosotros.

—Tú sabrás los motivos. ¿No te ibas, India? Me disculparás, pero parece que ha llegado otra visita. Y mi enhorabuena por ser abuela.

Se abrió bruscamente el portalón y apareció la visita de su abuela. Juanjo la miró un momento. Apenas podía creerlo: era sin duda el vivo retrato de Izaskun, pero esa voz, ese tono punzante, esa amargura, todo ese rencor… ¿realmente podía ser su madre? Enarcó una ceja; Izaskun era un pelín más alta, el rubio de sus cabellos no era tan claro como el de esa mujer, ni sus facciones denotaban tanta dureza.

India ni le miró, pasó ante él altiva y arrogante como su hermana Inés, con esa pose de superioridad tan conocida. Se sentó al volante del Mercedes, lo puso en marcha y desapareció sin volver la vista atrás.

Juanjo entró en la mansión haciendo una cómica mueca de disgusto. Miró a su abuela a los ojos y silbó:

—¡Fiuuu! Dijo la sartén al cazo: ¡Apártate, que me tiznas!

Rio al decirlo, y le preguntó:

—¿Quién era esa?

—Quizá tu futura suegra, ¿a qué es de lo más simpático?

—Pura hiel. ¿De veras es la madre de Izaskun?

—A menudo lo dudo, pero sí; por increíble que parezca, lo es.

—Es de lo más esnob; gracias a Dios que Izaskun no es así. Ha debido salir al padre.

—Efectivamente. Pero no te angusties por ella, no puede aborrecerte más que a Raúl; ha agotado todas sus reservas de odio con él, no creo que le quede mucho para ti. ¡Alégrate! Vienes a verla, ¿cierto?

—Sí, vengo a ver a Izaskun. O sea que es verdad que está esperando un hijo de Raúl.

—Más de lo que me gustaría. ¡Mírame  —gritó Graciela, escandalizada—, sólo tengo sesenta años! Pero esta noticia me ha echado encima veinte más. ¡Bisabuela! Lo que más me revienta es que sea Raúl el papá; va contra la ley natural de la vida. Sois vosotros los que me tenéis que hacer bisabuela, no él. ¡Raúl todavía lleva los pañales pegados al culo! ¿Por qué aún no me habéis dado tú o tu hermana una alegría… o acaso hay algo que yo deba saber sobre ese asunto?

—¡Abuela!

—Ni abuela ni leches. A mí siempre me han gustado las cosas claras. Si hay algún problema, se discute y se buscan soluciones, que tenemos el 2000 a la vuelta de la esquina, ¡caray! —dijo Graciela en tono recriminatorio. ¡Qué poco le gustaba todo lo que estaba pasando! Añadió—: ¿Tu hermana no piensa sentar la cabeza?

—Lamento desilusionarte, abuelita, pero mucho me temo que por ahora tendrás que conformarte con el mocoso de Raúl. Te dejo esto aquí, ¿vale? —dejó la bolsa en el suelo—. Ya me tengo que ir, o no la encontraré —se despedía Juanjo, nervioso.

—¿Adónde vas tan deprisa? Izaskun no se te va a escapar, hombre. Ahora que está de cinco meses, según me ha informado su madre, no sale apenas de casa. Además, ¿adónde quieres que vaya? No sé si lo sabes, pero esa chiquilla casi no tiene amigos. Ha vivido demasiado volcada en Raúl como para hacer amistades; y ahora que él se ha ido, éste es el precio que tiene que pagar. Si de veras la quisieras la mitad de lo que presumes, le ofrecerías tu amistad y tu apoyo antes que nada.

—No es mala idea. ¿Cuándo te enteraste tú?

—¿De qué, de que no tiene amigos?

—No, mujer —se rió él—, de lo del embarazo.

—¿Y tú cómo te has enterado?

—A mí me lo ha contado Inés esta mañana, antes de salir de casa. No me has contestado, ¿cuándo te enteraste tú? —insistió Juanjo.

—Esta tarde, justo antes de tu llegada. Por eso discutíamos India y yo. Ejem… Al principio parecía más bien un monólogo: sólo hablaba ella. Está desquiciada con esta noticia. Un buen puntapié en los ovarios no la habría molestado tanto. Aparte, se considera demasiado joven aún para ser abuela. Quiere a Izaskun un poco menos de lo que odia a Raúl; no la verás en el bautizo del chiquillo (o chiquilla) brindando alegremente. No sé todavía si es niño o niña, pero tardaremos en saberlo. Ahora ya no es como antes.

—¿Y tú brindarás?

—Dudo que me inviten, pero sí —asintió—; aunque sea en la intimidad de estas cuatro paredes, sí brindaré. No deja de ser mi bisnieto.

—¿Crees que Raúl brindará?

—Oh, sí… En el excusado para que no le veáis, no sea que descubráis que tiene sentimientos. ¡Eso acabaría con su reputación de macho ibérico! Imperdonable, ¿verdad? Pero puesto que vive con vosotros, vigílale, ¿sí? —le rogó Graciela.

—Me temo, abuelita, que no puedo hacerte el favor. Raúl ya no está con nosotros. Se me olvidaba decírtelo: Raúl vive ahora con dos jóvenes y guapísimas mujeres.

—¡La Santísima Virgen! ¿Y cómo es eso? ¿Con dos, en serio? —se horrorizó. Ese nieto suyo iba de mal en peor.

—Sí, abuela —replicó él—, ya era hora de que lo supieras. Raúl ha sido muy desconsiderado al no ponerte al día.

—Tampoco esperaba su llamada. ¡Hala, vete! —le despidió mientras gesticulaba con las manos.

—Dejo el coche aquí y voy andando. No me esperes para cenar.

Juanjo salió de la mansión, y caminó tranquilamente en dirección al pueblo, rezando por que la desabrida de la madre no le encontrara. Esta vez no se iría del pueblo sin hablar con Izaskun. Y ojalá que aceptara salir a cenar con él; si no se hacía mucho de rogar, a lo mejor les daba tiempo de ir a Pamplona, porque lo que era en el pueblo, no conocía ningún buen restaurante.

 

 

Llegó y llamó. Emilia le abrió la puerta, al igual que se la abrió a Inés semanas atrás; y con aquella curiosidad que los años no le habían quitado, preguntó:

—¿Y usted quién es?

—Un amigo de la señorita de la casa —respondió Juanjo.

Emilia le tendió una pequeña trampa.

—¿Cuál de ellas?

—¿Hay más de una? ¿Cuántas hay?

¿Sería posible que esa belleza tuviera alguna hermana gemela y nadie se lo hubiera dicho hasta hoy?

—Sólo Izaskun —replicó Emilia—; le estaba poniendo a prueba. Mi señorita no tiene amigos; nada más el señorito Raúl. Pero nunca venía a verla aquí —le susurró al oído—; siempre se veían a escondidas.

—Se equivoca, mi buena señora —rectificó Juanjo, sonriendo con una estudiada pose seductora—. Yo soy muy amigo de Izaskun, y estoy convencido de que arde en deseos de verme. Pero, por favor, no avise a la señora; recién acabo de verla, y dudo que quiera conocerme.

—La señora India no se encuentra en la casa. ¿Quién le ha dicho que estaba aquí?

—Me figuré que ya había regresado —contestó él, indiferente ahora ante la mirada perpleja de ella—. Da igual; yo quiero ver a Izaskun. Avísela.

—Sí, señor —obedeció más interesada y curiosa que sumisa—; espere un momentito, por favor.

Subió las escaleras, presurosa, dejando a Juanjo en la calle, esperando. Esta vez sí recordó que había que golpear antes de atreverse a entrar. No quería que su niña se enfadara con ella. Después de picar con los nudillos entreabrió poco a poco la puerta.

Izaskun estaba cómodamente sentada a un buró escribiendo algo parecido a una carta, aunque no pudo ver de qué se trataba. En cuanto la vio, suspiró, molesta por la interrupción de su intimidad.

—¿Y ahora qué pasa, Emilia? Lleva toda la mañana interrumpiéndome. Espero, y le agradecería, que esta vez fuera algo realmente importante para variar.

—Sí, señorita. Un joven, y muy guapo, desea verla. Me ha dicho que era muy amigo suyo.

—¡Raúl! —chilló Izaskun, entusiasmada a su pesar—. Dile que pase, digo, que suba aquí.

—¡Ay, no, señorita, cuánto lo siento! —se lamentó Emilia viendo la ilusión de la joven—. No es el señorito Raúl. Es otro joven; a este no le había visto nunca.

—¡Ya me extrañaba a mí ese detalle! —Izaskun se desinfló—. ¿Cómo se llama? Te habrá dicho el nombre, ¿no?

—¡Ay, pues no! Es que… ni siquiera se lo he preguntado.

—¡Bravo, Emilia! Me parece fantástico. Baje y pregúntele cómo se llama. Hágame el favor, ¿sí? Estoy muy ocupada para perder mi tiempo en visitas de tercera categoría que ni siquiera se molestan en anunciarse como Dios manda. Y hágalo subir aquí; ya está muy mayor para andar subiendo y bajando escaleras todo el santo día.

—Está bien, señorita —contestó Emilia, haciendo pucheros como una niña tras una regañina.

Bajó abajo a buscar al joven, pero no le vio; después recordó horrorizada que le había dejado plantado afuera: en los jardines. Corrió a su encuentro. Por suerte, el joven continuaba esperando pacientemente. Se disculpó ante él, y preguntó a quién debía anunciar.

—Juanjo —respondió él—. Juan José García. Soy el primo de Raúl.

Emilia asintió perpleja; primero la prima, y ahora el primo. ¿De qué iba todo aquello? Bah, tarde o temprano se enteraría; su niña siempre acababa por tomarla como confidente. Le condujo a la buhardilla donde descansaba Izaskun, desoyendo los consejos de la muchacha; aquella casa era inmensa y no era plan que el muchacho se perdiera. Golpeó y esperó respuesta. Desde el interior, una voz les invitó a entrar.

—¡Vaya por Dios, tenías que ser tú! ¡Eres una maldición! —protestó Izaskun, cabreada nada más verle—. ¿Y qué quieres ahora, quieres volver a verme en pelotas, sobarme otra vez las tetas, o quieres que te haga una mamada? Si te hago una buena mamada, ¿me dejarás en paz de una puta vez y para siempre? —suplicó, sonriendo esta vez, y le besó sensualmente en la boca para provocarle.

Después de presenciar esa escena, Emilia, sonrojada, se retiró en silencio, cerrando la puerta tras de sí, y dejándoles solos.

Juanjo estaba indignado por la forma en que ella le trataba: ¡tan despectiva! Él no se merecía eso.

—¡Maldita seas, no es eso lo que quiero de ti! Sé que lo nuestro empezó con mal pie, pero estoy dispuesto a arrodillarme y pedirte perdón de la manera más humilde que sé.

Se arrodilló ante ella, mirándola suplicante.

Ella rió, era como un campanilleo alegre. Le miró risueña, con sus ojos de mar, y dijo entre risas:

—Si llegas al orgasmo haciendo el ridículo… Por mí, adelante. No te cortes, por favor.

—Al menos yo reconozco mi mal proceder, y no me avergüenza arrepentirme como es debido. ¿Cuántas veces se ha arrodillado Raúl delante de ti? ¿Una?, ¿dos?, ¿media docena…, una docena… o ninguna? ¿Y todavía esperas que lo haga? Pues no pierdas tu precioso tiempo, muñeca —la avisó—; jamás va a venir a pedirte perdón. ¿Sabes por qué? Porque se va a casar —era una mentira improvisada, pero decidió seguir con ella—. Sí, lo que oyes; parece que le ha pegado fuerte con una de las muchachitas. No tienes de qué sorprenderte, era de esperar. ¡Tantos meses —exageró—, y tan cerca las veinticuatro horas del día! Es indigno que permanezcas aquí, encerrada en vida en este condenado pueblucho perdido en el mapa, esperando un hijo de un tío al que ya no le importas un pito… cuando podrías estar forrándote y viviendo como una reina, posando como modelo y desfilando en las pasarelas. ¿Tienes idea de cuántas jovencitas en este mundo sueñan con eso y se desesperan porque no te llegan ni a la suela del zapato? —Juanjo suspiró al fin; le había dicho todo lo que quería que supiera.

—Sabía que la pelirroja lo conseguiría —estalló en un impulso rabioso—, ¡se moría por estar con él!

—No —la corrigió—, por lo que tengo entendido, el romance fue con la morenita —continuó mintiendo—; sea como fuere, hay que reconocer que le fascinan los ojos verdes. Quizá por eso nunca se ha llevado del todo bien con mi hermanita. Inés tiene los ojos tan negros como los míos. Pero, por favor, deja ya de preocuparte por él. Piensa en tu futuro y en el de tu hijo. No es justo para ninguno de los dos que te deslomes trabajando como dependienta, ganando una miseria al mes… si en una sesión de fotos puedes ganar de cien a doscientas mil pesetas, ¡sólo en un día!, y eso para empezar. No hace falta que te diga cómo irá subiendo tu caché cuando empiecen a reclamarte los grandes modistos de fama internacional: Klein, Versace, Gaultier… Y muchos más. ¡No me digas que no te seduce mi propuesta!

—Voy a ser más franca y directa de lo que tú y tu propuesta os merecéis: nunca me lo he planteado —el impulso había pasado; ahora su voz sonaba tranquila y pausada—. Por supuesto que soy consciente de que muchísimas chiquillas darían la vida por estar en mi lugar (sobre todo en mi cuerpo). Pero si yo me hubiese propuesto alguna vez ser modelo, ahora mismo Claudia estaría en la cola del paro entre casting y casting. No, en serio, no me atrae; las pasarelas nunca han sido mi meta. Y además, ahora es completamente imposible, ¿o hacen también colecciones pre-mamá los grandes modistos? —se interesó como si el asunto la preocupara de repente. Ahora estaba más relajada. Así que era eso: quería lanzarla como modelo. La verdad, había esperado cosas mucho peores de él después de lo de la otra tarde.

—Ya lo sé, pequeña, que ahora no puedes posar; todavía no eres tan famosa como para que tu embarazo cause sensación. Pero yo sé esperar, y entiendo que necesitas reflexionar y darle vueltas al asunto. Tienes cuatro meses por delante para decidir tu futuro.

Juanjo sacó con parsimonia de un bolsillo una tarjeta y se la entregó.

—Toma —le dijo—, aquí tienes el nombre y la dirección de la agencia para la cual acostumbra a trabajar Irene. Si decides hacerte rica, ve a verla. Sí, ya sé que ahora estás resentida con ella porque vive y jode con Raúl. Pero tú, mi querida niña —le pellizcó la barbilla amorosamente—, no debes permitir que tus sentimientos y emociones se interpongan en tu vida profesional. Ella es de las mejores en su campo.

—¡Pues sólo faltaba eso! —protestó mirando con asco la dichosa tarjeta—. No deseo tratar más con ella. Aparte, le dejé muy claro que no nos volveríamos a ver las caras. Si voy a verla creerá que estaba faroleando, que no tengo palabra. No creo que me ayude en esto… Suponiendo, claro, que me lo plantee en serio. Se pondrá a temblar nada más verme.

—Que no, mujer, Irene ya ha perdido toda esperanza en cuanto a Raúl. —Dijo para tranquilizarla—. Ya te lo he dicho: él se va a casar con la otra —repitió sin pestañear—. Y da lo mismo, Irene tiene un autodominio increíble; jamás mezcla el trabajo con su vida personal. Es muy profesional. Pero si prefieres trabajar conmigo, nadie va a estar más satisfecho que yo.

—¿Trabajar contigo? —le miró de hito en hito, a punto de echarse a reír—. Desnuda, supongo; y entre foto y foto, un polvo ¿verdad? ¿Estás borracho? Antes prefiero mil veces entendérmelas con ella.

—Sabía que te negarías —replicó él, haciendo oídos sordos a sus acusaciones—, por eso te he dado su tarjeta y no la mía. De todos modos… si aceptas, y lo vas a hacer porque no eres gilipollas, tarde o temprano nos veremos las caras. Acabarás en mi cama porque los dos sabemos que yo puedo darte en un día lo que Raúl no te ha dado en veinte años. ¡Prométeme que lo vas a pensar con la cabeza fría! Deja de soñar con el bobo de mi primo; te garantizo que tú no apareces ni siquiera en sus pesadillas. ¿Me lo prometes?

—Vale, vale, ¡mira que eres plomo! Siií, te lo prometo. Ahora déjame descansar, por favor —rogó Izaskun, juntando las manos en una plegaria.

—¡Ni hablar, princesa! He venido para invitarte a cenar. Y no acepto negativas. Coge el bolso y vámonos —la apremió, cogiéndola del brazo.

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