Carnaval

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*** SOSPECHAS *** » VEINTICINCO

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VEINTICINCO

 

Barcelona

Inés estaba demasiado aburrida y acalorada para continuar en la cama, eso por no hablar de la ansiedad y el cabreo. Más que eso: estaba indignada. Incomprensiblemente, todo se le estaba escapando de las manos; la visita a esa puerca de Izaskun no había servido para nada. Con su aspecto remilgado y sus maneras de niña de papá la había superado ampliamente.

No imaginó que tuviera al final tanto coraje como para enfrentarla. ¡Y de qué manera la había enfrentado! La había desarmado por completo. A ella, que iba preparada para «soltar la pasta» y así apartarla del camino de su hermano y del de Raulito… ¡y ni siquiera le había dado tiempo a sacar el talonario!

Nada de lo que ella había dicho había servido para nada. Aquella criatura era terca como una mula, además de estúpida. Porque seguir creyendo en Raulito era una estupidez. Bastante le conocía a él como para saber que, después de todo lo que le había contado en aquel bar, no volvería a tocar a Izaskun ni con el palo de una escoba. Al menos eso sí se lo había dejado muy claro; pero al igual que él, había aguantado el tipo de modo admirable, haciéndose la fuerte y la desentendida delante de ella.

Y ahora, el bobo de Juanjo había ido a consolarla. Sí, porque fijo que después de que ella se fue, Izaskun derramó lágrimas de sangre. Inés se regodeaba imaginando tan conmovedora escena.

Lo que seguía pareciéndole inadmisible, era la terca intención de continuar con aquel deprimente bombo. Si quería un hijo, ¿por qué demonios no fue a un banco de esperma? Todo hubiera sido mucho más limpio; aquella mezcolanza de sangres era francamente repugnante. Si quería follar con su hermanastro, pues muy bien; pero ¿para qué encargar un mocoso? ¡Qué manera más ridícula de complicarse la vida!

¿Y si Juanjo lograba convencerla para que abortara…, estaría a tiempo? No; su hermano era más imbécil. Ya podía imaginárselo diciéndole a ella que no le importaba que el niño no fuese suyo, que le querría igual, que él se haría cargo de la situación… Para después invitarla a cenar, declararle su amor y pedirle que se casara con él (con versito incluido).

No, definitivamente Inés no la quería como cuñada. Algo tenía que hacer.

Primero llamaría a Raúl para ponerle al corriente, a ver si hacía algo, y así ganar tiempo para pensar en algo grande. Algo grandioso y escandaloso para desterrarla de sus vidas.

Alargó la mano para coger el teléfono, y marcó el número de Irene, rogando para que lo agarrara Raúl.

 

 

 

 

 

 

 

Desnuda sobre las sábanas contemplo la desnudez de mi compañero, que no ha cambiado con el cambio de estación. Continúa siendo el mismo Raúl fantasma, pretencioso y machito de siempre.

Después de su «luna de miel» con Azucena, volvió más contento que unas pascuas; incluso se le olvidó el agravio que yo le había hecho revelando secretos de su vida íntima a Inés.

Ignoro qué hicieron ese par por ahí abajo, pero agradezco a Azucena que me lo «resucitara». Yo no concibo más que un Raúl: el que he aprendido a conocer y amar durante estos meses. Fijaos si le querré, que ya no podría convivir con Azucena sin él (pero sí con él sin ella). Se rompería la magia de las noches compartidas: una para ti, una para mí; se acabaría el juego amigable y cariñoso de cotilleos y críticas despiadadas que mi compañera y yo llevamos jugando desde el primer día, ¿de veras hace falta que os diga quién es nuestra víctima?

Yo estoy re-que-te-segura de que él también hace sus comparaciones entre nosotras, por ello no me siento ni un poquito culpable de nuestro proceder.

No sé si os preguntáis hasta qué punto somos amigas, y si es realmente posible serlo en nuestras curiosas circunstancias. Pues sí, lo somos; y paradójicamente, mucho más que la mayoría. Nuestra relación está basada en la honestidad y la confianza mutua. Las dos somos conscientes de estar jugando a un juego con unas reglas muy particulares. Aquí no tienen cabida los celos, ni ningún sentimiento de posesividad con respecto a nuestro Raulito; de lo contrario, ya estaríamos todos locos de atar. Salomón, con toda su sabiduría, no podría habérselo montado mejor.

Y él, duerme que duerme, ¡será vago! La cosa es que tampoco es de mucho provecho cuando está despierto. Deberíamos castigarle más a menudo; lo malo es que estos días no nos da muchos motivos de queja. Está de lo más cariñoso; debe de creer que ese es su trabajo. Me lo miro bien; juraría que ha engordado un par de kilos, y luego dicen que el sexo quema cantidad de calorías… Pues él no se priva. Claro que tampoco se priva de comer lo que le viene en gana.

Cuando estoy de lo más embelesada admirando su polla, suena el jodido teléfono. A tientas lo descuelgo y pregunto, tratando de no parecer grosera ni demasiado enojada:

—¿Quién es el tocapelotas que llama a estas horas?

Mi voz suena soñolienta a pesar de llevar casi una hora despierta.

—¿Eres tú, Irene? Soy Inés. ¿Está Raúl? —reclama mi ex colega en voz baja.

—El bello durmiente no está para nadie hasta que se levanta y se echa al coleto dos cafés y dos Coca Colas. ¿Quieres que intente despertarle? Te advierto que puede resultar peligroso.

—Sí, pero no le digas que llamo yo… o no se va a poner —me recomienda.

—Espera un momento —le digo—. ¿Y para qué lo quieres? —la curiosidad me mata, como de costumbre.

—Para echar un casquete, ¿para qué si no? Hace mucho que no follamos, y echo de menos su polla. ¿Contenta?

—Una barbaridad… Un segundo, por favor.

Intento despertar a Raúl; mientras sostengo el auricular en una mano, con la otra le zarandeo suavemente en el hombro derecho. No se mueve, ¡hay que ver qué sueño tan pesado tiene este tío! Insisto, ahora a gritos:

—¡Raúl! ¡Raúl, haz el puto favor de despertar!

—¿Qué…? —responde con un ojo abierto y otro cerrado; no, no es un guiño, está esperando a ver si vale la pena abrir el otro. Se incorpora un poco y señala el teléfono—. ¿Quién coño llama a estas horas?

—¡Tu abuela!

Me ha salido del alma, lo juro; y casi sin querer le he hecho el favor a Inés. Le paso el teléfono, me levanto y desaparezco. Ésta es una charla íntima.

 

 

—¿Sí? ¿Qué quieres ahora, vieja? —se impacientó Raúl. Que su abuela hubiera logrado localizarle en casa de Irene no era la mejor noticia para empezar con buen pie el día.

—¡Eh, que sólo tengo veinticinco años! —protestó su prima, medio escandalizada. La habían llamado casi de todo, pero nunca vieja.

—¡Noooo —gimoteó él—, lo que me faltaba! ¡Otra vez tú! Eres una pesadilla, ¿lo sabías?

—Me lo figuraba, por eso le he pedido a Irene que no te dijera que era yo quien llamaba, porque no ibas a cogerlo. Ya que estás al otro lado, déjame decirte que Juanjo está ganándote terreno. ¿De veras vas a permitir que te la birle?

—Que me birle ¿qué?

Raúl estaba todavía a medio despertar, sin café y sin Coca Cola, y sin ánimos para las adivinanzas de su querida primita.

—Para empezar: la foto de Izaskun. ¡No me digas que ya no recuerdas aquella foto de tu hermanita y amante, tan linda! ¿Recuerdas que te dije que Juanjo fue a ver a la vieja? Pues ella creyó que había ido de parte tuya a buscar la foto y se la entregó. Por supuesto, él no dijo ni media palabra para sacarla del error, cogió la foto y se la apropió. Cada vez que la mira tiene un orgasmo, incluso ha llegado a masturbarse. ¿No lo encuentras erótico?

»Esta noche cena con ella. ¡Imagínalos! Los dos en un íntimo restaurante, a la luz de dos velas de suave resplandor y delicado aroma. Ya han llegado a los postres. Él sirve el champán: el mejor, por supuesto; la mira, atontado, mientras lo escancia en su copa, ella siempre primero; luego lo escancia para él. Brindan. Ella ya está completamente relajada, y él le empieza a gustar. Tú no estás. Ella comprende que tal vez nunca más volverás a estar, y va sintiéndose cada vez más seducida por el innegable encanto de mi hermano. Al acabar, él se lo dice con palabras trémulas; tiene miedo de perderla. ¡El muy bobo está haciendo el ridículo más grande de toda su puta vida, pero está tan borracho de amor que ni se entera! Ni le importa la barriga de ella, ni sabe que tú, en el último momento, le soltarás un par de hostias y la apartarás de su lado.

»Ella le dice que le va a costar mucho perdonarle lo de la otra tarde, que necesita tiempo para olvidarte, que si tiene paciencia… ¡quién sabe! ¿De veras vas a quedarte así de impasible? ¿Lo olvidaste todo de un plumazo cuando te dije que era tu hermana? ¡Joder, no puedes ser tan idiota! ¿Qué vas a hacer?

—Nada —replicó él con toda tranquilidad—. Yo ya tengo hecha mi vida aquí, y me va de coña. No voy a regresar con Izaskun. Y si Juanjo quiere casarse con ella, es su problema. Yo no voy a apartarla de su lado. Lo mío con Izaskun es una historia acabada. ¿Te ha quedado claro?

—¡Perfecto! Así, no tendrás ningún inconveniente en que nos veamos. No espero que me invites a cenar, te invito yo.

—Inés —Raúl echó una ojeada al despertador—, son las once de la mañana; ¿no es un poco pronto para pensar en la cena? Además, tengo mejor compañía que la tuya. Pero gracias por tu generosa invitación; tal vez quedemos para el treinta y uno de septiembre, ¿qué tal?

—Muy ingenioso de tu parte —se burló ella—; no sé ni por qué me molesto en preocuparme por ti si no me haces el menor caso.

—¡Venga, Inés, que nos conocemos! Sabes muy bien que no me ha venido nunca en gana estar contigo. Pierdes el tiempo acosándome.

—Como quieras —suspiró ella, ahora resignada—; si te mantienes en esa postura estúpida no puedo darte el recado que me dejó Izaskun cuando fui a visitarla, y me sentiré fatal porque le prometí que te lo diría...

—¿Qué? ¡Maldita seas, Inés —la interrumpió él, gritando—, te advertí que la dejaras en paz! No quiero que la molestes más. Te he dicho tropecientas mil veces que entre ella y yo no hay nada. ¡Déjala en paz! —le ordenó.

—¿Quieres dejar de gritarme? Yo sólo fui a verla, y fue una visita de lo más amistosa; esto nada tiene que ver contigo. Pero si Juanjo se empeña en convertirla en mi cuñada, tengo todo el derecho a verle el careto, ¿entendido? —protestó ella, también a gritos. Era el colmo que el mocoso de su primo le gritara de esa manera, ¡a ella, que pagaba la llamada!

—Izaskun no se casará con tu hermano, y no porque yo no lo quiera; por mí, ¡ojalá lo hiciera mañana mismo! Pero la conozco demasiado bien. Me será fiel hasta el día de su muerte. Deberías advertirle eso a Juanjo, y cuanto antes.

—¿Y te crees que no lo he hecho?

—Pues inténtalo de nuevo. No quiero ver a mi primito detrás de ella como un perrito faldero. Me pone nervioso. ¿Y cuál es ese recado que te ha dado Izaskun?

—No quiere que te acerques a ella ni a su hijo. Dice que no necesita tu permiso para tener ese crío. Textualmente, sus palabras fueron: «con su permiso yo me limpio el culo». Muy liberal y dura ella. ¡Veremos cómo anda su talante después del parto!

—Es más terca que una mula —dijo Raúl, muy convencido—. Si te lo ha dicho, lo cumplirá.

—Habrá que verlo. Lo que soy yo, no me fío un pelo.

—Es tu problema. ¿Alguna cosa más? —se despidió Raúl, impaciente por colgar.

—No…, de momento. Disfruta de la compañía mientras puedas, porque no durará mucho. Tarde o temprano, Irene se cansará de ti. Es de las idealistas; el sexo no lo es todo para ella. Y de ti, ¿qué otra cosa puede esperar?

El tono de Inés revelaba a las claras su escepticismo.

—Mucho más de lo que imaginas. Si no quieres nada más, tengo mucho que hacer.

—Ok, primito, hasta pronto. Y no olvides el condón, con dos bastardos en la familia ya tenemos bastante.

Raúl colgó el teléfono con brusquedad, se puso unos calzoncillos y se encaminó a la cocina.

 

 

 

 

 

—¿Ya has hablado con Inés? ¿Qué te cuenta? —cotilleo nada más ver a Raúl.

—Nada que yo no sepa, Pelirroja. Tengo hambre, ¿y Azu?

—Todavía duerme. Anoche salió a cenar con Mercè y volvió a las tantas. Si fuera tú, no la esperaría hasta el mediodía.

—¿Y tú cómo estás, mi amor, lo pasaste bien anoche?

Me besa.

—Aún me quedan ganas de repetir —le insinúo sonriendo.

—¡Cómo me gusta oírte decir eso!

Raúl abre la nevera y saca una Coca Cola.

—Ya me imagino que te encanta que te haga ver lo buen amante que eres, pero te recuerdo que tú y yo tenemos una conversación pendiente.

—¿Y de qué va la cosa?

—De «tu hermana». ¿Es cierto el cuento ese que me contaste antes de largarte a Sevilla?

—Sí… supongo… De lo contrario, Inés no se habría molestado en decírmelo.

—Tenía entendido que no la soportabas, me dijiste que cualquier conversación con ella te cabreaba. Entonces, resuélveme una duda, ¿sí? ¿Cómo puedes creer lo que ella te cuenta, y tan al pie de la letra? ¿No ves que ella es la más interesada en separaros a ti y a Izaskun?

—No digas bobadas, Pelirroja —me corta en seco—; ya hace muchos meses que Izaskun y yo estamos separados, y doy gracias porque, de lo contrario, tú y yo no nos habríamos conocido… ¿o acaso te arrepientes de haberme conocido? —duda inseguro el muy tonto.

—A veces —contesto—, sólo a veces. Me aterra que te estés engañando y que, de paso, me engañes a mí. Sé que no lo haces con mala intención, pero tengo la impresión de que la quieres más de lo que reconoces delante de nosotras, y que te conmueve su embarazo; y por supuesto, no me trago que todo ese amor desaparezca de la noche a la mañana por un simple chisme malintencionado. Sinceramente —le digo en un tono grave pero solidario—, deberías hablar con ella y enfrentar el asunto de una vez por todas. Es más, creo que una prueba de ADN resolvería las dudas. Y en vuestro caso, con ese bebé en camino, es más que recomendable: es imprescindible. Ya sé que todo junto te suena a culebrón barato, pero es tu vida, y quiero que la resuelvas antes de que lo nuestro vaya más lejos. No merezco tener a mi lado a un hombre cuyo corazón es de otra. Quiero que lo tengas muy claro.

—Yo también quiero que tengas muy claras algunas cosas: estuve, lo admito, muy encoñado con Izaskun —enfrenta mis ojos con una mirada limpia—; pero de ahí al amor, o a lo que siento por ti, va un gran trecho. No me conmueve ese niño; yo no lo pedí, por lo tanto no es asunto mío. Ni tú ni nadie logrará persuadirme de lo contrario. Y por último, pero no menos importante: me importa un rábano quién es mi padre. Para mí sólo hay una verdad: ambos me abandonaron sin ningún cargo de conciencia; y no sólo a mí, también a mi madre. No, Irene, no voy a buscar a papá; ya no puede darme ni quitarme nada. Y yo dejé a Izaskun mucho antes de saber todo esto. Mi corazón no es de nadie, sólo me pertenece a mí; y no te garantizo que vaya a entregártelo por las buenas. No soy de esos.

—Ya lo sé —le beso cariñosamente—; no espero que de la noche a la mañana cambies tu personalidad, sólo que hace un momento me has llamado «mi amor», y me gustaría saber qué significa «eso» para ti.

—Mujer, es una forma de hablar, no quiere decir que no haya sido sincero; he sido espontáneo, eso es todo. No tienes por qué tomártelo todo al pie de la letra. Siento algo por ti, Pelirroja, claro que sí; pero no me pidas que lo defina, porque ni yo mismo lo sé.

—Al menos eres sincero —reconozco, y le beso otra vez, ahora en la mejilla—. Eso me basta por ahora. ¿Solamente vas a desayunar Coca Cola?

¡Hay que ver lo mal que se alimenta este hombre! Eso sí, bebe de seis a ocho latas de Coca Cola (o cerveza) al día, pero ¡joder, lo bien que le sientan al muy guarro… y a mí que me caen como tiros!

—Sí, no tengo más gana de nada; la charla me ha quitado el apetito —me dice distraído—, no por lo desagradable, eh… sólo que hablando y hablando, he olvidado prepararme algo más de comer. ¿Qué hacemos esta noche? —Me pregunta ahora, guiñándome el ojo—. Podríamos largarnos a Salou, a la playa a bañarnos desnudos; luego hacemos el amor y vemos salir el sol, ¿qué tal?

—No es mala idea. ¿Vas a decírselo a Azu?

Recuerdo que esta noche le toca montárselo con ella.

—Sí —confirma—, debo hacerlo, ésta es su noche; pero no quiero dejarte aquí solita. Somos compañeros. No es que piense en un mènage a trois, pero sería muy cruel dejar aquí a una de vosotras. Lo entiendes, ¿verdad? —me mira con ternura, esperando comprensión por mi parte.

—Sí, claro, supongo que no podemos pasarla por alto…

—¿Pasar por alto…a quién?

Azucena aparece bostezando y con el pelo revuelto. Raúl la mira con renovado deseo; yo procuro pasarlo por alto. Se sienta a la mesa con nosotros.

—A ti —le aclaro—; hablábamos de irnos a Salou esta noche, de juerga. ¿Te apuntas?

¡Qué considerada parezco mientras rezo para que tenga un plan mejor!

—Tengo otros planes —nos informa, ¡ni que me hubiera adivinado el pensamiento!—. Pero gracias por invitarme.

—Pues a ver si te diviertes tanto como nosotros —la anima Raúl, y luego me besa y musita—: ¿Cuándo nos vamos?

—Después de comer —le contesto devolviéndole el beso.

—¡Pero nos vamos a achicharrar! ¿Tú sabes el calor que hace a esas horas? —protesta Raúl; el solo pensamiento ya le hace sudar.

—Depende… —le guiño el ojo—, ¿quién ha dicho que tengamos que comer a las dos de la tarde?

Mi sonrisa es radiante y traviesa a la vez.

Raúl también sonríe.

—Tienes razón. Antes podemos disfrutar un rato —me propone.

Me coge de una mano y nos despedimos de Azucena mientras salimos (muy juntitos) de la cocina, y vamos (empujándonos el uno al otro, riendo) a mi habitación.  La cama de Raúl es demasiado pequeña,  ¿no os lo había dicho antes?

Nada más llegar me besa en los labios y me quita el kimono de seda negra; mientras cae al suelo, él ya me está acariciando los pechos suavemente. Me coge en brazos y me acuesta en la cama cual si fuera un pétalo de rosa en extremo delicado.

Navega por mi cuerpo: de grumete a almirante. Primero con timidez casi pueril, después con más seguridad y atrevimiento, hasta llegar al conocimiento experto de cada centímetro de mi lechosa piel de cada pliegue de mi carne, toda salpicada de pecas. Sonríe mientras examina cada una minuciosamente, calculando el diámetro exacto y comparándolo con el de la siguiente. Separa con una caricia mis piernas, acusándome de tenerlas tan largas y tan hermosas. Entierra sus labios en el vello rizado y rojo de mi pubis; un dedo experimentado explora rincones prohibidos al resto de los hombres; me estremezco en un orgasmo, siento todo mi ser húmedo y anhelante; pero él no se decide, sigue besando, acariciando, explorando, jugando con mi cabellera roja; más besos, más caricias; deseo tenerle muy adentro, lo deseo con toda el alma, pero él se entretiene. No quiere prisas; esto no es un polvo, esto es Hacer El Amor. Por fin ha comprendido la diferencia; hoy me ama como no me ha amado antes.

De su boca escapan ahora suaves gemidos; hay algo que le apasiona más que mi coño, mis labios, mis pechos, mis ojos o mis pecas: mi pelo. Eso le vuelve loco de deseo; siempre he sabido que le chiflaba, desde aquella primera noche, pero no imaginé que le obsesionara tanto. Me mira y sonríe. Cuando más desprevenida estoy, hechizada como siempre con su sonrisa, me toma finalmente en un orgasmo intenso; un estremecimiento tras otro, un suspiro, un jadeo, grititos de puro éxtasis. De mis ojos saltan lágrimas de un placer infinito, del deseo más profundo: el que arranca del corazón y recorre todo mi ser, para desembocar como río caudaloso en mis labios.

 

 

Raúl y ella pasaron una noche más espléndida que la mañana si cabe; ése fue otro paso más que dieron en su amorosa y excitante relación.

Regresaron el lunes al mediodía; él la dejó en la puerta de la agencia y volvió al piso. Tal y como era de esperar, lo encontró desierto a esas horas. Azucena ya se había ido a la tienda, por lo que le quedaban a Raúl muchas horas de soledad. Como no soportaba la soledad y necesitaba hablar con alguien, pensó en Izaskun.

A solas podía reconocer, sin tapujos ni vergüenza, que estaba muerto de curiosidad; no sabía bien si creer todo, parte… o nada de lo que le había dicho Inés. Hablar con Izaskun le despejaría las dudas. Sobre todo, quería saber qué era aquel cuento de que Juanjo iba detrás de ella, ¡lo mismo todo era una invención de Inés! Fue a su habitación a ver si por algún lado aparecía el teléfono de ella. A lo mejor lo había tirado a la basura sin darse cuenta. No era un número al que llamase muy a menudo; en honor a la verdad, sólo lo había marcado una vez hacía cinco años. Después de revolver algunos libros, lo encontró apuntado con un rotulador con la tinta medio gastada; apenas sí se distinguía. Recordó que era conferencia con Navarra y que, si no quería barrer ni fregar platos de nuevo, más le valía no enrollarse mucho con ella. Marcó el número; después de oír tres tonos, la voz aguda de Emilia sonó al otro lado.

—¿Quién llama?

—¿Izaskun? —la voz de Raúl tenía un tono trémulo; le dominaba el miedo a oír la voz equivocada: la que le condenaba sin juicio y sin posibilidad de defenderse.

—¿Quién pregunta por ella? —Reclamó la criada—. La señorita está recostada en estos momentos; ha comido mucho y quería hacer una buena digestión.

—Soy Raúl —el miedo había desaparecido—. Me parece muy conveniente que descanse, pero quiero hablar con ella. ¡Avísela!

—Un instante, por favor, señorito Raúl. Ahora mismo se lo comunico. Ella ha estado esperándole; le confundió con el primo de usted… como yo le dije que el joven que había venido a visitarla era tan guapo…

—Pues avísela de una vez. Debe de estar impaciente.

No era ninguna invención de Inés; realmente Juanjo había ido a verla.

Emilia colgó el teléfono y subió a avisar a su señorita.

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