Carnaval

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*** SOSPECHAS *** » VEINTIOCHO

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VEINTIOCHO

 

 

 

 

 

Desapego, pensaba Izaskun, desapego y soledad. Ésas eran las palabras que mejor definían sus vidas. La de Raúl y la suya. Mientras conducía de vuelta al pueblo, Izaskun recapacitaba acerca de la conversación que había mantenido con aquel hombre, Gorka Aranguren. Él era oficialmente el padre de Raúl. Por supuesto que eso no iba a contar mucho para el chico cuando ambos se encontraran frente a frente.

Reflexionaba también en cuanto a lo contraproducente que resultaba tomar como referente el matrimonio fracasado de sus padres a la hora de plantearse una relación cualquiera. Ella no lo hizo nunca, pero tampoco podía quejarse ni criticar su actitud al respecto. Porque si los padres de él nunca se amaron, no es que los suyos se quisieran con locura. Si él no tenía una familia convencional, la suya estaba hecha añicos desde hacía más tiempo del que podía recordar.

A sus cuatro añitos, ella no podía cuestionarse por qué su padre iba por la casa como una sombra o un autómata; a los cinco no tenía el conocimiento suficiente para preguntar, mucho menos entender por qué sus padres dormían en habitaciones separadas, por qué ella no tenía hermanitos, por qué su padre nunca besaba a su madre, ni ella a él.

Se esforzaba en recordar cuándo fue que se rompió la unidad familiar. ¿Cuando ella empezó a caminar, o fue antes, cuando aún gateaba… o nunca hubo unidad familiar?

Su padre, después de innumerables preguntas, se lo había explicado muy por encima; le había confesado que se casó por despecho, que él estuvo siempre enamorado de Itziar, y que, cuando ella murió, él murió con ella… por lo menos en espíritu. El débil amor entre marido y mujer también había acabado pereciendo. Sin embargo, ambos la querían mucho a ella. No habían sido unos padres cuyo comportamiento pudiera calificarse de «violento»; él se refugiaba en su trabajo, y más tarde en sus responsabilidades como alcalde para ir viviendo.

Izaskun sabía que ella era lo único que les mantenía vivos y cuerdos, y más o menos unidos de cara a los demás. Emilia sabía de esas desavenencias también, pero se cuidaba mucho de chismorrear si pretendía seguir cuidando a su pequeña señorita.

Cuando llegó a la adolescencia, recordaba, ya era consciente de que el matrimonio de sus padres se aguantaba de un finísimo hilo, y pensaba que cualquier inconveniencia les llevaría directamente al tribunal de divorcios. Pero el transcurrir de meses y años la llevaron a preguntarse muy en serio si aquel hilo, a priori tan fino, no sería en realidad de puro acero, pues resistía tenazmente más allá de cualquier previsión.

Recordaba, también, con inmensa añoranza, toda la protección y ayuda que le brindó a Raúl desde el mismo momento de verle por primera vez. Ella podría haber escogido el mismo camino que él: el de la debilidad y el miedo: a los sentimientos propios y ajenos. Pero entonces hubieran entrado los dos en un círculo vicioso sin salida por ningún lado. Gracias a Dios, ella había sido fuerte por los dos, había amado por los dos, se había entregado por los dos. Y no había acabado con las manos vacías después de todo: tenía a Ainhoa.

Acarició su vientre, ya generosamente abombado, mientras con la otra mano asía el volante. Ya estaban llegando al pueblo; notó un movimiento brusco: una nueva patadita, ¡y qué patadita! Deseaba llegar y descansar al fin.

Su misión con Gorka había acabado. Ella había cumplido con lo que se prometió un día; de todos modos, no deseaba estar en el pellejo de Gorka esa noche. Raúl no se lo iba a poner nada fácil, y como la pelirroja no se compadeciera de él como ella había hecho, no iba a alcanzar ni a saludarle. Pensó que tal vez debiera haberle aconsejado que le escribiera una nota, por corta que fuera, sólo para avisarle. Raúl necesitaba ordenar sus ideas antes de echarle a patadas como imaginaba que haría. No se dio el lujo de esperar que Gorka hiciera algo por ella, entre otras razones porque él había vuelto para ver a su hijo y explicarle ciertas «cosas de hombres», no para hacer de mediador entre ellos. No eran más que las seis de la tarde, pero enseguida se fatigaba; había que tener en cuenta que había estado trabajando desde las siete de la mañana.

 

 

Aparcó el coche; su padre la esperaba. No estaba ansioso ni enfadado, a pesar de que le hubiera gustado que Izaskun al menos avisara que no iba a venir a almorzar; si no a ellos, sí a Emilia. Hacía ya tres meses que no les dirigía la palabra a ninguno de los dos, mantenía a rajatabla su política de silencio.

Fernando sabía que no hizo bien postergando por tanto tiempo la explicación de lo ocurrido entre él e Itziar; se lo explicó muy por encima, y desde un punto de vista más bien platónico. En realidad, Itziar nunca correspondió a su amor, y él no juzgó conveniente entrar en detalles acerca de su única (pero inolvidable) relación sexual. Posibilidades al cincuenta por ciento; ni la misma Itziar lo sabía con seguridad. Una sencilla prueba de ADN y fuera dudas. Fernando era consciente de lo importante que era desvelar toda la verdad.

La detuvo.

—¿Dónde has estado? ¿Por qué no has venido a almorzar? ¡Podrías haber avisado a Emilia al menos! ¿Cuánto tiempo más vas a seguir ignorándonos? —Había un mundo de tristeza en sus ojos cuando se enfrentaron con los de su hija—. Entiendo que me equivoqué. ¿No crees que ya haya pagado suficiente? Estoy muy preocupado por ti y por el bebé. Cuando menos, podrías decirme si el niño está bien. Llevo semanas angustiado, temiendo que os pueda pasar algo a alguno de los dos.

—No es niño, es niña —se animó a corregir Izaskun tras semanas de silencio—. Y está perfectamente; no tienes de qué preocuparte ni por qué angustiarte. He almorzado en Pamplona —añadió cambiando de tema— con un viejo colega tuyo. Bien, no es exactamente un amigo, sino sólo un conocido de hace muchos años; seguro que te acuerdas de él. Es Gorka; ha regresado como el hijo pródigo, buscando la reconciliación. En estos instantes está esperando, si no lo ha cogido ya, un tren con destino a Barcelona. Va a encontrarse con Raúl.

—¿Gorka en el pueblo…, después de veinte años? —se asombró—. ¿Por qué, qué anda buscando ahora? —su asombro se había trocado en amargura.

—¿Estás sordo? —se impacientó ella—. Ya te lo he dicho: ha venido a buscar a Raúl; da la casualidad de que soy la única de por aquí que sabe dónde para. Le invité a almorzar y charlamos; le di la dirección, aunque no sé si le servirá de mucho. Es un buen tipo: agradable y de buen ver. En algún alto del camino debió de dejar la bebida; no tiene pinta de ser el borracho que todos conocíais. Y lo mejor de todo: no te guarda rencor; como nunca amó a la madre de Raúl, le importa un rábano que te la tiraras. Lo único que sí lamenta es que ella no te quisiera a ti. En eso mamá sí tenía razón: él tuvo que pagar por vuestro desliz. Y eso, ni más ni menos, fue lo que le amargó la vida y le empujó a la bebida.

—No le creía capaz de explicarte esas intimidades. ¿Acaso no teníais mejor tema de conversación?

—Por supuesto que sí; ya te he dicho que tú y ella le importáis muy poco. Lo que él quiere es conocer a Raúl. Y le mueve la curiosidad, no mucho más (afortunadamente). Todo vino a que quería saber si podía ser candidato a abuelo de Ainhoa, o pensabas quedarte tú con «la exclusiva», ¿lo pillas?... Él duda de su paternidad también, pero como legalmente nadie le puede quitar su derecho, pues tendré que invitarle al bautizo. Mamá no perdió un minuto para ir a contarle el chisme a todo el que quisiera oírlo.

—Ainhoa. ¿Es así como vas a llamarla?

—¡No pretenderás que la llame Itziar! A Raúl no sé cómo le sentaría, pero me parece que ya he castigado y humillado bastante a mamá. ¡Ése ya sería el insulto final!

—No estaba pensando en Itziar. Jamás se me ocurriría proponer algo semejante; ya no nos amamos, pero aún le debo a tu madre algo de respeto y consideración. Todo este asunto la está desquiciando, y se siente abandonada. Deberías deponer tu actitud hacia ella; a pesar de que a veces se muestra antipática, e incluso cruel, ella te quiere mucho.

—Pues en verdad preferiría que me quisiera un poco menos, y respetara un poco más a Raúl, porque si le hace daño a él, a mí también me duele. Y mucho más de lo que imagina.

—Y hablando de él, todavía no me has dicho qué fue lo que hablasteis el día que fuiste a verle. Y no me digas que no le has visto, porque acabas de decir que eres la única que sabe dónde vive. ¿Qué actitud piensa tomar con respecto a ti y la niña?

—No tengo ni pu… puñetera idea —sonrió como disculpándose por haber estado a punto de meter la pata y soltar un taco—; él es tan contradictorio que es imposible saber cuál es su auténtica postura. La última vez que hablamos parecía interesado, pero no sé qué pensar. Se puso furioso cuando le dije que su primo va detrás de mí (porque es verdad) y que me había propuesto trabajo, aparte de un montón de cosas más. Y la verdad, papi, no sé si hacerle caso.

—¿Hacerle caso a quién?

—A Juanjo, por supuesto. ¿Cómo quieres que le haga caso a Raúl, en serio quieres que acabe en un sanatorio, con los ojos desorbitados y hablando sola por los pasillos? —exclamó Izaskun soltando a continuación una sonora carcajada.

—No sabía que el hijo de Inma había estado rondando por aquí —no le sorprendía, no obstante, que le hubiera echado el ojo a su nenita; nadie podía resistirse a tanta belleza, por no hablar de su apabullante personalidad—. ¿Cuándo le conociste tú?

—Le vi por primera vez una semana después de que Raúl se marchara. La verdad: me sorprendió mucho verle porque si Raúl se marchó en febrero fue, según alardeó, para participar en una fiesta de carnaval que iban a organizarle sus primos. Juanjo tendría que haber estado en esa fiesta, no aquí. —Fernando sonrió ante su ingenuidad; quedaba bastante claro por qué Juanjo había cambiado de planes—. Nos vimos pero no hablamos; él me sonrió, yo le devolví la sonrisa, y ahí quedó la cosa. Más tarde volví a verle en Barcelona; si no hubiera sido por él, no habría podido localizar a Raúl.

Izaskun omitió deliberadamente la parte en que hubo de prostituirse para conseguirlo, y continuó hablando en el mismo tono alegre y despreocupado.

—Fue muy amable conmigo. No es mal tipo; me dice cosas que me gustan, y quiere verme triunfar como modelo.

—¿Modelo? —inquirió Fernando asombrado, pero ni de lejos tan enfadado o escandalizado como Raúl—. ¿Desde cuándo te ha venido a ti de gusto ser modelo?

—Desde el momento en que decidí dejar de vivir por y para Raúl. Quiero encarrilar mi vida, papá, de veras. Ainhoa es lo más sagrado para mí, pero solamente tengo veinte años, y un cuerpo que no tiene nada que envidiarle al de la mismísima Schiffer, ¿o sí? Si no lo hago ahora, ¿a qué he de esperar? Ya sé lo que vas a decir: que es un trabajo inestable, que las modelos son poco mejores que putas, y que todo ese mundillo apesta. Y te doy la razón; sin embargo, no será por mucho tiempo. Aunque yo quisiera prolongarla, la carrera de una modelo es corta, y yo ya llevo cinco años de retraso. De todos modos, ¡qué más da! Quiero proyectos nuevos, ilusionarme otra vez, volver a enamorarme, arrancarme a Raúl del corazón…

—Ainhoa no va a ayudarte mucho con eso, ¿no lo has pensado? —Fernando se mostraba comprensivo, aunque a veces no entendía por qué ella actuaba como lo hacía. Si había decidido olvidarle, ¿por qué ese empeño en tener un hijo suyo?—. No te critico; solamente quisiera que no cometieras los mismos errores que yo cometí.

—Es difícil equivocarse más de lo que tú lo has hecho —replicó Izaskun, pero sin ánimo de ofenderle.

—Al menos me alegra que hayas vuelto a llamarme papá. Ya temí haberte perdido. —La besó amorosamente y se disculpó de nuevo—: Sé que no es hora de arrepentirme por haber callado tanto tiempo, pero dime tú, ¿cuándo era prudente decírtelo, cuando tenías cinco años, cuando estabas tan ilusionada por haber encontrado un amiguito, cuando dejó de ser simplemente un amiguito para convertirse en algo más, o después de que te le entregaras en cuerpo y alma? Dime —le reclamó—, ¿cuándo? Te enamoraste locamente de él, y yo no encontré valor para sincerarme contigo. No quería que sufrieras, y sólo eran sospechas, suposiciones… No valía la pena, nena; de veras te digo que no valía la pena hacerte sufrir por un quizá o un tal vez.

—Tú nunca vas a perderme —apostilló mimosa, a la vez que le devolvía el beso en la mejilla—; pero no vuelvas a engañarme, porque no me gusta y no soy tonta.

—Lo tendré muy en cuenta —le tironeó cariñosamente de una de las trenzas—. Así que modelo, ¿eh? ¡Veremos qué dice tu madre!

—No puede caerle peor que mi embarazo. Pero no daré mi brazo a torcer. No quiero volver a hablar con ella, me deprime. Fue excesivamente cruel al decirme todo aquello. Creo que hacía tiempo que esperaba el momento, una excusa cualquiera, para soltármelo.

—Vive llena de rencores pasados —dijo él con triste semblante—. En realidad, no importa si Raúl es mi hijo o no; basta con que sea hijo de Itziar. Aunque tu madre tuviera la absoluta certeza de que no es hijo mío, le condenaría igualmente, como a ella. Lo que le duele y le repugna es que yo amaba a Itziar; sólo por eso ya la odiaba. Y yo empeoré las cosas siguiendo mis instintos de hombre y a mi corazón, haciéndole el amor. Yo la hice mujer —rememoró orgulloso—; luego llegó él, pero ella era mía. Y nunca me arrepentiré de ello. Yo la hice feliz.

—Entonces dime por qué se mató —le reclamó ella—. ¿Qué ocurrió en realidad, cómo pudo ser tan cruel y dejar a Raúl solo?

—No lo sé, cariño —reconoció él ahora, pesaroso—. Ignoro cuál fue la verdadera razón que la impulsó a hacer semejante locura. Pero Raúl nunca ha estado «solo». Siempre ha tenido a su abuela, y por supuesto a ti.   

—¿No dejó nada escrito? ¿Ni una nota, nada?

La curiosidad la carcomía sin piedad; entre ella y Raúl aquel tema era tabú. Jamás se hablaba de ello; eran fantasmas. Y Raúl le tenía pavor a los fantasmas. Pero ella quería saber, necesitaba saber los pormenores de aquel suceso que había cambiado la vida de todos ellos.

—No, nada —Fernando tampoco tenía las respuestas; hacía años que había dejado de buscarlas—. Debió de tratarse de un impulso —ni siquiera sabía si la estaba justificando, disculpando, culpando o qué—. En un momento de obcecación lo vio todo negro de repente, y pensó escaparse por ahí. No la culpes —le suplicó—, porque la culpa es mía. Fui yo quien, como muy bien has dicho, se equivocó de principio a fin. Me alegra ver que no utilizas a Ainhoa para atrapar o retener a Raúl. El truco no le salió bien a Itziar, y no estoy dispuesto a consentir que acabes como ella.

—Yo soy más fuerte —replicó Izaskun con aire autosuficiente—. Raúl me quiere; únicamente debo armarme de paciencia, eso es todo.

—Acabas de decirme que quieres olvidarle, arrancártelo del corazón. ¿En qué quedamos?

Fernando no conseguía entender a su hija. También ella era de lo más contradictoria.

—No —meneó la cabeza y sacudió sus trenzas como una niña revoltosa y obstinada—; lo que yo quiero es distraerme y no pensar tanto en él; yo no he hablado de olvidarle para siempre. Simplemente, no descarto otros romances.

—No te entiendo, nenita. ¿Qué persigues en realidad, darle celos a Raúl?

—Fíjate que nunca antes se me había pasado por la cabeza —Izaskun chasqueó los dedos como si hubiera tenido una gran idea—, pero lo cierto es que cuando hablé con él y le conté lo de Juanjo, se mosqueó de mala manera. Ahora bien, no sé si es su orgullo lo que está herido… o algo más. Quizá pinchándole con un posible rollo con Juanjo reaccione de una vez por todas. No lo sé.

—Pues yo tampoco; tú sabrás lo que has de hacer. La verdad es que yo no le conozco apenas.

—¿Y por qué no? ¿Por qué le abandonaste a su suerte cuando ella murió, acaso sólo te importaba ella?

—¡No digas eso! ¡No te atrevas a decirlo! —Chilló espantado como si su hija hubiera conjurado al mismísimo Satanás—. Eso no es verdad —se defendió con ardor—, ¿qué querías que hiciera, traerle a casa para que tu madre disfrutara haciéndole la vida imposible? ¡Dime si hubieras preferido que fuera tu hermano! La verdad, creo que no. Pero dejémoslo así; las circunstancias fueron esas, y peleándonos no vamos a cambiarlas. Es horrible este calor —cambió de tema—. Ve a descansar —le recomendó—. ¿Vas a salir también esta noche?

—No —respondió ella—; tampoco tenía plan de almorzar fuera. Ya te he dicho que se presentó Gorka de improviso para verme. No me sorprendió, e incluso me gustó; pero no estaba planeado de antemano.

Izaskun se apartó de su lado, y caminó con parsimonia hacia la casa y hacia su dormitorio. Aquella buhardilla alimentaba sus sueños más románticos e idealistas, y desde hacía cinco años era su santuario; desde el mismo instante en que llevó allí a Raúl para hacer el amor como siempre soñó que él se lo hiciera. Ahora solamente podía sentir los inquietos piececitos de Ainhoa, impaciente por salir afuera.

«Ingenua —le musitó cariñosamente—. Eres una ingenua, con tantos y tantos deseos de salir de ahí dentro, ¿dónde vas a estar mejor, quién te va a cuidar mejor que yo?».

Abrió las ventanas, pequeñas y coquetas, sólo para dejar que entrara más y más calor. Un calor sofocante: el mismo de todos los años; este año ella lo sentía de un modo especial porque se encontraba más pesada y más gorda. Se miró en el espejo mientras se destrenzaba el cabello, ¡si Raúl pudiera verla! Ella se veía bien; su cara estaba sonrosada, sin síntomas de fatiga; sus pechos aún se mantenían firmes, desafiando toda ley de gravedad, y sus largas piernas y brazos habían engordado sólo un poquito.

Se gustaba a sí misma.

Presunción o no, era guapa; lo sabía. No fue de esas niñas que están oyéndose halagos todo el día, ni conocía más relación que la mantenida con Raúl. Él no le tiraba muchas flores, no era tan caballeroso como Juanjo; pero sí le quedó claro que si había estado todos esos años con ella había sido porque era la chica más guapa del pueblo.

No obstante, en Barcelona fue una rubia más; una rubia entre cientos de miles de rubias (contando a las auténticas y a las teñidas). Esa pelirroja que vivía con él era muy hermosa (¡demasiado!), y la morena… ¡vaya tipazo! Los tiempos en que ella se sabía única habían pasado a la historia.

Pero él seguía preocupado por ella.

¿Hasta qué punto podía interpretar eso como una buena señal? ¿Era sólo su orgullo de macho lo que ella había lastimado hablándole de su relación con Juanjo, o estaba verdaderamente celoso? ¿Quería de veras tener a Ainhoa consigo, o tan sólo había sido una de sus habituales explosiones de furia lo que le había empujado a reconocer su paternidad? ¡Bonito padre!

 

 

El mismo calor de siempre, sólo que la excitación que me corre por las venas hace que mi termómetro interno suba unos cuantos grados más de la cuenta.

Azucena está en Sevilla con sus hermanos y su madre; el otro día me explicó que su padre les había abandonado para irse con otra. Todavía se la ve muy afectada; intenta que no se le note mucho, y Raúl la mima a todas horas (que no quiere decir que yo no lo haga).

Raúl está muy raro estos días. Ha sido de un mes para acá que se le ha notado más. Está hiperactivo, derrocha energía y se pasa el día pateándose Barcelona en busca ¡de un empleo! Casi no le reconozco.

Hace ya tiempo, tal vez unas cuantas semanas, que no puedo controlar mis sentimientos y emociones. Y ahora que Azucena nos ha dejado (intuyo que aposta) solos, nuestras relaciones van viento en popa. Podría jurar que me quiere casi tanto como a Izaskun, aunque no sé qué rescoldo de pasión queda todavía entre ellos.

Mi cama está deshecha; ocurre que no la he hecho en una semana; sólo está la sábana bajera tapando el colchón, bastante arrugada, y con alguna que otra manchita de semen. Parece inevitable, cuando la pasión estalla entre dos seres humanos, olvidarse de esa clase de detalles. Pero luego le toca a una limpiar las dichosas manchitas porque… ¡cualquiera va a la lavandería con una sábana manchada de esperma!

Uff, ¡qué asco!

¿Le pasaría eso a Izaskun?

¿Mancharía él con su semen sus sábanas?

El otro día le dio por decir a Raúl que éramos igualitas y que, si no fuera porque competimos por él, estaríamos a partir un piñón. ¡Es el colmo! ¡Y un creído de marca mayor! ¿Cómo he podido yo entregar mi alma a un ser semejante?

Ahora no está conmigo. Son las ocho de la tarde (más o menos) de un jueves cualquiera… Mmm, cualquiera, cualquiera, no. Hoy empieza agosto. A Raúl no le gusta nada, pero nada de nada este mes. Lo sé porque me lo dijo el otro día; lo que no me explicó con claridad fue el motivo. Se puso de muy mala leche y no cumplió con ninguna de las dos (porque Azucena aún estaba aquí). Al día siguiente estuvo más simpático, pero yo continúo sin saber por qué aborrece tanto este mes.

A mí no es que me guste mucho tampoco, pero es por el calor y las tormentas. Yo soy muy cagueta, y las tormentas me aterrorizan. En algún momento siempre acabo metiéndome debajo de la cama. En todo el tiempo que llevamos viviendo juntos, sólo me ha pillado en casa una tormenta, y fue cuando Azucena y Raúl estaban en Sevilla.

Y claro está, ninguno sabe de mis miedos.

¡Gracias a Dios! Se reirían mucho si lo supieran.

Súbitamente siento el roce de unos dedos sensibles y expertos acariciando mi cabello, y un beso detrás de la oreja derecha. Sé que es Raúl incluso antes de que empiece a hablar; de cualquier forma, ¿quién más podría ser?

Me vuelvo a mirarle, y le pregunto en tono afable:

—¿Cómo ha ido hoy la cosa?

—No muy bien —se le ve decepcionado—. Todo es un asco —gimotea—; estoy harto de andar, harto de buscar, y harto de explicarle mi vida a todo el mundo.

—Sí que te hartas pronto —me crispa su impaciencia de niño consentido—; te repito que siempre puedes probar como modelo de publicidad; no es un trabajo «de maricas» como te empeñas en afirmar, sino tan bueno como otro cualquiera. Piénsatelo —le aconsejo.

—¿Otra vez? Irene, ¿de veras lo dices en serio? Mira que no te va a gustar vernos todos los días yendo y viniendo por la agencia.

—¿Vernos? —me sorprendo; no entiendo a qué viene el plural—. ¿Ver a quiénes?

—¿Todavía no te ha llamado?

—¿Llamarme? ¿Quién ha de llamarme, según tú?

—Izaskun. Mi primo no se conformó con meterle en su terca cabeza esa estúpida idea de desfilar, sino que además le dio la dirección de tu agencia. Un día de estos vas a tener que vértelas con ella. ¿En serio quieres que Izaskun y yo trabajemos en lo mismo o es que te da morbo vernos juntos?

—¡Era ella! —exclamo en voz alta; lo suficiente para que me oiga. ¡Joder!, ¿cómo no lo pensé antes si Inés me lo dijo: que Juanjo quería convertirla en modelo, cómo no caí, estúpida de mí?

             —¿Era ella? ¿Qué quieres decir, de qué estás hablando tú ahora?

—Te lo digo: el día del Carnaval, Juanjo y yo fuimos juntos a Sitges, ¿recuerdas? Pues bien, él me pidió que le dejara mi estudio, y cuando le pregunté para qué lo quería, me dijo que tenía una idea y que si funcionaba necesitaría un espacio cálido y luminoso. Así lo describió él. Quería hacerle fotos a alguien. Yo le pregunté si la conocía; él me contestó que por qué tenía que ser una tía, y yo, bromeando, exclamé: «¡Dios, no te nos habrás vuelto maricón!»... Después de tanta coña me confesó que sí, que era una tía, pero no dijo nada más ese día. Debió de conocerla antes de la fiesta, ¿tú se la presentaste?

Puedo ver la duda pintada en mi rostro. Conozco muy bien a nuestro Raulito: no es de los que comparten sus juguetes con los otros niños.

—¿Yo? —mis suposiciones se confirman—. ¿Estás loca? ¡Jamás! Incluso antes de saber los líos que se traía con Inés, ya sabía que era un crápula. ¿Cómo demonios supones que los iba a presentar? ¡Con lo guapísima que es ella y lo salido que va él! —¡Fantástico! No hace falta que me recuerde lo guapísima que es ella—. De todos modos —continúa mientras me esfuerzo por prestarle atención—, no me sirvió de nada toda mi discreción, porque acabaron follando juntos, y nadie me garantiza que en este momento no estén juntos otra vez. Pero yo no voy a permitir que la madre de mi Ainhoa salga desnuda por ahí. Ni lo pienses, ¡ni hablar!

—¿Quién demonios es Ainhoa?

—Ainhoa es mi hija —aclara meticuloso y lleno de orgullo—; cuando cambie de tema ya te avisaré.

—¿Continuamos hablando de Izaskun, de la misma de la que ya no querías saber nada, la misma que ya no te importaba un cuerno? —pregunto perpleja y con los ojos abiertos como platos. No me sorprende tanto lo que dice de Izaskun como el modo en que ¡de repente! ha asumido su paternidad, ¡y con qué orgullo!

—Pues claro —me dice, tan tranquilo—, de la misma que taaanto me quería, y ahora va y se deja embaucar como una colegiala por Juanjo. Todavía me cuesta creerlo.

—¿Y a ti qué te importa al fin y al cabo? —me mosqueo—. Te comportas como el perro del hortelano: que ni come ni deja comer al prójimo. Si no la quieres, ¿qué leches te importa qué hace o con quién se va a la cama? ¿O es que aún la amas, y con Azucena y conmigo sólo pasas el rato? ¿O acaso nos utilizas para darle celos a ella? —mi mosqueo va in crescendo. No comprendo su actitud, y eso me desconcierta. Y el desconcierto siempre me cabrea.

—Es la madre de mi hija —se justifica ahora—. Me debe un respeto; no puede ir por ahí, embarazada de una hija mía, y liarse con el primero que la llama tía buena. La desconozco cada día más.

—Te juro, Raúl, que no consigo entenderte. Jamás vi a un tipo más contradictorio. Pero te lo aviso —levanto mi dedo índice, amenazador—: o te aclaras o te vas de mi casa. Ni Azu ni mucho menos yo, que aún te estoy manteniendo, merecemos esto. Ya puedes ir poniendo en orden tus sentimientos, y no me salgas con que no los tienes. ¡Deja de hacerte el duro delante de nuestras narices! No eres más que un pobre crío traumatizado. ¡Joder, Raúl, madura! —le grito. Es necesario que reaccione de una maldita vez.

—¡Copiona! —replica burlón.

Y ahora, ¿de qué coño habla?

—¿Copiona yo? ¿Por qué?

—Lo de «pobre niño traumatizado» ya me lo soltó Azu; y además, me lo he tenido que oír desde que me salió el primer diente. ¡A ver si se os ocurre algo más original! ¿Y qué si soy contradictorio? ¡No es asunto tuyo! Y yo no utilizo a nadie; a vosotras os quiero mucho, y os querría muchísimo más si no estuvierais todo el santo día dándome el coñazo. ¿Por qué no disfrutar del presente en lugar de comeros el coco: que si Raúl me quiere, que si me deja de querer? De veras te digo que si yo no existiera, Izaskun y tú estaríais como uña y carne. ¡Sois calcadas la una a la otra!

—Tal vez —se lo acepto porque cuando la vi también lo pensé, aunque no quise (y sigo sin querer) reconocerlo—; pero no me cambies el tema. Estábamos hablando de ella y de ti; hablasteis, ¿no? ¡Tranquilo! Todavía no me ha llegado la factura de Telefónica. ¿O lo que sabes te lo dijo Inés?

—A medias. Hablé con Izaskun; me dijo que ella y Juanjo habían estado cenando juntos, ¡cenando juntos! Inés tenía razón. Izaskun me insultó y me colgó el teléfono. No, ya no es mi Izaskun —se lamenta. ¡Tendrá cara dura!

—No, ¡qué pena, ya no pierde el culo por ti! Ya no te besa las botas ni el suelo que pisas y estás muy dolido porque ya no vive para ti, sino que ha aprendido a vivir para ella y para su hija. No escarmentarás nunca, Raúl, ¡nunca!

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