Carnaval

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VEINTINUEVE

 

Dos Hermanas, Sevilla

Estaban las dos tumbadas, ofreciendo sus jóvenes y frescos cuerpos semidesnudos al sol; ese sol que en Sevilla, y en agosto, lucía radiante, y cuyos rayos caían sin piedad alguna sobre todo ser viviente.

Mercè ladeó la cabeza, desconcertada. Se esforzaba por recordar qué cara tenía aquel tipo, el tal Raúl, que tan locas las traía a todas. ¿Por qué no se fijaría en él en la fiesta, por qué no le buscaría, por qué ella no se había acostado con él todavía? Por lo que contaba Azucena, Mercè tenía la desagradable sensación de haber desaprovechado una gran oportunidad.

Su amiga la miraba, divertida. Era tan agradable estar allá, las dos, como cada verano, explicándose sus líos. Y la verdad era que ella tenía uno de marras: estaba empezando a enamorarse, y eso era lo último que se propuso cuando se separó de Nacho.

—¿Y me estás diciendo en serio que él tiene una novia enamorada y preñada en su pueblo?  Inés debe de estar dando saltos de alegría —apuntó Mercè entre risas.

—¡Que se joda! —Exclamó Azucena, y puntualizó—: No es más que una pija malcriada y estúpida. Ya se le pasará. Raúl la detesta, así que ya puede esperar sentada a que él le haga caso.

—Lo malo de Inés no es que «se joda», sino que cuando ella «se jode» los demás lo pagan. Tú no la conoces. Vigila lo que haces con el tipo ese; por muy bueno que esté, no merece que seas víctima del mal genio de Inés.

—¿Y qué va a hacerme? —se burló Azucena, que no creía que Inés hiciera algo más que ladrar. Ya conocía a las chicas como ella: toda la energía se les escapaba por la boca. Rió—. No seas boba, Mercè.

—Yo no la pondría a prueba, Azu. Puede ser desagradable.

—¿Para quién?

—Para ti, boba, para ti —no dejaba Mercè de advertirla.

Conocía demasiado bien a Inés para tomárselo a broma como hacía Azu. Inés era impulsiva y no calculaba bien las consecuencias de sus actos; en más de una ocasión alguna chica había salido algo más que mal parada.

—¡Exagerada!

Azucena seguía riéndose de las palabras proféticas de Mercè. Ya estaba acostumbrada; Mercè se comunicaba con los espíritus, y aseguraba que tenía algo (o mucho) de clarividente. A ella esas cosas le daban risa. Le respetaba sus creencias, pero no podía compartirlas. Ella vivía en un mundo más real, donde uno se hace a sí mismo sin confiarse al destino. Un mundo en el que cada cual ha de luchar por aquello que quiere, sin miedos. Ella había decidido luchar por Raúl contra todas las Inés, Irene e Izaskun del mundo; contra la marea y los vientos, y contra todo aquello que les separara.

Mercè la sacudió con una nueva pregunta:

—¿Cuándo nació Raúl?

—¡Ay, mujer, y yo qué sé! Me parece que en noviembre, pero no sé el día exacto. ¿Por…?

—Podría hacerle su Carta Astral y así sabríamos con cuál de vosotras se va a quedar. También puedo echarle las cartas, pero tiene que estar presente; quedamos un día y me lo presentas. ¿Qué coño os da que os tiene a todas tan chaladas? Por más que me concentro, soy incapaz de recordar su cara. Debe de ser un fuera de serie para tener a Inés tan obsesionada.

—Es especial, muy especial. Si sólo fuera un tío bueno, ya habría pasado de él hace tiempo. Es otra cosa: algo indefinible que no puede explicarse con palabras. Parece muy fuerte, derrochando seguridad por los cuatro costados; pero no es más que un niño asustado que está pidiendo a gritos que le quieras, y a la vez huye desesperadamente del amor. Por eso, creo yo, se fue del pueblo y dejó a la novia.

—Carne de psiquiatra —evaluó Mercè al instante—. No está mal —reconoció—; al menos con él no os aburrís. ¿De veras se lo hace con las dos, cómo lo aguantáis?

—Aguantándonos —Azucena encogió los hombros—; no es tan guarro como parece. Si tiene algo bueno, es su sinceridad. Nunca nos engañó —admitió—, sabíamos lo que quería de nosotras desde el principio. Pudimos elegir, y le elegimos a él. Yo no me arrepiento de nada, aunque ahora empiezo a estar un poquito celosa. Y le echo de menos. Creo que volveré antes de lo que esperan.

—¿Les has dejado solos?

—Pues claro, ¿qué querías que hiciera, traérmelo de nuevo aquí?

—No es mala idea, y tú lo sabes.

—Tomémoslo como una prueba de fuego —sugirió Azucena—. Me he dado cuenta de que le quiero, y no hubiera podido verlo tan claro de seguir a su lado las veinticuatro horas del día. Desde que le conozco, es la primera vez que estamos separados más de una noche.

—¡Otra vez te has colgado! —Gimoteó Mercè desesperada—. ¿Cómo lo haces? Yo soy incapaz.

—Ya te llegará —vaticinó Azucena con expresión burlona.

—Pienso como Inés: no quiero que «me llegue».

—¿Te da miedo? —la desafió.

—¿Miedo? ¡Risa! Eso es lo que me da. ¡Mírate! Ya pones ojitos de cordero degollado y todo.

—¡No es verdad! —Protestó Azucena—. Yo nunca he puesto ojitos de cordero degollado.

—Pues ahora sí.

—¡Vale ya! Déjate de coñas —Azucena miró de desviar el tema y tomó una actitud más seria—. ¿Qué vas a hacer cuando acabes la carrera? 

—No lo tengo muy claro —confesó su amiga—; estoy entre la radio y la televisión. Echaré las cartas, y a partir de ahí tomaré una resolución.

—No puedo creérmelo —se exasperó Azucena—, ¿vas a dejar tu futuro en manos de un puñado de cartas? ¡Estás como una regadera!

—Tal vez, pero me parece más entretenido que echar una moneda al aire. Las dos cosas son buenas. Da igual que haga una cosa como otra; y aún me faltan dos años para acabar. Es Inés quien ha acabado ya. Claro que ella tampoco lo tiene muy claro que digamos, pero como dinero no le falta, se dejará tentar por la mejor propuesta… y mientras, ¡a vivir tan ricamente!

—¡Mira qué bien! Eso, algunas que pueden —apostilló Azucena, molesta—. Yo me tuve que agarrar a un clavo ardiendo, y aún que me salió medio bien. Estoy a gusto, y no lo dejaría por nada del mundo; me tratan divinamente y me pagan bien. Como vivo con Irene, los gastos no me suben tanto. Y además paso las noches de fábula.

—No te quejarás, ¡menudo chollo! —Mercè soltó un silbido de envidia.

—¿Quién se queja?

—Tú no tienes ninguna razón para hacerlo. Comparado con Barcelona, esto debe de resultarte un muermazo, ¿o no?

—Un poquito soso sí es —reconoció a su pesar Azucena—, y menos mal que has venido tú a pasar unos días. Sin embargo, me convenía alejarme de él unos días para ver desde la distancia qué me está pasando.   

—Muy bien —concedió su amiga—, ya lo has visto. ¿Y qué tal si nos vamos mañana a Marbella? —propuso a continuación, con muchas ganas de juerga. El pueblo se le había quedado pequeño desde hacía algunos años, y aunque en casa de Azu estaba muy a gusto, ya empezaba a aburrirse.

—De acuerdo, aprovecharé para dormitar como un lagarto mientras el sol tuesta (un poco más si es posible) mi piel. Yo no sé cómo demonios se las apaña Raúl, que parece que siempre venga de la playa. Está moreno todo el año.

—Rayos UVA, como yo —desveló Mercè, muy convencida.

—No —Azucena meneó la cabeza enérgicamente—, no es eso. Casi me atrevo a decir que no sabe ni lo que son. No; es su piel, que ya es así, y ya es raro tratándose de un chico de Navarra; yo pensaba que los del norte erais más blanquitos, a juzgar por lo «rostro pálido» que sois Irene y tú. Irene acaba como un cangrejo siempre que vamos a la playa; tiene esa piel lechosa de las pelirrojas auténticas, se quema, se pela y le salen más pecas. Pero pese a todo yo la encuentro preciosa.

—Y la novia del pueblo, ¿qué tal es? Inés me habló pestes de ella, pero no me dijo si era guapa o no.

—Y no te lo dirá —la desilusionó—; al menos, no la verdad, porque la verdad la deja muy mal parada. La novia es muy, pero que muy guapa; aunque ahora ya debe de estar muy gorda… por lo del embarazo, ya sabes… Rubia, delgada y escandalosamente alta. Una Barbie de carne y hueso.

Mercè rio a carcajadas al oír eso.

—¿Qué te pasa a ti ahora?

—Inés también la llamó así: Barbie Superstar. Claro que ella lo dijo en un tono de lo más grosero, burlándose a las claras de la pobre.

—Ya te digo yo: envidia cochina. A Inés no le debió de hacer ni pizca de gracia ver que la otra era mucho más guapa. Por mucho descaro que le eche a la vida, no tiene nada que hacer frente a Izaskun.

—Inés tiene muchos recursos —apuntó Mercè—; algunos más ortodoxos que otros. Si quiere, puede desbancar a esa novia y a quien se le ponga por delante. Te repito que no te conviene subestimarla; quizá no tenga tu figura, pero tiene la cabeza más fría. A ella no la perturban los ardores del amor. Solamente busca sexo; sin embargo, le gusta poseer a los hombres como si fuesen objetos.

—Lo dicho: es una pija malcriada —repitió Azucena sin inmutarse.

—Sí, sí, pero ve con cuidado con ella.

Mercè se levantó y comenzó a vestirse.

—Así que te animas a ir a Marbella mañana. Hay que madrugar porque de aquí allí hay un buen trecho. Te pasaré a recoger a eso de las cinco. Ya sé que es un palo, pero si queremos coger buen sitio habrá que espabilarse.

—Ooooh, de acuerdo —bostezó su amiga—, estaré a las cinco, aunque echaré una cabezadita en el coche.

—Ya dormirás cuando estemos al sol.

—No sé si podré resistirlo; ya me conoces: soy muy dormilona.

—Sí, ya lo sé —lo sabía de sobras—; haz un esfuerzo, ¿sí?

Mercè se colgó el bolso y se fue.

Al día siguiente marcharon de madrugada hacia Málaga; Azucena estuvo durmiendo todo el trayecto mientras Mercè conducía. Hicieron tres paradas en el camino (Azucena no se despertó en ningún momento); la joven piloto estiró las piernas y se despejó con un par de cafés bien cargados. Llegaron a Marbella cuando Azucena abrió los ojos (o más bien al revés) bajo un sol tan abrasador como de costumbre en aquellos lares. Cogieron buen sitio en la playa, al lado de un grupo de chicos de muy buen ver; al cabo de una hora estaban rodeadas de famosos. A Mercè eso nunca la había impresionado, pero Azucena miraba a diestro y siniestro, y en más de una ocasión estuvo a punto de levantarse para ir a pedir un autógrafo a Fulanito o Menganita; finalmente le entró mucho corte y se quedó tostándose al sol.

 

 

Llevaba ya dos semanas y media en Andalucía, y añoraba terriblemente el piso de Irene y a Raúl. A pesar de la agradable compañía de sus hermanos y de la visita de Mercè, ya estaba aburriéndose ahora que su amiga había vuelto a Barcelona.

Con sus hermanitos siempre pasaba lo mismo: por mucha ilusión que le hiciera verles otra vez, enseguida se cansaba de sus juegos y su comportamiento infantil.

Echaba en falta a Raúl sobre todo cuando recordaba los días pasados con él en el chalet y en el pueblo. Días maravillosos, noches sensacionales de las que nunca había hablado con nadie, ni siquiera con Irene o Mercè. No era que su amistad con Irene se hubiera enfriado, pero ya no le daba igual todo; a menudo se había sentido algo más que incómoda cuando les había sorprendido a los dos juntitos. Estaba celosa; ella nunca había sentido envidia de nadie, ni tan sólo sana envidia. Nada. Nunca. Y ahora… ¿qué estaba pasando ahora?

Se moría de ganas de regresar a su lado, de sentir sus caricias y oír su voz. Algo estaba ocurriendo; algo nuevo, y no estaba muy segura de que acabara bien. No podía dejar a su familia así, por las buenas; debía esperar hasta el quince de agosto. ¡Y todavía estaban a día uno!

La angustia de no saber qué hacían ellos en Barcelona, y solos, era cada vez mayor. Ni siquiera viviendo con Nacho tuvo jamás esa angustia, ni le preocupó qué podía hacer él cuando no estaba a su lado. Nacho no se parecía en nada a Raúl; para empezar, era mucho mayor, y adoptaba a menudo una actitud paternalista muy fastidiosa. Raúl tenía un aire indefenso que encandilaba a cualquiera, un no-sé-qué que la empujaba a besarle una y un millón de veces; algo que la impulsaba a cuidarle y protegerle, no importaban los miedos que pudiera tener. A pesar de su aspecto y su actitud varoniles, Raúl era un niño grande, con sus rabietas y su escaso (o nulo) sentido de la responsabilidad.

No obstante, debía admitir que las cosas estaban mejorando; su próxima paternidad le había empujado un buen día a buscarse un trabajo, ¡por fin! Parecía un milagro que ese día se levantara tan temprano que ni ella ni Irene se habían despertado aún. Y se marchó antes de que pudieran preguntarle a qué venían las prisas. No volvió hasta la noche, algo desanimado pero decidido a seguir buscando hasta encontrarlo. Le felicitaron; había que animarle para que su actitud positiva se mantuviera incólume pese a los rechazos y las decepciones. Apenas sí podían dar crédito, pero una vez superada la sorpresa se pusieron de su lado y le alentaron. Le amaban.

Azucena no sabía con cuál de las dos se quedaría al final (y dudaba mucho que cualquier Carta Astral pudiera desvelárselo), o si regresaría al pueblo, al lado de Izaskun, quien era, después de todo, la madre de su hijo o hija. Raúl no sabía el sexo; y si lo sabía, a ella no se lo había dicho. Personalmente, ella prefería no pensar en Izaskun; no se paró a mirarla mucho cuando estuvo aquella tarde en casa, pero sí podía recordar que le pareció una modelo de alta costura; y ese día en concreto iba muy sexy para entrarle por los ojos a Raúl. No es que ella o Irene fuesen feas, nada de eso, al contrario. Eran todo lo bonitas y femeninas que un hombre podía soportar sin sufrir demasiadas palpitaciones.

¿Qué sentirían los hombres al mirar a Izaskun?

Recordaba que ella le había dicho que era la amante de Raúl, ¿había tenido él más amantes?

¿Cómo había llegado Izaskun al piso de Irene?

Esto era algo que Azucena todavía se preguntaba.

Con mujeres como Izaskun, Inés no tenía nada que hacer, por mucho desparpajo que tuviera. Se preguntó qué estaría haciendo la primita de Raúl en ese momento, aunque eso no era importante ahora. Lo que sí importaba era que Raúl e Irene estaban juntos: Irene se estaba cobrando la semanita que pasaron ella y Raúl solos. Era preciso regresar; su madre tenía razón: era una pena que solamente fueran amigos.

Recogió sus pertenencias; se marchaba. Lo sentía mucho por los chiquillos, pero ella era una mujer, y debía hacer algo para recuperar a su hombre. ¡Y qué vueltas daba la vida, su hombre era Raúl! Su madre se sorprendió, pero cuando ella se lo explicó en pocas palabras lo entendió de inmediato. Quien no lo encajó tan bien fue Antoñito, era demasiado pequeño para entender los imponderables del corazón, y se enfadó mucho, llegando incluso a hacer pucheros por si acaso eso la detenía. No sirvió; por mucho que Azucena quisiera a su hermano, era una mujer y debía actuar como tal, y no dejarse intimidar por los lloros de un niño.

En vano intentó hacerle ver cuán importante era para ella regresar al lado de Raúl. Si el niño no sentía mucha simpatía por el chico, ahora sí le detestaba sin tapujos. Se alejó de Azucena más ofendido que furioso. Estaba muy encariñado con su hermana y le dolía en el alma alejarse de ella, o mejor dicho: ver cómo ella también abandonaba a la familia. En cuanto a Pablito, era un chiquillo más «pasota»; no es que no quisiera a su hermana, pero iba más «a su rollo».

Azucena cogió el último tren con la ilusión de llegar al día siguiente, antes del mediodía.

 

 

 

 

 

 

 

Gorka llegó a Barcelona pasadas las diez de la noche. Ya era muy tarde para ir a ver a Raúl, y además, la fatiga de tantas horas dando tumbos de un lado para otro se hacía notar;  ya no era un muchacho. Esa noche se alojó en el Majestic.

Como muy bien había advertido, ya no era el mismo hombre que fuera diecinueve años atrás; ni siquiera el mismo que fuera seis meses atrás. Tenía un buen puesto como gerente de ventas en una multinacional dedicada a las nuevas tecnologías; la informática era el nuevo opio del pueblo. A él ya le venía bien; no cuestionaba el bien o el mal que la realidad virtual o Internet pudieran hacerle a la gente, mientras a él le diera de comer. Y algo más.

Algo más para ofrecérselo a Graciela, y lograr así que ella dejara de verle como a un paria. Al fin y al cabo, fue ella y su descabellada idea de casarle con la madre de Raúl lo que le empujó de cabeza a la botella.

Ya no. Fue duro dejarlo, mucho; no hubo reuniones amistosas de alcohólicos anónimos, ni nadie le alentó en la lucha con una palmadita en la espalda. Sólo su perenne aunque muy escondido amor por Graciela le animó desde lo más profundo de su ser: allí donde nadie llegaría nunca, donde aún quedaban los rescoldos de sus ilusiones. Porque todavía tenía ilusiones: ilusión por que Raúl y él se conocieran, por que le aceptara; ilusión por que Graciela llegara a amarle algún día.

Ya no eran jóvenes; él ya no tenía veinticuatro años, ni ella treinta y cuatro como en aquella primavera del setenta. Había llovido mucho desde entonces, pero tampoco eran tan viejos como para negarse otra oportunidad: la última que probablemente les quedaba.

Despertó a la mañana siguiente con renovados ánimos; ya no podía retrasarlo más. Ni quería ni era prudente. Desayunó en la cama como un señorito y con muy buen apetito. «Los disgustos se soportan mejor —pensaba— con el estómago lleno». Después, una buena ducha y el mejor traje para la ocasión.

La ciudad condal apareció ante sus ojos: desconocida, misteriosa y muy compleja. Puesto que tenía la dirección a mano, decidió no perder más tiempo; paró un taxi y se la indicó al conductor. Más tarde, mientras el taxista se abría paso en el denso tráfico matutino, recordó que era agosto, y que posiblemente los chicos debían de estar en la playa. Lucía uno de esos magníficos días veraniegos: caluroso, soleado y radiante; la ciudad presentaba un colorido precioso como una cordial bienvenida.

Y de repente el taxista paró. Por lo visto ya habían llegado a la calle Aragón. En muy pocos minutos estaba frente al edificio en cuestión. Gorka le pagó la carrera y se apeó del coche.

Llamó al timbre, preguntó por Irene, y se presentó como el padre de Raúl.

Irene abrió.

Gorka subió hasta el sexto piso, resoplando; la casa era antigua y no disponía de ascensor. Una prueba más a superar antes de conocer a su legítimo primogénito. Jadeó repetidamente, ¿sólo vivían jóvenes atléticos en esa vetusta casa? La puerta del piso estaba entreabierta. Él entró con un poco de timidez y cerró la puerta. Miró en derredor. «Bonito y coqueto. Se notan manos femeninas», pensó.

Luego se volvió y la vio delante de él.

¡Por el Dios del cielo, era casi tan alta como Izaskun! Y pelirroja; los rizos del color de las fresas maduras le llegaban a la cintura estrecha y juvenil. Tenía la cara y el cuerpo salpicados de pecas, y unos ojos verdes inmensos, al igual que Izaskun. ¡Preciosa! Debía reconocerlo: aunque no tuvieran nada más en común, Raúl y él tenían el mismo gusto exquisito en lo que a mujeres se refería. ¡Bravo!

 

 

Mi sorpresa no conoce límites. En mi vida he esperado cientos de cosas, pero nunca se me pasó por la imaginación que se presentara ¡en mi casa! el padre de Raúl.

Pero, ¿cuál de los dos?

Él sólo me ha dicho que era su padre, no me ha dado nombre ni apellido alguno; no me queda otra que salir, hablar con él y preguntárselo. Indiscutiblemente, la dirección se ha dado ella; ella, que estuvo aquí. Desde que vivimos los tres juntos, sólo Raúl ha recibido visitas, y lo más divertido: a él no le hace ninguna gracia que vengan a visitarle.

Salgo de la cocina y voy a su encuentro.

Está en el salón, admirando mis fotografías: mi pequeña gran exposición, de la cual me siento muy orgullosa. Vuelve la cabeza y me mira: primero a los ojos; luego me repasa de arriba abajo como cualquier juez en un concurso de misses. Sonríe.

—Así que tú eres la nueva amiguita de Raúl, no estás nada mal —pondera con cierto tono de admiración, y pregunta—: ¿Cuántos años tienes?

—Veinticinco —levanto la cabeza, orgullosa, aunque la pregunta me parece una solemne tontería; no veo qué importancia puede tener si tengo veinticinco años o treinta o treinta y cinco. Está claro que no sabe cómo romper el hielo y ha soltado lo primero que se le ha venido a la cabeza.

—Un poco mayor para él, ¿no?

—Pues sí —apostillo—, de ese modo puedo controlarle mucho mejor. ¿Y usted quién es, cuál de los dos? ¿El marido o el amante?

—Ya veo que todo el mundo está al tanto del cuento; los chismes van que vuelan. Soy Gorka Aranguren, el marido —aclara—; no creo que Fernando dé nunca la cara. No es su estilo.

—Raúl no está en casa ahora —le desilusiono—. Cada día sale a buscar trabajo. Se ha cansado de hacer de gigoló. Quizá no regrese hasta la noche —le aviso.

—Puedo esperar, si no te importa. No tengo prisa.

—Eso ya lo veo, ha tardado algunos años en venir a verle —le reprocho, medio enfadada a mi pesar—. Raúl no tiene más interés en verle que el que ha mostrado usted durante todo este tiempo.

No espere un recibimiento con los brazos abiertos. Yo le dejo esperar el tiempo que haga falta, pero mi honestidad me impide darle esperanzas.

—No espero ningún gran recibimiento, y si quiere cruzarme la cara se lo aceptaré si eso le sirve como desahogo. Sólo quiero charlar un rato con él.

—Pues me parece bien. Ya iba siendo hora.

—¿Dónde conociste a Raúl?

—En una fiesta de Carnaval en casa de sus primos, en Sitges. Inés nos presentó.

—¡Vaya, vaya! —silba mientras me repasa nuevamente con la mirada. Después sonríe—. ¿Cómo están los cachorros de mi querida cuñada? ¿Y cómo está ella? Ya debe de ser una mujer madura. Y parece que fue ayer —se detiene y mira a un punto indefinido, recordando— cuando me sedujo poco a poco, con lascivia. Inma siempre quiso pasar por delante de las demás, comenzando por su hermana. Por eso se acostó conmigo antes de que a Itziar se le pasara por la cabeza siquiera. Itziar era la madre de Raúl —me aclara, y continúa—: En tu vida habrás visto a dos hermanas tan distintas entre ellas, y tan distintas a su madre también. Puestas en hilera en un escaparate eran idénticas en aquellos años. Solamente cuando entablabas conversación advertías que no tenían nada en común ni nada que compartir. Inma era demasiado arrogante, demasiado agresiva y demasiado ladina. Supongo que la hija será igual…

Le interrumpo diciendo casi inconscientemente:

—Como dos gotas de agua —recordando cómo ha venido comportándose Inés en los últimos tiempos.

Me entra, además, un deseo (casi) irrefrenable de decirle que sus sobrinos llevan años follando juntos; no por nada, simplemente por ver qué cara pone. Puro chisme, porque a él ni le va ni le viene. Me contengo al final, por una absurda lealtad para con no sé quién. Él me mira un segundo y continúa soltando el rollo; se nota a la legua que se muere por desahogarse.

—Mi esposa, por el contrario, era demasiado cobarde, demasiado insignificante… aunque si quería seducir a un hombre, sabía cómo hacerlo. Tonta no era; a mí me sedujo sin yo querer. Porque no soy de piedra tampoco, y ella era muy bella. Seducir a Fernando no le costó nada porque él la idolatraba. No sé si llegó a sentir algo por él… pero por descontado no era la obsesión que tuvo conmigo. Te veo perpleja —señala—, ¿no te ha hablado Raúl de su madre?

—No es un tema que saque mucho a relucir, y se pone de muy mala leche si yo o Azucena hablamos de ella. Parece querer olvidarla; imagino que para él no ha sido fácil. Me temo que aún no lo ha superado y, para serle sincera, le diré que quizá no lo supere nunca.      

—Por eso he venido… en parte —me aclara—; quiero explicarle algunas cosas, e intentar darle una nueva versión de la historia. Al fin y al cabo nosotros tenemos la culpa de que Raúl sea como es. Nosotros y su bendita abuela, claro está.

—No exagere, Raúl ya es mayorcito; ustedes no son responsables en exclusiva de sus delitos y faltas. Es absurdo que se atribuyan culpas o méritos. En todo caso, como usted bien ha señalado, es su abuela quien tiene que responder por su forma de comportarse… Y por lo poco que Raúl sabía de organización y trabajo doméstico cuando llegó aquí.

—Hay otro asunto a tratar… —duda un momento; no sabe si explicármelo o no. Al final se decide—: Raúl ama a Izaskun. No te ofendas —intenta disculparse—. Yo he visto a Izaskun, ella me ha contado ciertas historias, anécdotas… que ponen de manifiesto lo unidos que siempre han estado. En ti, lamento decirlo, encuentra un refugio y una excusa para no regresar con ella. Pero la verdad es otra mucho más grave: Raúl no está preparado para darle a ninguna mujer lo que necesita de un hombre. Con vosotras está la mar de bien… de momento, porque sólo quiere y ofrece sexo. Pero, ¡ay de vosotras si queréis algo más! acabaréis como ella: con las manos vacías… Ejem, ejem —tose un poco—, ella tiene a su bebé. Y a ver, ¡no me mal interpretes, no os vayáis a quedar embarazadas ahora! Lo que intento decirte es que Izaskun tiene las ideas muy claras: sabe lo que quiere y sabe quién la quiere. Y es muy paciente. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Entiendo que usted está de su parte. Y ha venido para reconciliarles, ¿no es eso? —Estoy muy dolida. ¡Como si no fuera bastante el chasco que me llevé cuando ella se presentó aquí! Se supone que debo resignarme a verle marchar.

—No seas infantil, ea, ea —me dice mientras me acaricia la mejilla—. Yo no he venido a reconciliar a nadie, ni hacer de Celestina; nada de eso. Raúl es libre de elegir lo que más le convenga. Pero tú tienes derecho a algo más que sexo, ¿no crees?

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