Carnaval

Carnaval


**** DESENLACES **** » TREINTA Y UNO

Página 38 de 48

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TREINTA Y UNO

 

Castillo de Arga, Navarra

Noviembre se presentó con días brumosos y un viento glacial, trayendo además un cierto desasosiego a la casa de los Ondaerrea, y muy en especial a Fernando. Como todo buen padre, estaba, y no sin razón, preocupado por la salud de su hija y del bebé; no le comentó nada a Izaskun, pero temía que la niña, al nacer, padeciese alguna deficiencia o anormalidad.

Izaskun le había dicho repetidas veces que en el principio del embarazo, ya hacía meses, le hicieron la prueba de la amniocentesis y descartaron cualquier posible peligro para la supervivencia del feto. Lo demás, realmente, no le importaba. Sólo le pedía a Dios que el embarazo llegara a término y no se presentaran complicaciones; estaba al tanto de los problemas y sinsabores que tuvo su madre con los otros embarazos antes de que ella naciera. Fernando la escuchaba y quería creerla, ¡la veía tan optimista! Pero ¿qué se espera que diga una madre?

Quería tranquilizarse; sin embargo, los lazos que unían a su hija y Raúl estaban demasiado apretados. Ahora bien, si Izaskun había aceptado seguir adelante, con todo lo que sabía, era porque quería a esa criatura y aceptaba lo que pudiera sobrevenirle.

Le faltaba poco más de una semana para cumplir; si no llegaba para el aniversario de Raúl, llegaría a lo sumo un día después. Parecía un globo a punto de explotar, pero se la veía muy hermosa. La maternidad había rellenado su rostro agradablemente; y como era tan alta, pensaba Fernando, parecía tan esbelta como siempre.

Había sacrificado su melena a finales de septiembre porque le resultaba mucho más práctico que pasarse una hora entera con el secador y el cepillo; y porque, aunque no se lo confesara a nadie, las palabras de Juanjo le habían martilleado en su cabeza desde aquella tarde de mayo. «Si te lo cortaras muy corto serías clavadita a Raúl; no cabe la menor duda de que sois hermanos». Una tarde, sola en casa, en su alcoba, se animó por fin a enfrentarse con aquellas palabras; debía hacer la prueba. Al igual que cuando hizo el test de embarazo, aprovechó la soledad. Se había duchado y vestido con camiseta y tejanos; se sentó en su silla de bambú preferida, frente al tocador, desenredó la larga cabellera con suavidad y sacó unas tijeras del cajón.

«El primero siempre es el peor», recordó las palabras de Paula refiriéndose al primer tijeretazo. Cerró los ojos un instante, su mano aferró un rubio mechón, y con las tijeras en la otra mano lo cortó. ¡Ras! Después cortó otro, y otro, y otro más… Ras, ras, ras… y otro, y otro. Se tomó un pequeño descanso cuando el trigueño cabello tan sólo le rozaba los hombros. Continuó con una energía febril, casi rabiosa; los últimos mechones eran los más difíciles, pero ella tenía brazos largos y flexibles y llegó hasta donde fue preciso. Finalmente soltó las tijeras y se miró en el espejo; había optado por uno que sólo reflejaba el rostro, porque no quería que su feminidad o su embarazo distrajeran su atención. Respiró hondo al ver la imagen reflejada: era el mismo rostro que había visto tantas veces y que amaba con locura. Con la salvedad del color de los ojos, era exactamente igual a Raúl. Deseó que Juanjo pudiera verla; se regocijaría al ver cuánta razón tenía.

Si esperaba verse fea o menos femenina, se llevó una desilusión porque el pelo corto le sentaba fenomenal y estaba tan hermosa como cualquier otro día. Aunque había crecido un poco en aquellas semanas, todavía lo llevaba muy corto. Para ella ese cambio significaba, además, el inicio de una nueva etapa mucho más satisfactoria, y desligarse de viejos recuerdos; ya no se trataba de darle una sorpresa a nadie, sino de gustarse a sí misma.

Fernando se quedó estupefacto al verla aquella noche; apenas si la reconoció.

—¿Eres tú? Dios, ¿dónde has dejado tu preciosa melena rubia? ¿Por qué lo has hecho? Tu madre pondrá el grito en el cielo cuando te vea.

—Oh, sí, soy yo —saludó alegremente—; mi vientre es inconfundible. ¿La melena? La he dejado en el cubo de la basura. ¿Por qué? Por comodidad. Se acabó ser la Bella Durmiente del cuento. Estoy HARTA de esa imagen estereotipada de «princesita Disney». Quiero empezar de cero. Y quiero que la gente valore algo más aparte de mi pelo. Y lo que diga mamá me trae sin cuidado. Ya no puede hacerme más daño.

—¿Y cuándo has vuelto? No te he oído entrar.

—Porque no he salido. Me lo he cortado yo en mi alcoba.

—¡Dios mío, hijita, nunca dejan de sorprenderme tus talentos ocultos! Ahora va a resultar que también sirves para peluquera.

—Yo sirvo para muchas cosas, papá; si la gente se parara a conocerme un poco en vez de quedarse embobados admirando solamente mis tetas y mi culo, lo mismo descubrían cosas muy interesantes.

Fernando sonrió; el pelo corto le quedaba muy bien, aunque el notable parecido con Raúl se hacía más y más patente, y por tanto más doloroso; en cuanto a lo otro, sabía perfectamente que su hija tenía cualidades de sobra. Dios había sido justo: le había otorgado a Izaskun la belleza de la madre y la honradez e ingenuidad de él. Fernando estaba muy orgulloso de su hija.

Ahora quiso subir a verla, mas se detuvo nada más salir del despacho. Por las escaleras, arreglada con excesivo esmero, bajaba India. Llevaba puesta sobre los hombros la capa de cachemir ribeteada de armiño que él le regaló el año anterior. Por abajo asomaba un traje que reconoció por lo caro que le pareció cuando ella se lo compró. Eran las nueve de la mañana, y ella iba ataviada para una cena de gala.

La increpó:

—¿Adónde vas tan elegante?

—Me voy de compras a Pamplona —los ojos verdes le decían sin palabras: no intentes detenerme porque no te vas a salir con la tuya—; necesito un abrigo nuevo —precisó—. Estas capas ya no están de moda; ésta en particular —concretó— es muy incómoda.

—No puedes irte ahora; ya irás el mes que viene. Tu hija está a punto de dar a luz, y no es momento para que vayas de compras, sino para quedarte a su lado —la reprendió con dureza y algo de amargura.

—No voy a discutir esto contigo —replicó India a su vez, enfadada—. No vas a decirme lo que tengo que hacer. Ella y tú sabéis muy bien qué opino de este «dichoso» embarazo. Lo maldije desde que tuve conocimiento de él, y continúo maldiciéndolo. Es y será siempre una abominación y una monstruosidad. Ese engendro no debió salir adelante. Desoísteis mis palabras y ahora pretendes que sacrifique un día de compras por esa bastarda. ¿Por qué, mejor, no te encaras con tu hijito y le obligas a venir aquí a hacerse cargo de la situación? La hija es suya, no mía. Además, Izaskun ya no me quiere a la cabecera de su cama; lleva medio año sin dirigirme la palabra. Mi niña ya no es la misma, y la culpa la tenéis tú y ese hijo de puta. Está totalmente majareta; ya viste la última diablura que hizo: cortarse el pelo. Yo, desde luego, no le di la idea. ¡Con el pelo tan precioso que tuvo siempre mi niña!

—No exageres, mujer —la calmó él, sonriendo; le parecía ridículo que se preocupara por eso como si no hubiera más preocupaciones—. Ya le crecerá otra vez. Eso es lo de menos. Lo importante es que le falta muy poco para alumbrar a la niña, y nos necesita. A los dos.

—Ya te he dicho que yo de eso me desentiendo —repitió fastidiada—; no quiero saber nada. Ahora, si me disculpas, tengo prisa.

—¿Cómo puedes ser tan insensible? —le recriminó su esposo.

—¡Y tú me hablas a mí de insensibilidad! ¡Tú, que me pusiste los cuernos con ésa! No me hagas reír. Todo esto es producto de vuestra locura —le recordó—; resolvedlo vosotros.

India se fue con el mismo paso lento y majestuoso de cada día, sin traslucir emoción alguna. Fernando la vio marchar defraudado.

Subió a la alcoba de Izaskun. La joven mamá dormía todavía, estirada boca arriba, con dos cojines bajo su cabeza y dos bajo sus pies. Tenía en el rostro una expresión de dulce paz y sosiego que le ayudó a tranquilizarse. Se sentó tímidamente en el borde de la cama endoselada y la contempló durante largo rato. Acarició los cortos mechones rubios con ternura. Ella se movió un poco y abrió los ojos; le miró y sonrió.

—Me gusta verte a mi lado cuando despierto, me da seguridad. ¿A qué viene esa cara de pocos amigos?

—Tu madre se ha ido de compras.

—Temes que gaste demasiado, ¿no? No puede decirse que se administre muy bien —la criticó—; un día de estos te va a arruinar. Ve con cuidado —le avisó.

—Es lo que menos me importa  —ni siquiera había pensado en el dinero que India podía gastar en las mejores y más exclusivas boutiques de Pamplona—. Lo que me perturba es que escoge este momento para dedicarlo a frivolidades. Debería estar contigo; estás a punto de parir. Podría haber esperado a que naciera la niña para ir a despilfarrar mis ahorros a Pamplona.

—Por mí no te inquietes —replicó Izaskun—, casi prefiero no tenerla cerca; no me es de gran ayuda, ni práctica ni moralmente.

—No sabes cuánto lamento su intransigente actitud, pero debes disculparla —Fernando se encogió de hombros—; ya sabes que todo este asunto la tiene muy mal. Dale tiempo; Ainhoa lleva su sangre —le recordó—, acabará aceptándola.

—No si no es capaz de perdonar a Raúl. Y no lo hará.

—No —aceptó él—, desde luego no tiene intención de perdonarle. Y él tampoco contribuye a hacerle ver las cosas de otra manera; Raúl no se lo está poniendo nada fácil. Uno de los muchos comentarios que ha hecho tu madre es muy acertado, y no he podido encontrarle réplica.

—¿Cuál? —quiso saber ella.

—No somos nosotros quienes debemos estar a tu lado, sino Raúl; él es quien debería estar aquí contigo.

—Yo no necesito a Raúl a mi lado —mintió sin remordimientos—. Lo único que quería de él ya me lo dio.

—¿Dinero?

Fernando no imaginaba a su hija pidiéndole dinero a Raúl, pero sí consideraba probable que él le hubiera ofrecido algo para quitársela de encima.

—¡Qué va! —Disipó sus temores riendo, y aclaró—: Me refería a su espermatozoide.

—¡Izaskun!

—¿Qué? —Continuaba riendo—, es la verdad; centenares de mujeres en todo el mundo necesitan acudir a bancos de esperma para tener un hijo como ellas quieren. Yo aún pude engatusar a Raúl para que colaborara en algo útil.  No quiero a Raúl aquí —amenazó—, y menos a la fuerza. Olvídate del tema.

—No quiero olvidarme. Él tiene el derecho y la obligación de estar a tu lado en estos momentos. Deja de comportarte como él; a ti no te va el papelito de «a-mí-no-me-importa-nada». Tú no eres de esa clase de gente. Mostrándote tan dura como él no vas a recuperarle.

—¿Y qué quieres que haga? —A Izaskun se le escapaban ya algunas lágrimas—. ¿Qué importa si yo le necesito, acaso volverá porque yo le necesito? No quiere ni verme; ahora ya sabe que somos hermanastros. Se lo dijo su prima; y si no fue ella, fue Juanjo. ¿Qué más da? Cuando su prima vino a verme me dejó muy claro que Raúl no volvería ni a pensar en mí, porque le daban ganas de vomitar. Fue muy grosera, pero yo no lo fui menos. En resumidas cuentas —abrevió—, él siente asco de mí (si todavía siente algo), de lo que vivimos, lo que sentimos, y de Ainhoa.

—¿Cómo puede Raúl saberlo? —Fernando no estaba dispuesto a permitir que su hija creyera cualquier cosa—. Nadie sabe eso con seguridad; ya te dije que había las mismas posibilidades de que fuera de uno o de otro. Te lo he dicho cientos de veces. ¿Cuándo vino ella a verte, acaso fue después de que el maldito Gorka volviera, después de que hablara con Raúl? Si fue así —aceptó—, entonces sí hay una posibilidad de que ella sepa algo real; si es que decidieron hacerse alguna prueba para verificar algo, y pudo enterarse del resultado…, cosa que personalmente dudo mucho. Por lo poco que sé, Raúl es muy reservado, y éstas no son cosas para ventilarlas a los cuatro vientos.

—No —respondió Izaskun—, Inés vino a verme antes de que a Gorka se le pasara por la cabeza regresar al pueblo. Y en cualquier caso, Gorka y yo nos reencontramos después de su charla con Raúl, y me dijo que no había servido de nada, que Raúl era un borde (¡como si yo no lo supiera!) y que no valía la pena hablar más con él; que le olvidara, que yo merecía mucho más…, en fin, ¿para qué seguir? Y por supuesto, no me dijo nada de ninguna prueba. Y yo sé que Gorka me lo diría.

—Yo no pondría la mano al fuego por él —desconfió su padre, aún resentido al cabo de tantos años—; ¿por qué confías tanto en él?

—No tenía por qué haberse molestado en volver y comentarme su entrevista con Raúl, y sin embargo me lo contó todo con pelos y señales.

—¿Y él te dijo que volvió por ti? Pudo haber vuelto por otro motivo —sugirió.

—¿Y cuál sería ese motivo, según tú? —Izaskun se enjugó las lágrimas furtivamente—. No estás tú mucho mejor que mamá; tú también te comportas como un resentido con Gorka. No quiero insultarla, pero debemos reconocer que, queriendo o sin querer, Itziar destrozó muchas vidas. Entre otras, la mía y la de Raúl. Se equivocó de hombre, y aún lo estamos pagando. ¿O no te das cuenta?

—No tienes por qué ofenderla —Fernando la reprendió casi sin querer; el hábito de defender a Itziar ante cualquiera estaba demasiado arraigado—; no ha existido en la tierra mujer más dulce y buena que ella. Sí, es cierto —asintió a su pesar—, se equivocó; pero yo pude haber remediado ese error y no lo hice.

—Ya, papi, ya, ¡basta! Me aburres; dejémoslo estar —se rindió ella cerrando los ojos y suspirando—. La veneras y la idolatrarás toda la vida. Eres incapaz de verle un solo defecto, pero también fuiste incapaz de cuidar a Raúl. Sé que mamá no te lo hubiera puesto fácil, ¿qué mérito hubiera tenido entonces, eh?

—No dejas tú tampoco de reprocharme que no me ocupara de él —le espetó Fernando sin entender por qué estaba tan empeñada en que las cosas podían haber ido de otra manera—; realmente, cualquiera diría que hubieras preferido que fuera tu hermano.

—¿Por qué no? Hubiera crecido al lado de mi hermano —consideró brevemente esa posibilidad—; ahora no tengo nada, ni él tampoco. Sólo muchos remordimientos; y él, en especial, mucho asco. Ya te lo he dicho antes. ¿No vas a ir a trabajar? —Preguntó, cambiando de tema—. ¡No me irás a decir que tienes miedo de que me pase algo! Yo estoy estupendamente —le tranquilizó—; todavía me falta una semana por lo menos.

—No quiero dejarte sola, se te podría adelantar.

—Si Emilia te oye se pondrá hecha una furia, la estás tratando de inútil, y lo que sí es inútil es que te quedes aquí sin hacer nada, ni yo tampoco. Si pasa algo, ya te avisaremos.

—A mí me parece muy útil estar a tu lado, acompañándote. No hay nada en el Ayuntamiento que no pueda esperar hasta mañana, o incluso hasta la semana que viene. Quiero estar con mi niña —le aseguró besándola.

—Está bien, pesado —replicó guiñándole un ojo—; si es lo que quieres. ¿No te ha dicho mamá cuándo pensaba volver de Pamplona?

—¿Que la echas de menos?

—En absoluto —rió—; era pura curiosidad.

Diez días después continuaba la racha de vientos helados que azotaban Navarra despiadadamente, y que en el pueblo habían dejado una copiosa nevada. Esa mañana el tejado de la residencia de los Ondaerrea aparecía níveo; y no solamente ese, sino una docena o más, incluidos los de Etxe Handia.

Era un día triste y frío; Izaskun estaba sola con Emilia. Fernando estaba trabajando; India, de nuevo en Pamplona, resolviendo algo que sólo ella sabía. A primera hora la joven notó sólo molestias; ya era normal, así que se limitó a prescindir del desayuno y sólo tomó (debido a la persistente insistencia de Emilia) una infusión de tila para relajarse.

Emilia estaba convencida de que ése era el día que había escogido el buen Dios para el nacimiento de la princesita de la familia; estaba ansiosa por que la pequeña naciera. Quería con locura a su señorita Izaskun; todo lo que era motivo de gozo para la joven, lo era también para ella; del mismo modo, sentía las penas de Izaskun como si fueran suyas. Llevaba sirviendo con los Ondaerrea desde el nacimiento de la joven; le había cantado nanas, la había bañado, vestido y perfumado; le había cepillado la hermosa cabellera rubia cien veces cada noche (hasta el fatídico día en que Izaskun había tenido el desafortunado impulso de coger las tijeras y acabar con ella) antes de meterla en la cama y arroparla. Su señorita Izaskun era la criatura más hermosa de cuantas se habían visto, y si alguien albergó alguna vez la más pequeña duda, Emilia se la disipó al instante.

Ahora sabía que el momento había llegado. Pensó en avisar al señor Fernando, pero los hombres (a su padre le pasó cuando ella nació) no soportaban bien esos trances. Y teniendo en cuenta que la señora India estaba en la capital, no le quedaba más remedio que ir a pedir ayuda a la vieja Graciela.

Graciela había asistido al parto de su nieto; incluso se las arregló muy bien ella sola con Jon, decían, cuando nacieron sus propias hijas. La vieja sabía mucho de esas cosas; mucho más que ella, por descontado. Emilia no tenía hijos, y sólo de vez en cuando (en la televisión) había visto algún que otro parto. Además, ¡qué caray, era su bisnieta!

Media hora después de que Izaskun tomara su infusión, estando todavía recostada en la cama, la primera contracción dio paso a otra, y a otra. Ocurría todo muy deprisa, o al menos eso les parecía a ambas.

Izaskun ya veía que no llegarían al hospital, por lo tanto se apresuró a llamar a su ginecólogo, pero ¡qué cosas!, los médicos también padecían dolencias; el buen doctor llevaba ya dos días en cama, aquejado de una gripe muy virulenta.

Fue su esposa quien atendió el teléfono.

—Aquí la residencia de la familia Ibarra, ¿quién llama?

—¿Está el doctor?

—Sí, pero no puede atender a nadie —le comunicó—; está enfermo. ¿Quién le reclama?

—Soy Izaskun Ondaerrea, una paciente suya —explicó la joven entre contracción y contracción—; estoy teniendo contracciones y son… ¡Ay! —Se detuvo y se palpó el vientre; acababa de sobrevenirle otra—, muy seguidas. No sé qué hacer; estoy sola, y tengo miedo de conducir hasta Pamplona —se interrumpió de nuevo—. ¿De veras no puedo hablar con él?

—Espere un momento, por favor.

La mujer avisó al marido con palabras perentorias.

—Es una de tus pacientes —le dijo en susurros—; va a dar a luz y está muy asustada. Quiere hablar contigo.

—Pero ¿quién es? —le preguntó él—. Tengo muchas pacientes embarazadas.

—Izaskun… No-sé-qué.

—¿Izaskun? —Se alarmó, aunque no tenía por qué; él, mejor que nadie, sabía que la joven ya había salido de cuentas—. ¡Dame el teléfono! —Rogó, y habló con el aparato ya pegado a su oreja—: ¿Izaskun?... Tranquilízate, pequeña, y dime: ¿cada cuánto son las contracciones?

—Cada cinco minutos —contestó ella jadeando, ya medio histérica—. Estoy aterrada, y sola. No sé qué hacer.

—Tranquila —intentó sosegarla, y acto seguido le dio instrucciones precisas sobre cómo comportarse frente a aquella situación tan esperada y a la vez tan novedosa—; avisa a una ambulancia, que te lleven al hospital. Yo no podré asistirte, pero no te preocupes, todo irá bien.

—No quiero moverme de aquí —protestó apenas—. Tengo miedo.

—Y no te vas a mover.

Una mano le quitó el teléfono y lo colgó; después se posó en la frente de la parturienta, no fuera que tuviera fiebre; eso representaría una complicación, y las complicaciones no convenían, no en un parto a la antigua. Más tarde esa misma mano acarició con inusitada ternura el vientre a punto de estallar. Era Graciela, que había llegado hasta allá movida por las súplicas de Emilia.

—¿Qué hace usted aquí? —Izaskun no entendía cómo había llegado esa mujer a su casa; desde luego, a ella nunca se le habría ocurrido pedirle ayuda—. ¿Por qué ha venido?

—Si quieres, me voy —contestó Graciela en el mismo tono seco que de costumbre—. ¿Quieres que me marche?

—¡NO! —chilló—. ¡Ayúdeme! No tengo a nadie más.

—No te alteres, mujer, ya verás como todo sale bien —la tranquilizó. Luego se dirigió a Emilia para exigirle—: Traiga unas tijeras muy bien desinfectadas, todas las toallas, sábanas y compresas que encuentre, y agua hirviendo.

—Gracias —murmuró la joven.

—No me las des a mí, sino a Emilia; al menos tuvo más sentido común que tú. ¿Cómo se te pudo ocurrir quedarte embarazada de un hijo de Raúl? ¡Menudo par de insensatos!

—¿Usted nunca se equivoca? —Izaskun estaba muy asustada; lo que menos necesitaba en esos momentos eran los reproches de esa vieja. Si había venido para abroncarla, más valía que se fuera—. Yo amo a Raúl —declaró apasionadamente—, y por amor se hacen las locuras más grandes. ¿Usted nunca ha hecho algo por amor? ¿Qué sabe de Raúl? —Se había prometido no pensar más en él…, pero la tentación se la habían servido en bandeja—. Hoy es su cumpleaños —le recordó—. Parece que lo hice a posta, ¿eh? Nosotros siempre lo celebrábamos en los establos —rememoró con nostalgia—, me refiero al cumpleaños, claro.

—Eres una muchachita muy terca, y demasiado romántica para los tiempos que corren. ¡Mírate! ¿Acaso crees que él está pensando en ti en este momento? ¡Qué más quisiéramos!

—Ya sé que no está pensando en mí… Miento. Sí piensa en mí, lo sé. No importa en qué brazos esté, porque sólo anhela los míos. ¡Sigue amándome! —gimió más que gritó—. Y cuando vea a Ainhoa se olvidará de ellas.

El esfuerzo de la aguda entonación de esas palabras dejó a Izaskun exhausta. Respiró hondo mientras Emilia llegaba con casi todo lo que Graciela le había exigido. Menos el agua; el agua permanecía hirviendo en el fogón.

—Ahora has de ser valiente —la animó Graciela—. Esto no es una clínica privada donde diez enfermeras revolotean a tu alrededor; aquí no hay epidural que valga, ni siquiera creo que tengas a mano cloroformo o algo por el estilo para dormirte. Vas a tener que resistirlo sin nada. Confío en ti; mi hija era más cobardica y no lo pasó tan mal. Desnúdate —le ordenó sin más preámbulos.

—¿Eh?

Izaskun no entendía por qué debía desnudarse; mucho menos delante de esa mujer.

—¡Venga, no seas remilgada! —No tuvo tantos miramientos cuando se lió con Raúl, según recordaba ella. ¿O sí?—. Necesito palpar bien para ver cómo está colocada la criatura; más nos vale que no venga del revés —masculló Graciela impaciente, pero sin mal humor.

Izaskun se desnudó poco a poco; estaba agotada y muy cohibida también. Graciela la ayudó al final; después puso sus manos sobre el vientre de la joven, presionando con suavidad como quien hace un masaje.

—La criatura viene bien, gracias a Dios —le dijo, sonriente, y la miró con detenimiento por primera vez desde que había llegado—. ¿Qué has hecho, por qué te has cortado el pelo? Tenías una cabellera larga y preciosa; tengo entendido que a Raúl le gustaba mucho.

—Quizás —dijo Izaskun en un tono de voz tan bajo que la otra apenas sí pudo oírla—, pero yo estoy más a gusto así.

—Sigues tan hermosa como siempre. Ponte la bata —se la alargó—, vamos al lavabo; debes de estar a punto de romper aguas, ¡no querrás manchar la cama ni hacer un zipizape!

Caminaron juntas hasta el baño; bajaron algunas escaleras porque en el piso de las buhardillas no había lavabos. Izaskun rompió aguas diez minutos después; Graciela la acompañó de regreso, la metió en la cama como si se tratara de su propia hija, y llamó a gritos a Emilia. Ella no iba a poder ocuparse de todo. La criada llegó enseguida; traía la cara demudada del susto.

—¿Qué he de hacer, señora? He avisado ya al señor Fernando de que la niña está por llegar; se ha enojado mucho, señorita, porque no le he telefoneado antes. Y no le he dicho que estaba aquí la señora Graciela.

—Gracias —musitó Izaskun, y exclamó en un tono más elevado—: ¡Ojalá no tarde en venir, no sabes cómo le echo en falta!

Izaskun se arrepentía, y mucho, de haber insistido en que su padre acudiera al Ayuntamiento esa mañana. Fernando no quería marcharse, no quería dejarla sola. Si diez días atrás no se había movido de su lado por miedo a que le ocurriera algún percance, a ella o al bebé, mucho más perturbado estaba esa mañana del quince de noviembre.

Su perturbación no se debía sólo a la salud de sus princesas, como llamaba él a su hija y a su nieta, sino a los recuerdos de veinte años atrás, que le atormentaban. Le era imposible olvidar que en un día como ese, cuando aún rebosaba vida, Itziar había dado a luz a su hijo, el de ambos. Fernando siempre lo sintió suyo, siempre lo sintió cerca. Después del suicidio de ella, la cara del chiquillo era un recuerdo demasiado doloroso. Por eso le rehuyó todos esos años: para intentar rehuir el dolor.

Ahora Fernando hubiera ido corriendo a verle, sino fuera porque temía un rechazo mucho peor que el que había sufrido Gorka. Si Raúl volvía con Izaskun, y si ella le aceptaba… Si llegaran a casarse, él tendría una excusa, por pequeña que fuera, para estrechar su mano, darle un abrazo o un beso, y retener entre sus brazos aquella época, aquellos momentos felices que se le escaparon de las manos.

Llegó a los quince minutos de recibir el aviso de Emilia; venía muy agitado, muy nervioso, y su mayor sorpresa fue encontrar a Graciela en la alcoba de Izaskun. Era la primera vez que se veían las caras, frente a frente, desde aquel aciago día de agosto. Se miraron durante una fracción de segundo; no necesitaban palabras para expresar su sentimiento. Graciela lo tenía todo preparado, y sabía cómo llevarlo bajo control.

Izaskun empezó a gritar; no tenía sentido mostrarse discreta, ni nadie se lo estaba pidiendo. Las contracciones eran cada vez más seguidas y más dolorosas. Se sucedían cada dos minutos, y parecían estremecerla toda.

—¡Empuja —gritaba Graciela—, vamos, sé fuerte! ¡Venga, sigue adelante, con fuerza!

—¡No puedo! Me siento morir —Izaskun estaba sudando por el esfuerzo, y también por el calor. La calefacción estaba al tope debido al frío que azotaba fuera en esos días—. ¡Aaaah, no pue…do… No puedo… más!

—Un empujoncito más —continuaba animando sin tregua Graciela, ya sonriendo—. Ya va a salir, ¡venga, ya estás dilatando, lo noto! Separa las piernas, flexiónalas, ¡venga!

Izaskun separó y flexionó sus larguísimas piernas; a cada momento se agotaba más y más. Llevaba ya tres horas sufriendo contracciones, y ya hacía dos que había roto aguas. Era la una del mediodía. El sueño de una vida era ahora una pesadilla interminable, y no creía poder soportarla sin Raúl a su lado. Le llamó a gritos; Fernando y Graciela intercambiaron una rápida mirada de comprensión. Entendían su anhelo, pero no había nada que pudiera hacerse al respecto. Aunque avisaran a Raúl, y aunque él accediera a venir, no iba a llegar a tiempo para sostenerle la mano en esos instantes tan especiales como mágicos. Pero ella le había llamado por iniciativa propia, y Fernando, aprovechando su presente deseo, le reclamó el teléfono de Raúl.

Izaskun giró la cabeza levemente y, señalando un bolso, dijo en susurros:

—Ahí… ahí está… en un papel arrugado… en la última página de  la agenda.

Ella le había dado el papel a Gorka, pero él, después de su encuentro con el chico, se lo había devuelto.

Fernando buscó con afán y lo encontró. Arrugó el ceño. ¿Qué era lo que ponía allí, qué significaba aquello? Había un nombre de mujer a la cabecera de la dirección. Miró a su hija sin disimular su enojo.

—¿Qué significa esto —bramó encolerizado—, quién es esta mujer? —reclamó dando golpecitos en el papel con el dedo índice—. ¿Por qué no me dijiste que vivía con otra mujer? ¿Cómo se ha atrevido a hacerte esto?

—Es su prima —mintió Izaskun para protegerle.

—No lo es —sentenció Fernando—; aquí pone Irene. Tu nieta se llama Inés, ¿verdad, Graciela? —miró a la mujer casi acusándola. De un delito de omisión al menos; alguien debería haberle tenido al tanto de semejante canallada.

—Fernando, éste no es el momento de hablar de las amiguitas de Raúl —le reprochó Graciela, aguantándole la mirada como sólo ella era capaz de hacerlo—. Ya nos ocuparemos de él cuando nazca la cría; no voy a llamarle hasta que nazca. No va a verla nacer, no llegaría a tiempo. Llamarle ahora significaría ponerle nervioso y alimentar una desgracia. Conozco a ese nieto mío, y no quiero que se mate por el camino.

—Está bien, pero lo vamos a discutir porque no estoy dispuesto a…

Fue interrumpido por otro grito de la joven.

El reloj del Ayuntamiento marcaba las dos del mediodía; Fernando se asomó al pequeño ventanal y miró distraído el paisaje nevado.

Graciela, en cambio, miraba la vulva de la chica; el bebé empezaba a asomar, la cabecita ya estaba coronando. Graciela la sujetó con manos amorosas y le exigió a Izaskun un último esfuerzo, alentándola:

—¡Venga, mujer, que ya está saliendo! ¡Menuda impaciente está hecha!

Izaskun empujó con todas sus fuerzas; salió después de la cabeza un hombro, el otro, y poco después, muy rápidamente, la criatura salió al mundo exterior, donde la aguardaba una mamá dichosa, un abuelo feliz, y una bisabuela que disimulaba (muy a duras penas) su inmensa satisfacción.

La criatura era una belleza por partida doble. Al encanto irresistible de la madre se le unía el innegable atractivo de Raúl, el cual se manifestaba de modo inequívoco en la sonrisa y en la limpia mirada de sus ojos. Ainhoa era una niña muy especial; el reparto de los genes heredados era tan equilibrado que rozaba la sabiduría Salomónica, pues la pequeña tenía el iris de los ojos de distinto color: azul era el izquierdo, y verde el derecho. Tal pareciera que la naturaleza no acabara de decidir si los ojos de Ainhoa debían ser verdes o azules, y finalmente hubiera optado por aquella solución tan justa y a la vez tan extraordinaria.

Graciela cortó el cordón umbilical con delicado afecto; limpió su diminuto cuerpo con una inmaculada toalla, la puso cabeza abajo y le dio unas palmaditas en las nalgas para hacerla llorar y así comprobar que respiraba con total normalidad. La puso en los brazos de Izaskun, que se moría de ganas de abrazarla.

Fue a telefonear al insensato de su nieto sin dejar de ver a su chiquitina. Oportunamente, la muchacha tenía el teléfono en la mesita de noche, junto a la cama, y desde allí, cuando hablara con Raúl, podría explicarle con pelos y señales cada detalle de su hija. La miraba de reojo mientras marcaba el número de aquella desconocida, su bisnieta era gordita; tenía una pelusilla casi blanca cubriéndole su pequeña cabecita; la nariz y la boca eran iguales a las de Raúl. De hecho, ambos chicos eran como dos gotas de agua y no cabía esperar diferencias notables.

No contestaba nadie a su llamada.

«¿Qué puñetas estarán haciendo?», se preguntaba Graciela. Ya eran casi las tres del mediodía. Por fin una voz cantarina contestó al otro lado.

—¿Quién llama?

No era la voz de Raúl, sino la de Azucena, que estaba poniendo los platos en la mesa. Ese día especial no comían en la cocina.

—¿Está ahí Raúl? —el tono de Graciela bailaba entre la impaciencia y el enojo.

—Sí —contestó Azucena—. ¿Quién pregunta por él?

—Su abuela. Y dile que espabile, niña, no tengo todo el día.

—Ahora se pone —le dijo—, un momentito, por favor —le rogó muy educada;  tapó el auricular  y gritó en dirección  a la cocina—: ¡Raúl! ¡Raúl, deja de morrearte con Irene y ven aquí! Te reclaman al teléfono.

—¿Quién? —aulló enfadado—. Si es mi prima, dile que me he ido, que estoy en el Caribe, de vacaciones…, o lo que sea, pero sácatela de encima. Paso de que me amargue el cumpleaños.

—No es Inés, puedes respirar tranquilo. Es tu abuela.

—¿Respirar tranquilo, dijiste? —bromeó Raúl, a medias horrorizado—. No sé quién es peor; veamos qué quiere la vieja esta vez. ¿Y ahora qué pasa? —habló con el auricular en la mano en un tono tan elevado que la misma Izaskun le oyó.

—¡Raúl —chilló Graciela—, ven ahora mismo para acá! Y no quiero excusas. Ven.

—Si quieres felicitarme, puedes hacerlo ahora. No voy a enfadarme porque no vengas a verme.

—Deja de hacer el tonto —le reprendió—. Acaba de nacer tu hija y debes estar aquí con nosotros, no con ese par de pendones. ¡Ven ya!

—No tienes ningún derecho a insultarlas, y no voy a regresar al pueblo. Yo no tengo nada que hacer allí. Estoy de fiesta.

—Tu fiesta está aquí, con Izaskun y con tu hija. No me obligues a ir allá y traerte a rastras como a un niño chico.

—¿Y tú cómo sabes que ha nacido mi hija?

Ya estaba interesado, incluso un pelín intrigado.

—Porque yo la he traído al mundo, bobo —le espetó en tono burlón—. ¡Es una preciosidad! No puedo decir a cuál de los dos se parece más, ¡os parecéis tanto Izaskun y tú! Lo que sí puedo adelantarte —continuó Graciela— es que tiene un ojo verde y otro azul. ¡Es algo mágico!

—¡Estás como una cabra! ¿Cómo demonios va a tener un ojo de cada color? —se burló él ahora—. Deberías ponerte gafas, ya confundes lo que ves.

—¡Raúl! No te permito que te muestres grosero conmigo, ni pongas en duda lo que digo. ¡Ven a ver a tu hija y lo comprobarás tú mismo!

—¿Qué es eso de que tú la has traído? ¿Dónde estás, si se puede saber? —inquirió de nuevo; no le gustaba ni pizca lo que estaba oyendo, ¡apestaba a complot!—. Deberías tener cuidado de que no te oiga Izaskun. Me dijo que la niña era exclusivamente suya. ¡Pues que se apañe!

Raúl colgó el teléfono sin más explicaciones. Consternada, también colgó Graciela. Miraba a Izaskun con pesadumbre mientras sacudía la cabeza y sentenciaba:

—No tiene remedio. Lo siento, jovencita, ese mocoso no tiene remedio. Tendremos que idear algo más… drástico para hacerle volver. En realidad, se está muriendo de las ganas, pero con esas fulanas…

—¿Qué fulanas? —Preguntó Fernando—. ¿A quiénes te refieres?

—A nadie —contestó Izaskun medio adormilada—, no se refiere a nadie. Da igual. No sé por qué, después de todo, me hice ilusiones de volver a verle. Supongo que me ilusioné porque, después de todo, soy gilipollas.

—¡Izaskun! —gritó su padre en un reproche. No le gustaban esas palabras, no en boca de su hija, y menos con la niña en brazos y con Graciela presente en la habitación—. ¡No sueltes tacos! —la regañó.

—Es verdad —se defendió ella—; eso es lo que soy: una idiota, una maldita y jodida ingenua que ni siquiera tiene la voluntad de salir adelante sin él. Pero mi Ainhoa tendrá un hogar, ¡digo si lo tendrá! Lo juro.

—¿Qué quieres decir? —Fernando se asustó ante la determinación de esas palabras—. ¡No estarás pensando en darla en adopción!

—Pero ¿tú estás loco? ¿Dar a mi hija? Esa idea solamente podría ocurrírsele a mamá. ¡Dar a mi hija en adopción! ¿Yo? Por favor, seamos serios; yo jamás pensé en algo semejante. Me refería a otra cosa, aunque de momento no diré de qué se trata. No depende sólo de mí.

—No veo por dónde vas, y eso me asusta —dijo él.

—Tranquilo, yo sólo pienso en mi hija. Por cierto, mañana has de ir a Pamplona e inscribirla en el Registro Civil como Ainhoa Ondaerrea. No olvides poner nuestro apellido, no el de Raúl. Mi hija es sólo mía.

Ir a la siguiente página

Report Page